por Francisco José Soler Gil
Desde hace algunos días estoy sufriendo unos accesos agudos de fiebre y dolor de cabeza. Nada serio. Una gripe veraniega, no más. Pero sobre todo las noches se hacen muy penosas: los pensamientos se enredan interminablemente, y uno suplica en vano por un poco de sueño.
Así, por ejemplo, hace dos noches no podía dejar de darle vueltas a la última ―entretanto supongo que ya penúltima o antepenúltima abyección― del Papa Francisco, perpetrada en su vuelo de vuelta de Polonia: Yo no lo escuché, ni tampoco había leído el comentario de Wanderer, por la gripe, pero un buen amigo me había comentado el episodio en los términos siguientes:
«¡Bestial!
En menos de dos minutos Francisco:
1) Niega la existencia del terrorismo islamista, la mayor preocupación actual de todos los países occidentales y de más de medio mundo.
2) Equipara un hipotético fundamentalismo cristiano con el terrorismo islamista, dando un arma de inmenso poder destructivo a los grupos de opinión que persiguen mostrar la igualdad maligna de todas las religiones sin distinción. Por supuesto, esos fundamentalistas cristianos que son iguales o peores que los violentos islamistas somos, a los ojos de todo el mundo, y también de Francisco, gente exactamente como nosotros.
3) Equipara la "violencia de género" con el terrorismo, en la línea de los feminismos más extremos. Justifica, pues, las medidas preventivas contra los hombres que se deben aplicar a toda patología terrorista.
4) Avala como Papa las prácticas sincretistas, no como un producto de la subcultura religiosa que se da en todas partes y reviste esos caracteres en zonas de contacto entre Islam y Cristianismo, sino como algo plausible y ejemplar».
En menos de dos minutos. Y es que la vileza de Bergoglio es olímpica: Cuando parece que ya no va a poder superar su marca, entonces simplemente va y la supera: citius, altius, fortius.
En menos de dos minutos, digo... pero yo pasaba horas y horas, que no querían pasar en realidad, y llegué a experimentar la sensación de que la cabeza me estallaría en cualquier momento. Hasta que, en medio de esa tortura, se abrió paso una idea que mentiría si dijera que hizo desaparecer los dolores o la fiebre, pero que al menos me consoló no poco: No odiaré al Papa Francisco.
Ojo, para el lector que ya en este punto quiera emprender su propia marcha, y acusarme, por ejemplo, de que «por fin amaba al Gran Hermano», ya le anticipo como despedida que se equivocó. Y por eso colaboro con Wanderer, y por eso he comenzado este artículo aludiendo a las seguramente ya no últimas declaraciones bochornosas de Bergoglio. No, bochornosas no: abyectas.
Pero la amargura que nadie nos va a ahorrar en todo este pontificado ―y que quede la cosa ahí― no debemos dejar en ningún caso que se convierta en odio. No debo odiar al Papa Francisco. Y que conste que estoy escribiendo estas líneas ante todo porque yo he andado por la raya misma entre la amargura y el odio en no pocas ocasiones, desde que se inició este nefasto pontificado. Y quizás a veces más de un lado que del otro.
Pero Cristo nos dejó un mandato con la autoridad que sólo Cristo tiene: Amad a vuestros enemigos, y orad por los que os persiguen y os calumnian. En estos tiempos, cabe que no haya mayor enemigo y calumniador de la Iglesia que el Papa Francisco, que no pierde ocasión ninguna que se le presenta (y si no se le presenta, se la inventa él mismo) para proseguir su labor de zapa y demolición. Hay que denunciar la zapa, cuando la percibamos, y hay que denunciar sin cansarse los nuevos episodios de la demolición. Pero no odiaré al Papa Francisco. Y eso quiere decir, ante todo, muy concretamente, que no le desearé la condenación eterna en modo alguno, y por muchos puntos que parezca estar acumulando para el Día de la Ira. Le desearé una muerte santa, una conversión siquiera in extremis, incluso cuando todo parezca perdido.
El gran poeta Dante hizo mal, a mi modo de ver, cuando pobló su infierno de personas bien concretas, conocidas por sus contemporáneos, arrogándose un papel que le corresponde a Otro. En el Evangelio hay demasiados avisos acerca del infierno, y un cristiano no puede obviarlos. Es evidente. Pero escribir un lista, siquiera parcial, de los condenados, y no digamos ya desearle ese destino a alguien en concreto, eso ya es otro cantar. Y el odio ―y es muy posible que el mandato de Cristo, que de ninguna forma era un buenista, tenga que ver con esto― el odio, digo, al primero que consume es al odiador.
No odiar a nadie. Por supuesto, tomar las medidas oportunas para combatir los distintos peligros, en cada situación de la vida, y en cada situación de la historia, pero no odiar a nadie: ni siquiera a los enemigos, contra los que hay que combatir, sin duda; ni siquiera al terrible azote de la Iglesia de nuestros días, que es el Papa Francisco.
Lo digo con toda sinceridad: Yo me alegraré el día en que se anuncie la muerte de este Papa. Más que nada porque cabe la posibilidad ―quizás próxima, quizás remota, no sé― de que al Papa destructor suceda un Papa santo, un verdadero sucesor de San Francisco en el poner manos a la obra para reconstruir Su Iglesia, que se cae a pedazos. Pero ocurra lo que ocurra, desearé para Bergoglio de todo corazón el eterno descanso. Para Bergoglio, y para todo el mundo. Y ni que decir tiene que ni se me ocurre pedir entretanto porque llegue pronto ese día de esperanza. Porque decidir sobre la muerte, como sobre el Juicio, es algo que debe estar reservado al Altísimo, que sabe siempre lo mejor.
Ahora bien, mientras esperamos, sin gastar el menor pensamiento en ello, el momento en que el Altísimo decida llamar a su presencia al Papa, ¿qué podemos hacer? Bien, para empezar está claro que el magisterio romano de nuestros días, ni es magisterio, ni es nada. Es puro veneno para la fe. Por tanto, en la medida de lo posible, no escuchar al Papa Francisco ―y eso es algo que no resulta tan fácil―, ni leer nada suyo, ni de su corte de pelotilleros mitrados o por mitrar.
Y luego, recordar que la Iglesia no son sólo sus tristes y derrumbados muros presentes. Hay mucho magisterio por ahí para el que de verdad se plantee el ser cristiano. Puede leer a San Agustín, puede leer las actas del martirio de San Policarpo ―un mártir de tiempos en otro sentido también trágicos para la Iglesia, por el que confieso sentir especial devoción― puede leer a los grandes Padres Capadocios, o a San Benito, o a San Bernardo. Y al leerlos saber que esa Iglesia ya es invencible, y nos ayuda, y siempre podremos refugiarnos bajo sus bóvedas. Esa es la verdadera comunidad de la que formamos parte. Y no podrá sernos arrebatada.
Hay que leer a los santos, y hay que releer también, y en estos tiempos quizás con cierta frecuencia, a Gonzalo de Berceo. Sí, también. Hace aún muy pocos días, justo antes del acceso de fiebre, tuve la dicha de leer unos comentarios afortunadísimos sobre el carácter de Nuestra Señora, según lo intuye Gonzalo de Berceo, escritos por el poeta Miguel D’Ors, que me voy a permitir copiarles en parte. Narrando, por ejemplo, el episodio en el que Santa María salió en defensa, contra el demonio, de un monje que se había embriagado en la bodega de su convento, escribe D’Ors:
«Pasados ya los sustos, pero no los efectos de la trompa del infeliz monje, Santa María ―aquí quería yo llegar―, demuestra saber perfectamente como manejar a un borracho:
Prísolo por la mano, levolo poral lecho,
cubriólo con la manta e con el sobrelecho
púsol so la cabeza el cabezal derecho.
Demás quando lo ovo en su lecho echado
santiguol de su diestra e fo bien santiguado.
Y qué humana ―y hasta qué riojana― aparece Nuestra Señora en el milagro de “El clérigo ignorante: el infeliz que sólo se sabía la Misa de la Virgen. [...] Está claro que para el buen poeta riojano lo sobrenatural era lo más natural del mundo».
Bien: Pues esa es la Iglesia docente de nuestros días: los santos, los mártires, y monjes cargados de sentido común como Gonzalo de Berceo. Y esa es la asamblea a la que queremos pertenecer.
¿Y cómo podría ser vencida una Iglesia así? Acudamos a ellos, hablemos de ellos, hablemos con ellos, y esperemos un nuevo milagro «riojano» de Santa María en nuestro tiempo, salvando a los vacilantes, confortando a los amargados, y echándole una bronca descomunal a los clérigos y teólogos adulteradores, que bien la merecen. Apuesto que ellos ni se plantean esta posibilidad, y apuesto que bien podrían llevarse a la postre una sorpresa: Santa María, consoladora de los afligidos, auxilio de los cristianos, ruega por nosotros.