sábado, 29 de diciembre de 2007

Las últimas batallas


El siglo XX se caracterizó, entre otras cosas, por ser el marco temporal de guerras declaradas abierta y claramente contra la fe. Es el caso de la guerra cristera de México y la Guerra Civil Española. En ambas, la lucha era entre la religión y la impiedad atea.
El siglo XIX, en cambio, cobijó guerras que no sólo eran contra la fe, sino contra el orden cristiano establecido. El caso paradigmático lo constituye la guerra de La Vandée, cuando los católicos del oeste de Francia se levantan contra los revolucionarios en defensa no sólo de la religión sino también del rey. Pareciera que, una vez destruido el orden tradicional, la próxima (¿y última?) trinchera era la fe, y contra ella se dirigieron en la centuria apenas concluida.
Creo yo que podríamos considerar también a la guerra de Crimea como una de estas últimas batallas, y derrotas, libradas contra el orden cristiano. Me ayudarán a dilucidar si verdaderamente fue así los lectores del blog que conozcan la historia mejor que yo.
Esta guerra se desarrolló entre 1853 y 1856 en el Mar Negro, principalmente en torno a la ciudad de Sebastopol, entre el imperio ruso y una coalición de naciones integrada por Turquía, Inglaterra, Francia y Cerdeña, con el apoyo tácito de Prusia y la traición del imperio austro-húngaro. La guerra terminó con la derrota rusa, luego de la muerte del zar Nicolás I. Mi hipótesis es que las fuerzas rusas representaron al orden tradicional que combatió a la revolución.
Es verdad que la ocasión que desencadenó el conflicto fue, a primera instancia, una afrenta a la iglesia católica romana. En efecto, el sultán de Turquía entregó las llave de la iglesia de Belén, cuyos territorios estaban bajo su poder, a los católicos, lo que provocó la queja del zar Nicolás I, protector de los ortodoxos. Francia apoyó incondicionalmente a los católicos y Rusia, afrentada, ocupó los principados danubianos de Valaquia y Moldavia que estaban en poder del imperio otomano. Y a partir de aquí, la guerra abierta.
Sin embargo, la cuestión de los templos de Tierra Santa fue sólo una excusa. Creo yo que a Napoleón III no le interesaba tanto apoyar a la Iglesia cuanto detener el imperio ruso y defender el comercio francés en Oriente medio. Su alianza con los católicos había sido sólo una estrategia que le permitió ser elegido emperador de los franceses. Lo demostrará luego con su apoyo a los independentistas piamonteses y, consecuentemente, la desaparición posterior de los Estados Pontificios.
La figura central en este episodio es la del zar Nicolás I. Es verdad que se trataba de un personaje mesiánico, envalentonado por todos los triunfos que había conseguido a lo largo de su reinado, confiado en los favores que le debían los monarcas europeos, muchos de los cuales permanecían en sus tronos gracias a él, y convencido de la misión providencial de la madre Rusia. Pero el zar estaba convencido también de que él representaba al orden tradicional cristiano, y que la defensa de este orden justificaba, en ciertos casos, la guerra. Cuando se decide a atacar a la infiel Turquía lo hace seguro del apoyo de las naciones cristianas que no dudarían en liberar a sus hermanos en la fe, no sólo los danubianos, sino también los búlgaros y los griegos, del dominio musulmán. A los ojos de Nicolás, lo suya era una nueva cruzada. Y es así que, cuando se concreta la alianza turco-franco-británica, el zar anuncia a su pueblo, en febrero de 1854, que ha declarado la guerra a Inglaterra y Francia porque estas naciones se han ubicado “junto a los enemigos de la cristiandad”.
Con el paso de los meses, Nicolás ve con estupor que todas las naciones se definen en defensa del Islam. Aún el emperador austro-húngaro, Francisco José, que le debía el trono al zar, adopta una actitud hostil. El zar Nicolás I, creyendo reunir en torno a su bandera a toda la cristiandad, sólo ha conseguido reunir contra él una alianza mostrenca entre revolucionarios, católicos y musulmanes.
Es verdad que entender la guerra de Crimea sólo desde este punto de vista sería simplista. Detrás estaba también el temor de Europa al creciente poderío ruso. Pero, en el fondo, creo que se trató de una guerra entre las restantes fuerzas de la cristiandad contra los intereses comerciales de Inglaterra y Francia en Asia Menor y contra los ideales revolucionarios triunfantes en tierras galas y que habían ya infectado todos los países europeos. Los revolucionarios no podían soportar que Nicolás I siguiera considerándose el Autócrata de todas las Rusias, y actuara como tal.
No puedo dejar de ver un paralelismo entre Nicolás I y Francisco Franco. Ambos son conscientes de su misión providencial y, contra viento y marea, contra opiniones y consejos, persisten en sus convicciones. Ambos fueron capaces de hacer frente, con suerte diversa, no sólo a las fuerzas claramente anticristianas, lo cual es bastante fácil de resolver en la consciencia, sino también al mundo liberal y revolucionario, lo cual es bastante más difícil, porque en él militan, disfrazados de ovejas, un buen número de obispos e intelectuales “cristianos”.
Puesto yo en lugar de los súbditos de Nicolás, siento una sana envidia. Tenían un rey, elegido por Dios, y que peleaba por la religión. ¡Cuánto nos cuesta a nosotros, nacidos en el desamparo, imaginar esa situación! Jamás tuvimos una “padrecito zar” que nos protegiera. Nuestros “padres de la patria” no fueron más que confabulados masones y liberales, en el mejor de los casos y, luego, una banda de oportunistas que accedieron al poder en el esperpento democrático que nos heredaron aquellos progenitores. Y en la fe, no sé si algún otro compartirá conmigo la terrible y desoladora sensación de orfandad que experimenté durante el largo cuarto de siglo de pontificado polaco. La restauración de Benedicto XVI, que supongo breve, me da un respiro. ¿Será el aliento prometido a los fieles antes de la consumación final?


miércoles, 26 de diciembre de 2007

viernes, 21 de diciembre de 2007

FELIZ NAVIDAD

OCTAVO KALENDAS IANUARII,
Anno a creatione mundi,
quando in principio Deus creavit coelum et terram,
quinquies millesimo centesimo nonagesimo nono:
A diluvio vero, anno bis millesimo nongentesimo quinquagesimo septimo:
A nativitate Abrahae, anno bis millesimo quintodecimo:
A Moyse et egressu populi Israel de Aegypto, anno millesimo quingentesimo decimo:
Ab unctione David in regem, anno millesimo trigesimo secundo:
Hebdomoda sexagesima quinta juxta Danielis prophetiam:
Olympiade centesima nongentesima quarta:
Ab urbe Roma condita, anno septingentesimo quinquagesimo secundo:
Anno imperii Octaviani Augusti quadragesimo secundo:
toto urbe in pace composito,
sexta mundi aetate,
Jesus Christus aeternus Deus,
aeternique Patris Filius,
mundum volens adventu suo piisimo consecrare,
de Spiritu Sancto conceptus,
novemque post conceptionem decursus mensibus,
in Bethlehem Judae nascitur ex Maria Virgine factus homo:
NATIVITAS DOMINI NOSTRI JESU CHRISTI SECUNDUM CARNEM!
FELIZ NAVIDAD
para todos los lectores del blog

martes, 18 de diciembre de 2007

Ronald Knox y la Amistad

(En la foto: fila de arriba, segundo desde la izquierda es Evelyn Waugh, biógrafo de Knox. Fila de abajo: segundo desde la izquierda es el P. Martín D´Arcy, legendario jesuita de Oxford; luego, el duque de Berwick y Alba, el "Master" de Balliol y el último, Ronald Konx)



Ronald Knox tuvo un gran e íntimo amigo en su juventud y que lo precedió en su conversión a la Iglesia católica. Su nombre era Guy Lawrence. Lamentablemente, murió en combate en la Primera Guerra Mundial. Según su biógrafo, el corazón de Ronnie estuvo diecinueve años vacío hasta que pudo encontrar nuevamente la amistad. Y esta vez fue una mujer. Su nombre era Daphne Strutt, miembro de una familia de agnósticos, y ella misma apenas una anglicana nominal. Su matrimonio con Lord Acton y consecuente conocimiento del mundo católico, le provocaron el interés de conocer más de la Iglesia y, luego, su deseo de convertirse. Será el P. Ronald Knox el encargado de instruirla en la nueva fe.
Esta relación apenas discipular terminará engendrando una profunda amistad de la que pueden relatarse muchas anécdotas. Por ejemplo, durante un crucero por las islas griegas, en el que se suponía que Ronald sería conferenciante para el importante grupo de católicos que participaban, dedicó su tiempo exclusivamente a Lady Acton, para malestar y desagrado del pasaje. Además, su intercambio epistolar fue, durante mucho tiempo, diario.
Cuando luego de varios años de capellanía en Oxford, y harto ya de ser una de las tantas atracciones de la ciudad, Ronnie decide alejarse de esa función, elegirá, con permiso de su obispo, a Aldenham como lugar de residencia. Era esta la casa solariega de los Acton y fungirá allí de capellán privado de la familia, aunque esto significó, como el advirtieron, su alejamiento de la escena eclesiástica inglesa y, consecuentemente, de sus posibilidades episcopales.
Sus años en Aldenham son los años de la guerra, cuando la casa se ha convertido en una refugiada escuela de niñas de Londres con sus monjas y profesoras, y Lord Acton se encuentra con su yeomanry en Inglaterra, y luego movilizado en Italia. Y serán los años de intensos y continuos diálogos amicales entre Ronnie y Daphne. Terminada la guerra, los Acton se trasladan a Rhodesia, donde Ronald los visitará poco tiempo antes de su muerte.
Esta breve relación de la amistad de Ronnie con Lady Acton puede escandalizar a varios. Encuentro paralelismos con las amistades de Castellani y Alicia (el recuerdo de la cual le valió al autor de la verde biografía del cura que su libro fuera puesto en el Index por el respetado Castellanista Mayor Argentino); San Jerónimo y Santa Paula y, también, Nuestro Señor y la Magdalena. Fueron todas amistades saludables, con buenos frutos particulares y, también, universales. Como bien escribía Knox a Lady Acton, “La Vulgata nunca se habría escrito si Santa Paula no le hubiese dicho a San Jerónimo: ´Come on, now´”.
La amistad de Ronald me permite plantear el interrogante del valor e importancia de la amistad cristiana. No se trata, claro, de descifrar una tarjetita melosa de Paulinas, sino de profundizar en un tema descuidado. Veamos:
Es notable la enorme consideración e importancia que poseía la amistad durante la Edad Media. Y no hablo de la amistad como inasible categoría platónica sino de la amistad concreta, aquella que podemos calificar de “amistad particular”, más allá que está expresión haya quedado viciada luego de las recomendaciones tridentinas y, sobre todo, por la literatura veladamente homosexual francesa de Roger Peyrefitte y André Gide, y su réplica criolla de Manucho Mujica Lainez y Abelardo Arias.
En la alta Edad Media no se encuentra un tratado acerca de la amistad, pero sí es posible acceder a los cuantiosos y voluminosos epistolarios en los que, de un modo coloquial y hasta familiar, encontramos expresiones de amistad. Copio aquí algunos párrafos:
Pedro, arzobispo de Milán, lee el siguiente párrafo de un carta de un discípulo suyo:
“Tengo memoria de tu dulcísima humildad y amor, y gimo por la ausencia de aquel cuya llama de la caridad arde en el corazón del hijo. Cuánta es la infelicidad de este mundo que separa a amigos tan queridos, que separa al hijo del padre. Oh, si tuviera las alas del águila para que pudiera atravesar más veloz que el Euro las cumbres de los Alpes!, qué pronto estaría ante los pies paternos para refrigerar los ardores de mi pecho con la visión del padre. Pero como no podemos hacer esto, vistámonos con las dos alas de la caridad: estemos presentes en Cristo así como estamos ausente en el mundo. ¿Qué es la caridad sino la unión de las almas... Yo, tu hijo, te suplico que por su misericordia (de Cristo)..., que conserves escondido en el santísimo tesoro paternal de la memoria el nombre de éste tu hijo.”
Arno, arzobispo de Salzburgo, lee lo siguiente en una epístola de su maestro:
“Muchas veces la figura del amigo se separa, pero nunca deben separase en la dulzura de la caridad. Donde el amor es verdadero, allí está firme la memoria de la hermandad. Donde la raíz de la amistad es firme, está fijado el tesoro en el pecho. Entonces, ciertamente, se multiplican las ramas vestidas con las flores de la fe, hasta que los frutos de la eterna alegría colmen a los que posee verdadera caridad entre ellos...”
Paulino, patriarca de Aquilea, recibe una carta de un condiscípulo que dice:
“No necesariamente la ausencia del cuerpo divide el amor, porque la amistad que puede abandonarse nunca fue verdadera. Siempre amaba, dulcísimo amigo, lo que conocía de ti, y mi corazón ha escrito la alianza de la amistad en tu corazón. Y así está escrito el nombre de mi Paulino, y no en cera, que se puede borrar. Te pido que no olvides en tus santas oraciones el nombre de éste tu amigo, sino escóndelo en algún rincón de la memoria, y anúncialo en el tiempo oportuno, cuando consagras el pan y el vino en la sustancia del cuerpo y la sangre de Cristo.”
Me llama la atención las constantes referencias al “pecho” o al “corazón” que se encuentran en estos textos y las expresiones que, hoy, no nos permitiríamos entre amigos tales como “refrigerar los ardores de mi pecho con tu visión”. Más de un mal pensado pensaría mal. Creo que los medievales no tenían aún esos reparos y eran capaces de expresar de un modo gráfico y plenamente humano, hasta carnal, el profundo amor que los unía a sus amigos y de los que estaba separados por las distancias casi insalvables de la época.
En el siglo XII encontramos ya un tratado dedicado exclusivamente a la amistad. Se trata del De amicitia, traducido como La amistad espiritual de San Elredo de Rieval (la versión latina está en el tomo 40 del Migne y hay una edición castellana por los cistercienses de Azul en la lamentablemente desaparecida colección de "Padres Cistercienses"). Este cisterciense vivió hasta los veinticuatro años en la corte del rey David de Escocia, donde traba una gran amistad con San Waldef, hijo del rey, quien morirá siendo abad del Cister de Melrose. Elredo mismo ingresa al monasterio cisterciense de Rieval del que terminará siendo abad. También allí se distinguirá por la dulzura de su trato y por profundas amistades, como la que lo unirá a su discípulo Juan, a quien le dedica su tratado sobre la amistad espiritual, y con Walter Daniel, otro de sus novicios, quien será, además, su primer biógrafo. (La Vita Ailredi de Walter Daniel no es fácil de conseguir. Hay una traducción inglesa de los años ´50 inhallable y una reciente edición italiana que no conozco).
Copio aquí algunos párrafos de Elredo:
[20] “El amigo es el custodio del amor o, como dicen otros, el guardián del alma." Sí, es necesario que mi amigo sea custodio del mutuo amor y, aun más, de mi misma alma, para que guarde con silencio fiel todos sus secretos; para que cure y cargue con todas sus fuerzas cualquier vicio que vea; para que goce cuando gozo y llore cuando lloro, y sienta que son todas suyas las cosas de su amigo”.
“[26.] El beso espiritual es propio de los amigos, sujetos a la ley de la amistad. No se da por el contacto de las bocas, sino por el afecto de las alma. No por la unión de los labios, sino por la fusión de los espíritus. La presencia del Espíritu de Dios en esta conjunción todo lo torna casto y, por su participación, es pregustación del cielo. Esto, que llamo beso de Cristo —aunque no lo ofrece él directamente, sino a través de otro—, inspira, en los que se aman aquel sacratísimo afecto por el que, pareciéndoles ser dos en una sola alma, dicen con el Profeta: ¡Ved qué dulzura, qué delicia es habitar los hermanos unidos! [27.] Acostumbrándose el alma a este beso y no dudando de que toda su dulzura le viene de Cristo, como si reflexionara consigo misma, dice: ¡Oh, si él mismo se me acercara! Y, suspirando por el beso intelectual, clama: ¡Béseme con el beso de su boca! De modo que, mitigados ya los afectos terrenos y sosegados todos los pensamientos y deseos mundanos, sólo en el beso de Cristo se deleita y en su abrazo descansa, exultando y diciendo: Su izquierda está bajo mi cabeza y su derecha me abraza.”
No niego que me resulta un poco chocante el vocabulario de Elredo, y que más de uno ha malinterpretado, pero habla ex abundantia cordis, con la oratoria de su época. Si no nos gustan las palabras, quedémonos con el espíritu de sus discurso, y que es lo que a mí me interesa destacar en este post.
Entre los cristianos, la amistad no es optativa; la amistad es necesaria. El amigo no es el compinche ni el cómplice, sino es la ayuda imprescindible para llegar a Cristo. Muchos ejemplos tengo yo de laicos, curas, monjas, etc., que se creyeron fuertes francotiradores, y los pobres terminaron perdiendo la fe o dejando el ministerio.
La amistad no es una entidad vaporosa. Es concreta y real. Los jesuitas, en su deleterea y constante labor de destrucción de la tradición, anatematizaron las amistades particulares, especialmente en los medios religiosos, por temor a los desvíos que eso podía traer a una naturaleza caída como la nuestra. Existía, por cierto, una base de prudente cautela, pero ellos lo hicieron a lo bestia, y así, cualquier amistad particular, es decir, de Juan con Pedro por ejemplo, fue prohibida. Tal como ocurre hoy en el seminario de Hobbes, la amistad debe ser de Juan con todos sus compañeros seminaristas, con todo su grupo de francachela seminaril y cualquier apartamiento de dos del gran grupo es mirado con sospecha, luego denunciado y, finalmente, prohibido. Y así quedan los pobres curas, deshilvanados por parroquias y capillas, solitos portadores del enorme peso de su elección y, cuando el astuto Demonio de Mediodía se acerca, los encuentra sin muleta. Una sola zancadilla es suficiente para voltearlos, y a veces, de la peor manera.
En fin, este post no es una reivindicación del 20 de julio, día cursi si los hay. Es recuerdo de alguna cosa necesaria para ir al cielo.




viernes, 14 de diciembre de 2007

La falacia invisible


ESTIMADO AMIGO INVISIBLE:
En primer lugar, bienvenido nuevamente al Blog. Yo, y seguramente también los lectores, extrañábamos sus sabios y luminosos comentarios.
Esta vez Ud. se ha acercado cual romántico capitán de solitaria nao a defender el honor de la bella Jazmín que, intuyo, no es más que una mutación floral de nuestra conocida sor Dorotea.
Sin embargo, estimado Amigo Invisible, debo decirle que su navío no es más que un frágil barquito de papel.
En efecto, Ud. presenta un razonamiento falaz, es decir, quiere vendernos gato por liebre. Paradójicamente, ha caído Ud. es los lazos de la lógica aristotélica que con tanto ardor defiende. Veamos:
Ud. afirma que, de acuerdo al concilio de Vienne, quien niega la doctrina hilemórfica es hereje. Y transcribe la cita para corroborarlo: "Además, con aprobación del predicho sagrado Concilio, reprobamos como errónea y enemiga de la verdad de la fe católica toda doctrina o proposición que temerariamente afirme o ponga en duda que la sustancia del alma racional o intelectiva no es verdaderamente y por sí forma del cuerpo humano; definiendo, para que a todos sea conocida la verdad de la fe sincera y se cierre la entrada a todos los errores, no sea que se infiltren, que quienquiera en adelante pretendiere afirmar, defender o mantener pertinazmente que el alma racional o intelectiva no es por sí misma y esencialmente forma del cuerpo humano, ha de ser considerado como hereje."
La definición conciliar no se refiere a la “doctrina hilemórfica” como Ud. afirma en la respuesta a don “Pensamiento Libre”, sino al alma racional como forma del ser humano. Por tanto, el razonamiento que Ud. ha construido ha sido, más o menos, el siguiente:
- La doctrina del alma racional como forma del ser humano es parte integrante de la doctrina hilemórfica aristotélica.
- La doctrina del alma racional como forma del ser humano es una definición dogmática del Concilio de Vienne y, por tanto, quien la niega es hereje.
Ergo,
- La doctrina hilemórfica aristotélica es una definición dogmática del Concilio de Vienne y, por tanto, quien la niega es hereje.
Como Ud. bien sabe, una de las preciosas reglas del silogismo categórico dice que ningún término puede estar tomado en toda su extensión en la conclusión si no lo está en la premisa respectiva. Y Ud. ha tomado en toda su extensión el sujeto de la conclusión, por ser una universal afirmativa, el que, sin embargo, no está tomado en toda su extensión en la primera premisa en tanto es predicado de una universal afirmativa.
Su razonamiento, estimado amigo, es inválido y, por tanto, falaz.
Por otro lado, si su razonamiento fuera correcto nos llevaría, en lógica deducción, a incorporar al ámbito de la revelación la metafísica aristotélica lo cual podrá ser muy del gusto y placer de los ucatomistas pero, lamentablemente, no lo es de la iglesia católica, hasta el momento.
Finalmente, conocerá Ud. el espíritu en el cual el Concilio de Vienne realiza esa definición dogmática: buscaba condenar los errores del fallecido adalid de los espirituales franciscanos, Pedro Juan Olivi, y no pronunciarse sobre cuestiones o cuerpos doctrinales filosóficos.
Estimado Amigo Invisible, a Ud. no se le escapa que lo suyo es una falacia. Fue muy cuidadoso en su primer comentario donde apenas si se “permite recordar”, y nos copia la definición conciliar. Si todo hubiese quedado allí, nadie podría acusarlo de formalmente falaz. Pero parece que don Pensamiento Libre lo sacó de las casillas, y pisó el palito.
No desaparezca por tanto tiempo. Se lo extraña.


lunes, 10 de diciembre de 2007

Otro cosmos


Siempre rechacé el dualismo. Como cristiano y como pensante, jamás me pareció aceptable separar la materia del espíritu, la res extensa de la res cogitans y, con el tiempo, lo que algunos consideran lo “malo” de lo “bueno”. Y en esto la teología católica occidental no me daba muchas respuestas. San Agustín, nos gusté o no, desprecia a la materia; Santo Tomás logra una síntesis interesante pero hay que reconstruirla a lo largo de toda su obra y desbrozarla de sus comentadores, tarea que, para mí, no es fácil.
La teología oriental ofrece una solución que me parece interesante. Veamos:
En una visión más o menos dualista, el único valor de la materia es la de ser una especie de envoltura que sirve ocasionalmente pero que, en un momento posterior, ya no servirá para nada. Sería esta la posición del platonismo agustiniano. En cambio, si prestamos atención a otro tipo de platonismo, el de los Padres griegos como los Capadocios, Dionisio y Máximo, las cosas cambian. Ellos introdujeron nuevamente en el platonismo el valor de la materia. Esto se ve claro, por ejemplo, en las luchas de Máximo contra los monofisitas y los monoteletas, en las que re-afirma el valor de la encarnación, del orden sacramental, de las realidades de la Iglesia y propone una recapitulación de la Creación hasta la materia. Y, mientras San Agustín, o al menos los agustinianos medievales, liquidaron a la materia para arribar a un mundo perfecto, los Padres griegos afirman que no hay mundo perfecto sin materia.
Si admitimos una creación emanadora de Dios, no necesaria sino libre, el derramarse de esa emanación divina es según los diversos grados de ser. Cada grado engloba al otro, llegando hasta la materia. Se produce luego un remontarse hacia Dios en el que cada nivel, en su ser, lo realiza sólo en cuanto es capaz de alcanzar su escalón superior: la materia tiende a la vida vegetal, la vida vegetal a la vida animal, la vida animal a la vida humana y la vida humana a la vida divina. Cada ser tiene densidad propia en la medida en que está abierto a lo alto, en un dinamismo de participación, regido por el principio dionisiano: Supremum infimi tangit infimum supremi. El punto más alto de elevación de un ser se abre al ser superior sin que puede entrar en él, al mismo tiempo que el nivel inferior de este otro ser encuentra a la realidad inferior.
Es una especie de engranaje en el que, finalmente, esta multiplicidad de niveles se coordina en la unidad, según la metafísica del Uno característica del neoplatonismo. Se produce así en cada nivel de ser una atracción recíproca que constituye el universo, no por una superposición de estadios, lo cual sería aristotélico, sino en tanto cada nivel tiende a alcanzar el otro y este otro alienta las propiedades del nivel inferior, conservando éste siempre la autonomía. A su vez, este nivel inferior tiende al superior en una atracción recíproca. En definitiva, se trata de una tensión entre el mundo inteligible del espíritu y el mundo sensible de los fenómenos.
En este concepción emanatista del universo, con tensiones entre cada uno de los niveles, se comprende mejor la presencia de Dios en la materia y que, tanto la materia como el hombre, están abiertos ontológicamente por el deseo natural de ver a Dios.
El espíritu se revela plenamente en el espejo material, que no es provisorio, sino eterno y definitivo. Existe de este modo una perfecta perichoresis del mundo espiritual y del mundo sensible. El mundo es uno: el mundo inteligible en su totalidad aparece fenomenológicamente en la totalidad del mundo sensible, expresado místicamente por imágenes simbólicas a los ojos de quienes saben ver. Cosmos único, como la sustancialidad del cuerpo y del alma constituyen a un hombre único, y sin que ninguno de los dos elementos suprima o rechace al otro.

Los guardianes de la ortodoxia y los abanderados del ucatomismo me dirán: eso huele mucho a Chenú, a von Balthasar, a nouvelle theologie. Y tienen razón. Pero me parece que también huele a cristianismo.
Reconozco que partiendo de estos principios puede arribarse a los disparates del progresismo contemporáneo, pero creo que vale la pena de correr el riesgo y animarse a pensar las cosas de otro modo que, en definitiva, no es ninguna novedad, sino la propuesta milenaria de los doctores de la Iglesia oriental.
“¿Para qué arriesgarse? El tomismo es mucho más seguro”. De acuerdo, pero el cristianismo, ¿es una religión de seguridades? ¿Es que el hombre religioso es quien vive en las dulzuras de las seguridades? Me temo que no.



jueves, 6 de diciembre de 2007

El aullido del Lobo (contra Tollers)


Nuestro amigo LUPUS ha lanzado un prolongado y nada despreciable aullido contra Sir Jack Tollers. Que se defienda!



Venía siguiendo atentamente la conversación sobre España, Franco y José Antonio. Venía pensando si tenía algo para aportar o para disentir. Casi llegué a la conclusión de que quizás tenía algo... y paf, Tollers. Su propia facundia me llevó a estar, en principio, sólo medianamente de acuerdo con él. Ojalá lo que digo a continuación sea recibido con el respeto que me anima.
Presumido. Bibliotecario. Es lo segundo que pensé al terminar la lectura de su extenso post. Lo primero lo pensé durante la lectura: brillante, puntual, trata de que no se le escape nada. Dejé pasar un rato, dejé pasar la noche y otro día, hasta que ahora, al borde la nueva noche, creo haber llegado a lo tercero. Anoto ya mismo una duda, una sola, que conservo: ¿preferirá ser entendido o consentido? Prefiero pensar que lo primero. Su página, que también sigo con atención, es excelente, benéfica: las traducciones que realiza, con tanto esfuerzo, no tienen desperdicio; va construyendo, con gran generosidad, un acervo pequeño todavía, pero de a poco indispensable. Un buen amigo de Wanderer. Se me presenta un problema, sin embargo (también con Wanderer), cuando desarrolla sus propios temas: siento que a veces se precipita a las conclusiones. Y hasta las clava en su génesis argumental (como en el caso de este post) para no olvidárselas. Luego, llevado por su conocimiento y su verbo veloz, va levantando temperatura hasta el clímax del desenlace. Dice que nos faltó inteligencia y nos sobró voluntad y que, por eso, ganaron los maricones... Bueno, eso me dejó otra vez la sensación de un pensamiento culto que termina acorralado por el frenesí de la batalla; o mejor dicho, un pensamiento fino que termina encogido, y que debería librarse un poco de tanta electricidad para no ser (perdón, sigo la línea expositiva) recogido.
Pero ¿vas a hablar del tema o de Tollers? Pretendo hablar del tema, pero de modo proficiente: voy a aprovecharme de la abundancia de su post para discernir entre un par de “medianías”. Lo que sigue ahora es lo tercero que pensé y ya no va dirigido al amigo Tollers.
No me atrevo a decir, por lo menos no todavía, que es un estilo constante o generalizado, pero a las pruebas me remito si afirmo que es precisamente a las personas formadas, “bienpensantes”, cultas, de doctrina sólida, a quienes su propia fuerza intelectual las impele a inclinarse hacia el lado del fatalismo, que es la actitud vital del pagano. El cual, de punta a punta de la historia, revive en cada uno de nosotros cuando nos bebemos de un solo trago, en cada encrucijada, el elixir maniqueo de los “dos bandos”.
¿No existen dos bandos? No, aunque sean muchísimas las veces en que los hombres nos dividamos de ese modo. Dios no es Zeus y Cristo no es Manes. Dios es Dios y existe y es. Es Padre, Hijo y Espíritu Santo.Y existen María Reina, los coros de ángeles, la comunión de los santos, los hombres vivos (si se quiere, la Iglesia triunfante, purgante y peregrinante o militante), en fin, el Creador y la entera Creación.
Acá abajo, del lado de la historia presente, toman forma las construcciones humanas buenas, mejores, mediocres y malas. Hay un “otro lado” que es el de los rebeldes, los soberbios, sean ángeles u hombres. ¿Y eso no es otro bando? Que no. Eso no es uno de dos bandos: es una banda, aunque con evidentes pretensiones de ser bando parejo, y que cuenta con nuestro inconsciente aporte para que así lo parezca. Los bandos lo conformamos acá, pero no hay relación de par en el cosmos. Y si no la hay, ¿por qué se conforman tan fácilmente?
“Dime por qué están aquí esas desventuradas, por qué han de sufrir esa miseria tan espantosa, por qué llora ese pobre niño, por qué ha de ser tan árida la estepa, por qué esas gentes no se abrazan y cantan alegres canciones, por qué tienen la piel tan negra, por qué no dan de comer al pequeñuelo...”. Es el sueño que redime a Mitia, en el punto más alto de su tribulación. Sueño en que lo sumerge el amor, acción inconcebible, palabra estropeada que nos avergüenza, primer verbo del Verbo.
Uno de los problemas capitales es la multitud, el grueso de los hombres vivos. Los desorientados, los perdidos, los confundidos, los acarreados, los aplastados, los ignorantes, los tontos, los torpes, los fatuos, los desesperados. Todos esos miserables, esa masa, esa gilada sin nombre que le da un contexto indeseable a nuestras vidas, como diría cualquier bastardo con ínfula. Quien piensa así, quien siente así (por más que pronuncie lo contrario), sabrá mucho, sabrá de todo, pero no es más que él mismo un miserable. Es lo que acusa.
[No puede amar a Dios, a quien no ve...] Cuando dirigimos nuestra mirada a esa realidad humana inmensa, perdida, atrofiada, amorfa, desatendida, nos vemos obligados a buscar otro modo de decir las cosas. Como hacía, por ejemplo, Chesterton. O el mismo Castellani, cuando se aflojaba la corbata. Pero nos cuesta hacerlo, no logramos diferenciarlos. No lo hacemos casi nunca, salvo para esgrimas literarias o para condimentar alguna anécdota. Ese hombre común también somos nosotros. Si miramos a nuestro alrededor no vemos gigantes. ¿Los hay? Lo que vemos son amigos y familiares. A los que no logramos ver es a los “demás”. Escuchamos y leemos el fruto de los esfuerzos intelectuales, a veces notables y luminosos. Pero sólo vemos a nuestros seres queridos y a los maestros inmarcesibles. ¿Eso está mal? Está bien y es absolutamente necesario. El problema son los demás: casi no los vemos, ni les hablamos, no sabemos qué decirles, como si ya formaran parte de la hilera del deterioro terminal y la condenación. Al separar con nuestra razón a los hombres en dos bandos, al discernir la existencia humana mediante esta dialéctica casi visceral, dejamos de buscar (y de querer) un modo de dirigirnos a los tantos “demás” que habitan el territorio geográfico o temporal por el que atravesamos. ¿Qué entienden esos “demás” de lo que aquí se habla? Un pito. O si entienden, o antes de entender, repudian. Me parece que también, sin quererlo, lo provocamos nosotros mismos. Porque por momentos nos congelamos en una postura erudita, como un impecable cartel señalizador de males y falsedades. Allá los malditos, acá los benditos, y en el inmenso medio, en esa frontera que es mucho más grande que los dos supuestos bandos, en esa línea divisoria que es como un mar de niebla, los “demás”. [... quien no ama al prójimo, a quien ve].
Todos acá consideramos un solo arquetipo superior socio-político: la Cristiandad construida imperialmente, o regiamente, con sabiduría y sangre, inteligencia y voluntad, a lo largo de muchos siglos, y que fue luego demolida golpe a golpe, hasta llegar a ese período nefasto de dos centurias (primera mitad del XVIII a la segunda del XX) en que confluyeron, entre tantas otras cosas, dos revoluciones y dos guerras para asestarle un mazazo mortal en cuatro tiempos.
(El nazismo fue sólo uno de los protagonistas, creo que consciente sólo en parte, o en gran parte inconsciente, del papel que desempeñaba, y que además incubaba en su propio seno la larva fatal que no sólo lo destruyó, sino que inexorablemente se adosó como un corrosivo, una pústula implacable de su memoria. Revisarlo es una tarea intelectual sumamente delicada, aunque creo que debemos poner en ello algún empeño. No obstante, sostengo que el mejor modo es no negarle sus pecados, ya no los establecidos por sus enemigos, sino por ellos mismos; sobre todo esa soberbia abisal de la división del mundo en superiores e inferiores, malditos y benditos (¿de quién?, ¿por quién?, ¿la naturaleza evolutiva?) y la crueldad consecuente. No creo posible recusar su deliberada aceptación de tamaño fatalismo y brutalidad. ¿Sentenciamos antes, para mantener el orden, a Lutero, a Calvino y a Fichte? De acuerdo, sigamos trabajando por esa visión integral.)
Lo que vino después es esto que vivimos ahora y que todavía se sigue desenvolviendo o descascarando, y que tan bien y prolijamente describe Tollers, aunque sobrecargado de tensión. Podemos discutir largamente si llamarlo modernismo, progresismo, liberalismo, naturalismo, gramscismo, mundialismo, simplemente materialismo, de acuerdo a la hora, el lugar y el clima, o todo eso junto bajo la etiqueta belloquiana de aloguismo. No sé qué más da ahora, si todavía se está irguiendo. Es un horror que todavía no tiene nombre. No tiene nombre de pila, pero sí un apellido legendario: anticristianismo. Tan obvio y, paradójicamente, tan opuesto a nosotros, a MÍ, que si me toca protagonizar el armagedón puedo dar por cierto qué uniforme llevaré puesto: esta mismísima seguridad tiene un sesgo de vanidad e ignorancia. La niebla, la sombra, se extiende en manos de nuestra vanidad, que es también nuestra debilidad.Es muy importante el esfuerzo de leer la historia también a la luz de las derrotas (la Vendée, la Cristíada) y a la sombra de las victorias (la Guerra Civil Española). Creo que sería un descuido imperdonable resbalarnos hacia una concepción que destaque la guerra y la violencia como el estado habitual de la vida del hombre. ¿Hará falta aclarar que estoy muy lejos de los que dicen “paz, paz”, de los que tiemblan ante la mínima mención de un combate? Lo que sí debo aclarar es que estoy tanto o más lejos todavía de los vampiros, los que paladean sangre, en especial sangre ajena, los que sueñan con gestas épicas... mentales. A la hora de la muerte, muy pocas veces se vio a los doctrinarios en la vanguardia.
El coraje sustancial del cristiano consiste en saber morir, no en saber matar. Se mata a otros, se muere por otros. Y si nos toca, lo que nos toque, mejor que sea en caballo propio y no en carreta ajena. Digo esto por tanto fervor ultramontano que a veces enciende la lengua de los doctrinarios, en especial los más viejos, los que a la hora de la batalla se quedan en el pueblo con las mujeres y los niños. Sé de algunos a los que no les faltarán cojones si hace falta, tengan la edad que tengan. Sé de otros que esgrimirán extraños argumentos, a la hora en que la inteligencia sobra y la voluntad se ausenta.
Claro que sería más grata la vida si pudiéramos dedicarnos a escribir manuales, fabulosos compendios, irrefutables cadenas de argumentos. Todo se resolvería rápidamente si alguien escribiera el libro perfecto, un libro que contenga el misterio de la vida y la muerte, de la felicidad y el dolor, el punto de equilibrio óptimo entre la inteligencia y la voluntad, entre el intelecto y la razón, entre la voluntad y la pasión, entre la doctrina y la emoción. Un libro del cielo y de la tierra que equivalga a mil bibliotecas juntas.
Pero es que ya tenemos todo eso. Tenemos más de mil bibliotecas, tenemos el abecedario completo cargado letra por letra de pensadores enormes. Y tenemos ya un Libro que se abre con un preámbulo riquísimo y extenuante, que se cierra con más de una veintena de cartas repletas de advertencias y consejos para los hombres de todos los tiempos más un apéndice profético de yapa que anticipa de un modo tan velado como preciso lo que va a ocurrir en el final. Con sólo eso, tendríamos de sobra, pero encima le viene insertado, en el centro exacto, no uno, sino cuatro libritos pequeños como nuestro entendimiento e inabarcables como el cielo, los cuales perpetúan la voz y el comportamiento del Dios viviente en carne.
Y aún así, nada quedó resuelto en la historia. Antes bien, a veces pareciera que Cristo vino nada más que a desafiar al bando anticristiano para que salga de su madriguera. Algo hay de eso... pero si sigo esta línea ahora, termino en Marte, o en Plutón... Sí, en alguno de esos dos lugares precisos.
No concluyo, por supuesto, en que ya no hay nada más que pensar ni qué decir. Por supuesto que mientras haya historia por delante y el hombre sea dueño de su verbo, queda de todo por pensar y por decir. Va por mí: muchas veces me sorprendí demorado en las cosas que los hombres hicieron en nombre de Cristo o contra Cristo, olvidado en buena parte de las cosas que el propio Cristo dijo e hizo. En cada uno de los que Él conoció directamente, nos conoció a todos nosotros. Cada cosa que a ellos les dijo, a nosotros nos dijo. Les habló con palabras de Dios, pero en un lenguaje que todos pudieran entender, salvo los que no quisieran entender. ¡No lo entendieron, lo crucificaron!... ¿Ah, no? ¿Y cómo carajo aparecimos nosotros acá? Quizás a veces hasta nos decimos: ¿para qué hablarles, si no entienden? La pregunta debe ser otra: ¿tratamos de hablarles para que entiendan?, ¿queremos que entiendan?, ¿o ya definimos que son todos como aquellos malditos que no “quisieron” entender?
Cristo les habló con palabras suaves, pacientes, amorosas. Sólo en contadas ocasiones se le soltó la cadena: en dos. Específicamente, contra los más duros y solemnes, los que pisoteaban a las viudas y a los pobres. Los que en el final de su vida terrestre se le arrojaron encima con todo el veneno y la crueldad que tenían a su alcance. Es cierto que algunos no le creyeron, no lo entendieron y lo odiaron. Y es cierto que tuvieron y tendrán hijos y choznos que vivirán imaginando trampas escriturísticas más refinadas para tenderle y métodos más sofisticados de dolor para aplicarle. (Los superfariseos finales son por ahora indescriptibles; sólo tenemos borradores.) Pero los que son tan malos son tan pocos. Entiéndase bien: sólo son algunos. Una banda, nada más.
Lo que me pregunto a mí mismo es adónde voy a ir a parar si no hago todo lo posible para que los “demás”, los desarrapados, los inconsistentes, los desorientados, también entiendan, para llegar hasta ellos con una palabra de consuelo, un poco de alegría, un testimonio lo más completo posible de fe, de inteligencia y de amor. No podemos exceptuarlos de nuestra existencia. Inevitablemente los incluye. Los “demás”, los muchos, esos que en cualquier momento pasan a formar parte de una banda porque unos pocos logran convencerlos de que es un bando.
Debo decirlo en este preciso instante, porque sé que quizás parece todo lo contrario: felicito a Tollers. No tengo nada para decir en contra de su potente alegato o descripción. Al contrario. Aprendí y se lo agradezco. Sólo quise agregar estas ideas que, estoy seguro, él custodia en su corazón. Como Wanderer y todos los que venimos acá.
Pero eso sí: si soy acusado de protestante o maricón, no aceptaré que lo merezco y libraré dura contienda.

Lupus

miércoles, 5 de diciembre de 2007

Fin de juego


Don Tollers volvió con un nuevo Comentario que merece, sin más, la categoría de Post:


Estimado Wanderer, tiene Ud. razón, igual que el Anónimo Normando: sobró voluntad, faltó inteligencia. Y no sólo en España, sino en toda la Cristiandad. Y no sólo en 1950, también en 1590. Claro que la inteligencia que faltó no se compra en el almacén de la esquina, ni se alquila al mejor postor, ni se obtiene, justamente, a fuerza de brazos (aunque algo de eso hay).
Pero a lo nuestro, Wanderer, ganaron los maricones. ¿Cuándo? En 1945. Ese año no sólo significa la derrota del Tercer Reich y del Eje o el triunfo de los Aliados, de los comunistas y de los liberales. Significa considerablemente más. Porque si con la derrota de Alemania pierde el racismo estúpidamente materialista y la locura de una ambición fáustica sin límite ninguno (y que hacía tiempo que había perdido su razón de fin), también se pierde mucho, muchísimo más. Yo, qué quiere que le diga, soy “medianamente anti-nazi”, pero no se me escapa que en la guerra (y quizá en las dos guerras mundiales) estaba en juego, mucho, muchísimo más que el nazismo.
Es que el Eje, lo querramos o no, encarnó una cantidad de banderas que en Occidente, y por tanto, en el mundo entero, después de 1945 ya no se podrían enarbolar sin que a uno lo acusen de “nazi”. Al nazismo quedaron asociadas una estética, una cosmovisión, una enorme cantidad de ideas, de ideales, de valores. Y entonces, caído el nazismo, cayó con él todo eso que le estaba -bien o mal, es irrelevante- asociado.
Me refiero a las virtudes “duras” de la Cristiandad. Del Evangelio desciende la benevolencia y la compasión, cómo no. Pero también el coraje y la disciplina. Nos viene de Cristo la mansedumbre y la paciencia, pero también la ascesis y la indignación ante la injusticia o la impiedad. El Cristo acariciando la cabeza de los niños es tan nuestro como el que expulsa a los mercaderes del Templo a latigazos limpios (y eso con fría deliberación, como que Él mismo se hizo un mozo de cordel con el que fustigó a los profanadores y blasfemos tenderos).
Una concepción sacra del cosmos, el patriotismo, la lealtad, la constancia, un cierto estoicismo, una estética de la austeridad, un humor levemente irreverente para con las cosas de este mundo, la primacía del campo sobre la ciudad, familias fuertes, la patria potestad ejercida con firmeza, la cosas todas cristianísimas, sí señor. Pues la valorización del “ethos” campesino quedaron asociadas al nazismo. La fidelidad, contra viento y marea, una esperanza alegre contra toda tentativa psico-no-sé-qué de “fortalecimiento del hombre viejo”. Una caridad de la verdad, por encima del amor sentimentaloide y voluble del cachafaz que, como dice Chesterton, “llama con el pomposo nombre de imparcialidad a lo que en realidad es una gran ignorancia; y llama con el elegante nombre de ignorancia a lo que no es sino una enorme indiferencia”.
Ganaron las virtudes blandas, asociadas a los Aliados (y eso pese a que tenían a Stalin consigo). Pero más que a los Aliados, las virtudes blandas venían de la mano de los Dos Grandes Bárbaros, que a izquierdas estaba el comunismo y a derechas el liberalismo extra-europea, desconectados de la herencia romana, desconocedores del latín, de la filosofía griega, de regiones lejanas y eccéntricas que nada sabían de la Gran Herencia que venía de las playas del “mare nostrum”, del Mediterráneo. A Berlín llegó un negro de Minnesota mazcando chicle y un mongol de Siberia, violando rubias. Se sentaron juntos a tomar vino del Rin y celebrar la victoria del Poder Internacional del Dinero.
Pero tenía razón Castellani, “avant la lèttre”, cuando casi ni se ocupó del comunismo. No valía la pena, no tenía andadura, y si se cargó no menos de 66.000.000 de almas inocentes en menos de 70 (así se admite en el Libro Negro del Partido Comunista Francés) era menos, infinitamente menos, nocivo, deletéreo, que el liberalismo. Solzhenitzyn tenía autoridad para decirlo, y lo dijo en Harvard.
Ganó el liberalismo, esto es, ganaron los maricones (¿será casual que el gran héroe de las películas de Hollywood sobre la heroica actuación de los yanquis durante la guerra se reveló con los años como maricón?). Los que sostienen a rajatabla las virtudes blandas. Tolerancia, relativismo, confort, auto-indulgencia, “calidad de vida”, egoísmo, hedonismo. En treinta años, más o menos, (eso nos coloca en 1975), los “valores” blandos reinaban supremos en el mundo entero. Hubo, sí, una pequeña inercia que dio lugar a los centuriones que nos contó Lartéguy (y que Coppola puso, de paso, en su “Apocalipsis Redux”), pero ellos también fueron barridos del mapa para principios de los años sesenta. Y llegaron las virtudes blandas, la buena noticia que predica Monseñor Panchampla, “Paz, dulzura y prosperidad”. Son, claro está, los “valores” de un adolescente, que adolece, precisamente de una buena vida, de una buena crianza, de una buena educación. Y entonces todos, curas y amas de casa, gerentes y soldados, profesores y poetas, comenzaron a portarse como si tuvieran quince o dieciséis años. A vestirse, a hablar, a reflexionar y a reaccionar como cuando uno tenía la edad del pavo. La mamá se fue a hacer gimnasia, el papá se fue a un recital de Queen, el hijo se fue a hacerse un tatuaje y la nena... la nena anda buscando médico para matar al nene que lleva en el seno.
A los Aliados no se les movió ni un pelo si se trataba de incendiar a Dresde, a Hamburgo, o de borrar del mapa a Hiroshima y Nagasaki, si a mano venía (y en Roma estaban tan ocupados de condenar el Holocausto que de estos pequeños “holocaustos” no dijeron ni mú). Pero los vencedores representaban las virtudes blandas, las de los maricones. Y a las verdaderas, las virtudes de los “vir”, les cambiaron el rostro (véase “La Moral en Confronto” de Castellani, está en la antología “Castellani por Castellani”).
A lo largo de la Historia, dice San Agustín, parece que la cristiandad se fuera desplazando hacia occidente. Nació en Jerusalén y luego, por misteriosas razones que el de Hipona no sabría explicar, se fue desplazando hacia el occidente. Y sí, el cristianismo de Carlomagno, por ejemplo, tiene notas y características harto diferentes que el cristianismo de Bizancio, por ejemplo. O el de Rusia. Aquellos, los de Oriente, bien podían ser cristianos, y los hubo, muchos, ejemplares. Pero allí nunca pudo establecerse lo que llamamos la Cristiandad. Y eso que llamamos Cristiandad es, precisamente lo que Belloc llama Europa con la fe: una rara mezcla de virtudes duras y blandas encarnadas política, socialmente, en las costumbres y en todo. Pero cuando el cristianismo “se mudó de domicilio” a dejó de ser la Cristiandad y quedó asociado a los centros financieros de California, a la comida rápida, al chicle, a la coca-cola, a los automóviles suntuosos, al blues y al rock & roll. Quedó asociado al relativismo moral, a la democracia y a la “psico-charlatanería” que domina el lenguaje de nuestro tiempo. Hacía falta que ganaran los Aliados para que se impusieran el pelo largo con Los Beatles, la falopa con los hippies, el amor libre con la pildorita y el aborto con el relativismo moral (¿es mi vida, viste?). Y luego, ¿cómo sorprendernos si después llegaron, en masa, los maricones?
Los Aliados tardaron unos treinta años en imponerse por completo. El 20-N de 1975 murió Franco y sanseacabó. De chaqueta vieja a camisa nueva. España no pudo resistir todo esto. Más que nada porque el katejón estaba en la Iglesia y la Iglesia jugó que sólo puede calificarse de papelón. Fíjese un poco, si me aguantó hasta acá, estimado Wanderer: sólo quince años después de 1945, se eligió a un “Papa bueno”, l.p.q.l.p. Y ése (que Dios lo tenga en su gloria y nunca lo suelte) convocó a un Concilio “bueno”, que nos trajo un lenguaje “bueno” (que suprimió al “malo”, claro está, el maldito latín), una liturgia acorde con los tiempos de la bondad, una moral conciliadora con el mundo, devociones bobas para consumo de adolescentes, música blanda para acompañar los ritos (terminamos con el judío Bob Dylan cantándonos estupideces mientras zapateaba sobre los huesos de San Pedro). Y luego llegó, no podía faltar, la “Juvenilia”, como la llamó excelentemente Romano Amerio, ese demagógico culto a la juventud. Llegó el ecumenismo en términos relativistas, y luego empezamos a pedir perdón. Y así Pablo VI intercedió por los etarras que Franco quería fusilar, y habló en Naciones Unidas sobre la discriminación y los derechos humanos y... ¿para qué seguir?
Y todo eso acompañado de la continua, incansable, permanente letanía de loas al progreso, a la tecnología, a la evolución. San Televisión, ruega por nosotros, Santa Radio, ruega por nosotros, San Darwin, ruega por nosotros, Santo Apolo XI, ruega por nosotros, Santa Computadora, ruega por!¾¾nosotros, Santo Progreso ¡Santo cielo!Sobró voluntad, faltó inteligencia. Pero, ¡hombre! juntáramos a José Antonio, a Codreanu, a Brasillach, a Salazar, a Mussolini si quieren, y todos juntos, con inteligencia y un solo corazón... tampoco creo que hubiesen podido detener la gran ola democratizadora que todo lo nivela, que arrasa con cualquier contrafuerte, financiada como está por el Poder Internacional del Dinero que, como vaticinó Platón hace cosa de veinticinco siglos atrás, una vez que se instala, agarráte Catalina. Y si tienen dudas, vuelvan a la “Autopsia de Creso”, de nuestro Marechal.
“Primero debe venir la Apostasía”. Al revés también. El dinero no puede ganarle al espíritu de servicio, con tal de que los cristianos sirvan, dendeveras. El confort no puede ganarle a la ascesis, con tal de que los cristianos sean austeros, en serio. El relativismo no se puede imponer, con tal de que los cristianos vivan de acuerdo a sus convicciones genuinas. No se podría destruir una liturgia digna, piadosa y tradicional menos que fuera huera, farisaica y de poca sustancia interior. El psicólogo no le puede ganar al confesor, con tal de que el confesor confiese en serio y siguiendo la moral viva (e inteligente, ¡ay!) de Jesucristo Nuestro Señor. El empresario no podría contra el obrero católico, si éste cuenta con respaldo genuino de un apostolado que sabe, porque así lo dijo El Jefe, que pobres tendríamos siempre con nosotros. Ahora, lo que pasó: el Obispo era del Opus Dei, y comía con los fariseos, lo cual estaba bien. Lo malo era que no les dijo nada (probablemente porque ya era uno de ellos). El cura se hizo socialista primero y después cura obrero. Se fue a laburar a las fábricas. Después perdió la fe y si no colgó los hábitos se hizo hippie burgués. Terminó comiendo en el Jockey Club y últimamente es un tarado-bueno-para-nada. ¿Quién no los conoce? Y son legión y su nombre es “legión”.
Pero nombremos a uno, por lo menos. Me contaron que cuando vino Thomas Molnar a Buenos Aires para pronunciar una conferencia (1982) sobre la vida en USA, se paró un cura que estaba la primera fila y lo apostrofó con que cómo podía hablar así de un país que lo acogía, que el protestantismo había promovido muchas libertades individuales que había hecho progresar mucho a esa sociedad y que si a Molnar no le gustaba, por qué no se iba a su país.
-No puedo volver a mi país por razones obvias, está bajo dominio de los comunistas. Pero lo que no entiendo es por qué Ud. no deja su país…-¿Pero qué dice? Mi país es la Argentina y no pienso dejarlo.-No, bueno, me refería al Catolicismo.
El cura era Rafi Braun.
Y los laicos dejaron que curas como éste hicieran lo que les venía en gana. De clericales que eran “compraron” cualquier basura: la pildorita, las confesiones colectivas, la abolición de las devociones marianas, intercomunión con los protestantes, misas “show” con guitarra eléctrica, batería y pandereta. Y todo el tiempo la miasma democretina de la modernidad que avanzaba aquí y acullá, a lo bruto, sin encontrar, casi, resistencia alguna.
El papelón de la Iglesia en estos últimos tiempos. La Gran Apostasía. No le podemos echar culpas al pobre Franco que sólo contaba con su Fe, su voluntad y un poco de viveza para el aquí y el ahora. Mas no tan vivo como para impedir que los del Opus se lo comieran crudo. No porque no fueran de diferente color político. Sino que compartían una común colusión con el mundo. El ni se enteró. Y el brazo de Teresa Caudillo la Grande que tenía sobre su escritorio no alcanzó para ponerlo a él, y a España, a salvo.
Pero aun con inteligencia... no sé. Fíjese, si quiere, estimado Wanderer, en mi carta sobre Acción Francesa (la colgué en mi página www.voila.tz.com): los franceses eran más cultos, más inteligentes y más críticos que los españoles, y sin embargo... ni la izquierda de Maritain, Bernanos y Mounier, ni la derecha de Brasillach, Bardeche y Thibon pudieron con la ola. En cualquier caso, bastó con una pequeña comunicación del Obispo de Grenoble excomulgándolos y chau picho. Y eso en 1926. Ni Maurras pudo con este jueguito de defender a quien te va a hacer pelota.
Es el juego nuestro, ¿no? El de Castellani, el de Bruckberger, el de Newman y el de Bouyer. Es el de Cristo, defendiendo la vera religión contra los “religiosos” que echan espuma por la boca: “Si lo dejamos continuar todo el mundo va a creer en él”. Y siempre hay un traidor en el campamento y la historia se repite una y otra hasta que llegue el Día que todos, marán athá, esperamos con gozo, unos¾¾vez vinos y, de vez en cuando, una buena carcajada.
De modo que a no entristecerse, como bien recuerda en su excelentísima encíclica sobre la Esperanza el Papa reinante. Y donde cita a San Pablo: “no os afligéis como otros que no tienen esperanza” (I Th. IV:13).
Ahora, con la esperanza a cuestas, con la seguridad de un Gran Triunfo Final de Cristo Rey, mientras tanto, mientras Lo aguardamos, fíjese si quiere, ganaron los maricones qué le vamo’ a hacer. Cuando me enteré de los primeros casos de curas pedófilos en New Jersey allá por los años ’80, no lo podía creer. Nadie lo podía creer. Ahora ya nos acostumbramos y lo creemos, que los hay, los hay. Y son muchos.
Pero pensándolo bien, tiene lógica, ¿no?.
Porque ganaron los maricones.
Jack Tollers.