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miércoles, 27 de noviembre de 2013

Exhortación Apostólica Chantae Gaudium



222. Hay una tensión bipolar entre la plenitud y el límite. La plenitud provoca la voluntad de poseerlo todo, y el límite es la pared que se nos pone delante. El «tiempo», ampliamente considerado, hace referencia a la plenitud como expresión del horizonte que se nos abre, y el momento es expresión del límite que se vive en un espacio acotado. Los ciudadanos viven en tensión entre la coyuntura del momento y la luz del tiempo, del horizonte mayor, de la utopía que nos abre al futuro como causa final que atrae. De aquí surge un primer principio para avanzar en la construcción de un pueblo: el tiempo es superior al espacio.

¿Alguien puede traducir lo que el personaje ha querido decir en este párrafo? Se lo he pasado a varios amigos que entienden realmente de filosofía y de teología. Nadie me ha podido dar una respuesta. 

viernes, 22 de noviembre de 2013

¿Quién soy yo para juzgar?



Declaraciones de Mons. Samuel Jofré Giraudo, obispo de Villa María, último obispo argentino designado por Su Santidad el papa Benedicto XVI. 

martes, 19 de noviembre de 2013

Reflexiones contrafácticas

Habitualmente, no tiene mucho sentido la realización de ejercicios contrafácticos porque, sencillamente, son imposible de verificar o falsear. Sin embargo, desde hace un par de años me da vuelta una pregunta contrafáctica que me hizo un barbado amigo, un brumoso día de febrero, recorriendo los senderos de New Forest. “¿Qué hubiese pasado con la liturgia, y con la Iglesia, sino hubiese ocurrido la reforma litúrgica del Vaticano II?”
Imposible saberlo. Pero animémonos al ejercicio. Imaginemos que, luego de la muerte de Pío XII, en vez de haber sido elegido el Gordo Roncalli, hubiese ascendido al trono petrino un cardenal al estilo Gregorio XVI. O pongámoslo más sencillo, que hubiese sido hecho papa un reaccionario que hubiera enviado a Montini de nuncio apostólico a Ulan Bator, destituido de su sedes a los obispos más díscolos y modernistas, y hubiese prohibido continuar con cualquier intento, o experimento, de cambio en la liturgia romana. Total que hoy tendríamos en cada iglesia de barrio la “misa de siempre”, en latín y con gregoriano solesmiense.
Sabemos lo que ocurrió luego de la Reforma. Y no me refiero a la liturgia misma, sino a la Iglesia: se vino el invierno, aunque algunas voces todavía dicen que estamos en el mejor momento… Seminarios cerrados, escasez de sacerdotes, caída brutal de la asistencia a misa, desprecio y hostilidad cada vez mayor del mundo hacia la Iglesia cuando ésta muestra su ineludible carácter sagrado o dogmático, etc. Pero, ¿qué hubiese ocurrido si nada hubiera cambiado en los ’60? No lo sabemos ni podremos saberlo. Sólo armar algunas conjeturas.
Y yo lanzo, y justifico, la mía. Probablemente el número de vocaciones hubiese descendido considerablemente, pero el resto de las manifestaciones que enumeré se habrían agravado: la hostilidad hacia la Iglesia sería casi una persecución y el número de fieles que asistirían a misa sería mucho menor. Es decir, estaríamos mucho mejor de lo que estamos. Y no hace falta que me detenga a explicar demasiado el porqué de esta afirmación. Estaría ya más o menos conformado el pequeño y sufrido rebaño del que nos habla las Escrituras que espera con ansias la venida del Cordero. Y esto hubiese ocurrido luego de una tremenda purificación de la Iglesia de la que habría caído gran parte del clero –como igualmente ocurrió- y gran parte del laicado.
Y esto, sencillamente, porque tanto la Iglesia como la liturgia preconciliar estaban muy debilitadas y, necesariamente, debían reformarse. Por cierto, el remedio fue mucho peor que la enfermedad, pero la solución de volver a los ’50 no soluciona nada.
Y para probar lo dicho, pongo aquí algunas de las descripciones que hace Louis Bouyer sobre la situación eclesial durante los ’40 y los ’50, y que se venía arrastrando desde mucho tiempo atrás. Por ejemplo, explica que San Francisco de Sales, cuando iba a recibir su consagración episcopal, tomó la piadosa resolución de rezar el rosario cuando sus funciones lo obligaran  a asistir a una misa solemne. Cómo explicar, se pregunta Bouyer, tal resolución si no se comprende que el santo doctor estaba verdaderamente persuadido de que era necesario, para una piedad profunda y espiritual, que tomar parte sólo exteriormente de este tipo de celebraciones públicas. Y si esta era la opinión espontánea de un gran santo y doctor de la Iglesia, ¿qué podrá pensarse de la idea que tendrían los fieles acerca de los oficios litúrgicos?
Propone también el ejemplo de un libro de piedad sacerdotal del siglo XVII muy difundido en su época, obra del oratoriano Thomassin: Le Traité de l’office divin et sa liaison avec l’oration mentale. Por el título, aparece de modo evidente que el público destinatario del trabajo estaba universalmente persuadido de que no había ningún vínculo entre la liturgia y la oración personal sino que, más bien, eran cosas opuestas.
Finalmente, narra también la respuesta que un conocido liturgista francés contemporáneo suyo había dado a un grupo de seminaristas a quienes estaba enseñando a celebrar la misa. Ellos le habían preguntado: “Padre, mientras decimos la misa, ¿en qué momento podemos rezar?”. Y la monstruosa respuesta había sido: “¿Qué? ¿Rezar? Mi amigo, la misa no es  momento para rezar”.
Para Bouyer, gran parte de responsabilidad de tal estado de situación, la tenían los liturgistas. Nuestro autor es consciente de que ya había desaparecido el amante de la liturgia caracterizado como un esteta gregorianizante; una suerte de solterona ensotanada, apasionado por las casullas góticas, o bien una especie de maníaco amante de las chinoiseries rubricistas. En ese momento -1954-, ya habían aparecido los liturgistas modernos, que no conocían otra misa que las misas dialogadas, en las que no había más  diálogo que el de las plegarias al pie del altar –que no forman parte de la misa-, mientras que el resto de la celebración se llenaba de una charlatanería infatigable, en la que las epístola, el evangelio y el canon eran uniformemente ahogados en ellas. Se trataba de misas en las que un “comentador” o “guía” hablaba explicando al pueblo lo que el sacerdote hacía en el santuario. Habían liquidado las vísperas de las tardes de los de los domingos y reemplazado por las Completas en francés, en las que la Palabra de Dios había sido tirada por la borda a fin de dar lugar a composiciones en versos plagados de cursilerías. Pero todo esto no les era suficiente. A lo que ellos aspiraban, era a una misa dicha totalmente en francés en torno a una mesa de cocina decía Bouyer ya en ese año…
Del lado de enfrente se ubicaban los liturgistas que veían con indignación a la liturgia acaparada por personas que no sabían de qué se trata, mientras que ellos sí que lo sabían. Si el primero tipo estaba muy expandido entre los jóvenes vicarios, hay que admitir que el segundo se proveía entre los altos cargos diocesanos. Para estos liturgistas de género grave, las circunstancias eran siempre ofensivas. La liturgia debía volver a ser el primer capítulo del código del decoro eclesiástico y pastoral tal como había sido establecido por los humildes y modestos sulplicianos de una vez para siempre. El gran problema que les preocupaba era que la misa conservara su carácter de devoción sacerdotal estrictamente privada. Su ideal era el de la misa de once horas en la que la devoción del sacerdote y la de los fieles no tuvieran ocasión alguna de interferir y, mucho menos, de confundirse. Y de ese modo, estas celebraciones podían muy bien combinarse con un concierto de órgano discretamente pagado, o bien con una homilía del P. Chose, o.p., sobre la Sindéresis y la fenomenología de las nuevas estructuraciones, o con una instrucción del P. Machin. s.j., sobre el Punto omega y el humanismo cristiano tradicional, y los párrocos más pobretones siempre podrían recurrir a un vulgar oratoriano para que les hablara de Las inquietudes eternas del alma contemporánea.
No es cuestión –pensaban-, que los nuevos liturgistas nos saquen nuestros bellos hábitos del seminario, los buenos usos antiguos de las parroquias y de las pías comunidades religiosas. Los frecuentes saludos al Santísimo Sacramento, la misa baja durante la cual las almas fervorosas pueden hacer tranquilas sus oraciones de la mañana, el breviario para los sacerdotes rezados en los huecos que dejan las horas entre las comidas, o la oración y el examen particular ayudado por los buenos libros, en los que uno no se aburre con disertaciones tediosas que son buenas para los benedictinos o con pasajes de la Biblia buenos para los protestantes.
Estas críticas de Bouyer hacia los dos sectores mayoritarios que descubre en los ’50 no son las únicas. Es también muy dura hacia aquellos que muchos de los tradicionalistas de hoy consideran como la flor y nata de la verdadera tradición, y me refiero a la reforma benedictina de la congregación de Solesmes, con todos sus usos y costumbres litúrgicas. El teólogo califica a sus monasterios como extraños jardines cerrados, al abrigo de cuyos portales la liturgia se cultiva como una flor arcaica milagrosamente preservada. Allí, la gente como uno puede ir a respirar tranquilamente en medio de silenciosos éxtasis. A decir verdad, estrictamente silenciosos, ya que se suelen encontrar avisos en las iglesias solesmienses –dice Bouyer- que advierten a los fieles: “Se ruega no unir sus voces al coro de los monjes”. Solamente el pueblo escaso y elegido de los oblatos –y sobre todo de las oblatas-, los nuevos prosélitos de la puerta, pueden participar de la laus perennis, al menos con la reverencia perfecta de cada Gloria Patri. Los sacerdotes del clero, de vez en cuando, pueden acercarse también allí para recibir algún hálito del perfume de la oración aristocrática.

Había mucho, muchísimo que cambiar, si se quería evitar que el tren se estrellara. El problema fue que pusieron de conductores del convoy a los mismos motormen del Sarmiento.

martes, 5 de noviembre de 2013

Reconsiderando el Decálogo

Llama la atención cada día con mayor intensidad ya no solamente las decisiones del papa Francisco, algunas de ellas francamente berretas. Aparece hoy en La Nación que ya fue enviada a las Conferencias Episcopales de todo el mundo la famosa encuesta a fin de que sea “capilarizada” a las diócesis, decanatos y parroquias con el objeto de que sea respondida por sacerdotes, religiosas y fieles laicos. Desconozco si en otras oportunidades la Iglesia ha recurrido, desde sus instancias más altas, a “encuestas”, pero a este bergóglico sondeo de opinión yo le encuentro varios problemas.
El primero es de orden metodológico. Una cuestión básica es respetar escrupulosamente los procesos científicos necesarios para que los resultados de una encuesta puedan tener un mínimo de fidelidad. Por ejemplo, hay que ser muy cuidadosos, precisos y, sobre todo, profesionales, en la formulación de las preguntas, que no deben dar a lugar a respuestas ambiguas o confusas que solamente servirían para distorsionar los resultados.
Otro aspecto fundamental a tener en cuenta es determinar con sumo cuidado el universo hacia el cual va dirigida la encuesta para poder, a partir de eso, arribar a datos que ofrezcan cierta garantía de veracidad. No soy sociólogo, pero me cuesta mucho imaginar la enorme complejidad que significaría procesar una encuesta en la que el universo al que se dirige es todo el orbe católico. ¿Cómo discriminar las opiniones de acuerdo a edades, nivel cultural o social, estados de vida, nacionalidades, etc., etc.? Sin estos datos básicos resulta imposible procesar de un modo mínimamente serio los resultados de una encuesta.
Por eso mismo, y por muchos detalles y aspectos más que cualquier sociólogo recién egresado de la Universidad podría agregar, la encuesta papal no poseerá, en términos científicos al menos, ningún tipo de validez y, por tanto, ninguna utilidad.
Pero lo que más preocupa es el contenido de las preguntas que se proponen. Veamos un ejmeplo que reporta la inefable Elizabetta Piqué:
"a. ¿Los separados y divorciados vueltos a casar son una realidad pastoral relevante en la Iglesia?
b. ¿En qué porcentaje?
c. En estos casos, ¿cómo viven los bautizados su irregularidad?
d. ¿Son conscientes, manifiestan indiferencia o se sienten marginados y viven con sufrimiento el hecho y la imposibilidad de recibir sacramentos?".
La respuesta está cantada. Todos responderán que sí al punto a., mucho más en países europeos o norteamericanos pero también en los Latinoamericanos. ¿Qué cura no dirá que él no tiene problemas con las parejas irregulares? Sería cruel si lo hiciera.
Para responder al punto b., ¿cómo se hace? ¿Quién conoce el porcentaje? ¿Es que los párrocos van a hacer un censo para obtener ese dato? Claro que no. Sencillamente, ellos y los fieles que respondan la encuesta, inventarán un número. El resultado, por tanto, no tendrá valor alguno.
c. ¿Quién puede saber cómo viven los bautizados su irregularidad? ¿O quién puede saberlo con certeza como para responder una pregunta de una encuesta de tanta relevancia? ¿Los propios interesados? ¿La madre, la suegra, los hijos? ¿De qué modo procesar los cientos de miles de respuestas dispares que se recibirán?
Finalmente, es obvio que a la pregunta d. todo el mundo va a responder que quienes viven esta situación de irregularidad lo viven con profundo dolor y frustración. Quienes no lo viven así, o no son católicos o no les interesa la religión, por lo tanto, no entran en el universo de la encuesta. Se trata, en definitiva, de una pregunta inútil, hecha por un improvisado.
La pregunta d. dice: "¿Podría ofrecer realmente un aporte positivo a la solución de las problemáticas de las personas implicadas la agilización de la praxis canónica en orden al reconocimiento de la declaración de nulidad del vínculo matrimonial? Si la respuesta es afirmativa ¿en qué forma?".
Nuevamente, una respuesta obvia. Si se agilizaran los juicios canónicos y Francisco impusiera “juicios express” indudablemente que se solucionarían más rápida y fácilmente la situaciones irregularidades. Es decir, todo el mundo responderá que sí. Pero quisiera saber yo cuántos de los que respondan la encuesta tienen los conocimientos mínimos de derecho canónico como para expedirse acerca del modo en que debería implementarse esa agilización. ¿A qué gobierno civil se le ocurría hacer una compulsa popular para preguntar a cualquier hijo de vecino los detalles del código procesal penal que deben ser modificados? Eso es cosa de especialistas y cuyas propuestas, en todo caso, serán discutidas por el Congreso o, en el caso de la Iglesia, por la Sacra Rota, pero no es cuestión de que doña Rosa y la hermana Sinforosa se pongan a opinar sobre derecho canónico.
Y así podríamos seguir analizando preguntas de este nuevo desatino pontificio.
Y me pregunto yo, una vez que el papa y sus cardenales tengan la respuestas, ¿qué va a hacer con ellas? No cabe la menor duda que la amplísima mayoría del “pueblo cristiano” se va a inclinar porque las parejas irregulares puedan acercarse a los sacramentos. ¿Qué hacemos entonces? Si seguimos la doctrina moral de la Iglesia, que es muy precisa, habrá que decir que la cosa siga como está y que no habrá cambio alguno al respecto, pero tal decisión caerá muy mal, y más mal todavía la presentarán los medios de comunicación, en tanto que la jerarquía de la Iglesia estaría haciendo oídos sordos a la opinión de las bases. Y se escucha las opiniones de la encuesta, Dios no pille confesados, porque se arma el desbarajuste total.
En definitiva, y si tiramos un poco más del ovillo, Bergoglio está poniendo a consideración de los fieles el Decálogo. No cabe duda que es una medida política popular y que lo que encumbra aún más ante los corifeos del mundo. Pero tampoco cabe duda que está metiendo mano no ya en una muceta colorada o agregando nuevos misterios al Rosario. Está jugueteando con la misma doctrina moral de la Iglesia.