En algunas ocasiones -muy pocas, en realidad-, he experimentado la maldad de un hombre. No me refiero a las innumerables veces que nos encontramos con personas a la que calificamos de “malas” pero que no pasan de ser, a lo sumo, bochincheras. Estoy hablando de esos cuya maldad se ha enroscado en sus nervios, en sus músculos, en sus venas y en sus almas, y que no necesitan armar líos y proferir gritos flameando pañuelos verdes. Son los que, sentados detrás de esos pañuelos, apenas si sonríen contemplando como el Mal se esparce merced a sus discursos. Así como Dios tiene sus santos, el Demonio tiene los suyos.
Nunca olvido una de esas experiencias. Estaba yo en Oxford, hospedado como siempre hacía en esos años, en una gran casa de estilo neogótico en la que vivía una antigua profesora de anglosajón que había enseñado en Lady Margaret Hall, y cuya jubilación no le alcanzaba para mantener semejante caserón. Rentaba, entonces, tres habitaciones ubicadas en el segundo piso a académicos que estuvieran de visita en la universidad. Su ama de llaves, una solterona que había sido alumna de Queen’s College y nunca había terminado su tesis, hacía las tareas domésticas entre las que sobresalía el desayuno diario. Se servía en el comedor con una ventana enorme que se abría a Nordham Road, la elegante calle cercana a una de las casas donde vivió Tolkien con su familia. Sobre la mesa cubierta siempre con un mantel blanco, se acomodaban las tazas y los platos, junto a cubiertos de plata, copas y vasos, y a un enjambre de mermeladas, mantecas, cereales, huevos, panes, frutas y jugos. El gong sonaba a las ocho todas las mañanas, y la única regla inamovible de la casa era que, a esa hora, todos los huéspedes debían bajar a tomar su desayuno a fin de que Celestine, la mucama, pudiera limpiar los cuartos.
Casi siempre los huéspedes éramos los mismos: profesores de Suecia, Japón, Suiza, Argentina o cualquier otro país del mundo, que pasábamos Hilary Term en Oxford. Todos los días me encontraba con Bill, un americano que enseñaba filosofía tomista en Blackfriars; con Wolfe, un sueco bastante viejo que decía que asesoraba a un equipo de investigación en temas de derecho comparado, aunque yo creo que simplemente estaba allí porque le gustaba la ciudad, o con un japonés cuyo nombre no recuerdo y que había estudiado hacía algunas décadas en St. John College, y estaba ahora en su año sabático escribiendo un interminable libro sobre Séneca en la biblioteca Sackler.
Pero de vez en cuando aparecían también huéspedes ocasionales, que iban a Oxford por algún congreso o reunión, y encontraban hospedaje en casa de Mrs. Longrigg por un precio inferior al de un hotel. Y este fue el caso de mi encuentro. Ese día estaba yo solo en el desayuno, y apareció un huésped nuevo. Delgado, apenas entrando en la cuarentena, enseguida se presentó y comenzó a hablar con profusión y simpatía. Era americano, enseñaba economía política en Berkeley y estaba en Oxford por una entrevista que era parte del proceso de selección de un nuevo profesor para la universidad que ocuparía la prestigiosa cátedra de Teoría Política, la misma que había ocupado Isaiah Berlin. El huésped también era judío. El diálogo no duró más de media hora, mientras consumíamos pan con manteca salada, kiwis y café, pero fue suficiente para ver el mal. Era un personaje brillante, de una inteligencia poderosa y con una gran simpatía que fácilmente lograba que sus interlocutores quedaran enseguida fascinados y encantados con su discurso.
En solo treinta minutos fue capaz de mostrar una maldad como nunca antes yo había percibido. Cada una de sus frases era la oposición al Evangelio; cada una de sus palabras invertía el orden natural; cada uno de sus juicios borroneaban la verdad; todo su discurso escurría el odio más refinado y letal al cristianismo. Recé para no volverlo encontrar al día siguiente, y Dios me escuchó, porque fracasó en la entrevista y volvió rápido y silencioso a su madriguera de Berkeley.
Pero así como esa experiencia con un hombre malvado fue personal, en estos días he tenido otra que ha sido literaria, y me ocurrió leyendo la biografía de Antonio Gramsci escrita por Giuseppe Fiori. Nino Gramsci fue, a diferencia del judío de Berkeley, una persona que disgustaba a la vista: de baja estatura -apenas medía un metro cincuenta-, con una enorme cabeza adornada con cabellera leonina, le crecía una giba en el lado izquierdo y, del mismo lado le brotaba una protuberancia en el pecho. De naturaleza enfermiza y de vida sufrida, nació y vivió hasta su juventud en un pequeño y aislado pueblo de Cerdeña, y el sardo fue su lengua materna. Estudió filología en la Universidad de Turín, gracias a una beca que le exigía enormes sacrificios para cumplir con los requisitos y, aunque no terminó su carrera porque la actividad política lo absorbió por completo, fue un buen estudiante y un conocedor serio de la historia de las lenguas occidentales. Fue uno de los líderes, primero del partido socialista y luego del naciente Partido Comunista Italiano, siempre ubicado en la línea más dura que bajaba de la Internacional, liderada por Lenin y luego por Stalin. Vivió en Moscú un par de años y se casó allí con una mujer de la que tuvo dos hijos.
Fue elegido diputado por el Partido Comunista, y ocupó su puesto varios años, aunque solamente pronunció un discurso en el parlamento italiano. Su voz era muy baja y no fue fácil escucharlo, por lo que los diputados fascistas lo rodearon para no perder palabra. Al finalizar, el mismo Mussolini se acercó para saludarlo y le tendió la mano. Gramsci, sin siquiera mirarlo, continuó tomando su café. Poco tiempo después fue encarcelado y condenado a diez años de prisión por propaganda terrorista. Murió en la cárcel, luego de varios años de sufrimientos y un sinfín de enfermedades que no le impidieron escribir treinta y dos gruesos cuadernos en los que resumió sus ideas que tanto efecto tuvieron en el mundo occidental luego de la Segunda Guerra Mundial.
Gramsci fue una persona profundamente resentida; fue precisamente su resentimiento el motor más potente que lo impulsaba a pensar y escribir maldades aún en las condiciones más adversas. Resentido porque venía de una familia pobre y él, a pesar de poseer una inteligencia excepcional, había debido sufrir grandes sacrificios para poder estudiar, mientras que otros más afortunados pero mucho menos inteligentes, lo tenían todo servido. Y resentido por un fealdad física, que en algunos momentos de su vida llegaba a ser repulsiva. Quienes leían sus obras y compartían sus ideas, lo imaginaban alto e imponente, con aspecto y voz de titán, y no podían dar crédito a sus ojos cuando, al conocerlo, veían un homúnculo con voz débil y caminar renqueante.
Poseía ojos azules, con un destello frío y metálico, y una voluntad sobrehumana por formar discípulos. Los jóvenes lo buscaban y quedaban embelesados por su encanto, que no era fruto de sus cualidades físicas sino de la agudeza de su inteligencia. Su modo preferido de enseñanza era dar largas caminatas nocturnas, luego de la cena, por las calles de Turín o de Milán, mientras fumaba y hacía preguntas, comentando y rebatiendo respuestas, hasta llegar al punto que le interesaba. El que odiaba a Occidente y todo lo que éste había fundado, no podía evitar imitar a Sócrates y al peripatético Aristóteles.
Gramsci tuvo la inteligencia lo suficientemente fría y alejada de proclamas y consignas como para darse cuenta que ni en Italia ni en ningún otro país de Europa la revolución marxista vencería como había vencido en Rusia. En aquellos países, la clase campesina a la que debía unirse la clase obrera, estaba integrada en un bloque en el que los intelectuales medios ejercían el papel de difusores de la cosmovisión burguesa. La filosofía de las clases dominantes, a través de una serie de vulgarizaciones sucesivas, se había convertido en sentido común, es decir, en filosofía de las masas, las cuales aceptaban la moral, las costumbres y las reglas de conducta institucionalizadas en la sociedad en la que vivían. Por tanto, era necesario favorecer la formación de un nuevo grupo de intelectuales que rechazaran esa cosmovisión y “liberaran” de ese modo a los campesinos.
Gramsci murió en 1937. Sus cuadernos dieron vida al nuevo marxismo que ha triunfado en Occidente. En pocas décadas el sentido común de ambas clases -la dominante y la dominada- ha cambiado por obra y gracia de un gran grupo de intelectuales medios que se hicieron con la universidad y con los medios de difusión. Cambió el sentido común; se pulverizó la civilización occidental.
Uno de los jefes fascistas comentó cuando estaban por apresar a Gramsci: “Haremos que no pueda pensar durante veinte años”. No cumplieron. Lo dejaron pensar y, peor todavía, escribir.