Una de las conclusiones que aparecen luego de la lectura del recomendable editorial de La Nación de ayer, es que lo que quieren en el fondo los defensores del aborto es que los deje fornicar tranquilos. Y el embarazo es un inconveniente que siempre está latente y limita, o puede limitar el placer de la carne. Es el non serviam primigenio que se manifiesta en la voluntad de hacer con la sexualidad lo que se les antoje sin que nada ni nadie, ni siquiera un posible hijo, pueda impedirlo.
Me resulta difícil, como a muchos católicos, ahondar en el tema de la sexualidad. No es agradable, el pudor sigue siendo para nosotros una virtud y con estos temas se resiente, y también tenemos una suerte de cola de paja: la Iglesia, afirmamos, durante mucho tiempo redujo el problema del pecado al sexto mandamiento; se insistió demasiado sobre ese tema, cuando en realidad hay pecados más graves. Y, finalmente, los más conservadores tenemos terror que se nos aplique el rótulo de “jansenistas”, que siempre provoca un efecto estigmatizante, aun cuando no sea más que una etiqueta fabricada por los jesuitas en el siglo XVI. Y sigue funcionando del mismo modo: “jansenista” es el cómodo vertedero donde se amontona toda suerte de beatones, exagerados, tímidos, traumados y otros clase de indeseables.
Sin embargo, lo cierto es que la Iglesia, desde sus mismos orígenes, fue muy firme en la denuncia de los pecados contra el sexto mandamiento y muy severa en sus castigos. Esto es muy llamativo y no es cuestión de escudarse diciendo que era una cuestión cultural, propia de una época, porque si esta es una argumentación válida, se nos caen buena parte de las argumentaciones que sostienen la racionalidad de la fe.
Y está severidad y cautela extrema con respecto a la sexualidad no aparece solamente en una época determinada de la Iglesia. Por el contrario, desaparece con el Vaticano II: antes, siempre estuvo, con modalidades diversas. Sería ocioso e imposible intentar la elaboración de un elenco de citas que prueban lo que digo. Mencionaré sólo algunas que me resultan útiles para argumentar el tema de esta entrada. San Agustín intercambió varias cartas con su amigo Evodio, el que lo acompañó a lo largo de toda su vida cristiana y que, como él, fue también obispo. En una de ellas, hablan sobre la muerte edificante de un joven de veintidós años, y dice: “Traté de saber si se había manchado alguna vez con el trato con alguna mujer; testificó que estaba inmune, y eso acrecentó mi gozo. Murió, pues. Le hicimos exequias muy honrosas, dignas de alma tan grande” (Carta 158).
Pareciera que el santo de Hipona exagera un poco. ¿Tanta importancia podía tener para una muerte santa una canita al aire de un joven en el ardoroso clima de África del Norte? “Mancharse”, ¿no es demasiado?
Avancemos algunos siglos. San Pedro Damián (s. XI), doctor de la Iglesia y autor entre muchas otras obras del Liber Gomorrhianus, de tanta vigencia en la actualidad, mantiene una posición particularmente rígida en todo lo relacionado con el sexo, también secundum naturam, y lo más llamativo son sus durísimas referencia a la vida sexual de los esposos. Las citas son muy numerosas. Espigo un par: “Para la esposa carnal, el abrazo [sexual] del esposo representa la corrupción de su carne; el pacto de amor se realiza a costa de su castidad; casi siempre ella llega virgen a la cámara nupcial, pero sale profanada (violata)”. (De divina omnipotentia, 36, 4; ed. Brezzi, p. 68). “El apóstol Pedro fue lavado de la suciedad del matrimonio con la sangre de su martirio” (Op. 13, 6; 299A). El pudor y el espacio aconsejan abstenerse de más citas de este santo. Para el autor, el sexo aún practicado en el ámbito matrimonial no deja de ser una concesión a la carne a los solos efectos de la procreación, y se ubica en el límite de lo permitido. Quizás exagera, pero los cierto es que San Pedro Damián fue proclamado Doctor de la Iglesia por León XIII y, como tal, posee eminens doctrina, es decir, eminencia doctrinal en materia de teología y culto. Sus escritos no pueden ser salteados con un simple: “Respondía a la realidad de época”, o “Está traumado con el tema”.
Santo Tomás de Aquino aporta mucha más claridad y contradice al Damián cuando, por ejemplo, considera que aún antes del pecado original, el hombre se habría reproducido mediante la unión sexual porque es lo que corresponde a su naturaleza (Suma de Teología, I, 98, 2). Ergo, el matrimonio no puede ser una “suciedad”, ni la virtud de la castidad puede ser identificada con la virginidad. And yet…
San Gregorio Magno, uno de los cuatro grandes doctores y Padres de la Iglesia, decía:“El varón que duerme con su propia esposa, si no es lavado con agua, no debe entrar en la iglesia, y aún cuando sea lavado no debe entrar inmediatamente […] la costumbre de la iglesia romana, desde los tiempos más antiguos, es que después de la unión conyugal se debe pedir el lavado purificatorio y debe abstenerse con reverencia de ingresar a la iglesia. No consideramos por ello culpable la unión conyugal, sino que la unión de los esposos no puede hacerse sin el placer de la carne y, por tanto, deben abstenerse de ingresar en un lugar santo, porque el placer mismo no puede darse sin culpa” (Gratianus, De poenitentia, dist. VII, q. 4, c. 7).
El Catecismo Romano, promulgado por San Pío V por mandato del Concilio de Trento y publicado en 1566, dice: “Requiere asimismo la dignidad de tan grande sacramento [la eucaristía] que los casados se abstengan por algunos días del uso del matrimonio teniendo presente el ejemplo de David, quien estando para recibir del sacerdote los panes de la Propiciación, manifestó que hacía tres días que él sus criados estaban limpios del uso conyugal” (Catecismo Romano II parte, c. IV, n. 58).
Y Santo Tomás se expide también al respecto en su Summa Theologiae (III, q. 80, a. 7 ad 2), y dice que aún cuando la unión conyugal haya cumplido todos los requisitos morales que enseña la Iglesia, se aconseja abstenerse de ella antes de recibir la eucaristía.
Nunca se me ocurriría cuestionar la santidad del matrimonio y mucho menos reclamar la vigencia de prácticas purificatorias. He traído a colación estas citas un poco incómodas, para mostrar que en la Iglesia, desde sus inicios, ha existido siempre una reserva muy marcada hacia el ejercicio de la sexualidad, aún dentro del ámbito matrimonial. Aparece constantemente una cautela, un caveat, como si la sexualidad fuera algo inevitable pero peligroso, al que hay que mirar con mucha atención y, por tanto, conviene incluso exagerar en el ajuste de riendas para evitar un desastre que sabían gravísimo.
Y las riendas dejaron de ajustarse y se aflojaron; quizás como reacción a la obsesión por lo sexual que caracterizó a los años del pre-concilio y seguramente porque es mucho más divertido andar suelto de riendas en estos temas. El desboque sexual que estamos viendo probablemente sea la causa de una de las crisis más profundas de la Iglesia -quizás la mayor de ella porque no sabemos cuándo y cómo terminará-. La semana pasada el cardenal McCarrick fue despojado de la dignidad cardenalicia y sus correrías con seminaristas y jóvenes sacerdotes, y sus estrechos vínculos con el Instituto del Verbo Encarnado, han aparecido detallados en el The New York Time y en la Catholic News Agency. Y más abajo en el mapa, el caso de Honduras está adquiriendo ribetes similares a los de Chile: renuncia del obispo auxiliar de Tegucigalpa por denuncias de conducta inapropiada con jóvenes, carta de un grupo de “seminaristas heterosexuales” del seminario de Tegucigalpa a los obispos hondureños en la que expresan su desazón por las conductas homsexuales de muchos de sus compañeros, que son amparados por los superiores de esa casa y una mancha que está se está acercando también al saxofonista cardenal Madariaga, cercano amigo del Papa Francisco. Y si todavía éramos pocos, parió la abuela: está comenzando a destaparse el guisado de los abusos de obispos y sacerdotes hacia monjas y religiosas.
Y si todo esta abominable realidad está allí, oculta a nuestros ojos, y ocurriendo en las entrañas mismas de la Iglesia, cuánto más es lo que ocurrirá en el mundo. Los que tenemos la gracia inmerecida de vivir en un cierto apartamiento del mundo y de sus costumbres no sabemos y quizás ni siquiera podemos sospechar los excesos sexuales que se dan a nuestro alrededor. Y es mejor que así sea.
Dice el Señor: “Pero nadie puede entrar en la casa de un hombre fuerte y saquear sus bienes, si primero no lo ata. Sólo así podrá saquear la casa” (Mc. 3, 27). Me pregunto yo si el relajamiento de las riendas, si el dejar de hablar de “esos pecaditos de debilidad” para concentrarnos en los más graves e importantes como son, por ejemplo, los "pecados sociales", si el abandono de la cautela con la que la Iglesia siempre había tratado la sexualidad, no fue uno de los motivos para que ésta se haya terminando convirtiendo en el lazo con el que el enemigo ha atado no solamente al mundo -que quiere fornicar tranquilo-, sino a los hombres de la Iglesia, que también quieren hacerlo, para de esa manera saquear tranquilamente la casa.
La Iglesia era ese hombre fuerte cuya casa no podía ser tomada por asalto. En ella habitaban hombres virtuosos y fornidos que la defendían contra el enemigo. Pero se distrajeron, se emborracharon y se dejaron atar con un lazo maldito. Ahora sí el enemigo puede entrar y hacerse con ella.