Cuando Mons. Carlo Viganò, cuando otros importantes personajes y cuando yo mismo afirmamos que el Papa Francisco debe renunciar, estamos seguros -al menos yo-, que nunca renunciará. Bergoglio es un jesuita y los jesuitas están programados para alcanzar el poder sin importar los medios porque siempre encuentran un vericueto moral que les calma la conciencia. Bergoglio, como quintaesencia del jesuitismo, jamás soltará el poder. No entra en el horizonte de sus posibilidades. Por eso, nuestro reclamo a que renuncie no deja de ser retórico y, en todo caso, es un modo más de señalar la incapacidad de este personaje para dirigir los destinos de la Iglesia.
Sin embargo, conviene preguntarse si una eventual renuncia del Papa Francisco al ministerio petrino sería una buena medida. Y creo que no, que de ninguna manera debe renunciar. Y van aquí algunas razones:
- El “deber” de renunciar debido a que se cometió un grave error en el gobierno o en razón de problemas morales es propio de las democracias liberales contemporáneas, en las que el poder pertenece al pueblo y, cuando el gobernante no cumple con las condiciones exigidas por el soberano, debe devolverle a éste el poder que le dio. En el pensamiento católico, el poder es de Dios y el poder, si fue legítimamente recibido, no se entrega. Al gobernante que lo detenta le corresponderá luego dar cuenta ante Dios de lo que hizo con lo que le fue entregado, pero el poder no se entrega. Por tanto, si exigimos seriamente y no como recurso retórico que el Papa renuncie porque encubrió una red de homosexuales activos dentro de la Iglesia, estamos apropiándonos de un argumento liberal y moderno, lo cual no solamente es absurdo sino que es peligrosísimo: con toda seguridad, antes o después, será usado en nuestra contra. Es, aunque no nos demos cuenta, pactar con el enemigo, y no el de Bergoglio, sino el de la Iglesia.
- Es verdad que la teoría política considera que hay casos en los que el poder puede haberse recibido legítimamente pero su ejercicio se torna ilegítimo y, por tanto, los súbditos quedan liberados de obediencia a tal soberano porque, de alguna manera, ese poder ha vuelto a Dios. Y en la Edad Media se dio el caso de varios emperadores que “perdieron” de ese modo su poder. Pero quien lo decretaba era el Papa. El caso más conocido es el de Gregorio VII que “despojó” del poder al emperador Enrique IV quien tuvo que sufrir la “humillación de Canossa” para reconciliarse. El problema nuestro es el siguiente: ¿quién tiene la capacidad de “quitarle” al Papa Francisco el poder que recibió legítimamente? ¿Mons. Carlos Viganò? ¿El cardenal Burke? ¿Los obispos americanos? ¿Los fieles? No. Ninguno de ellos. Y desconozco si el derecho canónico prevé alguna suerte de impeachment del Papa por parte del Colegio Cardenalicio o del Concilio Ecuménico. Y aunque lo previera, resulta obvio que el actual Colegio jamás lo utilizaría.
- ¿Podría un Papa perder su cargo por inhabilidad moral? Si como parece del todo verosímil, Francisco efectivamente encubrió la mafia lavanda y elevó a puestos importantísimos de la Iglesia a varios de sus miembros, ¿lo hace este gravísimo pecado inhábil para ocupar la sede petrina? Un neocon consecuente diría inmediatamente que así es: para ellos, como al Papa lo elige el Espíritu Santo, necesariamente debe ser un hombre santo -y canonizable-, y si resulta evidente que no es santo, por lo tanto no es Papa porque el Espíritu Santo nunca lo habría elegido. Todos sabemos que esto es una idiotez, y la historia nos lo muestra en muchas ocasiones. Parece apropiado recordar el caso del cardenal Giovanni Ciocchi del Monte que preparó el concilio de Trento, presidió hábilmente su primera sesión y el 7 de febrero de 1550 fue elegido papa con el nombre de Julio III. Una de sus primeras iniciativas como pontífice fue su ciego empeño por conceder el cardenalato a un sospechoso adolescente de baja extracción social y dudosa moral, que había “adoptado” y llevado consigo a Trento cuando era legado y que se convertiría en el gran escándalo de su pontificado. El evidente afecto que Del Monte sentía por el joven provocó, como era de esperar, escabrosos rumores sobre la relación existente entre ambos. Tras la muerte del papa, las correrías y crímenes de ese cardenal continuaron siendo motivo de graves escándalos. Sin embargo, a nadie se le ocurrió pedir la renuncia de Julio III a pesar de su escandalosa vida (Puede verse sobre el tema: von Pastor, Papas vol. XIII, pp. 84-87 y 163-165; entrada «Del Monte, Innocenzo», en DBI; y Francis A. Burkle-Young and Michael Leopoldo Doerrer, The Life of Cardinal Innocenzo Del Monte: A Scandal in Scarlet, E. Mellen, Lewiston, NY 1997. Massarelli ofrece una animada descripción del afecto de Del Monte por el joven en Concilium tridentinum:… vol. 2, pp. 174-175). Y si el pedido de impeachment fuera motivado por la escandalosa Curia que rodea al Santo Padre y que él mismo cobija, recordemos también que la negativa de los papas de Trento a reformar la Curia fue el motivo principal que estuvo a un tris de hacer fracasar al Concilio, pero ni a los Padre de ese concilio ni al emperador Carlos V se les ocurrió pedir la renuncia del Papa.
- ¿Es todo esto signo de que el retorno en gloria y majestad de Nuestro Señor se está acercando? Yo, y seguramente la mayoría de nosotros, tenemos la secreta esperanza de que así sea. Pero no hay que estar tan seguros. En 1522 el piadoso Papa Adriano VI escribía: “Dirás también que confesamos sinceramente que Dios permite esta persecución de su Iglesia por los pecados de los hombres, especialmente de los sacerdotes y prelados... La sagrada Escritura dice en alta voz que los pecados del pueblo tienen su origen en los pecados del clero... Sabemos muy bien que también en esta Santa Sede han, acaecido desde muchos años atrás muchas cosas abominables: abusos en las cosas espirituales, transgresiones de los mandamientos, y hasta que todo esto se ha empeorado. Así, no es de maravillar que la enfermedad se haya propagado de la cabeza a los miembros, de los papas a los prelados. Todos nosotros, prelados y eclesiásticos, nos hemos desviado del camino del derecho, y tiempo ha ya que no hay uno solo que obra el bien (Sal 13 [14], 3). Por eso todos debemos dar gloria a Dios y humillarnos ante su acatamiento; cada uno de nosotros debe considerar por qué ha caído y ha de preferir juzgarse a sí mismo que no ser juzgado por Dios el día de la ira. Por eso prometerás en nuestro nombre que pondremos todo empeño porque se corrija ante todo esta corte romana, de la que tal vez han tornado principio todas estas calamidades; luego, como de aquí salió la enfermedad, por aquí comenzará también la curación y renovación. Sentímonos tanto más obligados a realizar estos propósitos, cuanto el mundo entero desea esa reforma... Sin embargo, nadie se maraville de que no arranquemos de golpe todos los abusos, pues la enfermedad está profundamente arraigada y tiene múltiples capas. Hay que proceder, por tanto, paso a paso y curar primero con buenas medicinas los males más graves y peligrosos, a fin de no embrollar más las cosas por una reforma precipitada. Porque con razón dice Aristóteles que todo súbito cambio de una comunidad es peligroso”. Por lo que dejan ver estas palabras, la situación de buena parte del clero católico y de la Curia romana en el siglo XVI era similar a la actual. Y luego de Adriano, las cosas empeoraron: menos de treinta años después de su muerte, subía al trono Julio III secundado por su mancebo. Y el mundo no se acabó.
- Un comentario reciente en el blog hacía una observación interesante: frente a este estado de situación, la única solución es el cisma. Y la verdad es que la idea parece atrayente. No tendríamos ni siquiera necesidad de elegir a un antipapa porque tenemos a uno emérito: un grupo seguramente pequeño de fieles y obispos prestando fidelidad a Benedicto XVI y la mayoría siguiendo a Francisco, el Papa réprobo. Pero la historia vuelve a ser magistra vitae: en 1033 fue elegido sumo pontífice Benedicto IX, poseedor de una ambición de poder sólo comparable a la de Bergoglio y con casi ninguna virtud… como Bergoglio. Tan catastrófico fue su pontificado, que periódicamente se sucedían protestas públicas del pueblo por su conducta. Hubo escarceos y bravatas y finalmente Benedicto IX abdicó y ocupó el trono Gregorio VI. Pero poco después, Benedicto se arrepintió de su abdicación y decidió ocupar nuevamente el solio, a lo que el sínodo de Sutri (1046) le dijo nones: si usted abdicó, dejó de ser Papa; el que se fue a Sevilla perdió su silla.
¿Qué hacer entonces? Ahora, la pelota está de lado de Dios. Sabrá Él qué hacer con su Iglesia. En épocas tumultuosas como el siglo XI, hizo surgir a un Gregorio VII, y en otras similares como las del siglo XVI, a San Pío V. No que queda más que esperar y rezar.