El padre Urbano, con sus 84 años cumplidos y festejados hace
poco, es un sacerdote véneto que irradia candor. Su rostro aparece joven, no
porque carezca de arrugas, sino porque trasluce una luz interior. Especialmente
en sus ojos claros. De mente despejada, buen latinista y políglota. Se le nota
una educación familiar elegante y sencilla.
Siendo un joven sacerdote fue llamado a trabajar en la Curia
romana, especialmente para redactar documentos en buen latín. De allí se lo
llevó un cardenal como familiar suyo, es decir como secretario privado. Cuando
falleció el cardenal habían pasado tantos años, que ya se sentía un poco
extraño para volver a vivir en una comunidad de su congregación. A pesar de que
fielmente había cumplido con la indicación de ir una vez por semana a compartir
con sus hermanos en un convento.
El caso es que encontró una solución. Aceptó ir de capellán
a un convento de monjas de clausura en la Toscana. Allí está feliz. No sólo
atiende a las religiosas, sino también a los feligreses que se acercan,
especialmente los días festivos, a ese oasis enclavado en la campiña.
Algo vino a traer una novedad a sus días. Las monjas se
aficionaron a la devoción de la Virgen Desatanudos, que un sacerdote argentino
difunde en Italia. A tal punto, la madre superiora decidió hacerle una ermita
en un rincón del inmenso parque y huerta del convento. Al saber del
gran apego del papa Francisco por esta devoción mariana, le escribió pidiéndole
que sea el Papa quien bendijera la piedra fundamental de la ermita. El padre
Urbano sería el comisionado para viajar a Roma llevando la piedra, en una
prolija caja decorada por las monjas, en la fecha que indicara el Santo Padre.
El sacerdote con gran entusiasmo comentaba su expectativa a
sus dos círculos de amigos, a don Guido, el joven vice párroco de la iglesia
del pueblo más cercano, y a sus contertulios de los jueves, cuando va a
almorzar a un convento de su congregación, pero antes a tomar un café y jugar a
las cartas en un bar pueblerino. Ya había mandado a la tintorería su hábito más
nuevo, y se ilusionaba con que tal vez el Papa lo invitara a almorzar o a
concelebrar en santa Marta. De todas maneras, quería tener ocasión de contarle
cómo viajó a Buenos Aires para la Gran Misión de 1960; cómo predicaba en
castellano y cómo confesó y dio primeras comuniones en cantidad.
Pero su alegría se trastocó y se quedó atónito cuando la
madre superiora lo llamó para darle las novedades. Había llamado por teléfono
personalmente el Papa. En vez de que le llevaran la piedra para bendecir,
anunciaba que él iría al convento de la Toscana. Que permanecería allí de un
miércoles a la mañana hasta un sábado al fin de la tarde. Que sería para él un
descanso (huyendo del ferragosto romano) y también de recogimiento,
compartiendo el rezo de las horas con la comunidad. Que quería poder andar en
bicicleta en el parque-huerta y comer un asado al tipo argentino algún día.
Todo el plan debía permanecer en estricta reserva aún respecto a las monjas, y
sin que participen ni se enteren personas de fuera del convento para evitar que
se rompiera el clima buscado. Así, ni el obispo de la diócesis ni el párroco,
nadie debía saberlo; tampoco el capellán debía participar. Un chofer del
Vaticano lo llevaría el miércoles y lo buscaría el sábado con total discreción.
Ahora bien, para alojar al augusto huésped no queda otra
posibilidad que el departamentito del capellán. La superiora le comunicó
temblando al padre Urbano semejante designio, y le previno que, sin dar
explicaciones a la comunidad, era necesario que él no estuviera esos días. Más
aún, que haría falta que se ausentara con anticipación para poder darle una
mano de pintura a su departamento. También que dejara espacio en el ropero y
liberara el escritorio.
Guardar semejante secreto y verse apartado de las trascendentes
jornadas que se vivirían en su casa lo pusieron un poco triste. Se le notaba
algo raro. Pero nadie sabía lo que el buen sacerdote llevaba dentro. Además
tenía que resolver a dónde buscaría alojamiento para esos días de preparativos
y los de la visita papal tan discreta. El Papa venía a su casa, él no lo podría
ver y debía buscar asilo afuera. Estando en esas cuitas se confió con don
Guido.
El buen vice párroco, que lo quiere como a su padre, hizo
suya la circunstancia y entró a participar del secreto, mientras pensaba
cómo ayudar al padre Urbano. En algún momento el joven sacerdote, lector
atento de L’Osservatore romano, se dio cuenta de que había algo raro. ¡La
fecha!! ¡Para esos mismos días de agosto está anunciado el viaje del Papa
a Corea del Sur!!
Con todo sigilo don Guido llamó a un condiscípulo, que
trabaja en la Curia romana, y le consultó si la fecha del viaje papal a Corea
estaba firme, y si era posible que hubiese alguna modificación. Esto resultaba
imposible; la respuesta fue obvia. Quedaba saber si la superiora hubiera
entendido mal las fechas. Le transmitió las dudas al padre Urbano y éste abordó
a la superiora. Para ella no cabía malentendido, porque en la llamada por
teléfono el Papa había mencionado el ferragosto que es el 15 de
agosto, y porque había fijado para el día de la Assunta la bendición de la
piedra de la ermita in situ “para participar del gozo de la Madonna que está en
el cielo”.
Estando en estas contrariedades interiores y sin atinar a
encontrar la luz en el embrollo, el padre Urbano quería ocultar su sufrimiento
pero no podía. Su ánimo se trasparenta en el rostro. Finalmente llegó la piedad
para él. Uno de los contertulios del café de los jueves, ante los cuales el
padre había contado la historia de la carta y de su próximo viaje a Roma
portando la piedra, era el autor de la llamada a la superiora, imitando
–como solía hacerlo con alguna complacencia de los circunstantes- la voz
y los giros del papa argentino.
Ya todo volvió a la normalidad. El padre Urbano no se muda,
no hay que buscar bicicleta ni preparar un asado al modo argentino. Lo que no
se sabe es qué respuesta habrá, o si ya la hubo, sobre la idea de llevar la
piedra a Roma. Pero el padre Urbano ya no quiere hablar del tema. Si asoma el
asunto se le hace un nudo en la garganta, pero se sobrepone y cambia de
argumento.
Dall'ombra der Cuppolone
Chapeau!! Buenisimo el relato de una gota de humanidad
ResponderEliminarPron to..pronto, vescovo di Roma?, il tuo fratello magiore Henrique...
ResponderEliminarhttps://m.youtube.com/watch?v=DvBjAQjg3uc
Espero que esta historieta sea inventada y no realidad.
ResponderEliminarNo entendi mucho el final la verdad... Entonces no era el Papa quien habia llamado a la monja? O la monja queria al curita fuera del convento?
ResponderEliminarSea real o no, el relato es verosímil. Está claro que ahora cualquier 'gracioso' puede dejar volar su imaginación y, armado de teléfono móvil, podrá gastar unos bromazos que pasarán a la leyenda parroquial.
ResponderEliminar¡déjate tomar el pelo!
¿tanto lío para que vaya el idiota demoledor??? a ver si se les incendia el monasterio como se inciendió el de Belén luego que fue a visitarlo el nefasto desgraciado....
ResponderEliminarMuchachos estamos perdiendo el humor ¡CUIDADO! perdemos el humor y nos condenamos, no hay salida!
ResponderEliminarEl sistema de canilla libre telefónica es de una peligrosidad potencial enorme. Habla mucho de la debilidad institucional que a un Jefe de Estado se le permita recurrir a estos medios. A Obama, no bien asumió, le sacaron el ipod poco menos que por la fuerza.
ResponderEliminarAnonimo de las 10.07 ò 10.08...
ResponderEliminarEsta jodido, y ni consulte internet, que es lo mas fàcil de "actualizar"...es la inglesia modernica..
Pensé que la ultima frase del nudo de la garganta se mechaba con la mitologica Virgen Desatanudos. Otro invento genial, salud!
ResponderEliminar