Todos los diarios del mundo han dado relevancia ayer a la decisión del cardenal Georges Pell de regresar a Australia para defenderse personalmente de los cargos de encubrimiento e, incluso, de abuso sexual con los que fue acusado en su país. No me cabe la más mínima duda que es todo una gran mentira urdida por las Fuerzas Oscuras y expandida por los medios de prensa que están a su servicio. El mismo purpurado dice que todo comenzó hace dos años y desde entonces ha sido permanentemente acosado por parte del periodismo. Curiosamente, hace justamente dos años el cardenal Pell cobró protagonismo durante el Sínodo sobre la Familia debido a su férrea defensa de los principios de la fe, y se comenzó a perfilar como papabile. No es la primera vez que los grandes, o pequeños, medios de difusión “guardan” la información de este tipo que poseen -verdadera o falsa-, para darla a conocer en el momento que mayor daño puede hacer. Es cuestión de repasar los hechos para comprobarlo.
Pero también ayer nos enteramos de otro hecho: la gendarmería pontificia descubrió en un departamento ubicado dentro de la Ciudad del Vaticano una “orgía homosexual con drogas” de la que participaba el ocupante del piso, un monsignorino asistente de un alto cardenal de la Curia. Un hecho aberrante que indigna y avergüenza, y nos enfrenta una vez más a un problema al que debemos, como cristianos, tratar de encontrar una explicación, si es que existe. [Nobleza obliga, este procedimiento de la gendarmería no habría sido posible sin la autorización expresa del Santo Padre. Un gesto que lo honra]. Lo cierto es que la Iglesia enfrenta miles de casos reales de abuso sexual y conducta homosexual por parte del clero. ¿Cómo ha podido ocurrir semejante situación? La impresión que tengo es que quizás sea también éste el “humo de Satanás” que Pablo VI anunció que se estaba filtrando en la Iglesia. No solamente nos encontramos en un proceso de creciente asfixia por la humareda que despide la homosexualización agresiva y militante de la cultura occidental, sino que también lo olemos, como al azufre, en el Templo.
La Iglesia está integrada por hombres y, por tanto, es pasible de todos los pecados que los hombres pueden cometer. Sea la pederastia, sea la homosexualidad, son realidades que siempre existieron entre los miembros de la Iglesia. Y sobre esto hay abundantes testimonios y estudios serios. Desde la carta de San Pedro Damián al papa León IX titulada Liber Gomorrianus contra nefandum sodomiae, del siglo XI, hasta los escándalos de pedofilia y encubrimiento que rodearon al P. Stefano Cherubini, sucesor de San José de Calasanz como general de los escolapios en el siglo XVII. Pero en los últimos años, concretamente a partir de los ’80, nos hemos visto inundados de una marea que parece incontenibles de casos, a cual más espantoso, de pederastia y sodomía de sacerdotes e, incluso, de obispos. Si en otros momentos de la historia, estas prácticas existían, siempre estuvieron muy acotadas, fueron muy puntuales y, en general, se las trató con la máxima severidad. Pero en algún momento más o menos reciente, algo ocurrió; se desplomó una barrera o se quitaron los filtros. Lo cierto es que la cosas cambiaron.
Sin pretender ninguna originalidad ni mucho menos ser exhaustivo, propongo aquí algunas ideas que ayuden a armar el doloroso rompecabezas:
- Falta de respuesta adecuada por parte del Vaticano: El Papa Benedicto XVI reconoció este hecho en septiembre de 2010: la Iglesia no fue lo suficientemente vigilante o no tuvo la pronta respuesta que correspondía frente a estos casos. Él mismo redujo al estado laical a cuatrocientos sacerdotes por estos comportamientos. Sin embargo, yo creo que no fue suficiente un reconocimiento de falta de vigilancia o de celeridad. Faltó castigo severo. Se optó durante décadas por cambiar de destino al sacerdote involucrado como si eso fuera suficiente o, en casos más graves y notorios, se lo recluía en un Cottolengo, como ocurrió con Mons. Macaronne, o en un departamento de Génova rodeado de tres servidores y con libre acceso a Internet, como ocurrió en otro caso. ¿Es que no había castigos más duros? Hace dos días, la Iglesia Ortodoxa en América, destituyó a un obispo auxiliar por cuestiones relacionadas con su conducta sexual, reduciéndolo al estado de “monje lego”, lo que en la práctica significa que el ex Mons. Ireneo terminará sus días en algún monasterio rumano limpiando chiqueros y cortando el pasto.
- Falla en la formación de los seminarios. No en vano los casos de abusos comenzaron a revelarse en sacerdotes que habían sido formados en la década de los ’40, es decir, cuando todo en la Iglesia comenzó a revolucionarse y terminó en el Vaticano II. Y no me refiero a “fallas” en la doctrina: los seminaristas de los ’40 y ’50 eran todos de “buena doctrina”, y podrían recitar seguramente varios párrafos de Santo Tomás en latín. La falla se dio en un insuficiente apoyo y formación emocional que los preparara para la vida del celibato en una sociedad que comenzaba a sexualizarse exponencialmente. Y también, a la falta de verdaderos padres espirituales que guiaran a los jóvenes en los duros caminos de la ascesis ordenada a la formación del hábito de la castidad.
Hablando hace poco con mi querido amigo el Prof. Antonio Caponnetto, conveníamos en que muchas veces en los seminarios se asimilaba la virtud de la castidad lisa y llanamente a la continencia sexual, y ningún ser humano normal puede vivir bajo esa tortura. Dionisio, uno de los Padres, enseña cosas muy distintas sobre la castidad. Y tan hermosas, que saberlas y vivirlas otorgan felicidad. Una felicidad que en nada emparda a la esponsalicia o a la otorgada por la conyugalidad sacramental. El casto así aprendido y así vivido, en condiciones mínimas y básicas de salud física y mental, no necesita incurrir en ningún pecado contra natura, ni en ninguna aventura concorde con la natura. Esa castidad lo colma en serio. Es su genuina predilección. Lo sana, lo ennoblece y hasta lo hace fecundo. Porque la lujuria y la lascivia esterilizan, pero la castidad es prolífica. Por eso se preguntaba Caponnetto: ¿alguien les enseña a los seminaristas y a los curas lo que es la castidad? ¿Alguien les enseña el misterio del niño, de la mujer, del varón? No; en los seminarios los mandan a leer el documento de Aparecida. Y así estamos.
Además, faltaron filtros, o lo filtros fallaron. ¿Hasta dónde se aplicarán en la actualidad las directivas de la Congregación para la Educación Católica de 2005, según la cual “no se puede admitir al seminario y a las órdenes sagradas a aquellos que practican la homosexualidad, que presentan tendencias homosexuales arraigadas o que apoyan la denominada cultura gay”?
- Exagerada confianza de los obispos en la psiquiatría. No resulta extraño que, cuando comenzaron a manifestarse estos casos, los obispos optaron por el traslado de parroquia del sacerdote involucrado y por ordenarle un tratamiento psiquiátrico. Fue un “error trágico”. Creyeron que con terapia se podía solucionar algo que era mucho más profundo y que comprometía las entrañas mismas del espíritu humano: la realidad del pecado y de la gracia.
- Escasez de sacerdotes y exceso de misericordina: En muchas diócesis, frente a la escasez creciente de sacerdotes, se prefirió que el abusador fuera destinado a otro trabajo confiando en su recuperación a fin de no perder “agentes de pastoral” y a fin, también, de ser misericordiosos con el pecador. Otra vez, se cometió un trágico error: era conveniente que un grupo juvenil se quedara sin asesor a que lo tuviera y se convirtiera en su abusador.
La noticia que leíamos ayer, que se titulaba “La gendarmería interrumpe una orgía gay con drogas en un departamento del Vaticano” y ocurría en un departamento situado en el Palacio del Santo Oficio. La noticia constituye no sólo un escándalo mayúsculo sino también un gran dolor a todos nosotros, los católicos. Nos estamos asomando a los abismos del Mal. Aquellos que fueron llamados a los oficios más santos, se entregan a sus propias concupiscencias, incapaces de controlarse. Abissus abissum vocat; “Un abismo llama a otro abismo” (Ps. 41, 8); quien comienza a deslizarse por la pendiente del vicio, difícilmente pueda detenerse. Y no hablamos aquí de un vicio cualquiera, sino de un vicio que clama al cielo, como siempre lo consideró la Iglesia.
“No queráis engañaros: ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los afeminados, ni los sodomitas... han de poseer el Reino de Dios” (I Cor. 6, 9).