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lunes, 23 de septiembre de 2019

Diálogos londinenses que nunca existieron


En el Strand, un buen trecho después de pasar el local de Twinings, que hasta hace algunos años exponía sus tés y sus aromas entre paneles de roble y marcos de bronce, y ahora lo hace entre vidrios y aceros, está The Wellington, un pub que aún no ha sido transformado del todo y sigue conservando las maderas en sus pisos y paredes, los cueros en sus sillas y tres delgadas mujeres en los enormes vitrales art deco de sus ventanas. Allí me había citado Mons. X. para el almuerzo, que no debía extenderse mucho puesto que él debía volver a los asuntos que lo habían traído a Londres, y yo a mis manuscritos en la British Library. 
Pidió una hamburguesa,  yo fish and chips.
— Debería pedir una ensalada -dijo Mons. X.- Es hora que cuide mi salud…
Me llamó la atención su rostro adusto. Noté los años que habían pasado desde nuestro último encuentro en algunas nuevas arrugas, pero su expresión no tenía que ver con el envejecimiento sino con la preocupación.
— Me dijeron que en la Curia no la están pasando bien -dije.
— Así es, cada vez estamos peor, y en las últimas semanas el aire se ha vuelto espeso, casi impenetrable -me respondió.
— ¿El sínodo de la Amazonia?
— El problema más grave es el otro sínodo, el de los alemanes.
— Nuevamente el Papa Francisco… -dije mientras apuraba un largo trago de ale.
— No. Esta vez el Papa no es parte del problema, al menos no lo es en sentido directo. Nuestra esperanza es que sea parte de la solución.
— ¿Y usted cree que Bergoglio puede solucionar algo?
— Creo que es la única esperanza que podría evitar la catástrofe, pero no lo sé… Los alemanes se hartaron de esperar. Lo votaron con el compromiso de que implementaría rápidamente las reformas que exigían: cambio en la moral sexual, en el celibato sacerdotal, en las funciones y ministerios de las mujeres y en la autoridad de Roma sobre el resto de las iglesias.
-- Incautos -dije sonriendo-. Confiar en un jesuíta porteño, a quien se le ocurre… Pero que no pataleen tanto. Les dio Amoris letitiae
Mons. X., dibujó una sonrisa. 
— Les dio lo que ya tenían, y lo tenían desde hace años. ¿Cuánto tiempo hacía que los obispos y sacerdotes habían dejado de negar la comunión a los divorciados? Décadas. Fue un amague. Nada más que eso, y los alemanes no son tontos. Se cansaron de esperar.
— Pero hubo una carta del Papa, y luego otra más dura y clara del cardenal Ladaria diciéndoles que no podían hacer los cambios que pretenden hacer.
— Sí, así es. Ambos le dijeron al cardenal Marx que la iglesia de Alemania no puede hacer un sínodo local, en el que también tendrán voz y voto los laicos, para discutir cuestiones de fe y  moral, y cambiar la doctrina de la Iglesia, que es lo que se proponen. Pero ellos acaban de responder que no se trata de un sínodo sino de un “camino sinodal vinculante. Roma no debería preocuparse y dejarlos tranquilos. “Recen con nosotros”, termina diciendo el muy ladino de Marx, que firma el documento junto al jefe de los laicos alemanes.
— ¿Usted cree que se atreverán a tanto? ¿Cambiar la doctrina sobre la moral sexual o sobre el diaconado femenino, por ejemplo? Marx no es el papa…
— Marx no está dispuesto a esperar al próximo cónclave para serlo. Ya se puso la tiara. 
— Uno de los pretendientes al trono se rebeló contra el rey… una historia muy medieval.
— Sí, es muy medieval. En el fondo, es una pelea por el poder. Tenga en cuenta que en Alemania la Iglesia tiene una historia y una estructura que en países latinoamericanos y nuevos como el suyo, es absolutamente incomprensible. Y, sin embargo, a pesar de tener todo eso, no les sirve de nada. Los partidos políticos detestan a la Iglesia y no le dejan colar la menor influencia debido a su misoginia, a su intolerancia por la diversidad sexual, a sus prácticas anti-democráticas y las demás cosas que usted podrá suponer. Los medios de comunicación, por su parte, se pelean por zurrarla y están levantando todas las alfombras, y todos los hábitos, para encontrar mugre acumulada. La mayor parte de los obispos alemanes, entonces, se encuentran con que, a pesar de su dinero y su historia, cada día están más relegados, con menos relevancia social y terminarán en la extinción. 
— ¿Pero creen que esos cambios doctrinales pueden traerles efectivamente el peso político que pretenden?
— Los cambios doctrinales sobre los puntos que tratarán en el sínodo les permitirán unirse con los luteranos…
Yo, que en ese momento trataba de ensartar un trozo de pescado que se deshacía entre los dientes de mi tenedor, dejé los cubiertos a un lado, sorprendido.
— ¿Con los luteranos? -dije incrédulo. Pero eso sería una nueva Reforma.
— Ya ve que la cosa es muy grave y ahora entiende nuestras caras de preocupación. 
— ¿Pero qué ganarían uniéndose con los luteranos? Sí, efectivamente, sería una iglesia mucho más poderosa y gravitante en lo político, pero ¿cuánto tiempo duraría eso? Fíjese cómo están las iglesias protestantes por haber cedido a las presiones del mundo.
— La cuestión es que los luteranos están en estado de coma y a la iglesia católica ya la pasaron a terapia intensiva. Si se unen, ambas se fortalecerían, y podrían seguir viviendo un par de décadas más, un cuarto de siglo a lo sumo. Y Marx y los suyos lo saben, pero no les importa. Su proyecto es a corto plazo. Conseguir poder ahora para ellos y para sus sucesores inmediatos. Después, que se las arreglen los que vienen.
— Después de mi el diluvio…
— Sí, algo así. 
Me quedé pensando mientras capturaba algunas papas fritas que habían quedado sueltas en el plato.
— ¿Pero los católicos alemanes no reaccionarán cuando vean que sus obispos les están cambiando la fe?
— No, claro que no. Ya es tarde para eso. La iglesia alemana hace más de sesenta años que dejó de hablar de los dogmas de la fe, de la redención de Jesucristo y de la virginidad de María. Su discurso permanente y constante ha sido el del ecumenismo: la unión, la comunidad, la alegría de ser hermanos… usted ya sabe. Los fieles alemanes son autoinmunes a la cuestiones de fe. Si sus obispos les dicen que dejarán de lado algunos dogmas pero ganarán la unión con los hermanos luteranos, ellos aplaudirán felices.

— Si todo eso finalmente ocurriera, deberíamos despedirnos entonces de la porción de Alemania que permanecía católica.
— Es mucho más grave que perder una porción de territorio. Si los alemanes consuman la ruptura, es muy probable que los segan otros: belgas, holandeses y austríacos por ejemplo, y no me extrañaría que se diera una suerte de cisma selectivo en otros países como Estados Unidos o Suiza. Y además, habría un problema mucho más inmediato: el desfinanciamiento del Vaticano, que terminaría pareciéndose mucho a la Argentina, país líder en defaultear deudas -dijo sonriendo.

— ¿Son serios los problemas financieros vaticanos?
— Muy serios. Piense que el déficit en 2013, año en que asumió el papa Francisco, fue de 24 millones de dólares. El déficit de 2018 fue de 77 millones de dólares, lo cual es insostenible, porque el Vaticano genera muy pocas divisas. Para sobrevivir necesita imprescindiblemente de donaciones, es decir, necesita de la iglesia alemana, que es la que lo financia junto con Estados Unidos. Los americanos ponen ya poco dinero porque tienen que usar el que tienen para pagar los juicios por abuso sexual de sus sacerdotes y porque las donaciones de los laicos se han reducido drásticamente. Piense qué puede pasar si los alemanes dejan de hacer su aporte varias veces millonario; tendremos que vender la Pietà y los frescos de la Sixtina, y no por razones de pobreza, sino de superviviencia.
Pedimos café y nos quedamos en silencio, contemplando el último día de verano que se despedía con un sol radiante, cuyos rayos se transformaban en verdes, azules y amarillos al atravesar los vestidos de las espigadas mujeres art deco de los vitrales.
— ¿Y se avizora alguna solución? -le pregunté a Mons. X. con la esperanza de no volver tan desanimado a mi trabajo.
— Las esperanzas sobrenaturales se las dejo a Dios. Lo que veo de nuestra parte es que el papa Francisco poco puede hacer…
— No querrá -dije mostrando mi encono con el pontífice porteño.
— No crea. Bergoglio no es progresista como todos piensan; al menos, no es más progresista que Juan Pablo II o que Pablo VI. Lo diferencia es que no tiene los tapujos que tenían ellos.
— No estoy de acuerdo. Fíjese sus escaramuzas con musulmanes y judíos, sus discursos confusos, sus declaraciones escandalosas…
— ¿Y usted no se acuerda de la foto de Pablo VI luciendo un efod judío? ¿O de Juan Pablo II siendo incensado y bendecido por chamanes africanos? Es más de lo mismo. 
— Lo que a mi me parece es que a Bergoglio la doctrina y el dogma le tienen sin cuidado. Lo que le importa es el poder.
— Sí, y es justamente allí donde está nuestra esperanza. En la reunión de más de una hora y media que tuvo con el cardenal Marx, saltaron chispas. El alemán está desafiando el poder de Francisco, y eso enloquece a Su Santidad. Veremos quién gana.
— ¿Y aliados? ¿No tiene aliados Francisco en la iglesia alemana?
— Los perdió a todos. Desairó a los más conservadores y a los ratzingereanos, y difícilmente estén dispuestos a ayudarlo. No lo veo al cardenal Müller emprendiendo una cruzada para defender a Bergoglio, que lo ha humillado en varias ocasiones y que lo echó de mala manera de su puesto. Y solo tiene tres aliados en la Conferencia Episcopal Alemana. Está perdido, aunque algunos consideran todavía la posibilidad de una aliada tardía.
Me extrañó el uso del femenino. ¿Es que una mujer podría ser tan importante para salvar a la Iglesia de esta situación? 
— ¡Qué impío soy! -pensé- Mons. X. se refiere a la Santísima Virgen. El prelado, adivinando mi pensamiento, sonrió.
— ¡Oh no! La aliada a la que me refiero es la biología. El cardenal Marx come, bebe y fuma como un monstruo. No sería extraño que su salud nos dé una sorpresa.
— Y, en última instancia, siempre queda la posibilidad del accidente… -dije sonriendo.
Salimos al Strand. Nos despedimos, y mientras Mons. X. volvía a sus asuntos curiales que lo habían traído a Londres, yo me monté al autobús 91 que me devolvía a la British Library. 

martes, 17 de septiembre de 2019

Una misa en Covent Garden



Covent Garden en una zona de Londres pululante de turistas y artistas callejeros que se apiñan en torno a un mercado donde pueden encontrarse chocolates, flores y antigüedades junto a tiendas de Apple y otras marcas de lujo. En ese apiñadero de humanidades desemboca una breve callecita llamada Maiden Lane donde, casi en la esquina, se ubica una iglesia que corre el riesgo de pasar desapercibida. Construida con el ladrillo rojo propio de la arquitectura victoriana, su fachada es plana y se pierda en medio de las otras construcciones. Sin embargo, allí está la iglesia del Corpus Christi desde 1874, y en ella rezaron los principales exponentes del catolicismo inglés como Chesterton, Belloc, Knox, Waugh y muchos otros. Y allí nunca se dejó de celebrar la Santa Misa según el rito tradicional, merced al famoso “indulto de Agatha Christi” concedido por Pablo VI.

Su interior no es muy grande pero igualmente está dividido en tres naves, separadas por arcos góticos, y en el frente aparecen tres altares: de mármol verde los de los costados, y el mayor, custodiado por de piedras policromas. 
El año pasado se terminó su restauración por lo que los colores brillantes y cálidos están en su mayor esplendor, particularmente el techo del santuario, pintado en azul profundo y tachonado con incontables estrellas doradas. Y aprovechando la restauración que dejó el templo tal como era en sus comienzos, se eliminó también la “mesa” posconciliar que se había colocado delante del altar, y sobre la que se decía la misa novus ordo. Ahora, todas las misas se rezan ad orientem, lo cual no es una novedad en Inglaterra. Solamente en la diócesis de Southwark, que se extiende al sur del Támesis, hay quince parroquias que han eliminado el altar conciliar y celebran siempre orientados, como manda la tradición y como recomienda el cardenal Sarah.
Pues bien, ayer, lunes 16 de septiembre y fiesta de los santos mártires Cornelio y Cipriano, celebró la misa vespertina de las 18:30 hs. -que siempre es según el rito extraordinario-, el cardenal Raymond Burke, que se encuentra de paso en Londres. Fue una misa baja pontifical, igualmente solemne pero especialmente devota porque es una misa que transcurre la mayor parte del tiempo en silencio, un silencio sagrado e inspirador, en una iglesia apenas iluminada en sus naves, pero refulgente de luces en el altar. Los ingleses no adoptaron la “misa dialogada”, que surgió a finales de los ’40 y fue autorizada a regañadientes por el papa Pío XII por presión de los obispos alemanes. Es la misa a la que estamos acostumbrados a asistir en la mayor parte del mundo, y en la que los fieles responden al sacerdote junto a los ministros. Esta novedad tiene la dudosa ventaja de hacernos sentir que participamos más activamente de la celebración, pero la desventaja que distrae y suele impedir la concentración y atención acerca de lo que está sucediendo ante nuestros ojos. Cosa distinta es la misa cantada, donde sí somos invitados a unirnos a los coros angélicos en sus alabanzas eternas al Padre.
[Otra característica notable es que en las numerosas iglesias de Inglaterra donde se celebra la misa tradicional, se utiliza el misal propiamente tradicional, y no el misal de 1962, al que el papa Juan XXIII introdujo importantes reformas. Resulta curioso que muchos tradicionalistas, ufanos de celebrar la “misa de siempre”, celebran una misa retocada por los mismos personajes que un lustro más tarde harían el estropicio litúrgico más lamentable de toda la historia de la Iglesia]. 
La iglesia de Maiden Lane estaba colmada, con gente de pie en todos los rincones. Y pude ver allí, de un modo tangible, la catolicidad de la Iglesia, lo que solamente puede ocurrir en ciudades cosmopolitas como Londres. Era fácil distinguir hombres blancos de origen germánico o de origen latino; asiáticos con ojos rasgados; indios de piel oscura y descendientes de africanos de rostro renegrido y cabellos motosos. Habían ancianos que se movían con dificultad, muchas personas de mediana edad, vestidos formalmente algunos y otros no tanto, y jóvenes, muchos jóvenes, de saco y corbata, o de buzo y bermudas, que se distinguían por su piedad. Otra muestra más de catolicidad, expresada no solamente en la variedad de los orígenes, sino también de las edades y de las clases sociales.

Un buen coro polifónico intervino solamente para el ofertorio, la interminable comunión y el brillante Salve Regina del final. Fue, en resumen, una experiencia extra-ordinaria, pues no es común que en el corazón mismo de una ciudad multitudinaria y pecadora como pocas, se encuentren estos refugios de fe y piedad. 
Pensaba yo durante la misa, que el drama al que estaba asistiendo y del que estaba participando, en el que se aúnan lo hierático con la devoción; la belleza con la sencillez, era lo habitual hasta hace algunas décadas, y cualquier católico podía asistir a él cuando lo deseaba. No quisiera estar yo en el cuero de todos los que firmaron la reforma litúrgica cuando sean juzgados por el Justo Juez. Sobre ellos caerá la enorme y trágica responsabilidad de haber privada a la Iglesia de uno de sus tesoros más grandes.



martes, 10 de septiembre de 2019

Los sofismas de Juan Manuel de Prada


Estando yo enfrascado en mis lecturas y estudios, saludablemente alejado del mundo de los blogs y, más saludablemente aún del incomprensible país en el que me tocó en suerte nacer, recibí de un amigo la noticia que Juan Manuel de Prada había publicado hace algunos días, una segunda columna con furiosas diatribas contra Dreher y su libro y, sobre todo, contra los que de un modo u otro adhieren a su tesis de la opción benedictina. Olvidé el asunto, y hoy, sin demasiadas ganas y por insistencias amicales, leí el artículo. Y me indigné. 

Con una catarata de insultos que recuerda las que descarga ocasionalmente el Papa Francisco contra monjas solteronas, o contra católicos con cara de pepinillos en vinagre, De Prada trata a los benedictinistas de liberales, egoístas, comunitaristas, burgueses, católicos pompier, faltos de caridad, dimitentes del bien común e hipócritas. Con la pluma que lo caracteriza, salpica con sus agravios un texto breve, cuyo párrafo más extenso es la cita textual de un autor desconocido del siglo II. Y es justamente en esa cita en la que basa toda su argumentación. 
Un rápido análisis del escrito de De Prada arroja como resultado tres breves párrafos que poseen como núcleo los improperios señalados, a los que reviste con una serie de afirmaciones que no pasan de eso: aseveraciones tomadas de aquí y allá, sin ninguna prueba o fundamentación. En el mejor de los casos, remite a un artículo de don Juan Retamar Server que apareció recientemente en la revista Verbo, lo cual habilita la sospecha que la parrafada de De Prada no sea más que una suerte de Verbo for dummies, o sea, una vulgarización de la postura de esa publicación que, recordemos, reivindica el trono de España para el heredero carlista de la casa de Borbón, una posibilidad tan arriesgada -o factible- como las comunidades benedictinas que propone Dreher. Son tres párrafos, en definitiva, que no tienen fundamento alguno, porque su autor intenta sostener toda la argumentación en el párrafo central, es decir, en la larga cita de la Carta a Diogneto. En otras palabras, su discurso se sostiene en un argumento de autoridad, y aquí reside el problema, según mi modesto entender. 
Veamos el caso. La cita corresponde a los capítulos 5 y 6 de la Carta a Diogneto (πρὸς Διόγνητον) sobre la que podemos arrimar algunos argumentos de crítica externa e interna.

Crítica externa
La Carta a Diogneto posee una historia particular ya que su aparición en el mundo cristiano es reciente. Ocurrió cuando un joven estudiante de griego encontró el manuscrito en una pescadería de Constantinopla, en la pila de papeles con los que se envolvían los pescados. Esto ocurrió en 1436, y es el único manuscrito que se poseía hasta que pereció en el incendio de la biblioteca de Estrasburgo en 1870. 
Estos datos no son sólo una anécdota. Son significativos porque dan cuenta que la Carta fue totalmente desconocida por los Padres de la Iglesia. Ni siquiera Eusebio de Cesárea la menciona, lo cual es mucho decir puesto que este autor hace referencia en sus obras a prácticamente la totalidad de la literatura cristiana pre-nicena.
La otra cuestión es que desconocemos al autor autor del texto. Hay opciones para todos los gustos: Quasten se inclina por Cuadrato, aunque no termina de convencerse; Marrou dice que es Panteno, el fundador de la Escuela de Alejandría, otros, que es Clemente el alejandrino o el romano, e incluso Connolly arriesga la posibilidad que sea un documento falso, escrito en el siglo XVI.
Estos hechos nos conducen a una primera conclusión: la Carta a Diogneto no pertenece a la Tradición de la Iglesia, más allá que haya sido escrita efectivamente por un autor cristiano del siglo II. Y esto es así porque no fue un texto recepcionado por los Padres, ya que ninguno de ellos lo tuvo en cuenta. En efecto, todos los textos patrísticos están permanentemente cruzados de citas y referencias mutuas. El hecho de que este curioso texto, descubierto de un modo muy curioso no haya sido citado ni siquiera una vez por sus contemporáneos o por autores de lo siglos posteriores, es por demás curioso.
Y hablando de curiosidades, no puedo omitir el hecho que la Carta a Diogneto haya sido estudiada de modo entusiasta por académicos pertenecientes al Opus Dei. Notable curiosidad, la de apoyarse en un texto promocionado por el Opus para refutar al liberalismo….


Crítica interna
Todos los discursos, y de modo particular los patrísticos, deben ser contextualizados para realizar una exégesis correcta. Concretamente, es importante saber con quién está dialogando el autor y en qué circunstancias escribió su texto. Si la Carta a Diogneto fue escrita en el siglo II o III, pertenece a lo que se llama literatura apologética, cuyo autor más emblemático es San Justino con su Diálogo con Trifón. Y una de las características de esta literatura es que busca mostrar que los cristianos no eran bichos raros o psicópatas que adoraban a un burro y comían niños asados. Los cristianos eran gente pensante, que profesaban una religión que podían ser explicada en términos racionales aún conservando sus misterios, y que no tenían costumbres extrañas de corte antropofágico. 
De Prada no tiene en cuenta este factor y, entonces, lee la Carta con los ojos de un cristiano del siglo XX que, después de una encíclica del Papa Pío XI, se ilusiona con el reinado social de Cristo, y entonces, debe participar activamente del mundo y de las políticas de sus reyezuelos. De Prada debería probar, con argumentos que no sean los mismos que utiliza el Opus Dei para justificar su enamoramiento del mundo, que el autor de la Carta a Diogneto dice efectivamente lo que él cree que dice. Y no lo hace. 
Por otro lado, es posible hacer una exégesis de la Carta a Diogneto diametralmente opuesta a la que propone De Prada. Si se lee detenidamente la totalidad del texto, queda claro que la afirmación central del autor es que los cristianos son ciudadanos del cielo (“Viven en la tierra, pero su ciudadanía está en el Cielo”) que se encuentran transitoriamente en este mundo, del cual son excluidos porque este mundo los odia. Más aún, la comparación que realiza entre los binomios cuerpo - alma y mundo - cristianos -que tiene un claro origen platónico y estoico- lleva inmediatamente a afirmar el valor secundario del que se reviste el mundo para los cristianos, tal como es secundario el valor del cuerpo para alma, más allá que resulte imprescindible para alcanzar la salvación. 
Entonces, si bien es cierto que los discípulos de Cristo necesitan del mundo en tanto hombres carnales, de esto no se sigue que deban involucrarse en los asuntos del mundo y, mucho menos, en la política del mundo. Se trata, a mi entender, de un salto injustificado que hace De Prada del concepto mundo (κόσμος) al concepto acción política. Escribe, en efecto: “La Carta a Diogneto nos hace una propuesta política valerosa y auténticamente cristiana”. Tal como hizo en su primera columna sobre este tema, don Juan Manuel se despacha con otro sofisma, en este caso un silogismo de cuatro términos, ya que la supositio de mundo no es la misma supositio de propuesta política.
Y vayamos aún más lejos. Pareciera que el autor de la Carta a Diogneto dice exactamente lo contrario a las afirmaciones de De Prada: “Los cristianos están encerrados en el mundo tal como el alma está encerrada en el cuerpo”, escribe. Podríamos pensar, entonces, que la mejor solución es la de Dreher, que propone escapar de la cárcel del mundo.
Finalmente, y como una pequeña coda, me pregunto qué opinarían mis amigos nacionalistas que, según dicen, Dios habría definido que cada hombre naciera en una patria determinada a la que debería amar hasta dar la vida por ella, cuando leen en el texto patrístico propuesto por De Prada que para los cristianos “toda tierra extraña es patria para ellos, pero están en toda patria como en tierra extraña”. 

Como dije en el comentario a la primera columna de Juan Manuel de Prada hace algunas semanas, no me interesa defender a Dreher ni a su libro, que no me parece gran cosa. Pero no es cuestión de encarnizarse no ya solamente con un lejano autor americano, sino con muchos buenos cristianos que tratan de idear soluciones para sobrevivir en la fe en medio del mundo apóstata y luciferino en el que vivimos. Y, peor aún, hacerlo con argumentos falaces. 

No nos corran con la vaina, (y ahora vuelvo a la pausa).