domingo, 10 de mayo de 2009

Confesión desesperada


 Nuestro amigo Jack Tollers está en problemas y necesita ayuda. ¿Alguien se anima a aconsejarlo?

Estimado Wanderer,

 Lo que sigue inevitablemente parece una confesión. Tenga a bien absolverme, si le parece.

 Pero lo cierto es que, viejo como estoy, finalmente he aprendido a convivir con las cuestiones que me dejan perplejo—y siguiendo a Santa Teresa, a casi disfrutar con eso. Quedarse perplejo, darle vueltas a una cuestión sin atinar siquiera con la respuesta. Y eso mismo, usarlo como acicate para tratar de desentrañar el intríngulis. Como este asunto de hablar de más, o de menos. Como verá, la última homilía de Newman que traduje está intitulada así (es la tercera en la columna de la izquierda de mi página web), y fue seleccionada precisamente porque tanto me interesa toda esta cuestión. Y a osadas a los distinguidos lectores de su blog.

 Pero hay una dificultad con este sermón, y es que Newman no resuelve enteramente la cuestión, difícil como es (incluso para el Cardenal, créame). Y que, me parece, nos concierne a todos.

 Cuando era chico salí medio tímido y tanto en el colegio como en casa, no tenía problemas: hablaba lo menos posible (y posiblemente hubiera defecto en eso, aunque no lo sé. El hermano que me sigue hablaba francamente todo el tiempo y se metía en flor de líos. Yo consideraba eso calladamente y resolvía y volvía a resolver callarme lo más posible). Pero ya en la secundaria comencé a disputar sobre cuanto asunto hubiese bajo el sol, por supuesto que sin saber nada. Y comencé con este vicio de hablar de más (por no mencionar algunos otros). En la facultad, no le digo nada. Había empezado a estudiar algunas cuestiones de historia, de filosofía, de teología, de economía, de política y de literatura y hablaba como el que más. Los profesores (bolches, entonces, todos ellos) me hicieron crema, en las discusiones—y en las materias. Porque hablaba de más. Aunque también reconozco que así aprendí a hablar un poco mejor. Y a hacerme cargo de lo que decía.

 Después conquisté a la más linda del barrio ganándomela a fuerza de palabras, viera usted, que los primeros tres meses sólo me quería “como un amigo”. Por una vez, hablé lo justo (que era bastante, no vaya a creer) y la señorita en cuestión fue derrotada con todo éxito. (Aunque debo decir que recientemente, recordando una vez más en familia el lance del cual procedían todos ellos, una hija mía de once años exclamó en la mesa: “¡Ay Papá! ¿Qué sabés? A lo mejor le diste lástima y todavía te quiere como un amigo”. Telón.)

 Lo cierto es que luego me casé y rápidamente aprendí a hablar lo menos posible con la difícilmente conquistada, pues bien pronto aprendí que todo lo que uno le dice a su mujer puede ser tomado en su contra.

 Pero lo cierto es que seguí estudiando, y aprendí a refutar a los bolches (re-fácil), a los liberales (no tan fácil), a los católicos progres (una pavada), a los tradicionalistas envarados (dificilísmo) y a los amigos (imposible). Aprendí a discutir con los faloperos y con los tarados, los curas secularizados y los obispos mundanos, los políticos venales y los periodistas piolas, los jefes en el laburo y los locutores radiales (discusiones virtuales que continúan y en las que invariablemente me alzo vencedor), me hice de recursos dialécticos, aprendí lógica, aprendí a usar del humor, de la parábola, de la poesía y de la ironía para intentar matar al error y amar al que yerra, como pide San Agustín tan suelto de cuerpo. Pero, claro, no soy ningún Chesterton, aquel fenómeno de amabilidad, tacto, elocuencia y buen humor, y tampoco cuento con el don de la respuesta rápida (que tenía Cristo, dice Castellani), y a veces me enojo y me salen palabras amargas o argumentos impacientes: y otras veces se notan en mis destempladas respuestas asoman mis frustraciones o malos humores, mi vanidad y torpeza, cuando no un poco de veneno si a mano viene. De la abundancia del corazón, habla la boca, por cierto que sí. Pero si en el corazón no todo está limpio, pues…

 Como fuere, los del mundo, cuando yo sabía poco, estaban dispuestos a hablar conmigo, pero ahora que algo aprendí… “otro día te oiremos”, funciona la censura automática que decía Castellani. Y me echaron de todas las cátedras.

 De modo que en definitiva no me quedan sino tres ámbitos donde hablar. El de los amigos, a quienes les hablo con toda libertad (ya están acostumbrados, y a los que eso no les gusta, hace rato que dejaron de ser amigos). Luego, están esas odiosas y odiadas  reuniones sociales obligadas, casamientos, comidas de oficina, o reuniones de familia (el cumple de la tía Tula, etc). Allí, casi siempre hablo de más. O por lo menos, casi siempre digo algo que cae mal, por políticamente incorrecto, o porque “de eso no se habla”, o porque… o porque estoy algo desinhibido por el whisky (y muchas veces lo del whisky es por el embole, ché, ¡qué embole!, ¿no?, este asunto de tener que oír los lugares comunes mediáticos repetidos con acentos que sugieren originalidad en quien te los espeta, no sé, cosas como que “esto no le hace bien a la democracia” o “hay que distinguir entre libertad y libertinaje”). Aunque, hasta donde sé, ni en pedo digo cosas contra la verdad, bien que puede haber caso de impaciencia o descortesía en el modo. Y en buena parte debe ser porque odio tanto esas reuniones compulsivas, y me aburro tanto que empiezo con esto y aquello. Seguramente con eso me desacredito socialmente un poco más (“este es un Nazi”) lo que, desde luego, me tiene perfectamente sin cuidado.

 En cambio, lo que sí me importa un poco más es que las más de las veces, a la vuelta de estas fatídicas reuniones sociales, mi mujer—que se queja porque le hablo poco, “en nuestro matrimonio hay poco diálogo”, etc.—me reta. Por haber hablado de más.

 (En mi experiencia, la reconciliación lleva de tres a cinco días).

 Queda el tercer anfiteatro, que es la domus de uno. Como bien señala Newman, es ámbito en que uno asocia con el descanso, con el relax y prefiere no meterse en líos y trata de no arruinar la juntada de los seres queridos. Pues bien, ahora que tengo chicos grandes… , adivinen ustedes… también hablo. No sé si de más, aunque mi mujer preferiría que les ahorre los reproches indirectos, la corrección por suave que sea, la referencia erudita que los exaspera, la broma que todos saben a quién le cabe el sayo, la ironía feroz por el atuendo que usan, o por el corte de pelo, o porque la mejor amiga de fulana se hizo un piercing… y así siguiendo. Ella se mata preparando la comida, arreglando la mesa y demás.

Posiblemente estuviese toda la semana anticipando la reunión de sus hijos en torno a la mesa (¿para qué una familia numerosa, si no es para eso?). ¿Y bien? ¿No va el animal de su marido a hablar pestes de Chiche Gelblung, cuando es bien sabido que a Pablito le encanta? ¿No se dedica a criticar al cura párroco por su abominable sermón cuando es bien sabido que Laura lo idolatra? ¿No va y dice que Rosana es lesbiana, cuando bien sabe que anoche dos de las chicas fueron a su recital? ¿No va y prohíbe a los chicos entrar con su celular al living porque impide la conversación? ¿Y no va luego a extenderse largamente con pronunciamentos luditas contra la tecnología, contra el chateo y los mensajitos de texto? ¿Para luego denostar infatigablemente a los financistas de Nueva York, justo cuando todos se felicitaban que el primo tal había conseguido laburo en Merril Lynch? Etc., etc. Y etcétera.

 ¿No va su marido (eu) y arruina el almuerzo, que Diego se levanta a las puteadas de la mesa, que Carolina se puso a llorar, que Carlitos dijo que no venía más? ¿Y no lo han dejado más de una vez solo, sentado a la cabecera de la mesa rumiando contra el mundo moderno con la sola compañía de un pucho y el fiel Vasco Viejo?

 (Un amigo me dijo que los hijos se exasperan cuando oyen al padre hablar porque como lo conocen tanto, anticipan lo que viene, y les parece que lo están oyendo decir desde que nacieron, y entonces al oír al padre con sus salidas se impacientan a su vez: idea que parece tener miga.) 

 Una vez… una vez mi paciente y cansada esposa me dijo que los chicos la pasan muy mal durante la semana y que había que hacer de casa un refugio para ellos, que pudieran dar por descontado que allí nadie los molestaría, que sería una especie de isla para ellos, en medio de las procelosas aguas del mar mundano. Y medio me convenció. Haiga paz.  Pero luego lo consulté con un camarada que me dijo que estaba loco, y que si yo no le decía a los chicos lo que es en sí, por más que les disguste, ¿quién se los iba a decir? Eso está en la línea de Newman, también (además de que mi amigo me amenazó con no hablarme más si me veía ceder en cosa tan importante).

 Y me convencieron, estos dos. Así que pienso seguir hablando, lo más y mejor que pueda, con toda franqueza, con la parrehesía que pide San Pablo, aunque se enojen mis hijos (viejo loco), y mi mujer (marido loco).

 Pero lo cierto es que me mete más miedo el Juicio. Pase Tollers. ¿Por qué calló? ¿Por qué se hizo el gil? ¿Qué es esto de sus respetos humanos? ¿Por qué no dio testimonio de la verdad? ¿No sabía que la corrección fraterna es obra de misericordia?

 En verdad, como digo, sigo perplejo, pero en el entretanto, prefiero que se me enjuicie por hablar de más, que no de menos, que es lo que parece sugerir Newman.

 Dicho lo cual, le pregunto a usted, don Wanderer, y a su inestimable foro, ¿alguien tiene una palabra de luz sobre este asunto, algo que me pueda ayudar a hablar lo justo, precisa, valiente, moderada, inteligente y amablemente?

 En fin, para que no me convierta en el viejo loco que dicen en casa que soy (y eso parece, ché, sentado en la cabecera de la mesa con el pucho, el Vasco Viejo y puteando por lo bajo).

 Atentamente,

 Jack Tollers. 

lunes, 4 de mayo de 2009

Colgadas

El último número de la revista “C” –que publica el diario Crítica y que puede bajarse en formato PDF desde aquí- dedica su nota central a relatar el caso de algunas monjas que colgaron sus hábitos. La intención del periodista, y de las ex-religiosas entrevistadas, es mostrar una nueva cara de la injusticia y del machismo irremediable de la Iglesia que se manifiesta también en hechos como que cuando cuelga un cura, todo el mundo se entera y se arma un escándalo, y cuando cuelga una monja el hecho pasa desapercibido. O bien, que a los curas se les hace más fácil tener historias amorosas y, si son gays, pueden trepar más fácilmente en la jerarquía eclesiástica. De rebote, la nota pretende mostrar algunos casos de ejercicio de la libertad y de la liberación que alcanzaron estas ex-piadosas mujeres.

El efecto que consigue en cualquier lector con un mínimo de sentido común es exactamente el contrario: el de una profunda compasión y tristeza por estas pobres mujeres que erraron muy fiero en la vida - ellas mismas relatan las pruebas - y, cuando se ven las fotos de las féminas, la impresión se acentúa.


La primera entrevistada es la ex-hna. Stella Maris Rollan, Hija de María Auxiliadora en Rosario, que dejó su congregación luego de décadas de vida religiosa. Admite que al ingresar al convento había dejado a su novio pero que “en la iglesia se enamoraba de todos: profesores, curas. Me vivía confesando”. Su debacle comenzó cuando se dio cuenta que lo que la Iglesia hacía por los jóvenes no era suficiente y, por tanto, se involucró en el mundo de teatro. Sus hermanas en religión la miraban mal porque volvía al convento a medianoche o ni siquiera iba a dormir. Y andaba con varones todo el tiempo, amigos y alumnos. ¡Pobre sor Stella Maris, tan incomprendida! Cuando salió del convento comenzó a trabajar en un centro de rehabilitación de drogadictos, se enamoró de un cocainómano con quien se casó y tuvo una hija. El pobre, luego de un tiempo, volvió a consumir (quién no, después de casarse con semejante adefesio), y Stellita lo echó de su casa. Hace seis años falleció. “Fue el amor de mi vida”, dice hoy la viuda.

La segunda entrevistada es Ana María Catalina Cerri, ex religiosa del Sagrado Corazón y actual traductora de italiano. Más breve que la anterior es, sin embargo, más clara: “Yo entré en la congregación en el ´74. Si no me hubiese hecho monja, hubiese sido guerrillera o drogadicta”. Sus problemas en la comunidad comenzaron cuando sus hermanas le reprochaban que usara el hábito corto, escuchara Charly García y le gustara Paul Williams.


La última entrevista es a la “peor de todas”: Elsa San Martín, lesbiana y ex-monja del Divino Maestro. Cuando la culpa que le producía su inclinación sexual se hizo consciente, se dijo: “Sublimemos esto y vamos a empezar una vida religiosa”, lo que se dice, rectitud de intención. Dejó la congregación después de veinte años de vida religiosa para alquilar un campo en La Cumbre, donde se mudó con su novia, y se dedicó a cultivar lechuga y criar pollos.

Cuando se leen estas historias la reacción de cualquier bien nacido es de condena a estas mujeres, sentimiento que surge fundamentalmente del amor a Jesucristo. Enerva, ciertamente, que una mujer con veinte años de vida religiosa pueda afirmar que el amor de su vida fue un drogadicto que hizo su esposo, y no el Esposo divino a quien se entregó en un acto libre. Y enerva que las otras hablen pestes de sus ex-hermanas en religión porque las miraban mal cuando escuchaban a Charly García, no volvían a dormir al convento o se enamoraban de curas o de jovencitas. Con ese curriculum de vida religiosa no les quedaba otras salida más de dejar todo y volver al mundo. En definitiva, el problema fue que, en un momento determinado, dejaron de decir SÍ. ¡Dios nos libre!

Todos nosotros movemos la cabeza cuando leemos notas de este tipo y decimos: “Que se jodan por progres”. Pero la respuesta, y el dolor, deja de ser el mismo cuando miramos a nuestro alrededor y vemos que de este lado también pasa lo mismo. Sólo que aquí, y hasta donde sabemos, los curas y monjas amigos/as que cuelgan no escuchan rock nacional ni se acortan los hábitos. A lo sumo, tienen un par de cassettes de Los Chalchaleros y a la sotana le faltan algunosde botones. Y de pronto, de un día para otro casi, cuelgan. Y a las semanas aparece la traductora, o la alumna, o la lider del grupo juvenil, o la maestra del colegio parroquial que se apiada del ex-curita, y consuelo va, consuelo viene, cataplún!, descubren una nueva vida.

¿Qué es lo que pasó? Se me ocurren dos explicaciones: falló la voluntad; they gave up, abandonaron la carrera, se dieron por vencidos y no soportaron la tentación, no ya contra la carne, sino contra la fe, que asalta en la mitad de la vida. Es curioso que la mayoría, justamente, cuelga en torno a los cuarenta años.

La segunda explicación, es que el problema está en el instituto religioso o seminario. Hace algunos meses comentaba en este mismos blog el caso de la ex-Servi Trinitatis y la mayoría de los lectores conoce los tristes y cuantiosos casos de las defecciones kukusas. Cuando la embriaguez que producen las sectas católicas se evapora y se comienza a ver la realidad, la única y saludable reacción es escapar.

Pero otro problema no viene por la conformación sectaria del grupo sino por la falta de idoneidad de los formadores, incapaces de discernir entre quiénes verdaderamente poseen las altísimas condiciones necesarias para llevar adelante la vida sacerdotal o religiosa, del joven piadoso, o del intelectual, o del turbado o del que tiene un tornillo medio flojo, y que sólo buscan “sublimar esto”.

Me parece que terminé copiando a Castellani, sin quererlo.

sábado, 2 de mayo de 2009

ATENCION al chancho engripado


Algo me huele mal en el escándalo de la gripe porcina.

Si aplicamos el criterio hermenéutico que sugiere Jack Tollers en su conferencia conciliar, podríamos pensar que alguien está tratando de atrapar el bien escaso de la atención del mundo entero con la cuestión de la influenza A.

Un dato de sentido común. La primera víctima de la enfermedad, Adela Gutiérrez, una mexicana de 39 años, comenzó a sentir los primeros síntomas de la enfermedad el 1 de abril y falleció quince días más tarde. Desde ese momento, hace ya más de un mes, se han detectado 615 infectados y 17 muertes, todas ellas en México o personas de esa nacionalidad. Si tenemos en cuenta que, según datos oficiales, solamente en Estados Unidos mueren 36.000 personas anualmente a causa de la gripe estacional, no me parece que este nuevo virus sea tan virulento como dicen.

Ahora, las palabras de los científicos:

“El avanzado sistema de vigilancia de epidemias de los Estados Unidos ha permitido identificar el nuevo virus. Algunos años atrás lo habríamos considerado uno más en el mar de las enfermedades humanas”. Dr. Paul Offit, jefe de infectología del hospital infantil de Filadelfia.

“La gripe porcina es sólo un poco más peligrosa que cualquier otra gripe estacional”. Dr. John Treanor, profesor de enfermedades infecciosas en la Universidad de Rochester.

¿Por qué, entonces, tanto escándalo? En nuestro país se entiende como una estrategia más del kirchnerismo, pero a nivel mundial, si bien no han llevado a la población a nivel de psicosis como en Argentina, igualmente están armando un gran circo.

¿Qué habrá detrás? El Embajador del Infierno decía que hace un mes el gobierno de México había firmado un contrato con un importante laboratorio para prevenir, justamente, la epidemia de la gripe. Si bien podría existir un interés económico detrás, creo que hay algo más.

En el caso de del chancho engripado hay gato encerrado.