Publicaré en varias entregas la adaptación de un conferencia brindada por el Dr. Rubén Peretó Rivas en Santiago de Chile, en el año 2017, con motivo de la celebración del décimo aniversario del motu proprio Summorum Pontificum. El texto completo será publicado próximamente en: Jaime Alcalde Silva, Fidem servavi. Estudios en homenaje al Prof. Julio Ratamal Favereau, Valencia, Tirant lo Blanch, 2021, pp. 433-459.
por Rubén Peretó Rivas
La pregunta que me viene una y otra vez cuando pienso en lo ocurrido con la reforma litúrgica del Vaticano II es cómo fue posible tamaño desatino. Un rito elaborado pieza a pieza en el recorrido de más de mil quinientos años, cuya parte central, el Canon Romano, permanecía prácticamente sin cambios desde la época de San Gregorio Magno, es reformado completamente en menos de cinco años por una comisión de eruditos, a punto tal que el nuevo producto resulta prácticamente irreconocible con respecto al original. ¿Cómo fue posible que fueran muy pocas las voces que se levantaran en contra? Y más grave aún, que las voces que se levantaran fueran perseguidas con una saña inaudita llegando incluso algunas de ellas a ser excomulgadas por el mismo Papa -Juan Pablo II- que levantaba poco después la excomunión a Martín Lutero.
El Movimiento litúrgico. Prehistoria
Conviene tener presente que el Movimiento litúrgico nunca fue una entidad orgánica o coordinada. Se trató más bien de iniciativas que comenzaron siendo aisladas, que con el paso de los años ejercieron y recibieron influencias mutuas y que solamente a fines de los ’50 y principios de los ’60 tuvieron cierta cohesión que les permitió aumentar y hacer mucho más efectiva, y definitiva, su presión en el proceso de reforma de la liturgia romana.
Distinguiré tres etapas en el momentos del Movimiento litúrgico: la prehistoria, la primera etapa que comienza en 1909 y termina con la Segunda Guerra Mundial, y la tercera que nace en 1945 y se extenderá hasta el primer lustro de los años ’70.
Lo que llamo “prehistoria” del Movimiento Litúrgico reconoce como protagonista principal a dom Prosper Guéranger (1805-1875), un sacerdote secular que, convertido en benedictino, restauró la abadía de Solesmes e intentó resucitar en un rincón de la Francia rural, un bastión del catolicismo romano mediante un fervoroso retorno a la Edad Media considerada como la edad de oro y el siglo soñado del cristianismo. Son méritos de la obra de Solesmes en el plano litúrgico, el haber hecho conocer de nuevo y amar la liturgia, haberla dotado de un estilo digno, sobrio y verdaderamente sagrado y haber propuesto a la liturgia romana como modelo único de la liturgia latina. Sin embargo, también hay que decir que se caracterizó por su desprecio sistemático de todo lo que no fuera estrictamente “romano” lo cual no resulta justo para con los otros ritos de la Iglesia, tanto latinos como orientales.
Un segundo eslabón de esta prehistoria se desarrolla en Alemania, en la abadía de Beuron, fundada en 1863 por los hermanos dom Mauro y dom Plácido Wolter, y que fue una suerte de réplica germana de Solesmes pero con un ingrediente extra tomado de la obra de Johann Moehler (1796-1838), promotor del resurgimiento patrístico en la Facultad de Teología de Tubinga. De ese modo, los monjes de Beuron vincularon la herencia de dom Guéranger con un anhelo de revitalización de la tradición de los Padres de la Iglesia. Esta misma casa religiosa fundó en Bélgica la abadía de Maredsous la que, a su vez, fundó en Lovaina a fines del siglo XIX la de Mont-César que más tarde será el centro del Movimiento Litúrgico durante su primera etapa. [Fue en Beuron donde se desarrolló un particular estilo artístico, habitual en la primera mitad del siglo XX, ejemplos del cual son las imágenes que ilustra el post]
Más allá de los centros donde se inicia la preocupación por el tema litúrgico, comenzaron a aparecer también novedosas acciones concretas. Una de las más trascendentes fue la primera traducción íntegra del misal romano para uso de los fieles por obra de dom Gérard van Caloen, monje de Maredsous. Muchos años después, pasada la Primera Guerra Mundial, dom Gaspar Lefebvre, de la abadía de Saint-André, cerca de Brujas, editó su misal para los fieles, en latín y francés, con amplias introducciones y comentarios para cada una de las fiestas litúrgicas, un texto traducido a muchas lenguas y que aún se sigue editando. Estos “misalitos”, que nos resultan actualmente tan familiares, despertaron en la segunda mitad del siglo XIX una gran controversia ya que se discutía acerca de la legitimidad de una traducción a las lenguas vulgares de los textos sagrados de la liturgia, sobre todo del canon de la misa, aunque más no fuera para el uso privado de los fieles.
Un segundo hecho relevante fue la conferencia que leyó el mismo Gérard van Caloen en el Congreso Litúrgico de Lieja de 1883, sobre la comunión durante la misa, y que generó ásperas discusiones. El motivo de la conferencia, y el motivo de la discusión posterior, nos parecen casi incomprensibles ciento cincuenta años después del hecho. La comunión, que no era una práctica frecuente entre los fieles en la segunda mitad del siglo XIX, se recibía antes de la misa, después de la misa o en medio de la misa, pero nunca en el momento previsto por la liturgia. En la conferencia de Lieja, dom Gérard se había animado a sugerir que la comunión fuera distribuida después de la comunión del celebrante.
A este caso podríamos añadir otros ejemplos de las prácticas religiosas de esos años. Por ejemplo, a principios del siglo XX, el Apostolado de la Oración repetía este slogan: “Asistir a misa los domingos por obligación y los viernes por amor”. La misa era vista como una obligación personal de cada cristiano, impuesta arbitrariamente por la ley positiva de la Iglesia. No era el acto de culto que todo el pueblo cristiano ofrecía a Dios a través del sacerdote, y mucho menos era una fuente de piedad y de alimento espiritual. Era nada más que un deber que incumbía a todo cristiano. Estos hechos demuestran que existía efectivamente un problema en la iglesia latina con la vida litúrgica de sus fieles. En la antigüedad, la liturgia abarcaba toda la vida de oración de la Iglesia y de todos los cristianos para quienes no era solamente una escuela de oración, ni siquiera “la” escuela de oración, sino que, de hecho, la liturgia era su oración. Como explica Louis Bouyer, a fines de la Edad Media el pueblo dejo de interesarse por la liturgia. Aparecieron las órdenes mendicantes que dieron una profunda impronta evangélica a la vida cristiana y elaboraron un tipo de piedad polarizada en la humanidad de Cristo y en los sentimientos humanos que ésta podía suscitar. Y esto, que en sí es muy positivo, sin embargo acentuó el divorcio entre piedad litúrgica y piedad popular (La vie de la liturgie, (Lex Orandi 20), Cerf, Paris, 1954, p. 299).
Esta situación fue tratada con extensión y profundidad por Maurice Festugière, de la abadía de Maredsous, en varios libros y artículos, principalmente en La liturgie catholique. Essai d’une synthèse, de 1913 (La liturgie catholique. Essai d’une synthèse, Abbaye de Maredsous, 1913). Concluía allí, entre otras cosas, afirmando que los jesuitas habían desarrollado el individualismo religioso, en el que no había lugar para liturgia que pasaba a ser un elemento accesorio de la vida cristiana. Escribía: “La liturgia católica es conocida y considerada pertinente como materia de erudición, graciosa como flor de piedad, pintoresca como arte, relajante como momento intermedio entre los ejercicios ‘serios’; tiene todo el aspecto de ser científica y ascéticamente ignorada, o por lo menos ser tomada en mínima consideración como objeto y ocasión de experiencia religiosa” (p. 11). Y esta situación, que cambiaba radicalmente la concepción que sobre la liturgia habían tenido los cristianos de las épocas patrística y medieval, había sido causada por San Ignacio y la fundación de su orden:
San Ignacio vivió en una época de individualismo muy pronunciado. Además, nadie comprende ya, en su tiempo, los recursos de vida espiritual que la liturgia supo distribuir en los siglos pasados. Finalmente, se propone combatir la Reforma, para lo que posee un rasgo de genio. Por tanto, se esforzará ante todo en dar a las almas una formación enérgicamente individualista y por liberarlas de los vínculos sociales que podrían obstaculizar su acción. Al servicio de esa idea-guía fueron necesarias dos innovaciones: 1) la fundación de una orden religiosa -la primera en este caso- que quedó dispensada del oficio en coro; 2) y la inauguración de un método de meditación que se separaba absolutamente de los modelos antiguos y tradicionales de la oración privada (p. 40-41).
Más allá de que esta afirmación posee algunas aristas que podrían discutirse, lo cierto es que a partir de la expansión de la Compañía de Jesús, la liturgia quedó relegada a un plano secundario en la espiritualidad cristiana, privilegiándose en cambio las formas de piedad individuales.