miércoles, 25 de noviembre de 2009

Protestantes

Carlos V, imperial comentador de este blog, descalificó recientemente al teólogo Louis Boyer con esta argumentación: Era pastor protestante, se convirtió al catolicismo pero parece que no dejó de protestar. El obrar sigue al ser: los protestantes protestan”. Un modo muy fácil y elemental de resolver los problemas y, además, falacia que pretende probar la verdad o falsedad de las conclusiones de acuerdo a quién es el que las afirma. Es muy fácil matar al mosquito de un cachetazo, tan fácil como callar a Bouyer recurriendo a su pasado protestante. Claro que no es válido, que es poco inteligente y, sospecho, Carlos V es lefe.

Pero no caigamos en la misma falacia imperial, y analicemos a fondo lo que subyace en la argumentación. No puede negarse la realidad: Louis Bouyer fue pastor luterano, párroco de una iglesia de esa denominación ubicada en las cercanías de las galerías Lafayette y de la estación parisina de St. Lazare, desde donde salen los trenes que van a Normandía. Se convirtió a la Iglesia católica e ingresó al Oratorio de Francia, donde fue ordenado sacerdote. Ejerció su ministerio pastoral en colegios y, fundamentalmente, en la educación universitaria en los buenos tiempos del Institut Catholique de París, y en otras universidades inglesas y americanas.

Carlos V ontologiza el protestantismo original de Bouyer. En efecto, introduce en su argumento un principio filosófico - El obrar sigue al ser – por el cual adjudica al ser de Bouyer el ser protestante de un modo sustancial, pareciera, porque no acepta en él la conversión al catolicismo. Es decir, Bouyer era sustancialmente protestante y, por tanto, no pudo convertirse en católico, como un perro no puede convertirse en gato. Carlos V no acepta la posibilidad de redención, y corta la cizaña antes del tiempo conveniente, cortando junto con ella al trigo, y al trigo de la mejor especie. Quizás le convendría leer un poco más de filosofía y, también, los pasajes evangélicos en los que se aconseja no aplicar una medida demasiado estrecha a los otros, porque con esa misma medida seremos juzgados nosotros.

Pero dejemos de lado las zopenquerías y veamos la otra cara de esta argumentación falaz. Pareciera que el buen católico no protesta. Es decir, hay que callarse, disimular, mirar para el otro lado pero no protestar. Si hay curas pedófilos, hay que callar; si hay monjas díscolas, hay que disimular; si hay obispos herejes, no hay que levantar la perdiz. “Le damos letra al enemigo”, argumentan. La cuestión es obedecer calladitos al superior de turno, y no protestar. ¡Qué ejemplo más grande de humildad!, piensan.

No sé si callar es un signo de humildad. Sí tengo por cierto que callar es mucho más cómodo que protestar. No se corren riesgos de ningún tipo. Y no me refiero aquí al riesgo de perder el trabajo o de ser asesinado (que a veces existen también), sino al riesgo que implica la fidelidad a uno mismo o, dicho de otro modo, al riesgo de ser testigos fieles de lo que vemos. Aquí me parece que está la clave: algunos vemos cosas que los otros o los muggles no ven.

¿Y por qué vemos? Porque somos profetas. Es este el sentido propio del profeta: ver lo que está delante.

¿Y por qué somos profetas? Porque en el momento de nuestra unción bautismal hemos sido hechos sacerdotes, profetas y reyes.

¿En qué sentido? Puesto que, al recibir el don de la fe, somos capaces de ver lo que quienes no tienen fe no pueden ver.

Admito que mi argumentación, tal como está expuesta, es peligrosa. Es la misma que usaron muchos, o todos, los herejillos e iluminados de la historia del cristianismo. Si pensamos en George Fox, fundador de los Quakers, o en los anabaptistas, habrán seguido seguramente esta idea. Pero, arguyo, es una verdad vuelta loca. Es decir, salida de madre. Tanto Fox como Wesley como cualquier otro, ejercieron su profecía fuera de la Iglesia, aunque no sé hasta qué punto poseían la verdadera profecía. Más bien creo que era puro fundamentalismo alocado. Y, además, no sabían.

Como esa, esta particular profecía, que puede expresarse como una protestar, debe hacerse siempre dentro de la Iglesia, que no es lo mismo que decir dentro de la clerecía. Muchas veces los protestos tendrán como objeto a los mismos clérigos, y no a la Iglesia. El ejemplo cercano y típico es Castellani. Él mismo afirma que vio, y por eso protestó, y así le fue con los obispos y los jesuitas. Kierkegaard también protestó, y así le fue con los obispos daneses. Y San Pablo también protesto contra los judaizantes, y así le fue con San Pedro. Jesús también protestó contra los fariseos, y así le fue con el Sanedrín.

- ¿Y cualquiera que ve puede protestar?

- No. Solamente los que saben.

- Es decir que en nuestro país podrían protestar solamente los intelectuales católicos argentinos que, según Ud. y Ludovico, no existen.

- Así es.

- ¿Y será que Ud., Ludovicus, Tollers, los curas barbados y todos los demás viven protestando porque saben?

- Nosotros no sabemos. Apenas si somos unos pocos poligrillos haciendo pininos. Pero sabemos que si no hacemos esos pininos, probablemente no nos salvaremos.

viernes, 20 de noviembre de 2009

La descomposición del catolicismo


El silenciado Louis Bouyer, quizás el teólogo más importante del siglo XX, es conocido fundamentalmente por sus trilogías, aunque es igualmente odiado por tradicionalistas y progresistas (como yo, je).
Pastor luterano, convertido a la iglesia católica y ordenado sacerdote del Oratorio de Francia, perdió el capelo cardenalicio debido a la oposición del episcopado francés en razón de haber publicado el breve libro La descomposición del catolicismo, en el que no se priva de decir nada.
Gracias a la generosidad de Pablo de Rosario, pueden bajarlo de alguno de los siguientes link en formato PDF.
Da para un año de blog.



lunes, 9 de noviembre de 2009

Maniqueísmo ingenuo


Hace unos días una lectora del blog, ejecutiva de una importante empresa multinacional, nos alertaba acerca del posible maniqueísmo larvado que podía existir en aquellos que rechazaban el mundo y todo lo que a él pertenece como malo y, por tanto, evitable y, aún más, aborrecible. Para nuestra lectora Aliena, el demonio no es el amo de este mundo, y ganar dinero no es tan malo como lo pintan.

Es sensata la advertencia de Aliena. El maniqueísmo ha sido siempre una tentación en el cristianismo y, al decir de Knox, cualquier entusiasmo cristiano está teñido de algún grado de maniqueísmo. Sin embargo, tampoco hay que ser ingenuos.

Ya Ludovicus advertía que negar que el Demonio sea el amo de este mundo es contradecir la palabra del Señor y la palabra apostólica. Hay que decirlo claramente, este mundo está en poder del Maligno, y ya está condenado, porque Él vino y no lo recibió. El concepto aión (o mundo, o siglo) que emplean San Juan y San Pablo para designar a este mundo, designa toda una economía temporal. “Este siglo” es este que nosotros vemos desarrollarse todavía frente a nuestros ojos, en los acontecimientos de “este mundo” en los que el diablo parece ser el amo.

Los ángeles convertidos en demonios y expulsados del cielo luego de su caída han establecido en este mundo su reinado y en él son como dioses. Y esto es así, a pesar del Opus Dei. Las expresiones de la Escritura no dejan lugar para las entelequias del marqués de Peralta. “¡Ay de la tierra y del mar! porque el Diablo ha bajado donde vosotros con gran furor, sabiendo que le queda poco tiempo”, dice el Apocalipsis (12, 12). Y San Pablo tiene dos expresiones extraordinarias: O Theós tou aionos toutou, “el Dios de este mundo” (II Cor. 4,4) y en Efesios 6, 13, habla de cosmoscrátores, es decir, “gobernante del mundo” refiriéndose al demonio.

Los cristianos, excepto el Opus y Aliena, siempre han tenido presente esta realidad. Sin embargo, a veces no resulta tan claro cuando por mundo nos referimos a la creación material. ¿Está también ella bajo el poder del demonio? Yo creo que sí, aunque haya que matizar. Y hay dos argumentos. El primero tiene que ver con lo que la Iglesia hace (o hacía hasta Pablo VI) cuando bendecía o “tomaba posesión” de algo material: lo exorcizaba. “Exorcizo te, creatura salis…”, para la bendición de la sal; “Exorcizo te, creatura olei…”, para la bendición del aceite, y el terrible y largo exorcismo de los fieles cristianos que se hacía durante la bendición del agua en las vísperas de la Epifanía, que comenzaba así: “Exorcizo te, omnis immunde spiritus, omnis satanica potestas, omnis incursio infernalis adversarii, omnis legio, omnis congregatio et secta diabólica, in nomine et virtute Domini Nostri Jesu Christi, eradicare et effugare a Dei Ecclesia, ab ómnibus ad imaginem Dei conditis…”. Alguien podrá decir que se trata de interpretaciones propias de la iglesia medieval o de los temerosos hombres primitivos. Sin embargo, la Iglesia hacía en su liturgia solamente lo que hicieron los apóstoles en su primera misión: echar a los demonios para tomar posesión, en nombre de Dios, de las cosas materiales.

El segundo argumento tiene que ver con la actitud de los primeros cristianos. Siempre me he preguntado por qué ellos aborrecían de tal modo quemar incienso frente a los ídolos. Un buen razonamiento podría decir que, si los ídolos son falsos, es decir, madera o bronce o piedra, quemar incienso ante ellos no significa nada, puesto que no es más que hacer humo perfumado delante de algunos elementos naturales. ¿Qué tanto mal habría en ello? La razón es mucho más profunda, y la encontré en Bouyer.

Si el ídolo es un pedazo de madera, de piedra o de metal, rendirle culto a ellos es rendirle culto a Satanás: “lo que sacrifican lo gentiles a los ídolos, lo sacrifican al demonio”, dice San Pablo (I Cor. 10, 19-22). Artemisa, o Baal o Astarté no son fantasías de madera, de piedra o metal; son falsos dioses, es decir, ángeles caídos, pero dotados en la tierra de un poder malvado y demasiado real. Ellos lograron hacerse adorar por los hombres bajo la cubierta de los elementos de la naturaleza que le están momentáneamente sometidos (Col. 2, 8-20). Así entendida, la idolatría de los elementos de este mundo no es otra cosa que la revelación del diablo y de sus ángeles en tanto se han convertido en señores de este mundo.

Demás está decir, claro, que no se trata hoy solamente de adorar madera o bronce o piedra. Es más peligrosa aún la adoración del dinero. Más allá del enigmático poder que tiene este poderoso señor que, a diferencia de cualquier otro bien material, jamás sacia, como explica Santo Tomás en la Summa, se trata nada más, y nada menos, que de adorar al príncipe de este mundo. Sólo así se entienden las palabras del Señor que hablan de la dificultad de que un rico se salve.

Castellánicamente hablando, es como pretender trepar un barranco después de la lluvia, todo barro, los yuyos flojos y un tipo arriba que nos empuja para abajo.

domingo, 1 de noviembre de 2009

Tiempo


Inesperadamente, el comentario de un lector ha dado lugar a una interesante discusión. La cosa es si conviene tener un conchabo en el Estado, más o menos bien rentado (alguien hablaba de $ 10.000 mensuales) o trabajar en un buen estudio particular que permita mayores ingresos.

Cada una de las opciones tiene sus ventajas: el Estado permite la seguridad del salario que llega puntualmente a fin de mes. Con un buen jefe, o si lo somos nosotros, disponemos de tiempos para nosotros mismos durante el trabajo y estamos de regreso temprano en casa. Las desventajas son que la regularidad del estipendio mensual implica, también sus límites y pocas perspectivas de crecimiento y, además, la existencia a veces gris y anodina del funcionario que tan bien describe Dostoiesvsky en varias de sus novelas.

Para el segundo caso, las ventajas son que un ingreso mayor otorga mayor libertad a la hora de decidir cosas bastante importantes como la educación de los hijos o el lugar dónde vivir, además de posibilitar el progreso personal en la propia profesión. La desventaja es no tener tiempo para uno mismo sino estar siempre dependiendo del cliente que no tiene horarios para consultar, y tampoco para pagar. Y, también, el peligro que bien señalaba alguien en el blog de caer en la tentación del dinero que, como dice Santo Tomás, nunca sacia, y siempre exige quiere más.

Sin embargo, me parece que lo que está en el fondo de la discusión es el tiempo. Es decir, cuál de las dos opciones nos da más tiempo para hacer lo único importante. Pieper diría cuál trabajo nos deja más tiempo para no trabajar y estar ociosos. No está de más recordar que trabajamos para no trabajar, y que lo ideal es trabajar lo menos posible, digan lo que digan los opusdeístas.

¿Holgazanería? No, simplemente vacare Deum. Como decía PL – si mal no recuerdo – que no es posible la vida cristiana en serio sin contemplación, es decir, sin theoría. No es cuestión de trabajar poco para hacer otras cosas, por más santas que sean. Por ejemplo, y dicho con brutalidad, no es cuestión de trabajar poco a fin de tener tiempo para hacer apostolado. La cosa es tener tiempo para no hacer nada. La acción se caracteriza siempre por la transitoriedad. En el cielo no habrá acción. Habrá pura contemplación. Y la idea es empezar a tener un poquito de cielo aquí en la tierra.

Cada uno tiene su propio camino espiritual, que se adapta a las circunstancias concretas de su vida. Eso es verdad. Pero me parece bastante difícil avanzar en la perfección del conocimiento de Dios – y me refiero al conocimiento interior que nos enseña el Espíritu- sin espacios diarios de contemplación o, si se prefiere el término, de oración. Y no hablo aquí de fenómenos místicos y mucho menos de meditación ignacianista; hablo, por ejemplo, de la lectio o de la lectura contemplada de la Escritura; o bien del silencio y de la escucha de la Brisa que siempre sopla. (Sé que todo esto suena progre, pastelero y cursi, pero no encuentro ahora otro modo de decirlo).

Y, para lograr esto, me parece que es más fácil con el empleo en el Estado. Pero claro, como dice un pensador argentino contemporáneo, puede fallar. Es decir, no siempre funciona, y por muchas razones.

Por ejemplo, la búsqueda del “no hacer nada” puede comenzar a ser motorizada poco a poco por la pereza y, entonces, será cuestión de no hacer nada para hacer cosas que creemos muy importantes, porque son en apariencia apostólicas y porque permite roscas políticas y triunfos pasajeros, casi siempre del orden estrictamente temporal. Y la pereza, insensiblemente enseñoreada de la situación, terminará por justificar ya no el trabajar en el Estado sino medrar en el Estado, lo cual es un vicio tan funesto como el que podría tener el denostado gerente que se pasea en automóviles importados con asientos de cuero.

Otra falla que puede tener, y que he visto en varias ocasiones, es que provoca disgustos familiares. Quiero decir, los hijos no siempre lo entienden y, entonces, o bien rumbean para el lado opuesto, o bien son incapaces no sólo de trabajar en el Estado, sino de trabajar lisa y llanamente, empezando todo sin terminar nada, desembocando al fin en una depresión más o menos disimulada y acusando de por vida a su padres por la educación que le dieron y, sobre todo, por la que no le dieron. Conozco varios casos, y me llaman la atención. Sería bueno tratar el tema algún día en el blog.

La cosa es, en definitiva, de tratar de vivir en la tierra lo más parecido posible al cielo, donde sólo habrá ocio, es decir, nada de acción y pura contemplación. Cada uno verá cuál es el mejor modo que tiene para alcanzarlo.

(Me va a interesar sobremanera el comentario de Ludovicus)