Resulta difícil dimensionar la gravedad de las palabras del Papa Francisco alentando la unión civil de personas homosexuales. No se trata ya, como pretende el neoconismo impenitente de algunos miembros —cada vez menos—, del Opus Dei, de hacer una hermenéutica adecuada, y rebuscada. La hermenéutica ya está hecha por el mismo silencio de los medios de prensa vaticanos (el que calla, otorga) y por muchos obispos, entre ellos el cardenal Cañizares (sí, el mismo que vestía capa magna en los saraos de Gricigliano), Mons. Tucho Fernández o la increíble declaración de Mons. Sergio Buenanueva, un obispo decente durante el pontificado benedictino, y que ahora no duda en asumir y defender todos los postulados del mundo en materia “LBGT”. Estoy seguro que si esa entrevista la escuchara algún católico de hace veinte años no daría crédito a sus oídos; nosotros ya nos hemos acostumbrado.
Desde una perspectiva simplista, la cosa en sí no sería tan grave y no atañería directamente a los fieles. En definitiva, a un buen católico que por ser hijo de Adán y del pecado, tiene tendencia homosexual, jamás se le ocurrirá unirse civilmente con otra persona de su mismo sexo, y sabrá que la solución a su problema pasa por la castidad y la continencia, como siempre enseñó la iglesia. El problema de las declaraciones pontificias es que son una bomba de profundidad. No explota en la superficie sino que desciende en la hondura de las aguas y allí, cerca del fondo, explota, y sus efectos suben a la superficie destruyendo lo que encuentra a su paso. Francisco está dinamitando la virtud de la castidad.
Quitando la hojarasca, lo que Bergoglio está diciendo es que la castidad y la pureza son virtudes prescindibles, propias de un momento de la historia de la iglesia y de la teología, pero innecesarias o imposibles para un cristiano maduro de nuestro siglo. Verdad es que esto se viene diciendo por lo bajo en los confesionarios y en las aulas de teología de todo el mundo desde hace décadas; el problema es que ahora lo dice, con su tangencial táctica jesuítica, el Sumo Pontífice. Y al hacerlo, se carga decenas de siglos de paciente labor del cristianismo. Como dice Roger Scruton siguiendo a Edmund Burke, el progresismo destruye en pocos años lo que la tradición tardó siglos en construir.
La iglesia, desde sus mismos comienzos, elevó a la castidad a un lugar de preeminencia dentro del ámbito de las virtudes. Lo dijo San Pablo en sus epístolas con términos que hoy resultan demasiado duros para muchos teólogos, y siguieron su camino quienes lo sucedieron en el armado doctrinal de nuestra fe. Pero no fue solamente una cuestión de intelectuales acomplejados por el sexo como alguien pudiera suponer. Fue toda la Iglesia la que exaltó la virtud de la pureza. Las grandes mártires de los primeros siglos, como Inés, Cecilia o Águeda, deben su devoción no solamente a su martirio, sino a la salvaguarda de su virginidad. De hechos, ellas y muchas otras, murieron mártires por defender su consagración virginal a Cristo.
Y desde ella, ¡cúantos son los santos que se nos ponen como ejemplo de castidad! San Luis Gonzaga o San Estanislao Kotska; Santo Domingo Savio o Santa María Goretti; cientos de ejemplos y de vida edificante han quedado desautorizados por las palabras pontificias.
La declaración de la Congregación de la Doctrina de Fe de 2003, aprobadas explícitamente por Juan Pablo II, termina diciendo: “Reconocer legalmente las uniones homosexuales o equipararlas al matrimonio, significaría no solamente aprobar un comportamiento desviado y convertirlo en un modelo para la sociedad actual, sino también ofuscar valores fundamentales que pertenecen al patrimonio común de la humanidad. La Iglesia no puede dejar de defender tales valores, para el bien de los hombres y de toda la sociedad.”. Esos valores fundamentales que son patrimonio común de la humanidad y que Bergoglio no tiene problema en que sean ofuscados, se anclan, en el fondo, en el reconocimiento de la castidad como virtud.
Es por ese motivo que las palabras pontificas son devastadoras; destruyen siglos de paciente construcción. Pongo un ejemplo. En el siglo V aparece en la Europa invadida por los feroces pueblos bárbaros, Santa Úrsula y las once mil vírgenes, cuya fiesta se celebró hace pocos días. La historia cuenta que esta joven consagró su virginidad a Dios pero fue pretendida por el mismísimo Atila. Negándose ella a sus requerimientos, fue martirizada junto a otras once mil vírgenes que rechazaron también la lujuria de los hunos. Dejemos de lado si fueron once mil o solamente once. Lo cierto es que la Iglesia elevó el ejemplo de Úrsula y sus compañeras como un paradigma que, lentamente, fue permeando los pueblos y civilizándolos. Y no se trató meramente de un recurso al que se echó mano para fortalecer la familia y, con ella, el orden social, como podría suponer restrictivamente algún científico. La primera y más importante razón es porque la impureza es un pecado que ofende gravemente a Dios; es una violación de la ley divina. La Iglesia tiene misericordia del pecador, pero no puede alentar su pecado. El Estado tiene tolerancia con los pecadores pero no puede legalizar su pecado. Y es exactamente esto lo que ha hecho el Sumo Pontífice: alentar la fornicación contranatura y promover su legalización.
Se trata, en el fondo, de la desaparición del sentido del pecado y de la gravedad de la ofensa a Dios. Los argumentos sentimentales —“los homosexuales son hijos de Dios y tienen derecho a una familia”, dice Francisco—, han desplazado a la ley divina. Y no se trata ya de desplazar sólo una virtud; se cargan la misma voluntad de Dios, no temen al pecado y, como el enemigo inveterado de la raza humana, dicen Non serviam.