El Año Santo que acaba de ser proclamado ¿estará centrado sobre Jesucristo, como los precedentes, o sobre el Papa Bergoglio? Deberán decidirse, el Papa y la Iglesia, a esclarecer el equívoco porque todos los titulares de los diarios más importantes -todos ellos ateos pero entusiastamente bergoglianos- han sido unánimes. El Corriere della Sera: “El jubileo del Papa Francisco”. Repubblica: “El Año Santo de Francisco”. La Stampa: “Es el jubileo de Francisco”. Es un concepto absurdo, porque no se celebra con un jubileo a un Papa sino al Señor. El Papa debe ser “el Siervo de los siervos de Dios” y no se puede poner en lugar de Dios. Podrán decir que son los medios los que entiende mal. En parte es verdad, pero ninguno desmiente a estos diarios que, por otra parte –caso curioso-, son cabezas de potentes bancos, grandes financieras y multinacionales, y a todos les importa un bledo el así llamado “Papa de los pobres” que lanza truenos y relámpagos contra el capitalismo.
Además, a parte de los diarios ateos, también la corte pontificia, en sentido lato, contribuye en el mundo católico a la transformación del Papa en una deidad. Incluso el mismo Bergoglio, en una entrevista de los primeros meses, despreció la “franciscomanía” diciendo: “No me gustan las interpretaciones ideológicas, una cierta mitología del Papa Francisco… Sigmund Freud decía, si no me equivoco, que en toda idealización hay una agresión. Pintar al Papa como una especie de superman, una especie de estrella, me parece ofensivo”, Por tanto, Bergoglio, comprendió desde el comienzo que esta “divinización” fanática de su persona es para él un peligro. Pero, en vez de “descentrar” a la Iglesia con respecto a sí mismo y centrarla en Cristo, rápidamente ha mostrado una cierta condescendencia y mucha complacencia.
De hecho, su corte es un fábrica de triunfalismo adulatorio y los medios católicos, como los ateos, esparcen a mares una fanática “franciscomanía”. Y no sólo eso. En la Iglesia, tal “franciscomanía” es propuesta –incluso a obispos y cardenales- como el pensamiento único al cual hay que uniformarse si no se quiere correr el riesgo de ser maginado y ser puesto en el Índice.
Aquí nace el problema del Año Santo. Se espera que sea Bergoglio quien quiera hacer “el jubileo del Papa Francisco”. Él mismo, en los comienzos de su pontíficado, invitó a gritar “Viva Jesús” en vez de “Viva Francisco”. Pero lo hizo sólo una vez. Luego permitió que la “franciscomanía” continuase. Hoy no soporta diversidad de puntos de vista o de opiniones. Es pródigo en mitras y reconocimientos a quienes lo aplauden, castiga a los disidentes y permite que la corte imponga en la Iglesia una plumbea papolatría.
Los diarios se han equivocado también porque Bergoglio eligió anunciar el jubileo justamente en el día del segundo aniversario de su elección, cuando todos los diarios contenían páginas elogiosas para él. Además, salió a la misma hora una entrevista suya en que dice que su papado será breve (no hay muchas opciones: tiene 78 años), poniéndose de ese modo en el centro de atención de los medios. Ha sido, por tanto, natural para los diarios redactar esos títulos sobre el jubileo centrándolo en él.
Se dirá que esta no era la voluntad de Bergoglio. Eso espero. Pero preguntémonos: ¿por qué un Año Santo extraordinario en 2016? El jubileo –desde el primero de ellos en el 1300- siempre fue proclamado en las fechas que se relacionaban con los años del nacimiento o de la muerte de Jesucristo. Incluso los jubileos extraordinarios, que han sido poquísimo. El de 2016 es el primer jubileo en la historia de la Iglesia que no tendrá como centro el advenimiento histórico de Jesucristo en su vida terrena. Y, como era necesario encontrar alguna razón para convocarlo en 2016, Bergoglio ha decidido que sean los 50 años de la clausura del Vaticano II. ¿Pero qué aniversario? Nunca se hizo un jubileo por un Concilio. Y, por otra parte, el Vaticano II terminó en 1965, por lo que en 2016 no se celebra el 50º aniversario sino el 51º aniversario del 21º Concilio de la Iglesia. Es, por tanto, un pretexto, sobre todo ideológico y de pura autoreferencialidad, dado que se centra en un hecho eclesiástico más que en Cristo (se se debiesen considerar tales tipos de aniversario de la historia de la Iglesia, todos los años se podría proclamar un Año Santo).
El primer jubileo de la historia que no tiene como centro a Cristo tendrá, como protagonista mediático indiscutible, al Papa Bergoglio, el Papa que, además, no saluda a los fieles con el tradicional “Alabado sea Jesucristo”, sino con un “Buenos días” o “Buenas noches”, siendo elogiado por esto por los medios al considerarlo un “Papa amable”. Será, por tanto, un año de triunfalismo bergogliano. También el llamado a la “misericordia” querido por el Papa, va en esta dirección. Escribe el Corriere en la primera página: “Será dedicado a la misericordia”. Pero es totalmente pleonástico porque todos los jubileos, por su misma naturaleza, están dedicados a la misericordia. La catedral de Siena posee en su portal una lápida esculpida que reproduce las palabras con las que Bonifacio VIII proclamó el primer jubileo de la historia en 1300, y la palabra clave es, justamente, “Misericordia”.
Entonces, ¿por qué se ha querido afirmar que el jubileo de 2016 estará de modo particular centrado en la misericordia y se caracterizará por eso? ¿Se busca anunciar y dar –como en todos los otros jubileos- la Misericordia de Dios o, más bien se quiere celebrar la misericordia del Papa Bergoglio, que es considerada por los medios como más grande que la de Dios? La pregunta es de mucha actualidad ya que durante todo el 2014 Francisco ha intentado hacer, a través del cardenal Kasper, una revolución por el acceso a la comunión de los divorciados vueltos a casar justamente en nombre de la “misericordia”.
El Papa argentino fue puesto sustancialmente en minoría tanto en el Consistorio de 2014 como en el Sínodo sucesivo, porque la Iglesia le ha recordado que la Misericordia no puede implicar la cancelación de la ley de Dios y de las palabras de Cristo sobre el sacramento del matrimonio. Sin embargo, en el nuevo sínodo de octubre próximo tendrá la revancha. Hay quienes piensan que la proclamación del jubileo “de la misericordia” puede ser una forma de presión para que el Sínodo apruebe las reformas bergoglianas. Y quienes sostienen que, en cambio, sirva a Bergoglio para ubicar al Sínodo en una segundo plano ya que no podrá conseguir la revolución que se esperaba. Es decir, una maniobra distractiva para eludir la desilusión de los fanáticos y de los medios ateos.
Las hipótesis son de lo más diversas. Pero hoy el problema que se impone, y que el jubileo amplifica, es sobre todo este: ¿La Iglesia debe estar centrada en Jesucristo o sobre el actual pontífice? Juan Pablo II, en sus 33 años de pontificado, fue circundado de un gran afecto por parte de los fieles. Pero fue un fenómeno que ni siquiera lejanamente puede ser comparable a la actual “franciscomanía” planetaria, y sobre todo por parte de los ateos. Incluso ese calor del pueblo cristiano bastó al Papa Luciani para poner en guardia del riesgo de la papolatría: “Tengo la impresión-dijo- que la figura del Papa sea demasiado alabada. Hay algún riesgo en caer en el culto de la personalidad que yo no quiero en absoluto. El centro de todo es Cristo, es la Iglesia. La Iglesia no es del Papa, es de Cristo… El Papa es un humilde servidor de Cristo”.
Jesús mismo, en los Evangelios, pone en guardia a los apóstoles con respecto a los aplausos del mundo y elogió a quien desconfía de los halagos del mundo y busca sobre todo el consenso de Dios.
También a los papas de hoy, a los papas de la era mediática, se la impone la elección más dramática: entre el testimonio (heroico) de la Verdad o la búsqueda del consenso mundano. O Dios o Mamón. El cardenal Ratzinger, cuando murió el Papa Montini en 1978, dijo: “Pablo VI resistió la telecracia y la demoscopía, las dos potencias dictatoriales del presente. Pudo hacerlo porque no tomaba como parámetro el éxito y la aprobación, sino más bien la consciencia, que es la medida de la verdad, sobre la fe”. De este modo han actuado, aún contra la presión de los medios, Juan Pablo II y Benedicto XVI. Hasta ahora, Francisco ha hecho lo opuesto.
(Traducción: Wanderer)