Don Gabino salía todos los días a dar un paseo. A veces, caminaba durante horas, hasta perderse en el bosque que se extendía el oeste, y regresaba a su casa al atardecer. Otras, el paseo era más breve y se reducía a recorrer las calles del pueblo y allegarse, a lo sumo, hasta la vieja iglesia que se levantaba al final de una de las callejuelas. Había sido el templo de un pequeño monasterio, del que ahora solo quedaban algunas paredes y las lápidas del cementerio que lo rodeaba. Y allí, un banco de madera bajo un frondoso cedro, ofrecía una vista apacible a los ojos y al alma.
En esa dirección iba don Gabino esa tarde, cuando se encontró en su camino con el Dr. Silícides, que salía de la consulta y regresaba a su casa.
- ¿Lo acompaño don Gabino?- preguntó el joven médico.
- Claro, caminemos juntos- respondió el viejo, dándose cuenta que Silícides, más que hablar, esa tarde necesitaba compañía. Era un hombre de corazón grande, a quien un ángel había hecho caer del caballo a la edad en que otros ni siquiera sabían poner el pie en el estribo. Y él sabía que eso era una gracia muy grande.
No hablaron casi hasta llegar al banco, y allí se sentaron en silencio.
- Glorias pasadas -dijo Silícides señalando hacia la la enorme portalada de piedra que se levantaba la derecha y daba entrada a lo que, en otros tiempos, había sido el latifundio del señor de la villa.
- Pareciera que ya todas las glorias del mundo han pasado. Sólo quedan fruslerías; apenas algunas baratijas de las que los hombres de hoy se enamoran - respondió con poesía don Gabino.
- ¿Se enamoran? -preguntó con picardía el joven, sabiendo que no se trataba precisamente de amor.
- Tiene razón doctor. No se enamoran; apenas si se dejan seducir, porque así les conviene, de un camelo. Puro plástico y tecnología, que vacía el alma.
Y otra vez se quedaron callados mientras la brisa del atardecer apenas si movía las pesadas ramas del cedro.
- El sol se está poniendo -dijo el doctor luego de rato.
- Y las sombras ya comenzaron a aparecer en el fondo -respondió con Gabino.
La portalada amarillenta bajo los rayos del sol, se veía ahora gris, y grisáseos eran también los prados que la rodeaban. Sin embargo, hacia el oeste, el sol todavía no había terminado de hundirse en el horizonte y las nubes que lo acompañaban estaban teñidas de azules, celestes, blancos y rosados.
- Ya no queda nada que hacer don Gabino. Está todo perdido ¿no? -dijo después de una pausa Silícides mirando como el sol se debatía inútilmente por seguir brillando.
- Casi todo está perdido. Pero siempre queda el pequeño rebaño.
- Cuesta un poco verlo, ¿no le parece?
- Ese suele ser nuestro problema -repuso el viejo-. Tendemos a estirar demasiado la vista. Mientras vemos cómo el sol se esconde en la lejanía, no vemos las flores azules que salpican los arbustos que tenemos aquí enfrente. Y fíjese usted doctor que lindas que son.
Y, en efecto, eran flores pequeñas; apenas cuatro o cinco pétalos de un azul brillante que ni siquiera la luz tenue del atardecer podía empalidecer.
- Ya no es tiempo de las grandes guerras, don Silícides. A esas, las perdimos todas. Ahora es el tiempo de las batallas más importantes.
- ¿Pero no dijo que las grandes guerras habían pasado? -preguntó extrañado el médico mientras seguía contemplando las flores.
- Y ese es el problema. Seguimos creyendo que las cosas importantes son las grandes empresas; seguimos soñando con una patria cristiana que jamás existió, ni existirá, y perdemos el tiempo soñando con pelear contra el temible león rampante para arrebatarle un pedazo de tierra y, mientras tanto, somos incapaces de caer en la cuenta de la belleza de las flores azules. Es allí donde están las batallas importantes.
- ¿En las flores?
- No. En las pequeñas cosas. Primero, usted mismo. Después, los que usted ama. Tercero, su misión con respecto a los que Dios les puso delante, como decía el cardenal Newman. Y me parece que con eso ya es demasiado.
- Tiene razón. ¿En qué guerra podemos meternos si ni siquiera hemos sido capaces de vencernos a nosotros mismos? -asintió pensativo el Dr. Silícides.
- Y a veces ni siquiera somos capaces de conocernos a nosotros mismos. Y ese es nuestro primer deber como humanos y como cristianos.
- Gnóthi seautón - replicó, recordando aún su griego.
- Usted mismo; su familia y sus amigos, y su misión, que ya verá usted de qué se trata, porque a cada uno Dios le asigna una distinta.
Y nuevamente quedaron en silencio contemplando los últimos rayos de sol que aún se erguían detrás del horizonte. Y en ese momento, la brisa comenzó a agitarse con más intensidad y llegó hasta ellos, volando y descendiendo lentamente, una hoja de roble.
- La hoja de Niggle -dijo don Gabino.
- No. La hoja del roble -respondió casi sin ganas Silícides, señalando el árbol que se alzaba algunos metros frente a ellos.
- Tiene que leer más a Tolkien, doctor. Me refería al cuento. “Había una vez un pobre hombre llamado Niggle, que tenía que hacer un largo viaje. Él no quería; en realidad, todo aquel asunto le resultaba enojoso, pero no estaba en su mano evitarlo”. -recitó de memoria el viejo. ¿Y sabe qué lo detenía? El cuadro que estaba pintado. ¿Y sabe qué cosa le llevaba más tiempo de pintar? Una hoja, una pequeña hoja, que era todas las hojas del árbol. Porque esa hoja, y todas las hojas, debían ser perfectas. Cada detalle debía ser cuidado. Niggle “era de esa clase de pintores que hacen mejor las hojas que los árboles. Solía pasarse infinidad de tiempo con una sola hoja, intentando captar su forma, su brillo y los reflejos del rocío en sus bordes”. Esas son las pequeñas batallas que debemos dar, Silícides, como la que daba Niggle todos los días con su hoja y con su árbol, a pesar de todo, y mientras esperaba emprender el viaje.
- ¿Y qué pasó con el cuadro y la hoja de Niggle?
- No quiera saberlo -dijo don Gabino, conociendo que la respuesta no era la que el joven esperaba-. Cuando estaba por terminarlo, una tormenta voló parte del techo de la casa de un vecino anciano y bastante molesto que tenía, y el pobre Niggle se vio obligado a darle el lienzo de su cuadro para cubrir el agujero del techo. Con los años, sólo un retazo del lienzo sobrevivió. La mayor parte de él se echó a perder, aunque una preciosa hoja permaneció intacta. Un vecino que la encontró la hizo enmarcar, y mas tarde la donó al Museo Municipal. Durante algún tiempo el cuadro titulado “Hoja, de Niggle” estuvo colgado en un lugar apartado y solo unos pocos ojos lo contemplaron. Pero luego el Museo cerró, y el país se olvido por completo de la hoja y de Niggle.
- Pobre Niggle -dijo Silícides- Me recuerda a Ozymandias - Y comenzó a recitar pausadamente el poema de Shelley:
“I met a traveller from an antique land
Who said: Two vast and trunkless legs of stone
Stand in the desert. Near them, on the sand,
Half sunk, a shattered visage lies, whose frown,
And wrinkled lip, and sneer of cold command,
Tell that its sculptor well those passions read
Which yet survive, stamped on these lifeless things,
The hand that mocked them and the heart that fed.
And on the pedestal these words appear:
“My name is Ozymandias, king of kings:
Look on my works, ye Mighty, and despair!”
Nothing beside remains. Round the decay
Of that colossal wreck, boundless and bare
The lone and level sands stretch far away”.
- Aunque si mejor se piensa - continuó el doctor - de Ozymandas quedó algún trozo de su rostro de piedra y una inscripción. Del pobre Niggle no quedó nada.
- Bendito Niggle, doctor, bendito Niggle -dijo alegre don Gabino- Él se encontró con su verdadero árbol y con sus verdaderas hojas cuando terminó el viaje. Y sí, en el mundo lo olvidaron, como nosotros olvidamos a todos estos que nos rodean.
Y el viejo señaló las lápidas de piedra llenas de musgo que los años habían pulido y ni siquiera podía leerse en ellas el nombre del difunto.
- Pero lo importante, doctor Silícides, es pintar la mejor hoja, porque en esa hoja están todas nuestras hojas y, en ellas, está el árbol.
Volvieron caminando lentamente, mientras la brisa seguía soplando y, detrás de las ventanas de las casas del pueblo, comenzaban a adivinarse las primeras luces.
Traducción del poema de Shelley:
Conocí a un viajero de una tierra antigua
que dijo: «dos enormes piernas pétreas, sin su tronco
se yerguen en el desierto. A su lado, en la arena,
semihundido, yace un rostro hecho pedazos, cuyo ceño
y mueca en la boca, y desdén de frío dominio,
cuentan que su escultor comprendió bien esas pasiones
las cuales aún sobreviven, grabadas en estos inertes objetos,
a las manos que las tallaron y al corazón que las alimentó.
Y en el pedestal se leen estas palabras:
"Mi nombre es Ozymandias, rey de reyes:
¡Contemplad mis obras, poderosos, y desesperad!"
Nada queda a su lado. Alrededor de la decadencia
de estas colosales ruinas, infinitas y desnudas
se extienden, a lo lejos, las solitarias y llanas arenas».