El pescado de Karl Rahner (lo de “pescado” no es un insulto sino una muestra de afecto. Cuando en los ´90 se publicó el diario de su amante, allí nos enteramos que, en la intimidad, ella llamaba al P. Carlos, su “pececito de colores”) acuñó una frase que, nos gusté o no, era esclarecedora de una situación real. Decía que debíamos acostumbrarnos a la Iglesia vive hoy en el “exilio”. La nuestra es una Iglesia que ha sido “exiliada” de todas las funciones que, hasta hace algunas décadas, le pertenecían, como la educación, la cultura, la salud, etc. Seguramente la expresión se ajustaba a la realidad de los ´60 cuando fue pronunciada, pero creo hoy que necesita un update.
La aceleración de la historia y el vertiginoso frenesí del cambio al que nos hemos acostumbrado y, por eso mismo, nos pasa desapercibido, exigen la actualización constante de juicio como del de Rahner. En estos días vacacionales he estado viendo algunos episodios de la serie “Lark Rise to Candleford” que describe la vida cotidiana de dos pequeñas poblaciones rurales en la Inglaterra de fines de siglo XIX. Habría sido absolutamente inimaginable para esos hombres, y también lo es ahora para nosotros, suponer cambios tan profundos en las estructuras sociales en tan sólo cien años. Otro ejemplo que he estado considerando últimamente: recuerdo que una de mis primas, ahora comenzando sus ´50, cuando comenzó a noviar, su novio, y ahora esposo, pidió formalmente la mano a su padre, en una reunión de caballeros a solas, y jamás salió con él sin la compañía de alguna chaperona, que solía ser su hermana menor. Hoy, las hijas de mi prima se van de vacaciones con sus novios sin problemas ni escándalo para nadie. Reconozco que la familia de mi prima era old fashioned, no artificialmente sino de un modo natural surgido del medio rural en el que vivían pero, igualmente, el cambio de costumbres, morales en este caso, es muy pronunciado para darse en el transcurso de sólo una generación.
No cabe duda que semejantes transformaciones sociales y culturales han impactado en el papel real que la Iglesia juega en las sociedades. Si en los ´60 se hablaba de una Iglesia exiliada, hoy debemos hablar de una Iglesia desaparecida. El exiliado, a pesar de su ausencia física, sigue estando presente en sus sociedades de origen. Pensemos en Perón durante su exilio madrileño o, más recientemente aún, en Zelaya exiliado de Honduras. La Iglesia hoy, en las naciones desarrolladas, no tiene ni siquiera la presencia de un exiliado. Está, literalmente, desaparecida.
Cuando se viaja fuera del país y se tiene la oportunidad de hablar con gente “normal”, es decir, gente común y corriente, y no contracorriente como nosotros, se aprecia claramente la desaparición de la que hablo. Las menciones que, ocasionalmente, uno puede hacer sobre Dios o sobre la vida de la Iglesia, que para nosotros son tan cotidianas y usuales, a ellos le suenan como si a mí me hablaran del cultivo de los geranios: sé que los geranios existen y que son una flor, pero su existencia no roza a la mía en lo más mínimo; son una “desaparición” de mi existencia.
Dios y su Iglesia han desaparecido de la vida de los hombres. No existen ni siquiera para ser odiados. Se trata de una indiferencia radical y constitutiva que ha transformado a las sociedades occidentales, particularmente la europea, en tierras devastadas. No queda más que el vacío de Dios.
Esto es, me parece a mí, el terreno más adecuado para que venga él, el Hijo de perdición, el Hombre de pecado. No es su terreno el de la persecución, pues en ese terreno ya fue vencido y, en definitiva, quien persigue reconoce la fuerza de la existencia del perseguido. Su terreno es el de la indiferencia y el de la negación.
Cuando leo o escucho el tipo de discursos apocalípticos como el que estoy haciendo en este momento, pienso que el autor exagera porque miro a mi alrededor y digo: “No es para tanto”. Pero creo que miro en un derredor demasiado inmediato. ¿Cuántos somos los que nos preocupamos, y sufrimos propiamente, por estos temas? Muy pocos en realidad, si tenemos en cuenta la totalidad de la humanidad. Quizás nos seamos más que el pequeño rebaño que Él encontrará cuando vuelva.
Esperemos estar todos dentro del aprisco. Nadie puede estar seguro de eso.