En numerosas ocasiones he destacado la figura del papa Benedicto XVI y de mi profunda admiración por él, una persona de profundas honduras teológicas y espirituales. He señalado también que fue un hombre moderno que pensó por fuera de los esquemas más tradicionales de la teología católica —la escolástica— lo cual, podrá gustarnos más o menos, pero lo cierto es que es absolutamente lícito. Nuestra fe no se identifica con una escuela teológica determinada, y mucho menos con una método teológico y filosófico, como es el escolástica. Nuestra fe es en Dios y en su enviado Jesucristo, y hay muchos modos de hablar de Dios dentro de la ortodoxia. Por eso, y aunque yo prefiera un lenguaje tomista, no puedo negarle a nadie que exprese el misterio de Dios en un lenguaje personalista, por ejemplo, como solía hacer el papa Benedicto.
Sin embargo, una de las cosas que nunca me convenció del todo fue su renuncia. Porque uno puede considerarla, como yo mismo lo hice durante un buen tiempo, como la decisión de un hombre honesto y prudente que se da cuenta que ya no puede cumplir con su deber. Pero lo que me preguntaba una y otra vez, es si el juicio por el cual concluyó que ya no era capaz de hacer lo que debía, había sido acertado. Lo cierto es que vivió casi diez años después de su renuncia, la mayoría de los cuales con buena salud y total lucidez. ¿Qué le impedía entonces seguir desempeñando el munus para el cual fue elegido y que él libremente eligió?
El libro de Mons. Gänswein señala que el primer click, y el más importante, fue que en el viaje a México se sintió muy cansado y tuvo una caída en el baño. Eso fue para el Santo Padre el signo de que estaba debilitándose. Y lo que lo aterraba era que al año siguiente debía ir a la Jornada Mundial de la Juventud en Río de Janeiro, y no podría hacerlo. A eso se sumaron al menos tres factores más: el Vatileaks, los desmanejos en la Curia que estaba haciendo el cardenal Bertone y que él no estaba dispuesto a deponer de su cargo, pues era su amigo, y que no quería que se repitiera en su pontificado lo que había ocurrido en los últimos años del de Juan Pablo II, donde nadie sabía quién mandaba en la Iglesia. Sin embargo, y tal como se desprende claramente de las memorias de Gänswein, lo definitorio fue la imposibilidad que preveía de viajar a Brasil en 2013. Y comenta que le hicieron ver que, en todo caso, no era necesario que viajara y que podría estar de modo virtual, a través de grandes pantallas. Pero fue inútil.
Este motivo de la renuncia me parece descabellado. Que el invento de Juan Pablo II, siempre tan histriónico y sediento de multitudes como fueron la JMJ, condicione la permanencia del sucesor de Pedro en el solio pontificio, no tiene pie ni cabeza. Como si la Iglesia no pudiera pasar sin las JMJ, y como si estas jornadas no pudieran pasar sin la presencia del papa. En agosto de este año tendrán lugar las JMJ en Lisboa, y el mismo Vaticano prevé que serán un rotundo fracaso, y por dos motivos: porque la figura del papa Francisco no atrae a nadie, y mucho menos a los jóvenes, y porque el mundo está cada vez más descristianizado. Según el criterio del papa Ratzinger, si el fracaso sucediera, debería ser una tragedia equivalente al cisma de Bizancio o al surgimiento del protestantismo. Un disparate.
Pero esto no es todo. El viernes pasado, los medios de prensa del mundo e Infovaticana publicaron la noticia de que el Benedicto XVI, pocos meses antes de morir, había escrito una carta su biógrafo Peter Seewald, en el que confesaba que el motivo de su renuncia fue el insomnio que padecía desde 2005. Sus médico lo trataban pero los medicamentos cada vez tienen menos eficacia. Justamente fue ese el motivo de su caída en México. Estimo que habrá tomando algún hipnótico, se habrá levantado por la noche al baño atontado por el fármaco, y se cayó.
Conozco a muchas personas que tienen insomnio, que toman fármacos para tratarlo y siguen viviendo. Es un desorden duro y puede ser torturante, pero no renuncian a sus trabajos ni abandonan sus deberes de estado. Como dijo el cardenal Sodano en una célebre homilía, Nuestro Señor no se bajo de la cruz, y tampoco lo hizo San Pedro, y estar clavado en el madero es una más dolorosaa que padecer insomnio. En resumen, la renuncia de Benedicto XVI se podría haber resuelto con Melatol.
Si esto fuera así, un juez terrenal —sobre el Juez Divino no opinaré— podría imputar a Ratzinger por dolo eventual. En derecho penal el dolo eventual es el que comete aquella persona que aun sabiendo el resultado y el daño que puede provocar una determinada acción, continúa haciéndolo y no descarta el resultado que puede llegar a ocurrir. Por ejemplo, un automovilista que llega tarde a su trabajo y se lanza a correr a alta velocidad por una zona con muchos peatones. El sabe que el resultado de su acción puede ser la muerte de un peatón, y sin embargo, persiste en su acción. Es nuestro caso, el papa Benedicto, al renunciar, sabía perfectamente, porque conocía al colegio cardenalicio —y si no lo conocía peor aún— que podía ser elegido cualquiera. Es verdad que podía ser electo su amigo el cardenal Scola, o un curial, pero también podría ser eleecto un cardenal progresista, o mentecato, o truhán, o mentiroso, o desequilibrado, o todo eso junto, que fue precisamente lo que sucedió.
Por eso, y mal que me pese por el enorme afecto y admiración que guardo por el papa Benedicto, debo decir que, en mi opinión, es culpable de dolo eventual y, por tanto, penalmente responsable de que desde hace casi diez años la Iglesia se encuentre a merced de la voluntad de Bergoglio y atravesando una de las crisis más graves de su historia. Dante, si hiciera un update de su Divina Comedia, lo colocaría sin duda en el Infierno junto a San Celestino. Yo intercedería por él y rogaría que lo mandara al purgatorio.