Estimado Wanderer:
No querría abusar de esta “plataforma de lanzamiento de ideas” en que se ha transformado vuestro apreciado blog, suerte de “Cabo Cañaveral” desde donde parten misiles para todos lados. Y menos que menos atiborrar al pobre lector que ya bastante despatarrado anda, como yo, con el bombardeo constante de noticias, ideas y sugerencias. Como están las cosas, ya bastante “infoxicados” estamos.
Y sin embargo, me atrevo a someter a su consideración lo que sigue, no sea que alguno se alegre con estas tres ideas que, no sé cómo, se me han ocurrido en los últimos tiempos, y (que si son buenas, no son mías). Y como esto se escribe en la Octava de la Trinidad, quizá las tres resulten ser misteriosamente consonantes.
Si llegó hasta aquí, le pido entonces al lector que preste atención: pues la primera idea requiere bastante de eso. No sé bien qué titulo ponerle, pero quizá funcione algo así como “Pensemos bien”. Así, imperativamente. Tenemos que pensar bien. Pase lo que pase. ¿Qué es pensar bien? No estoy muy seguro (y resulta considerablemente más difícil pensar bien cuando uno viaja a bordo del Titanic en medio del despelote que se está armando a propósito del run-run que corre por ahí de que el buque se hunde), pero de lo que sí estoy seguro es de lo que sigue: si nuestras consideraciones en torno a un asunto terminan entristeciéndonos, estoy seguro de que estamos pensando mal. Cuando terminamos de pensar en algo y quedamos como deprimidos, melancólicos o atribulados, entonces hay que llamarse al orden a uno mismo y si a mano viene, darse órdenes a uno mismo en tono viril, militar diría yo, a guisa de “¡Tollers! ¡Estás pensando mal!” “¡Pensá bien, ché, dejáte de embromar!” “¿Qué diablos estás pensando que terminás con ideas de este tenor?” “¿Estás loco, o qué?”. Y es ahí en ese momento donde se juega un gran partido, el gran partido contra la akedia, pues… si hemos acabado así, quiere decir que no hemos terminado nada. Y entonces, que resulta imperioso, por más fiaca que nos de, arrancar de nuevo con el hilo de ideas… hasta que terminemos contentos, con esperanza o, por lo menos, con tranquila confianza en Dios, en su Providencia, en la firme convicción de que al final, todo termina bien.
Y para esto, aquí ofrezco una pequeña receta: una manera sumamente eficaz de exorcisar este mal espíritu consiste en contestar la Gran Pregunta que, si prestamos atención, oiremos claramente, venida de lo Alto, como ésas, las últimas grandes preguntas del Libro de Job: “Cíñete los lomos, que quiero hacerte una pregunta”. Y entonces prestarle mucha atención a lo que Dios Todopoderoso nos pregunta:
“¿Señor, usted está sugiriendo que Yo hice las cosas mal?”.
¿Así que todo termina bien? Sí, por supuesto que sí: es el moderno, decía Claudel, quien cree que al final todo termina mal. Y yo no soy moderno, ni quiero serlo. Cristiano soy y eso quiero ser, como decían los mártires en Roma cuando interpelados por la autoridad. Pero se me objetará que esto parece puro voluntarismo, que lo desmiente la experiencia de los que vivieron mucho, los viejos, que miran hacia atrás con melancolía y… constatan que atrás, en el pasado, quedaron cosas feas, cosas malas, cosas que salieron mal. Y que son irrevocables.
Con lo que vamos a la segunda idea. En efecto, con el paso del tiempo, uno repasa el pasado, mira para atrás y tiene la indefinible sensación de que todo salió mal, que la historia, personal, familiar, amical, política, moral, religiosa, etc., salió mal.
¿Salió todo mal?
La respuesta correcta es: no sabemos. Sólo Dios sabe. Aquí quizá quepa recordar una ipssísima verba Jesu, ¿no?, esa su palabra cuando mandó no juzgar para que no seamos juzgados. Nosotros no tenemos derecho a hacer un “balance” sobre nuestra historia, es incumbencia específica del Justo Juez, Jesucristo, que efectivamente emitirá juicio sobre eso… en el Juicio Final, en el tiempo de la Irrevocabilidad. Pensar que nuestra vida “salió mal” constituye usurpación de una prerrogativa exclusiva de Jesucristo; y si pensamos así, de nuevo estamos pensando mal. Por supuesto, me apresuro a agregar que esto no quita el examen de conciencia, el esfuerzo por mejorar todos los días, la santificación diaria, etc… Pero “mirar cómo ando”, fijarse si las cosas salieron bien… sencillamente, no.
Así que, estimado Wanderer, ahí tiene el lector dos ideas para considerar: la primera, que si terminamos tristes es porque estamos pensando mal; la segunda, que en ningún caso hemos de emitir juicio sobre nuestra propia existencia. La primera está más o menos formulada en los “Ejercicios” de San Ignacio, la segunda, más o menos patente en la “Spe Salvi” y en el poema “Eclesiastés” de Chesterton (¿recuerdan? Una sola cosa es necesaria / Todo / el resto es vanidad de vanidades).
La tercera está en el Evangelio de San Juan.
Consiste en esforzarnos por disipar un verdadero disparate. Esta idea roma, torpe y estúpida. Que no por eso deja de ser una burrada, un devaneo neurótico, una majadería brutal y embrutecedora. No sé cómo vino a instalarse semejante sandez entre nosotros, en nuestro confundido mayín, esta cretina, fatua y ridícula memez digna de zopencos. Y sin embargo esta idea boba, obtusa, insistente, insidiosa, obsesiva, diabólica, persiste, se reproduce, anda buscando los lugares vacíos y, si nos descuidamos, por vía de usurpación se puede alojar en nuestra alma. Es una noción que flota en el aire caliginoso, que se infiere directamente de todas las comunicaciones del mundo, que se reitera hasta el cansancio, como una letanía incesante pronunciada infatigablemente por “los espíritus malignos que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas”. Se trata de una impresión absurda, que contamina nuestras almas con su misma taradez, que nos enferma y debilita, que atenta directamente contra el Evangelio, que compromete los mejores esfuerzos, que abre la puerta a otras gansadas mucho peores: y que ha sido inspirada por el Padre de la Mentira. Es una fantasía blasfema que hemos de esforzarnos en exorcisar a diario, ganándole a Satanás allí donde con más empeño se posiciona.
La insensata idea, la peregrina noción, el insano postulado, el artero espejismo, la venenosa conciencia, la imbécil ocurrencia de que Dios no nos quiere.
Porque el cielo y la tierra pasarán, pero no esto: “El Padre os ama Él mismo, porque me habéis amado y habéis creído que Yo salí de Dios” (Jn. XVI:27).
Habría que inventar un formulario que nos pregunte por tres veces:
- ¿Renunciáis a la idea de que el Padre no os quiere?
- ¡Sí, renunciamos!
En síntesis, estimados amigos, pensemos bien. Si terminamos tristes, pensemos más, mejor, de nuevo, que si pensamos bien, el fin de nuestros pensamientos por fuerza ha de desembocar en pensamientos consoladores, gozosos y confiados. Y dejemos a Dios y para el día del Juicio que se establezca cuánto vale lo que hacemos o no y que diga Él cómo salieron las cosas.
Sé bien lo que sigue, mido mis palabras. Sé que los lectores de este blog aman a Jesucristo (un poquito, ya sé, ya sé). También sé que no tienen duda alguna de que salió de Dios.
Y que el Padre, Él mismo, los ama.
De modo que… os lo ruego, ¡sursum corda!
Jack Tollers.
Nota intrusa del Wanderer
Me parece oportuno incluir en la magnífica reflexión de Tollers un par de párrafos de Bouyer:
La nuestra “ya no es más la espera de los pecadores para quienes el juez debe venir, ni, incluso, la de los cautivos encadenados en las tinieblas donde esperan un redentor pero sin conocerlo aún, si pertenecerle aún. Es la espera de la Esposa que dice al Esposo, inspirada por el Espíritu que la prepara para la boda: “Ven Señor, ven pronto”. Por ella ya ha sido lavada en la sangre del Cordero, ya ha bebido de las fuentes de agua viva, ya ha comido el pan celestial, su frente en la que pronto lucirá la corona ya porta la unción de la alegría con la que el Esposo mismo ha sido ungido, el sello de ese Espíritu que la hace santa de su santidad, que le permite afirmar de cara a los ángeles: “Mi amado es para mí, y yo soy para mi amado”.
Estamos en la última noche que nos separa del alba luego de la cual no habrá más atardecer, a la puerta misma del banquete de bodas, y el Espíritu suspira en nosotros en la espera del momento que esa puerta se abra”.
Amigos, hemos recibido las arras del Espíritu. El Señor está a las puertas. Viene pronto!
(En el sitio de Jack Tollers ya está colgada su traducción de “La misa en cámara lenta”, de Ronald Knox, corregida por un conocido traductor).