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sábado, 29 de mayo de 2021

¿El fin del motu proprio?

 

La semana pasada varios sitios católicos informaban que el Papa Francisco había comunicado a los obispos italianos que se estaba preparando un documento que limitaría o re-interpretaría el motu proprio Summorum Pontificum, volviéndose de hecho la situación previa al mismo, es decir, a la necesidad del permiso episcopal explícito para la celebración pública de la Santa Misa en el rito tradicional. Vale la pena intentar un análisis de la cuestión.


1. No es la primera vez que aparecen estas alarmas. De hecho, y según mis cuentas, es la tercera. Y nunca pasó nada. Podría ser también este el caso. No más que un rumor que termina levantando una tormenta innecesaria.

2. Pero no es inverosímil. Los obispos italianos son los que más se opusieron al motu proprio y los que con mayor insistencia han expresado su deseo de que sea abolido, y suena probable que Francisco les haya dicho, una vez más, lo que ellos quieren escuchar, sobre todo cuando intenta convencerlos por las buenas de que inicien el “camino sinodal” de la iglesia italiana, a lo que son muy reticentes. 

Viene bien repetir aquí una anécdota que narra Omar Bello, amigo y biógrafo de Bergoglio:


— ¡Hay que echarlo ya! —reclamó Bergoglio levantando lo voz. Las paredes temblaron. —¡Ni un día más puede estar acá este tipo. ¿Entendieron?

Se refería a un empleado de la Curia que, según se dice comúnmente, se le había metido entre ceja y ceja.

— Me lo echa enseguida. ¿Entendido?

[…]

Ya echado, el empleado en cuestión pidió una audiencia con el cardenal y la concedió rápido, sin hacer preguntas.

— Pero yo no sabía nada, hijo. Me sorprendés… —aseguró el actual Papa cuando el “echado “ le narró sus cuitas.

— ¿Por qué te echaron? ¿Quién fue?

El hombre salió de las oficinas cardenalicias sin trabajo pero con un auto cero kilómetro de regalo, creyendo que Francisco era un santo empujado por circunstancias ajenas a su control, dominado por una caterva de asistentes maliciosos. La historia de ese despido es repetida hasta por los encargados de seguridad de la Curia porteña. (El verdadero rostro de Francisco, Noticias, Buenos Aires, 2013, pp. 36-37)


Este hecho, ocurrido hace más de una década, es un calco de lo ocurrido la semana pasada con Enzo Bianchi. Todos recordarán que hace algunos meses, el Vaticano decidió en forma intempestiva expulsar a Bianchi del monasterio de Bosse, que él mismo había fundado, sin ninguna explicación ni posibilidad de apelación. El caso provocó un escándalo que resonó por toda Italia y no es creíble que Papa Francisco no. estuviera enterado, y aprobara, lo que estaba sucediendo. Pues bien, la semana pasada nos enteramos que Enzo Bianchi, ya expulsado de su comunidad, recibió una carta de Bergoglio en la que, palabras más, palabras menos, le dice lo mismo que al empleado de la Curia: “¿Te echaron? ¿Pero quién fue? Yo no sabía nada”. Habrá que ver si Bianchi recibió como consuelo un automóvil.

Bergoglio no tiene ningún reparo en tergiversar hechos o manipular personas a fin de conseguir sus objetivos. No sería en absoluto extraño, entonces, que les largara algún hueso a los obispos italianos para tenerlos contentos y lograr que le obedezcan.

3. El blog de Marco Tossatti agregó un dato que torna aún más verosímil el rumor. Estaría en estudio un tercer borrador de reforma y limitaciones del motu proprio; los dos primeros habrían sido rechazados por la Congregación de Doctrina de la Fe —sede la ex-Comisión Ecclesia Dei—, pero esta vez el proyecto estaría impulsado por la todopoderosa Secretaría de Estado. Y recordemos que fue esta misma Secretaría la que recientemente prohibió la celebración de misas privadas en la basílica de San Pedro, obligando a todos los sacerdotes a concelebrar en una única misa, privando de ese modo al templo de su función litúrgica y convirtiéndolo en un museo. Y la firma fue de Edgar Peña Parra, el Sustituto, personaje susceptible de todo tipo de presiones. Visto este antecedente, no sería extraño —y es sólo una hipótesis— que sea él quien está detrás de la cuestión movido y presionado por quién sabe qué intereses.

4. Pongámonos en el peor de los escenarios. ¿Qué ocurriría si el motu proprio queda derogado y vuelve a ser necesario el permiso del obispo del lugar para la celebración pública de la misa tradicional? En la gran mayoría de las diócesis del mundo, no pasaría nada. De hecho, salvo los casos de Gran Bretaña y Estados Unidos, los sacerdotes que querían celebrar la misa tradicional con fieles debían contar con el permiso del obispo. Y si lo hacían sin su permiso, para lo cual los habilitaba el motu proprio, eran rápidamente reconvenidos o castigados por su ordinario. 

No se trata de apelar a La zorra y las uvas de Esopo. La re-interpretación bergogliana sería una derrota, pues lo que nos fue concedido por el Papa Benedicto XVI nos sería arrebatado por Francisco. Sin embargo, a mi entender, no sería una catástrofe, porque hay un elemento que no debemos perder de vista:

5. Los buenos curas y los buenos fieles perdieron las cosquillas. Hasta antes de la promulgación del motu proprio la misa tradicional era considerada algo peligroso, propio de grupos sectarios y desobedientes y, en el mejor de los casos, y cuando admitían la superioridad del rito tradicional, los sacerdotes aducían que era necesario obedecer, porque “el que obedece no se equivoca”, y hay que ser humildes y celebrar bien el rito de Pablo VI. Casi quince años de misa tradicional con derecho propio en la Iglesia, ha provocado que muchos cayeran en la cuenta de la magnitud de lo que nos fue arrebatado por el Vaticano II, de la inanidad de los argumentos progresistas y de la maldad de muchos obispos exigentes de obediencia. Esos sacerdotes y esos fieles no se resignarán fácilmente; lucharán por sus derechos y exigirán los permisos, y si no se los conceden, los tomarán por su cuenta. El Papa Benedicto fue muy claro en su Summorum Pontificum cuando dijo que se trataba de un camino para que toda la “Iglesia preserve la continuidad interna con su pasado. Lo que antes era sagrado no debe convertirse en malo de un momento a otro. Ahora no hay otra Misa. No son más que formas diferentes del mismo rito”. 

Quien conoció la misa tradicional —sacerdotes o fieles—, ya no pueden volver a la misa modernista. Eso es un hecho. Y frente a los hechos, no hay re-interpretaciones que valgan.

miércoles, 26 de mayo de 2021

Un consuelo del cardenal Newman

 


Cuando la Iglesia, en manos del Papa Francisco, se vuelve día a día un lugar más inhóspito, cruel y agresivo, vale la pena recordar estas palabras de consuelo de San John Henry Newman:


Así, lo que se ha dicho —aunque es bien poco comparado con lo que podría decirse sobre el tema— puede ser suficiente para darnos una idea del gran privilegio del que podemos disfrutar, si lo buscamos: habitar en un hogar celestial en medio de las turbulencias de este mundo. El mundo no es una ayuda adecuada para el hombre; pero este necesita una ayuda adecuada. Nadie, ni hombre ni mujer, puede sostenerse solo; eso es algo constitutivo de nuestra naturaleza; y el mundo, en vez de ayudarnos, es un adversario declarado. No hace sino aumentar nuestra soledad. Elias clamaba: «He quedado yo solo y me buscan para matarme» (1 R 19,10).

¿Cómo le contestó Dios Todopoderoso? Diciéndole que su bondad le había reservado siete mil fieles verdaderos. Tal es la bendita verdad que trae a nuestra casa para nosotros también. Podemos estar llenos de angustia, puede haber luchas por fuera y temores por dentro; podemos estar expuestos a los malos gestos, a la censura y al desprecio de los hombres; puede ser que nos eviten; o, en el mejor de los casos, puede que estemos —como, de hecho, estaremos— desengañados por lo infructuoso de este mundo, por su frialdad, su hostilidad, lo distante y sombrío; necesitaremos de algo más próximo a nosotros. ¿Cuál es nuestro recurso? No está en el brazo del hombre, en la carne y la sangre, en la voz del amigo o en el rostro agradable; está en ese santo hogar que Dios nos ha dado en su Iglesia, esa ciudad eterna en la que Él ha establecido su morada. Es ese monte invisible desde el que los ángeles nos observan con mirada escrutadora y las voces de los difuntos nos llaman. «El que está en nosotros es más poderoso que el que está en el mundo» (1 Jn 4,4). «Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros?» (Rm 8,31).


Parochial and Plain Sermons n. 12, vol. 4, del 22 de octubre de 1837.


lunes, 24 de mayo de 2021

Bergoglio y el juego de los opuestos

 

Es razonable preguntarse si tiene algún sentido analizar los discursos del Papa Francisco. Luego de ocho años de pontificado, difícilmente alguien podrá negar que éstos suelen ser no más que una aburrida e insustancial colección de lugares comunes e inanidades de la que solamente toman nota sus pedisecuos y aquellos que lo utilizan con alguna finalidad política o personal.

Sin embargo, la semana pasada, se conjugaron dos eventos en los que vale la pena detenerse. Se trata de un videomensaje en ocasión de la Semana Nacional de la Vida Consagrada y de un encuentro virtual entre tres personajes patibularios en ocasión de la misma celebración: el cardenal Braz de Aviz, el prepósito general de los jesuitas Arturo Sosa y la monja Jolanta Kafka, presidente de la asociación internacional de religiosas. 


La primera observación es la ramplona incoherencia del discurso bergogliano. Afirma: “Me pregunto sobre la esterilidad de algunos institutos de vida consagrada, ver la causa, y generalmente se encuentra en la falta de diálogo y compromiso con realidad”. Lo cierto es que la gran mayoría de los institutos religiosos hoy son no solamente estériles sino que están agonizando, y también es cierto que todos ellos en las últimas décadas se han caracterizado por el diálogo y compromiso con la realidad. No hace falta extendernos al respecto para probar la afirmación. Baste mencionar las monjas que abandonaron sus conventos para radicarse en villas miserias a fin de estar cercanas a los pobres y defender sus derechos, y los misioneros que dejaron de predicar el evangelio para lograr que el agua potable llegara a algún caserío africano. Se empaparon de realidad hasta el hartazgo y, sin embargo, sus institutos religiosos  agonizan y están irremediablemente condenados a la desaparición. 

Paralelamente, el cardenal Braz de Aviz, prefecto de los religiosos, advertía que el Papa Francisco le había manifestado su temor de que algunos institutos religiosos poseen “una cierta tendencia a ir un poco lejos del Concilio Vaticano II, retomando posiciones tradicionalistas”. Lo curioso es que son justamente estos institutos religiosos, tan carentes de diálogo y compromiso con la realidad, los que no son estériles y sus casas de formación están llenas de estudiantes. La realidad, a la que tanta atención presta el Sumo Pontífice, dice con clara evidencia que los jóvenes que deciden consagrar su vida a Dios, eligen mayoritariamente aquellos institutos que le aseguran apego y cercanía a la tradición, y consecuente alejamiento de los principios pastorales inaugurados por el Vaticano II.  

Pareciera entonces que el Papa Francisco sólo ve una parte de la realidad, la que se acomoda a sus ideologías. La otra parte, la que nosotros vemos, es condenada y sindicada de peligrosa. 

Pero hay otro aspecto que también debe ser tenido en cuenta. El Papa Francisco aprovecha cada oportunidad que se le ofrece para generar divisiones dentro de la Iglesia. En el caso que estamos analizando, se dedica a señalar a los estériles que son incapaces de dialogar con la realidad y a los pertinaces tradicionalistas que se alejan del Vaticano II. Y es cuestión leer o escuchar cualquiera de sus discursos y homilías para encontrar siempre un fuerte ahínco por generar bandos contrarios. En Argentina diríamos que se dedica a profundizar la grieta, lo cual, por cierto, es una práctica habitual del peronismo.

El origen es de este mecanismo intelectual de Bergoglio le viene de lejos. Uno de sus maestros, el finado jesuita Juan Carlos Scannone, afirmaba que uno de los libros de cabecera del joven estudiante Bergoglio había sido La oposición polar de Romano Guardini, donde este autor establece sus fundamentos filosóficos. Se refiere a una oposición que se constituye en una relación que aparece en todas las determinaciones cuantitativas, cualitativas y vitales de la realidad. En esa relación, los dos momentos se excluyen implicándose mutuamente al mismo tiempo, e incluso presuponiéndose el uno al otro. Los términos no se contradicen como la tesis y antítesis de Hegel, sino que solo se oponen. No se excluyen porque quedan siempre en tensión, no hay síntesis, sino que cada cual permanece abroquelado en su lugar.

Pero la particularidad que aparece en el caso del Papa, es que para él hay dos tipos de opuestos: aquellos que permanecerán tales y que deben permanecer tales para conservar la oposición en la que se basa la teoría de Guardini, y aquellos otros opuesto que, en cambio, deben ser destruidos. Curiosamente, los primeros son los enemigos históricos de la fe, y los segundos sus amigos.

Bergoglio se abraza con todos los opuestos con respecto a los cuales no hay síntesis posible: musulmanes, protestante o abortistas, entre muchos otros. Los que están fuera de la Iglesia y que permanecerán fuera de ella, son reconocido como opuestos y respetados y besuqueados. Los que están dentro de la Iglesia, en cambio, son opuestos peligrosos, deben ser vigilados y, en la medida de lo posible, castigados. Es que, en rigor, no se trata de opuestos sino de enemigos. Para con ellos no hay besuqueos ni puentes que tender. Se imponen la ruptura y las misericordiaciones. 

Bergoglio no sólo es un personaje patético. Es un personaje cruel y peligroso. Como bien lo define el ensayista argentino Juan José Sebrelli, es “el maquiavélico Ignacio de Loyola travestido en el dulce Francisco de Asís”.


miércoles, 19 de mayo de 2021

Dos recientes y buenos libros

 

Francisco José Soler Gil, Al fin y al cabo. Reflexiones sobre la muerte de un amigo, Encuentro: Madrid, 2021.

El autor del libro es conocido en este blog ya que escribió en él varios artículos hace algunos años. Es profesor de filosofía en la Universidad de Sevilla y se ha especializado en la filosofía de la física, y este perfil lo hace particularmente apto para lazarse a escribir sobre la muerte. Como él mismo dice, se trata de un tema que para ser abarcado exigiría varios volúmenes por lo que su libro es una síntesis, pero no se trata de un escrito apretado y denso, sino que, por el contrario, se lee con facilidad, y en mi caso al menos, con mucho gusto.


Está dividido en tres grandes partes: “Lo que sabemos sobre la muerte”; “Reacciones ante la muerte” y “Conjeturas acerca del significado de la muerte”. Y en cada una de ellas se trata con seriedad y sin concesiones todos las aristas del tema en cuestión : desde las estrictamente biológicas hasta las existenciales y filosóficas. Y esto me parece uno de los aciertos más importantes del libro: el autor no escamotea ninguna objeción, ningún temor ni ninguna duda que aparezca en esos campos. Expone con honestidad los planteos del materialismo o de la visión agnóstica de la vida y del mundo y los enfrenta con serenidad, y los sólidos conocimientos que le proporciona su formación lo habilitan para dar respuestas apropiadas y convincentes. 

Señalo, además, otras dos virtudes del libro, de entre otras muchas que posee. En primer lugar, se trata de un texto claro y ordenado; el autor no solamente anuncia al inicio de cada apartado el objetivo que persigue sino que utiliza un discurso instruido pero apto para ser comprendido por cualquier persona culta que se acerque a su lectura, sin necesidad de que sea un especialista en las abstrusos vericuetos de la filosofía y de la física.

En segundo lugar, el libro está escrito por un cristiano como una reflexión provocada por la muerte reciente, y a raíz del covid, de un colega y amigos suyo, el profesor Javier Hernández-Pacheco, que fuera un conocido y excelente docente de filosofía en la Universidad de Sevilla, autor de numerosas obras en las que buscó inteligir el mundo contemporáneo a partir de la sabiduría y de la fe católica que profesó con fidelidad a lo largo de su vida. Esta circunstancia hace que el libro tenga un toque de humanidad y de emotividad que no suele aparecer en otro tipo de texto, pero sin que las emociones enturbien el razonamiento del autor. 

En resumen, un libro altamente recomendable para ser leído sobre todo cuando se ha sobrepasado la mitad de la vida, y en los tiempos luctuosos que estamos viviendo.

Más información aquí.



Eduardo B. M. Allegri, Un tal Chesterton, Vórtice: Buenos Aires, 2021.

La editorial Vórtice, como siempre, es capaz de robarnos, o regalarnos, un fin de semana placentero. Y es lo que me ocurrió este último fin de semana, que me lo pasé repantigado en mi sillón leyendo el libro de Allegri sobre Chesterton. Un verdadero placer, y no podía ser de otro modo cuando se trata de acercarse a la vida y a la obra del inolvidable y cada vez más enorme G.K.


En septiembre de 2019 estuve un día en Beaconsfield recorriendo los lugares chestertonianos: su casa, la iglesia que le fue tan cara y significativa y su tumba, con la bellísima escultura de Eric Gill. Pude, además, visitar su biblioteca que se encuentra en la casa parroquial y que el sacerdote muy amablemente me mostró y dejó curiosear. Todos estos recuerdos volvieron al leer este libro lo cual es un signo claro que el autor ha sabido no solamente presentar a Chesterton, sino hacerlo de un modo ameno, casi coloquial, que llama recuerdos y enciende emociones.

Allegri repite en más de una ocasión que la suya no es una obra que pretenda originalidades, y difícil sería decir algo original sobre Chesterton, después de todo lo que se ha escrito sobre él. Y en todo caso, para hacerlo, habría que escribir una obra erudita, una tesis doctoral con lenguaje apretado y texto oscuro, como corresponde a un texto académico que se precie de tal, y al que accederían solamente unos pocos interesados. 

Este libro, en cambio, es una excelente introducción a Chesterton, y ese es su mérito principal. Es una herramienta fácil de conseguir, y por pocos pesos, para introducirse en su figura, y esto, además de un mérito, es una necesidad. Ocurre con frecuencia que cuando se pregunta a los jóvenes católicos, en proceso de formación y ávidos de lecturas, si han leído a Chesterton, responden con renuencia y casi avergonzados que no, lo cual es incomprensible. Aquí tienen entonces un libro que los introducirá en el personaje y en su obra y que los guiará en la lectura de la obra chestertoniana.

Después de un utilísimo capítulo introductorio con las fechas de Chesterton y un elenco de todas sus obras, el autor desarrolla los siguientes capítulos: “El hombre”; “El hombre en el mundo”; “El escritor”; “Chesterton en la Argentina: un caso”; “Los detectives de Dios”; “Los amores de GKCh.”; “Humor inglés y alegría cristiana”; “Una clave: el realismo de GKCh”, y “Chesterton, Defensor de la fe”. Como puede verse, está más que justificada mi consideración: se trata de una excelente introducción.

Animo a leerlo, y garantizo con ello un placentero fin de semana.

Más información aquí.

lunes, 17 de mayo de 2021

El derecho universal a la salvación

 

Roger Scruton, en su libro Cómo ser conservador (Homo Legens: Madrid, 2014), dedica un capítulo a describir la absurda sociedad contemporánea en la que todos se consideran acreedores de un sinnúmero de derechos sin más fundamento que el propio egoísmo, capricho o patología. Estas pretensiones se han convertido en los últimos años en un fenómeno arrollador, imposible de detener, incluso cuando se trata de las “derechos” más descabellados. Una persona con serios problemas de atraso o inmadurez intelectual, tiene derecho a ir a la universidad, y guay del profesor que la aplace, porque le caerán encima todas las reglamentaciones institucionales contra la discriminación, además de la hoguera mediática, y no sería raro que perdiera su trabajo. Un señor que nació hombre tiene derecho a autopercibirse mujer y tener un documento de identidad que lo acredite como tal. Pero no sólo eso: tiene derecho a jugar en el equipo femenino de jockey de su club o a cantar como soprano en el Colón. E incluso, ya hay alguno que además de descubrir su identidad femenina descubrió también que tiene vocación a la vida religiosa… como monja. Por ahora, la Iglesia le ha dicho que no, pero no sabemos a qué extremos puede llegar la misericordia del Papa Francisco.


Y esta situación se ha colado incluso dentro de la Iglesia desde hace algunas décadas: las mujeres comenzaron reclamando sus derechos a ser monaguillas, luego a ser diaconisas y en Alemania amenazan con ordenarlas sacerdotisas. Los separados que rehicieron sus vidas con otras parejas tienen derecho a participar de la vida sacramental, y las parejas homosexuales a ser unidos en matrimonio o, al menos, a recibir una bendición nupcial. Estamos frente al descalabro completo no solamente del orden natural sino de la más básica sensatez. 

Pero hay otro derecho que también se reclama en los sectores religiosos con mucha fuerza aunque de un modo más discreto: el derecho universal a la salvación, porque pareciera que todos los hombres tiene derecho a salvarse y nada ni nadie —ni siquiera San Pedro— puede negarles la entrada al Cielo. Dios cometería un flagrante acto de discriminación si negara la felicidad eterna a un hombre por no estar bautizado, o por llevar una vida sexualmente desordenada, o por no participar del culto de la Iglesia, o por infringir cualquiera de los Diez Mandamientos. Y gritan por las plazas la frase evangélica: “Las prostitutas os precederán en el Reino de los Cielos”, sin aclarar, claro, que se trata de las prostitutas arrepentidas, como aquella que lavó con sus lágrimas los pies del Señor, y que precederán a los fariseos, aquellos que escondían detrás de sus ampulosidades religiosas la podredumbre de un sepulcro. La pretensión es, en definitiva, una suerte de apocatástasis de baja calidad, una apocatástisis berreta o cutre, que enfurecería a Orígenes.

El problema, en mi opinión, viene de muy larga data, y se hunde en el optimismo infundado que permeó a buena parte del catolicismo militante pre y post conciliar, según el cual el instaurare omnia in Christo significaba sin más que todas las sociedades debían ser, y serían, profundamente cristianas como alguna vez lo habían sido. Y lo cierto es que nunca lo fueron y nunca lo serán porque, en pocas palabras, el cristianismo en serio, y no como mero barniz cultural, es para un grupo reducido. Al menos, esta es la idea del Cardenal Newman, que yo comparto. 

Afirma Newman que la misión del cristiano “es gastar y gastarse con los muchos llamados, por el bien de los pocos elegidos”. Y continúa señalando el hecho de que nunca se nos aseguró que la Iglesia fuera a tener éxito en el corazón de las muchedumbres, y constata que más allá de los éxitos innegables que consiguió a lo largo de su historia milenaria, “la gran masa de hombres no está, desde el punto de vista espiritual, mejor que antes. El estado de las grandes ciudades en la actualidad no es muy distinto del que era antiguamente; o al menos, no tan distinto como para que parezca que la obra principal del cristianismo ha sido incidir en la cara visible de la sociedad, o lo que llamamos el mundo”. Y esto lo decía en 1836.

Y sigue más adelante: “El conocimiento del Evangelio, por tanto, no ha cambiado, desde el punto de vista material, más que la superficie de las cosas; el Evangelio ha limpiado el exterior pero, en la medida en que podemos juzgar, no ha actuado en gran escala sobre el espíritu interior, sobre ese ‘corazón’ del que proceden las cosas que ‘hacen al hombre impuro’. Y afirma que el triunfo del Evangelio se ha dado solamente en un grupo reducido, y consiste en “…elevar por encima de ellos mismos y de la naturaleza humana a aquellos —cualesquiera que sea su rango o cualidad de vida—cuya voluntad coopera misteriosamente con la gracia de Dios; a aquellos que, cuando Dios les visita, temen y obedecen a Dios realmente, sea cual sea la misteriosa razón por la que un hombre obedece y otro no”. Podríamos decir que Evangelio es para todos, pero no todos son para el Evangelio, sencillamente porque no todos —y no sabemos por qué—, son capaces de seguirlo. Aunque el Sembrador siembra para todos, no toda la semilla cae en tierra firme y fértil. Muchas son las semillas, pero pocas las elegidas para que den fruto, y lo den en abundancia.

Y como un caveat a quienes están atacados de la militacia jesuítica, advierte Newman: “Aunque trabajáramos sin desfallecer, con la esperanza de convencer al que piensa de otro modo, nunca podríamos revocar el testimonio de nuestro Salvador y hacer que los religiosos fueran muchos y los malos pocos. Solo podemos hacer lo que tiene que ser hecho. Con nuestra esforzada labor solo podremos llegar a aquellos para quienes hay preparadas coronas en el cielo. ‘A los que de antemano eligió también predestinó’ (Rom. 8,29). Nosotros no podemos destruir las diferencias que separan a un hombre de otro hombre. Y atribuir a un defecto del bautismo, de la predicación y de los demás ministerios el hecho de que estos no puedan ir más allá de los límites que la palabra de Dios ha predicho es tan poco razonable como pretender hacer que el espíritu de un hombre sea igual que el del otro”. 

Nuestro Señor en su Evangelio y toda la Revelación divina señalan una realidad que resultó difícil de entender desde siempre, y mucho más en los momentos actuales: la Salvación se ofrece a todos, pero no todos la reciben. La Sangre de Cristo se derramó por muchos, pero no por todos los hombres, porque los elegidos son pocos, apenas un grupo pequeño de entre todos los llamados. Y nos gusten más o menos estas palabras; nos suenen más o menos inapropiadas para los oídos contemporáneos, lo cierto es que están allí, y ni una iota puede ser quitada de ellas.

Y la verdad sea dicha, los que alentaron últimamente esta idea la “salvación para todos y todas” no fueron solamente Hans Küng o von Balthasar. Fue Juan Pablo II, con su sentimentalismo propio de la filosofía personalista a la que adhería, quien dijo que el infierno no es “un lugar”, sino “la situación de quien se aparta de Dios”, siguiendo a los jesuitas que afirman que se trata de “de un estado del alma, un modo de ser de la persona en la que ésta sufre la pena de la privación de Dios”. Y, como no podía ser de otra manera, la aguda teología peronista del Papa Francisco nos ilustraba diciendo que los hombres que no se arrepienten de sus pecados, “no son castigados. Aquellos que se arrepienten obtienen el perdón de Dios, pero aquellos que no se arrepienten y no pueden ser perdonados desaparecen. El infierno no existe, la desaparición de almas pecadoras existe”.

Y si el “estado” del infierno no existe, el cielo es necesariamente para todos. En definitiva, la salvación es un derecho.


[Los textos de Newman corresponden a: Parochial and Plain Sermons vol. 4, sermón 10, del 20 de noviembre de 1836]. 

miércoles, 12 de mayo de 2021

Tolkien y la oscuridad de este mundo

 

Es notable como varios autores del último siglo fueron capaces de prever e incluso de experimentar en sí mismos la angustia de las nubes oscuras que veían acercarse silenciosamente. Entre nosotros, Leonardo Castellani, por ejemplo, y de otras latitudes, T.S. Elliot, C.S. Lewis o J.R.R. Tolkien. 


Justamente, este último le hace cantar lo siguiente a Sam en la torre de Cirith Ungol:


Aquí yazgo, al término de mi viaje,  

hundido en una oscuridad profunda:

más allá de todas las torres altas y poderosas,

más allá de todas las montañas escarpadas, 

por encima de todas las sombras cabalga el Sol

y eternamente moran las Estrellas. 

No diré que el Día ha terminado,

ni he de decir adiós a las Estrellas.


Tolkien creía que la historia humana, arraigada en un mundo caído, estaba destinada a ser poco más que una sucesión de derrotas y decepciones, y que incluso las victorias tenían sombras de una pérdida irreparable. Pero la historia es temporal, está tan encerrada en el tiempo como arraigada en la Caída, y en sí misma no es más que una sombra de la eternidad. Más allá de las derrotas de nuestra historia existe siempre la esperanza de la alegría eterna. «Soy, en efecto, cristiano, y apostólico romano por lo demás —escribió en 1956, poco después de la publicación de El Señor de los Anillos—, de modo que no espero que la “historia” sea otra cosa que una “larga derrota”, aunque contenga (y en una leyenda puede contener más clara y conmovedoramente) algunas muestras o atisbos de victoria final.»

Y a medida que el tiempo pasaba, esta sensación era ya casi certeza. En carta a su amiga Amy Ronald, fechada el 16 de noviembre de 1969, decía:

¡Qué mundo espantoso, oscurecido por el miedo, cargado por el dolor, es el mundo en que vivimos! Especialmente para aquellos que soportan además la carga de la edad, cuyos amigos y todos los que les preocupan en especial padecen de lo mismo. Chesterton dijo que es nuestro deber mantener flameando la Bandera de Este Mundo: pero hoy exige eso un patriotismo más vigoroso y sublime que entonces. Gandalf agregó que no nos corresponde a nosotros elegir la época en que nacemos, sino hacer lo que esté de nuestra parte para componerla; pero el espíritu de la maldad en los sitios encumbrados es ahora tan poderoso y sus encarnaciones tienen tantas cabezas, que no parece haber nada más que hacer que negarnos personalmente a venerar cualquiera de las cabezas de la hidra...

Y sin embargo, a pasar de la oscuridad y de la angustia, siempre hay un motivo para alentar “la esperanza a la que hemos sido llamados” (Ef. 1,18). En carta a uno de sus hijos escribía:

Nacimos en una era oscura fuera del momento debido (para nosotros). Pero hay este consuelo: de otro modo no sabríamos lo que amamos o no lo amaríamos tanto. Imagino que el pez fuera del agua es el único que tiene vocación acuática.

De modo que en el Milagro Primordial (la Resurrección) y también en los milagros cristianos menores, aunque en menor escala, no sólo se tiene el súbito atisbo de la verdad tras la aparente Ananke de nuestro mundo, sino un atisbo de que es realmente un rayo de luz a través de las grietas mismas del universo que nos rodea.


domingo, 9 de mayo de 2021

Quis ut Deus?

 

Creo que todos somos conscientes que estamos viviendo tiempos históricos que anuncian un profundo cambio de época, y no por causa del coronavirus, porque pandemias han habido cientos a lo largo de la historia, y cuando pasan, las cosas siguen más o menos iguales. Mucho más grave y definitorio que un bichito es el profundo cambio operado en la Iglesia Católica que sí puede provocar modificaciones mucho mayores y radicales.


Lo que está sucediendo en Alemania, a mi entender, no es más que el epifenómeno de lo que sucede en lo profundo de toda la Iglesia, y las afirmaciones que los alemanes están declamando abiertamente, las firmarían en lo profundo de su corazón una buena mayoría de obispos, sacerdotes y fieles. Una larga entrevista concedida por el cardenal Müller, en la que describe la situación de Alemania, sirve para demostrar el fenómeno del que hablo. Estamos frente a una iglesia, también en Argentina, España y todo el mundo, que ha renunciado a la pretensión de verdad y de ser la única que posee la verdad de la revelación, y que tiene muchísimo cuidado en no presentarse con esos títulos, no sea que la apedreen en las plazas públicas de los medios de comunicación. La Iglesia, en la práctica, se ha reducido a la ética social y al sentimentalismo religioso, y la única legitimidad que acepta es la que proviene del interior de cada católico (¿por qué un sacerdote va a negar la comunión a un adúltero si él, en su interior, se sabe justificado en su proceder?). Una iglesia de este tipo está condenada a la irrelevancia social, y es lo que está sucediendo. Bouyer, hace varias décadas, se reía con sorna de los católicos que corrían a estrecharse en abrazos con los enemigos de la fe, protestando su modernidad, amplitud de miras y fraternidades universales, y lo único que conseguían era la burla y el desprecio, la misma burla y desprecio que recibe hoy el Papa Francisco y otros personajes eclesiásticos por el estilo.

En pocas décadas, la Iglesia Católica ha dejado de ser y de proclamarse una religión sobrenatural para convertirse en una religión civil, que ha negociado todo en aras de conseguir la aceptación del mundo. Cuando un Papa da la comunión públicamente a un protestante —lo mismo que harán abiertamente los alemanes en pocos días—, está cuestionando la necesidad de la gracia; cuando se besa, reza y firma acuerdos con un musulmán, está despreciando la fe en el Dios Trino y en la divinidad de Jesucristo. Y esto que ha hecho últimamente Francisco, y que con variantes no muy pronunciadas también habían hecho Pablo VI y Juan Pablo II, ambos aparentemente santos, es compartido sin cuestionamientos por la inmensa mayoría del clero y de los fieles. Estamos frente a una iglesia diluida, la sal que perdió su sabor y que ya no sirve más que para ser arrojada al camino y pisada por los viandantes (Mt. 5,13).

Con la llegada de Bergoglio al solio de Pedro, se impuso de un modo magisterial —y destaco este carácter afirmado por el mismo pontífice— un principio que el marxismo y toda la progresía había usado a mansalva en las últimas décadas: la realidad se impone y los principios deben ceder frente a ella. Es este el nuevo superdogma. El ideal es la celibato sacerdotal, la castidad matrimonial y la continencia en los jóvenes, pero la realidad es que los sacerdotes quiebran frecuentemente sus votos, y la castidad es poco y nada observada en los otros estados de vida. Por tanto, esta “realidad de la vida” debe imponerse a los principios, los que deberán ceder sus pretensiones. En el mejor de los casos, quedarán como ideales a los que cada cual se acercará en la medida de sus posibilidades. Es esta la nueva moral católica y la teología moral que se enseña en la mayoría de los seminarios católicos. Y es, en el fondo, una renuncia a la fe en Jesucristo. Él es el liberador del pecado, de la muerte y del demonio. Él no respondió a la “realidad de la vida” del divorcio , que era común en su tiempo, o a la envidia de los fariseos, o a la violencia de los romanos, con el conformismo, ni les sugirió discernimientos, ni pretendió un “cambio de paradigma” de la fe de Israel. San Pablo no se detuvo a respetar los “proyectos de vida en común trazado por dos personas del mismo sexo adultas en la fe” sino que espetó en alta voz: “No os dejéis engañar: ni los inmorales, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los homosexuales heredarán el Reino de Dios” (I Cor, 6,9).

Decía al comienzo que estamos frente a un nuevo escenario que exige necesariamente medidas también nuevas. Y no me parece que siempre acertemos en este empeño. A veces, a fuer de conservadores, pretendemos aplicar las estrategias y argumentaciones que fueron más o menos eficaces en siglos anteriores y que ahora no tienen ya ningún peso, al menos para esgrimir en la primer línea de batalla. Después de la Reforma Protestantes y después de la Revolución Francesa, es decir, después de la subversión del orden religioso y político, podíamos hacer apologética de nuestra fe refiriéndonos, por ejemplo, a los “motivos de credibilidad de la Iglesia”, entre otros, la “santidad de su miembros”, pero eso, después de los escándalos de los últimos tiempos, no se lo cree nadie, y no prueban absolutamente nada. Y tampoco podemos ya argüir en contra del divorcio, de la homosexualidad e incluso del aborto apelando a la ley natural, porque nadie acepta ya la existencia de una naturaleza y mucho menos de una ley que provenga de ella. Esgrimir las armas de la apologética del siglo XIX es una pérdida de tiempo, y esto no significa que nos hayamos quedado sin argumentos. Sencillamente, nos quedamos sin oídos aptos para escuchar y comprender esos argumentos.

En mi opinión, ha llegado la hora de argüir el último y fundamental argumento: Dios lo quiere así, aunque la “realidad de la vida” sea otra. Dios no quiere el adulterio, ni tampoco quiere la fornicación según o contra natura, como tampoco quiere el robo o la mentira. Esta es su Voluntad, expresada claramente en la Revelación a través de las Escrituras y la Tradición, y es nuestra obligación obedecerla, sabiendo que esa obediencia nos hará libres. Se trata, en el fondo, de la tentación primigenia, de querer ser como dioses, de querer establecer nosotros mismos las reglas. Y así como muchos pueden argumentar que todos tienen derecho a rehacer su vida luego de un fracaso matrimonial, o que tienen derecho a amar a quien sea independientemente de su sexo, y que es arbitraria toda disposición contraria, también Adán y Eva tenían derecho a protestar por la arbitrariedad de no poder comer del famoso manzano, siendo como era un árbol más del jardín de Edén. En el fondo se trataba de la voluntad de Dios: Él, porque es Dios, decidió que de ese árbol no se comía; y porque es Dios decidió también la prohibición del adulterio y de la fornicación en todas sus variantes. Y nosotros sólo podemos decir: "¿Quién como Dios?"

Quis ut Deus?


[Nota bene: Muchos dirán que se trata de un recurso propio del voluntarismo escotista. No es esa mi intención y lo dejo claro en el post].

jueves, 6 de mayo de 2021

El sentido de la vida monástica

 

Finalmente apareció en español uno de los libros de espiritualidad más importantes del siglo XX. Ese es el convencimiento al que llegué hace algunos años cuando terminé de leer de nutrirme con El sentido de la vida monástica de Louis Bouyer. Se trata, para ponerlo en terminología actual, de la mejor y más completa fórmula que conozco para curar e inmunizar contra la decadencia de la devotio moderna que impregnó la vida espiritual de los católicos en los últimos siglos, desfigurando muchas veces el sentido profundo de la vida cristiana.


Y la mejor presentación es la que hace el autor en el prefacio de su libro:

El presente libro se dirige en primer lugar a los monjes. Quiere simplemente mostrarles que su vocación en la Iglesia no es, y nunca ha sido, una vocación particular. La vocación del monje es y sólo es la vocación del bautizado. Pero es la vocación del bautizado que llegó, diría, a lo extremo. Quienquiera se haya revestido de Cristo ha escuchado el llamado de la búsqueda de Dios. El monje es aquél para quien este llamado se hizo tan insistente que no puede responder mañana sino hoy mismo. No espera que pase la figura de este mundo para ver a Aquél que todavía se encuentra más allá. Él se adelanta abandonando todo lo de este mundo para encontrarlo desde ahora.

Pero hay que decir que este libro se dirige, al mismo tiempo, a todo cristiano. Si es verdad que el llamado: “sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” apunta, de una u otra manera, a cualquiera que quiere ser hijo de Dios, se puede invertir lo que acabamos de decir. En toda vocación cristiana hay un germen de vocación monástica. Se puede desarrollar más o menos; su desarrollo mismo puede tomar muchas formas diferentes. Pero este germen no podría ser ahogado sin que sucumba con él el germen propio de la vida en Jesucristo. No se puede, en efecto, ser hijo de Dios sin escuchar en lo más profundo de su corazón la voz que nos grita: “Venid al Padre”, sin estar preparados a responder con un sacrificio total. 

Los autores modernos glorifican la espiritualidad posterior a San Francisco de Sales por haber dejado de modelar al cristiano que vive en el mundo sobre la base monástica. Esta alabanza es relativamente ambigua. Si se admira la sagacidad con la cual el santo ha sabido distinguir entre la esencia de la vida monástica, la cual, una vez más, se confunde con la vida cristiana integral, y sus accesorios. –si se lo felicita de que haya desanimado a los cristianos que viven en el mundo a imitar el monacato por sus apariencias para adoptar y sólo adoptar de él sus principios vitales, nada mejor. Si se sobreentiende que abriría a algunos la esperanza de un cristianismo sin austeridades no buscando sino sólo a Dios, en una palabra, sin penitencia y sin vida interior, no se puede sino dirigir a los llamados discípulos de san Francisco de Sales la acusación más grave. La oración y la penitencia son las bases de toda vida cristiana, porque sin ellas la caridad no es sino una palabra vacía de sentido. Rechazarlas o arrojarlas a la periferia es negar al evangelio que se convierta en el todo de nuestra vida. Pero no se puede dar a Cristo un lugar limitado en una vida. Quien rehúsa darle todo, rehúsa darle algo.

Si se prefiere expresarse en términos más ambiciosos, diremos que el sentido de este libro, si es que lo tiene, es mostrar que no hay un humanismo integral más que el humanismo radicalmente escatológico. Ciertamente el cristiano debe amar el mundo en el sentido del que habla san Juan que dice que Dios amó tanto al mundo que le dio a su Hijo único… Pero esto no quiere decir que el cristiano deba aspirar a instalarse en el mundo y a servirse del evangelio para este fin. Tal interpretación sería la más ridícula, al mismo tiempo que la más escandalosa de las paradojas. Esto quiere decir que el cristiano debe aspirar a salvar al mundo salvándose él primero. “El Señor está cerca: que pase este mundo y que venga su Reino…”, la sinceridad con la que volvemos a decir estas palabras de los primeros cristianos será la prueba de autenticidad de nuestro cristianismo.

Es muy probable que tales declaraciones preliminares choquen a muchos cristianos de hoy. Tanto mejor, pues escribimos para despertarlos de un sueño dorado. Como muchos otros, nuestros contemporáneos fuimos formados en la ilusión de que, al lado de la ascesis negativa, crucificante de siglos anteriores, había lugar para una ascesis positiva, constructiva, que no rechazaba nada de este mundo pero que consagraba todo a la gloria de Dios. La experiencia de la vida, y la del ministerio sacerdotal más que toda otra, se encontraba confirmada por el estudio de la Escritura y de la Tradición: esta ilusión no es sino una tentación, la primera y más elemental de las tentaciones que el diablo ha intentado con Nuestro Señor. Ésta reposa, como todas las tentaciones, sobre la mentira de una confusión previa. Que el esfuerzo cristiano deba apuntar a una consagración universal de nosotros mismos y del mundo, floreciente en un  gozo que no se puede marchitar, no hay duda. Pero la cruz es precisamente el Camino que conduce hacia allí y no hay otro. Si este libro pudiera convencer a algunos de que no hay “cristianismo sin lágrimas”, se realizarían los deseos de su autor.

Se consigue en Amazon, en versión digital e impresa.


sábado, 1 de mayo de 2021

La tempestad

 

En octubre de 2014 publiqué aquí un artículo comentando un breve folleto de Ronald Knox escrito en 1914 y en el que mostraba a través de una sátira las consecuencias que podían tener las actitudes aperturistas que algunos sectores minoritarios de la iglesia anglicana exhibían en ese momento, y que se habían puesto de manifiesto en una reunión ecuménica celebrada en la ciudad africana de Kikuyo. Pocas décadas más tarde, esa iglesia superó con creces las sátiras que había imaginado Knox. 


Yo no dejo de ver cómo la Iglesia Católica esta siguiendo con menos de un siglo de atraso, los pasos anglicanos y mucho me temo que, si seguimos en la misma ruta, terminemos como han terminado ellos. En los ’80, ni aún el más ácido de los comentaristas religiosos hubiese podido imaginar que cuarenta años más tarde se estuviera discutiendo con seriedad la licitud y conveniencia de bendecir, cuando no casar, a parejas del mismo sexo. 

Los anglicanos, sin embargo, tenían una ventaja sobre nosotros; tenían una chalupa aparcada junto a la nave que se iba a pique y que permitiría a quienes quisieran salvarse del naufragio. Cuando en 1993 la iglesia de Inglaterra decidió ordenar mujeres sacerdotes, Graham Leonard, obispo de Londres, decidió dejar esa comunión y convertirse a la Iglesia de Roma, en la que fue ordenado sacerdote poco después. Cuando en 2010 dieron un paso más y decidieron ordenar mujeres obispos, fueron cinco los obispos anglicanos que volvieron a la iglesia católica y este movimiento no se ha detenido. Hace poco más de un año, otro obispo del sur de Inglaterra y antiguo capellán de la Reina, se convertía. Y lo mismo ha sucedido con muchísimos sacerdotes y fieles. Se subieron a la chalupa y se alejaron del naufragio.

El problema es que los católicos no tenemos chalupa o, mejor dicho, estamos en la nave que se está hundiendo rápidamente bajo el comando del Papa Francisco. Hace algunos días discutíamos el cisma alemán que probablemente se producirá luego de finalizado el famoso “camino sinodal”, y decíamos que no ocurriría nada. Los alemanes no harán ninguna declaración oficial de separación de la sede de Pedro y aplicarán con mayor o menor premura las resoluciones a las que lleguen. Y no sería raro que un par de años, o antes, algún obispo ordene diaconisas, y poco más adelante sacerdotisas. Y no será raro tampoco que casen a divorciados y a homosexuales, y vaya uno a saber qué otros disparates. Y Roma no hará nada, con Francisco o con quien sea que lo suceda, y no lo hará no por falta de convicción sino por falta de fuerzas. Sabe perfectamente que cualquier sanción o prohibición que establezca será desoída. O bien, pasará por la criba de los discernimiento en los que tanto ha insistido Bergoglio, y los obispos tedescos terminarán diciendo que tales ordenanzas no son de aplicación en sus territorios. A Roma los únicos que la obedecen son los obispos y católicos conservadores.

La última entrada de este blog, sobre el desarrollo de la comunión en la mano en los últimos tiempos, es un buen ejemplo. Más allá de la voluntad de Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI ampliamente documentada en decretos y disposiciones tendiente a limitar o suprimir esta práctica, fue desobedecida por los obispos del mundo entero, y Roma no hizo nada, no tanto porque no quiso sino porque no pudo. Y hoy estamos con que es obligatorio comulgar en la mano. 

La nave de la Iglesia está naufragando y se acerca lo peor de la tormenta. Sus oficiales eligieron al más chapucero e improvisado de los capitanes que podía encontrar quien, en vez de ordenar trincar velas e izar el tormentín para capear la tempestad, se adentra en ella con todo el velamen desplegado. Y nosotros a bordo, como corresponde, asustados, cansados y tristes. Sabemos, claro, que hay Alguien que duerme y que despertará en el momento apropiado pero, mientras tanto, debemos soportar los vaivenes de las olas y los vientos.