El déspota

Nos enteramos hoy a través de la columna de Marco Tosatti que estaría sobrevolando sobre el cardenal Pell una alta dosis de misericordiación pontificia: le están “limando” a fin de que, en cualquier momento, lo exoneren como patronus de, por ejemplo, la Orden Ecuestre del Santo Sepulcro.

El despotismo y el régimen estanilista del papa Francisco resulta ya evidente. Me pareció oportuno traducir la entrada escrita ayer por F. Colafemmina en su página Fides et forma. Si bien no acuerdo con todo los aspectos de su análisis, es una mirada inteligente acerca del pontificado que estamos soportando:

Lo que siempre me ha molestado del progresismo liberal dentro de la Iglesia es su arrogancia totalitaria. Todo lo que la Iglesia está viviendo hoy bajo el poder de Bergoglio y de su directorio es, sin embargo, una cosa distinta al golpe que el progresismo militante pretendía asestar al papado y al magisterio. En pocas palabras, hoy día la arrogancia de los progresistas ya es obsoleta y se ha transformado en soberbia, en despotismo rencoroso y en intolerancia bolchevique.

Deberían preocuparse de este fenómeno no solamente los conservadores y el grupo minoritario que suele ser definido como “tradicionalista”, sino también los exprogresistas que han parido un monstruo que ya es incontrolable y que es probable que se los coma a ellos en primer lugar.

El progresismo católico atrapó fácilmente a una gran parte de los hombres de Iglesia con buena fe, convencidos de que un mayor compromiso de la Iglesia en las batallas sociales, una simplificación del aparato eclesiástico y una mayor cura pastoral por las almas descarriadas, habría favorecido un redescubrimiento del Evangelio auténtico, privado de toda superestructura humana. De aquí procede el enamoramiento por Bergoglio, considerado como el fautor de esta política eclesial orientada al redescubrimiento del cristianismo. Lamentablemente para ellos, los progresistas deben hoy reconocer que sus reivindicaciones han sido usadas por Bergoglio y por su directorio con un cinismo estratégico que no tiene parangón a fin de llevar a la Iglesia por el camino opuesto. De antagonista de un mundo fundado en las desigualdades y las prepotencias económicas e ideológicas de una elite, a compañero de excursión. El riesgo es que surja una “nueva Iglesia” diseñada cotidianamente por los nuevos robespierre vestidos de púrpura. Y no es casual que el nuevo totalitarismo vaticano esté constituido principalmente por diplomáticos, es decir, por obispos que no posee la más mínima formación pastoral y que están acostumbrados a tratar con embajadores, jefes de Estado, burócratas y funcionarios más que con familias en dificultades, desocupados, personas que sufren, moribundos u oprimidos de cualquier tipo.

El proyecto va, por tanto, más allá del progresismo y del conservadurismo, pulsiones ambas que coexisten en el interior de la Iglesia, y tiene como único objetivo el transformar la Iglesia en un mero instrumento de control social al servicio de las elites económicas y políticas a las que la misma Iglesia debería contrastar apertis verbis. (…)

Hoy, la Iglesia de Bergoglio y su directorio, es totalmente proclive a los intereses de las elites que condicionan el sentir y el querer de las masas y que buscan cumplir pedisecuamente un proyecto ya individuado y descrito por Aldous Huxley en su libro “Un mundo feliz” de 1932. Huxley explicaba que en el retorno al mundo nuevo, el rol de la religión en la futura configuración de la dictadura de los mercados sería el de una “distracción social”: “Ni siquiera en la Roma antigua hubo algo que asemejase a la invencible distracción social que hoy ofrecen los diarios y revistas, radio, televisión y cine. Este flujo invencible de distracciones, en mi “Mundo feliz” era usado deliberadamente como instrumento de política, para impedir a las personas prestar demasiada atención a la realidad de la situación social y política”. Y de esta manera, para cambiarle la cara a la Iglesia, fue necesaria una verdadera y propia revolución, una suerte de golpe de Estado, iniciado mucho antes que la dimisión –claramente forzada- de Ratzinger en 2013.

Lo demuestran las características totalitarias del régimen de Bergoglio. En primer lugar, el culto de la personalidad que rodea a este líder revolucionario, construido minuciosamente en laboratorio, a través de algunos astutos movimientos iniciales (la idea de decir Misa todos los días en Santa Marta, de vivir allí en vez del Palacio Apostólico, etc., etc.). En segundo lugar, el desprecio por las sedes tradicionales del poder convertidas en nada más que simulacros empolvados donde colocar a personajes, en general desconocidos, que tienen el solo objetivo de favorecer las decisiones del régimen. A esto se agrega la creación de un directorio oficial y de uno oficioso. El oficial (el “consejo de los ocho”) y el oficioso (una especie de círculo mágico hecho de amigos, intelectuales borderline, ex revolucionarios frustrados y periodistas hipnotizados por el líder). No falta tampoco la presencia de una suerte de policía secreta (ver el caso de los Franciscanos de la Inmaculada [y agrego yo: las discretas averiguaciones que se estuvieron haciendo la semana pasada sobre el Wanderer en círculos eclesiásticos del Vaticano y de Buenos Aires].

Otra característica fundamental de este régimen es la ausencia de referencias sustanciales al pasado. De manera un poco grasa y un poco estudiada, se perpetró un radical pasaje de un Papa teólogo a un Papa que habla como el verdulero del mercado o el jubilado en el bar del club social. El latín y las citas patrísticas son considerados oropeles inútiles. Por tanto, se debe comentar el Evangelio reinterpretándolo todos los días en Santa Marta, a capella, disparando en ráfagas una serie impresionantes de pensierini que tienen como carozo la criminalización de los católicos (independientemente de su colocación). Los últimos pasajes son los más fastidiosos pero los menos esperados: las purgas. Primero, el cardenal Piacenza, luego Cañizares y ahora –clamorosamente- Burke. Mañana quizás le tocará a Mueller.

Lo que distingue a Bergoglio y a sus adláteres es un ansia casi milenarista: el ansia de realizar un giro radical y definitivo entendido como una auténtica misión divina. No por casualidad, y en estilo plenamente joaquinista, no se hace otra cosa que mencionar al “Espíritu” que movería este giro y que empujaría a sus autores. Este es el motivo por el que todos los obstáculos son removidos, porque son justamente obstáculos, aun cuando se refieren a las verdades de fe, al magisterio o al Evangelio (el de Nuestro Señor, no el naif de los polvorines de Santa Marta). Los obstáculos son removidos además, sin que puedan suscitarse protestas o simples perplejidades: en el nuevo régimen vaticano es un crimen legítimamente perseguible la ausencia de conformidad con la voluntad y la misión milenarista de Bergoglio y su directorio. Por lo tanto, no hay nada malo. Más aún, se trata de una acción meritoria, porque empuja a la Iglesia efectivamente hacia adelante, sí, hacia el abismo…