Hoy, 23 de abril, es el día de San Jorge.
Jorge nació en una familia cristiana de finales del siglo III Geroncio, su padre, originario de Capadocia, servía como oficial en el ejército romano. Su madre Policromía volvió con su joven hijo tras enviudar a su ciudad natal, Lydda. El joven siguió los pasos de su padre y se unió al ejército poco después de llegar a la mayoría de edad. Debido a su carisma, subió pronto de grado, llegando antes de los 30 años a ser tribuno y comes. Hacia esa época ya se le había destinado en Nicomedia como miembro de la guardia personal del emperador romano Diocleciano. En el 303, este emperador emitió un edicto autorizando la persecución sistemática de los cristianos a lo largo y ancho del imperio. Su césar Galerio fue el responsable de la decisión. San Jorge recibió órdenes de participar en la persecución, pero prefirió dar a conocer su condición de cristiano y criticar la decisión del emperador. Un airado Diocleciano reaccionó ordenando la tortura ejecución del traidor. Tras diversas torturas, Jorge fue decapitado frente a las murallas de Nicomedia el 23 de abril del 303. En 494 San Jorge fue canonizado por el papa Gelasio I.
Se cuenta, además, que en una ciudad del Asia Menor había un dragón que tenía su nido en la fuente que proveía de agua al poblado. Como consecuencia, los ciudadanos debían apartar al dragón de la fuente para conseguir agua, ofreciendo diariamente un sacrificio humano que se decidía al azar entre los habitantes. Un día resultó seleccionada la princesa local. En algunas historias aparece el rey, su padre, pidiendo por la vida de su hija, pero sin éxito. Cuando estaba a punto de ser devorada por el dragón, apareció San Jorge en uno de sus viajes a caballo y se enfrentó con el dragón, lo mató y salvó a la princesa. Los agradecidos ciudadanos abandonaron el paganismo y abrazaron el cristianismo.
Pablo VI, horrorizado por la violenta explosión de masculinidad de este bruto soldadote ante causa tan poco ecológica, y movido por sus pruritos positivistas, decidió expulsar a San Jorge del santoral católico en 1969, quedando el santo en exclusividad para la iglesia ortodoxa, sobre todo los melquitas sirios, que se han hecho los universales receptores de las sobrenaturales dádivas del santo y, también, de las más materiales y contantes de los fieles, según puede verse diariamente en la catedral de Scalabrini Ortiz.
Esta triste exclusión, por otro lado, me da cierta esperanza: parece que los papas puedan “descanonizar a los santos” que canonizaron otros. Quién dice entonces que algún día que caiga también de las hornacinas, como San Jorge, el Marqués de Peralta, si es que los millones de sus vasallos no logran algún otro oportuno milagrito.
Como castigo, quizás, a tamaña expulsión, los porteños padecemos a dos Jorges que ocupan altísimos puestos: Bergoglio y Telermann. Por cierto que el cardenal no es un émulo del militar capadocio. En circunstancias similares, y movido por su celo de diálogo interreligioso, jamás habría cometido la incorrección política de criticar las órdenes de Diocleciano sino que habría sugerido la creación de una Mesa de Diálogo con los sacerdotes paganos a fin de consensuar propuestas superadoras que ayudaran a los hombres y mujeres del imperio a caminar juntos, en paz y armonía, hacia la construcción de un mundo más justo. Una de ellas sería, probablemente, convertir a Nicomedia en Capital Mundial del Diálogo Interreligioso, distinción que ostentará pronto nuestra sufrida Buenos Aires.
Con respecto a nuestro Jefe de Gobierno, ¿qué podemos decir más allá de las palabras del Cardenal? Porque, efectivamente, Jorge es un creyente.