Estimado amigo Ludovicus:
Le agradezco su comentario al último post. Como siempre, lúcido y agudo. Quisiera, sin embargo, terciar en algunas de sus afirmaciones y presunciones, pero antes, responderé brevemente a otros comentaristas.
No creo yo, como muchos sostienen, que la única alternativa al activismo contrarrevolucionario del p. Ramiro sea el quietismo o el cruzarse de brazos a esperar que venga la Parusía. Como afirmo al final de post, creo que la opción es preparar ese reinado que está ya presente entre nosotros en aquellos que nos han sido dados, sean éstos los fieles del cura, los hijos del padre, los amigos del amigo o los alumnos del profesor. ¡Y vaya que esa tarea no es quietismo! Pareciera que para muchos la única tarea posible es la que tiene resonancia pública y resultados inmediatos y espectaculares. Por el contrario, el trabajo del Espíritu del que alguna vez podemos ser instrumentos, es silencioso y, por lo general, pausado y progresivo.
Al amigo Carlista en primer lugar lo corrijo: el p. Ramiro no es S.J., a Dios gracias. Si lo fuera, no sería noticia en la revista 23...
En segundo lugar, un cura puede salvar almas y formar una comunidad católica en un pueblo perdido, como muchos lo hacen, sin mandar a sus fieles a pelearse con doña Carlotta o a inundar un cine. Insisto, eso no sirve para nada más que para alimentar a las fieras.
Pero vayamos a lo nuestro, amigo Ludovicus. No me parece que el tema esté en el centro del Vaticano II; me parece que es mucho más viejo que eso. Ya habrá visto Ud. que yo no soy un defensor del Concilio de los ´60, sino todo lo contrario. Sin embargo, debo admitir algo: los Padres del Concilio se dieron cuenta que estaban frente a un gozne de la historia y que la Iglesia, frente a tal “signo de los tiempos”, debía reaccionar de alguna manera. Y reaccionaron. Para el carajo.
Veámoslo en paralelo con el Concilio de Trento. También en esa ocasión los Padres se dieron cuenta que estaban en el gozne, y su reacción fue cristalizar todo, para salvarse de la tormenta. Cristalizaron, entonces, la liturgia en el rito romano; la doctrina en el Catecismo Romano; la formación sacerdotal en los seminarios y convirtieron a los jesuitas en abanderados de la nueva religión esclerotizada. No fue una buena solución. ¿Cuál habría sido la alternativa? No lo sé.
Era tan fuerte la inercia de los siglos dorados del cristianismo, que ese catolicismo tridentino subsistió cuatrocientos años más, bastante bien, aunque con una progresiva decadencia que, junto a la descristianización de la sociedad, comenzó a hacer mucha agua con la Revolución Francesa. Pío VII asiste a la coronación de Napoleón, por ejemplo, desorientado o asustado, no lo sé. Y la cuestión se puso peor en la segunda mitad del siglo XIX, cuando vemos a los papas dar manotazos porque, me parece a mí, no sabían muy bien como salvar la situación. Pio IX con el Syllabus, León XIII con la Rerum Novarum, San Pío X con la Pascendi. Pío XI y Pío XII cedieron mucho más. Me parece que ya no tenía margen. El escenario era una religión gravemente enferma y un mundo cada vez más agresivo. Después vino Juan el Gordo, que levantó la compuerta y convocó al Vaticano II.
Por eso creo, Ludovicus, que la cuestión es mucho más vieja que el Concilio. Quizás allí se patentizó de un modo más claro, pero venía de antes. La cuestión del “reinado social de Cristo”, entendiendo por tal un Estado confesional a lo Franco, como lo entienden la mayoría de nuestros amigos nacionalcatolicistas, había dejado de ser viable en el siglo XVII. Y no sólo por una cuestión de presión externa, sino de descomposición interna. Vea si no, lo que pasó con la España franquista. ¿Qué logró el Generalísimo? Nada, y menos que nada. Apenas muerto él, se vino todo abajo, en menos de un año. Y no fue solamente por acción de Pablo VI y el cardenal Villot o el cardenal Tarancón, aunque estos malvados tuvieron mucho que ver, sino porque el mundo era otro, y la Cristiandad ya no podía ser el armado triunfalista de la Edad Media.
Yo creo que la cuestión ahora es armar la Cristiandad interior, que ya existe y está entre nosotros.
Y eso no es quietismo, ni es sentarse a esperar la Parusía.