Casi como una respuesta puntual a las insensateces de los
grupos neocon -que atribuyen la elección del Sumo Pontífice a una acción
directa del Espíritu Santo-, han salido a la luz las declaraciones que, en
1997, hizo el entonces cardenal Ratzinger al respecto. Decía: “Yo no diría que
el Espíritu Santo elige al Papa, pues no es que tome el control de la situación
sino que actúa como un buen maestro, que deja mucho espacio, mucha libertad,
sin abandonarnos”. El entonces prefecto de la Doctrina de la Fe, recordó con
toda sencillez que, mirando a lo sucedido a lo largo de la historia de los 264
sucesores de Pedro, «hay muchos Papas que el Espíritu Santo probablemente no
habría elegido». En su opinión, «el papel del Espíritu Santo hay que entenderlo
de un modo más flexible. No es que dicte el candidato por el que hay que
votar. Probablemente, la única garantía que ofrece es que nosotros no
arruinemos totalmente las cosas».
Me puse a pensar, entonces, a cuántos papas el Espíritu
Santo ni le habría ocurrido elegir. Y recordé que, bajando por via Cavour,
desde Términi hacia el Foro, justo frente a la empinada escalinata que sube
hasta San Pietro in vincoli, se
encuentra una escalera más pequeña que desciende hacia via Baccina. Se llama
“salita dei Borgia”, es decir, “subida de los Borgia”, y todos los habitantes
del rione Monti en Roma conocen el origen de ese nombre: allí vivía una de las
amantes más conocidas del papa Borgia, el español Alejandro VI, a fines del
siglo XV. Todos los romanos de la época -y algunos habitantes de las ciudades
vecinas, porque el resto del mundo desconocía saludablemente lo que sucedía en
la corte pontificia- sabían que Alejandro era papa y obispo de Roma, le decía
Santo Padre pero sabían también que no era ningún santo. Es decir, tenían la
sensatez de no asociar necesariamente papado con santidad y, mucho menos,
papado con impecabilidad.
Esta historia viene a cuento no solamente por los dichos de
Ratzinger, sino por las burradas de lo más increíbles que se han escuchado en
las últimas semanas por parte del universo neocon. Refiero solamente dos de
ellas. Un sacerdote decía “ Las opiniones y futurologías sobre el vicario
de Cristo, nuestro "Cristo en la tierra", me parece que sobran...
obediencia, docilidad, reverencia debida al sumo pontífice, y ocuparse cada uno
de la misión que el Señor nos da en la Iglesia, que bastante queda por
evangelizar. Todo lo demás me suena a interna clerical, a cosa de viejas
chismosas”. Como muy bien alguien le observó, reducía a la categoría de viejas chismosas a un buen grupo de
santos -pienso, por ejemplo, en Santa Catalina de Siena y San Vicente Ferrer-,
que criticaron mucho más durante a los papas de su época que lo poco que pude
hacer este blog. El buen curita respondió que sus palabras no se aplican a los
santos sino a los fieles cristianos de hoy a los que sólo resta obediencia, docilidad y reverencia al
Sumo Pontífice. Le faltó agregar, ó agregar, y abdicación de la inteligencia.
El segundo caso es el de una seglar instruida en la fe,
neocon y militante pro-vida. Todos los comentarios negativos hacia el papa
solamente sirven para crear “mal espíritu” contra el “sucesor de Cristo” (¡)
que es una persona sagrada. Estoy seguro que cuando pensó un poco sus palabras,
las habrá cambiado, pero son reveladoras del espíritu neocon: el papa es un ser
sagrado, -de naturaleza semi divina quizás-, similar al Dalai Lama o a alguna
otra semidivinidad pagana, que fue elegido por decisión expresa del Espíritu
Santo, y frente al cual solamente cabe bajar la cabeza y besar sus pasos. Un
disparate. Y aclaro que estos disparates no son privativos de la pobre fémina:
se los escuché en el domingo pasado en la homilía de un cura neocon y la he
escuchado varias veces a los fieles lefes.
Si tal fuera el caso, todos los romanos se hubieses
suicidado o hubiesen apostatado en los años de Alejandro VI. En cambio, con la
picardía que los caracteriza, bautizaron con su apellido el pequeño sendero que
llevaba a las habitaciones de su amante con la que, ciertamente, no se entretenía
por las noches rezando el rosario.
Y se me ocurrió hacer una lista de los que, a mi criterio,
fueron algunos de los malos papas del
primer milenio. Y elegí este periodo histórico porque me parece que era más
difícil ser un mal papa en esa época
por el fortísimo empujón que tenía la Iglesia debido a la cercanía temporal con
el Señor y los Apóstoles y por el testimonio concreto y casi tangible de los
innumerables mártires de los primeros siglos. (Si eras mal papa, corrías el
peligro real de que los romanos te comieran vivo. Hoy en cambio, si sos mal
papa, tenés la certeza de los medios de comunicación te cantaran loas).
Es fácil hablar de los malos papas del Siglo de Hierro y
mencionar, por ejemplo, a Juan XI (931-936), que era hijo sacrílego del papa
Sergio III y de Marozia, quien estaba casada con otro hombre y que fue elegido
a los veinticinco años, o de Juan XII (955-964), elegido a los dieciocho años.
O de Esteban VI (896-897) que hizo desenterrar el cadáver de uno de sus
antecesores, el papa Formoso, lo sentó en su trono vestido con los ornamentos
pontificales, lo juzgó, lo condenó y lo hizo arrastrar por toda la ciudad de
Roma. O de otros pontífices de ese mismo siglo que murieron de hambre
encerrados en Castel Sant’Angelo por obra de los Tusculanos.
Pero podemos recordar también al papa Vigilio (537-555), un
diácono trepador y ambicioso que hizo todas las tramoyas posibles para ser
elegido papa. Lo intentó a la muerte de Agapito, en 536, pero llegó tarde y fue
designado Silverio. Pero cuando, al año siguiente éste murió, Vigilio logró ser
reconocido como papa por el clero romano.
Eran épocas en las que aún no estaba de modo el mandar a escribir
biografías a fin de promocionarse para un posible próximo cónclave.
Menciono también al papa Zósimo (417-418) que condenó a los
obispos africanos ortodoxos dándole la razón a los pelagianos; al papa
Vitaliano (657-672), que se hizo el zonzo con las cuestiones dogmáticas
candentes y que debía resolver, a fin de congraciarse con el emperador a quien
le escribía cartas elogiosas; a Juan VII (705-707), obediente como un corderito
al emperador Justiniano en desmedro del dogma y de la doctrina ortodoxa, o al
papa Constantino II, elegido, por imposición del duque Toto de Nepi, el mismo
día de la muerte de su antecesor siendo seglar (recibió todas las órdenes en
una semana) y que, a los trece meses de su elección, fue asesinado. Y si
siguiéramos comentado las historias de los papas del milenio siguiente, nos
llevarías muchas sorpresas más.
La pregunta es ¿cómo la gente conservaba la fe, sabiendo lo
que sucedía en la sede romana? Sencillo: habían puesto al papa en el lugar que
le corresponde, es decir, ser el funcionario de mayor rango en la Iglesia, y
nada más que eso. Ni santo, ni semidios, ni profeta, ni sagrado. El emperador
Constantino fue muy sabio cuando reconoció al obispo de Roma el poder absoluto
de decidir en todas las apelaciones y sometió a su competencia las
controversias de los metropolitanos, todo esto en épocas del papa San Dámaso (366-384).
Es decir, dispuso que el papa era el tribunal de última instancia. Ni más ni
menos que eso. Y algunos siglos más tarde, en 817 durante el pontificado de
Pascual I, quedó establecido por el emperador Luis el Piadoso, que la elección
del romano pontífice correspondía a los romanos: al papa lo elige el clero de
Roma, y se las arreglan ellos con lo que eligen. Nada de Espíritu Santo ni de
inspiración divina. Lo eligen y se lo aguantan, pero no nos lo carguen a
nosotros.
Nuestro problema es que se nos metió en la cabeza la
historia de los “tres amores blancos” del bueno de Don Bosco y pusimos al papa
casi al mismo nivel que la Eucaristía y la Santísima Virgen. Y cuando pasa lo
que pasa, ya no sabemos qué hacer.