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viernes, 31 de julio de 2020

Y sigue Mons. Taussig con sus andanzas, y otra carta para él

Hoy, Mons. Eduardo Taussig ha recibido una carta de su amigo (¿o ex amigo?), Mons. Héctor Aguer, arzobispo emérito de La Plata:




Querido Eduardo:

Lamento profundamente lo que ha ocurrido en San Rafael, a causa de un gravísimo error tuyo: el decreto sobre el modo de comulgar. Te he manifestado mi opinión las dos veces que me llamaste por teléfono. Las razones las he expuesto en mi artículo «La comunión en tiempo de pandemia», publicado en «InfoCatólica».

 Rezo por vos, y por la diócesis. Y, de un modo muy especial, por los sacerdotes y seminaristas. Espero que esas vocaciones no se pierdan.


+ Héctor Aguer

Arzobispo Emérito de La Plata



A pesar del escándalo que él mismo provocó, y en vez que bajar el perfil y calmar las aguas, ha enviado hoy una amonestación canónica a tres sacerdotes de su diócesis, amenazándolos con quitarle las licencias ministeriales, y obligándolos a dar la comunión exclusivamente y prohibiendo que los fieles coloquen sobre ellas un pequeño corporal. 

Todo esto no hace más que demostrar que se trata de un hombre irascible. Si la Santa Sede ha sido tan presurosa en intervenir en otros casos, no se entiende por qué no interviene en San Rafael y desplaza de una buena vez de su puesto a un personaje que tanto daño está causando a los sacerdotes y fieles de su diócesis.






 


jueves, 30 de julio de 2020

Mons. Viganò sobre el escándalo de San Rafael



A Su Excelencia Reverendísima

Mons. Eduardo María Taussig

Obispo de San Rafael


Excelencia,


He quedado confundido y herido al enterarme por la prensa internacional de la decisión de cerrar el Seminario de la Diócesis de San Rafael y despedir a su Rector, el P. Alejandro Miguel Ciarrocchi.

Esta decisión habría sido tomada, trámite su celosa recomendación, por la Congregación para el Clero, que consideró inadmisible la negativa de los clérigos bajo su jurisdicción a administrar y recibir la Sagrada Eucaristía en la mano y no en la boca. Me imagino que la conducta loable y consecuente de los sacerdotes, clérigos y fieles de San Rafael le ofreció un excelente pretexto para cerrar el mayor seminario argentino y dispersar a los seminaristas para reeducarlos en otro lugar, en seminarios tan ejemplares que están vacíos. Su Excelencia fue admirablemente capaz de traducir en la práctica esa invitación a la parresía, en nombre de la cual la plaga del clericalismo denunciada por el Santo Padre, debería ser derrotada.

Puedo entender su decepción al ver que, a pesar de la martilleante labor de adoctrinamiento ultramoderno realizada en estas décadas, todavía hay buenos sacerdotes y clérigos que no anteponen la obediencia cortesana al debido respeto al Santísimo Sacramento; y me imagino su despecho al ver que incluso los fieles laicos y familias enteras —de lo que se llama “la Vendée de Los Andes”— siguen a los buenos pastores, de los que, como dice el Evangelio, “reconocen la voz”, y no a los mercenarios que no se preocupan por las ovejas (Jn 10,4. 13).

Estos episodios confirman la acción del Espíritu Santo en la Iglesia: el Paráclito infunde el don de la Fortaleza en los humildes y los débiles y confunde a los orgullosos y a los poderosos, haciendo manifiesta la fe en el Santísimo Sacramento del Altar por un lado, y su profanación culpable por el respeto humano por otro. Conformarse a la mentalidad del mundo tal vez merezca a Vuestra Excelencia la alabanza fácil e interesada de los enemigos de la Iglesia, pero no evitará ni la desaprobación unánime del bien, ni el Juicio de Dios, que bajo los velos de la Eucaristía está presente en Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. Y que pide a los Sagrados Pastores que sean sus testigos, no sus traidores y perseguidores.

Su Excelencia me permitirá señalar cierta incoherencia en su comportamiento con el lema que ha elegido para su escudo: Paterna atque fraterna charitate. No veo nada paternal en castigar a los sacerdotes que no quieren profanar la Sagrada Eucaristía, ni ninguna forma de verdadera caridad para los que han desobedecido una orden inadmisible. La caridad se ejerce para el Bien y para la Verdad: si tiene el error como principio y el mal como fin, no es más que una grotesca parodia de la Virtud. Un Obispo que, en lugar de defender el honor que se debe al Rey de Reyes y de alabar a los que trabajan para este noble propósito, termina cerrando un floreciente Seminario y reprendiendo públicamente a sus clérigos, no realiza un acto de Caridad, sino un deplorable abuso, por el que será llamado a responder ante el tribunal de Dios. Rezo para que entienda cómo su gesto, evaluado sub specie aeternitatis, es grave en sí mismo y escandaloso para los sencillos. Sus estudios en el Angelicum deberían ayudar a Su Excelencia en este trabajo de sano arrepentimiento, que también impone sub gravi también la necesaria reparación.

La prensa informa que en la Diócesis de Basilea, en la iglesia de Rigi-Kaltbad, una mujer vestida con ropas sagradas solía simular la celebración de la misa en ausencia de un sacerdote ordenado, omitiendo sólo las palabras de la Institución. Me pregunto si Monseñor Félix Gmür se distinguirá por el mismo celo que le animó a usted, y recurrirá a los Dicasterios romanos para que la puesta en escena sacrílega sea castigada de manera ejemplar.

Me temo, sin embargo, que la inflexibilidad mostrada por usted al castigar a los sacerdotes que han desobedecido obedientemente no encontrará émulos en Suiza. Ciertamente, si en ese altar un sacerdote hubiera celebrado la misa en el rito tridentino, los secuaces del Ordinario no habrían tardado en golpearlo; pero una mujer que celebra la misa de manera abusiva y sacrílega es considerada hoy en día una cosa insignificante, tanto como exponer el Santísimo Sacramento del Altar a la profanación.

Junto con los clérigos y los laicos de vuestra Diócesis, a los que habéis golpeado injustamente y ofendido gravemente, rezo por Vos, Excelencia, por los jerarcas de la Santa Sede, y en particular por el Cardenal Beniamino Stella, a quien conocí como devoto sacerdote y como fiel Nuncio Apostólico, al que visité en Bogotá como Delegado de las Representaciones Pontificias. Alguna vez fue amigo mío, trabajé con él durante años en la Secretaría de Estado: desgraciadamente desde hace algún tiempo ya no puedo reconocerlo como tal, debido a su participación en los trabajos de demolición de la Iglesia de Cristo.

Rezamos por su conversión, una conversión a la que todos estamos llamados, pero que es inevitable para aquellos que trabajan no para la gloria de Dios, sino contra el bien de las almas y el honor de la Iglesia.

Todos rezamos por los seminaristas y por los fieles de San Rafael a los que usted, Su Excelencia, ha declarado la guerra.

Con caridad fraternal, en la verdad, 


+ Carlo Maria Viganò


(Fuente: Marco Tossatti) 


martes, 28 de julio de 2020

Mons. Taussig y el cierre del seminario de san Rafael

Aunque parezca intempestiva, la decisión de Mons. Eduardo Taussig de cerrar su seminario diocesano, con cuarenta seminaristas en formación, responde a su particular psicología.

El comunicado de prensa —que publicamos ayer— fue escueto pero luego, el vocero episcopal fue un poco más claro con los medios de comunicación. La decisión, dice, fue tomada por la Santa Sede debido a la desobediencia demostrada por buena parte del clero sanrafaelino al negarse a dar la comunión exclusivamente en la mano tal como había dictaminado su ordinario. Es decir, el seminario se cierra porque los sacerdotes son desobedientes.

Estas declaración del vocero de Taussig merece un análisis.

En primer lugar, resulta muy raro que la Santa Sede tome motu proprio una definición de tamaña gravedad —estamos hablando del seminario más numeroso de Argentina—, en un tiempo tan breve y sin mediar siquiera una visita o una investigación más profunda. No es ese el modo de proceder de la Curia. Lo que estimo es que el propio Mons. Taussig le ofreció a Roma el cadáver de su seminario. Es decir, planteó en Roma las cosas según se versión, les dijo que quería cerrar el seminario y Roma, lógicamente, dio su apoyo. Y no tanto porque San Rafael fuera un seminario conservador, sino porque era esa la voluntad de su obispo, que es príncipe en su diócesis.

En segundo lugar, la mentalidad de Taussig traslada la culpa de la decisión a sus sacerdotes que, según él, son desobedientes. Ellos son los culpables —y el vocero episcopal se preocupa de dejarlo claro—, del cierre del seminario y pesará en sus conciencias. ¿Tendrá razón?

Los sacerdotes, efectivamente, desobedecieron pero no lo hicieron por un ánimo de rebeldía o por una personalidad revolucionaria. Lo hicieron por una cuestión de conciencia, y en este punto resulta clave recurrir a San John Henry Newman, que tan claramente estableció los estrechos límites entre conciencia y obediencia. 

Su teología de la conciencia en relación con la autoridad magisterial de la Iglesia, y por tanto del propio obispo, sostiene la soberanía pero no la autonomía de la conciencia individual. La conciencia es soberana porque es “vicaria de Dios”, su sustituta o delegada, pero no es autónoma porque no es un dios sino una sierva de Dios. La conciencia es la portavoz no de la personalidad individual o del propio temperamento sino de Dios. Dado que los católicos creemos que Dios habla a través de su Iglesia, la conciencia católica escucha el eco de la voz de Dios en las enseñanzas de la Iglesia. Si ellas son afirmativas o positivas (“dar la comunión sólo en la mano”, por ejemplo), la conciencia individual debe juzgar su aplicabilidad en cada caso particular. Pero incluso cuando son absolutas o negativas (“no dar la comunión en la boca en ningún caso”, por ejemplo), la conciencia debe decidir si una acción particular cae de hecho dentro de esa orden. Tanto la enseñanza positiva como la negativa requieren una cuidadosa evaluación teológica y una interpretación de acuerdo con las normas teológicas y las tradiciones de la Iglesia. Según Newman, entiendo, los sacerdotes de San Rafael actuaron de acuerdo a su conciencia que, en este caso particular, primaba sobre la orden del obispo. 

Podrá decirse con razón que, si quieren seguir su conciencia, que estén dispuesto a atenerse a las consecuencias. Y ellos los estaban. De hecho, varios de ellos las sufrieron siendo expulsados de sus puestos como informamos en este blog. Pero nadie esperaba que las consecuencias las sufrieran otros, en este caso, el seminario diocesano.  

En conclusión, los sacerdotes actuaron como corresponde a un católico. Con Newman, ellos también podrían brindar por Mons. Taussig, su legítimo obispo, pero antes brindarían por su conciencia.

Alguien comentó en este blog que la culpa la tenían los laicos que habían manejado imprudentemente la situación. Quizás en algunos casos hubo imprudencia, pero no me parece que así sea en términos generales. Lo que los laicos hicieron fue solicitar respetuosamente al obispo que les permitiera comulgar en la boca y, luego, juntarse a rezar a las puertas del seminario y de la catedral. No fue el caso de algunos católicos mexicanos que obligaron a sus sacerdotes a punta de pistola a celebrarles misa.

Muchos entienden que el cierre del seminario fue una decisión personal del Papa Francisco y que Taussig no es más que su ejecutor. No lo creo. Si Bergoglio hubiese tenido en mente cerrar el seminario de San Rafael, lo habría hecho hace años. Y en esto conviene ser realistas, y más allá del afecto que pueda tenerse por ese semanario, hay que reconocer que se trata de una casa de formación de una diócesis marginal, pequeña y pobre. San Rafael no es el centro del mundo, ni de Argentina y ni siquiera de Cuyo, y tampoco es la universidad de París del siglo XIII. No entra dentro del radar pontificio. Esto no significa que Francisco no haya estado al tanto de la decisión. Seguramente así fue, y la aprobó, pero lo hizo a instancias de Taussig.

¿Por qué entonces el obispo tomó tamaña decisión que le granjeará el odium plebis y le impedirá asomar la nariz fuera de su guarida? En un primer momento, supuse que habría negociado una salida: “Yo les hago el trabajo sucio y usted me sacan de San Rafael y me ubican en una diócesis mejor”. Ya no estoy tan seguro que sea así. Taussig actuó de ese modo como reacción propia y previsible de su psicología sin medir las consecuencias. No me parece probable que  a Bergoglio, que es quien controla la iglesia en Argentina, le interese promoverlo. Sabe quién es y lo desprecia. Más aún, no sería raro que ese mismo odium plebis sea el motivo para misericordiar a Taussig como han sido misericordiados otros obispos que no gozan de las simpatías pontificias. Y si es que Taussig quiso negociar con Bergoglio, se equivocó de cabo a rabo: quien gitanea con los gitanos, irremediablemente pierde.

Esta hipótesis se fortalece por el hecho de la enorme imprudencia demostrada al anunciar el cierre del seminario seis meses antes de su efectivización. Un gobernante prudente habría anunciado solamente el nombramiento de un nuevo rector y, a fin de año, anunciaría el cierre. ¿Cómo hará el rector para regir los meses que quedan? El ambiente de los seminarios es siempre malsano; en este caso será irrespirable. No sería raro que dentro de un mes, de los cuarenta seminaristas sólo queden cuatro. ¿Qué motivo tendrán los pobres muchachos para seguir allí?

¿Qué harán? Pues tendrán que discernirlo, y yo les sugiero que no lo hagan a la sombra de Taussig o sus mandaderos. Sólo espero que no se les ocurra optar por algún otro seminario argentino; sabemos lo que son, y no resistirían allí más que unos pocos meses. Si me lo permiten la sugerencia, lo que yo les aconsejarían es que opten por algún instituto tradicional, donde podrán terminar una formación aceptable y ejercer un apostolado fecundo. El Instituto del Buen Pastor, o el de Cristo Rey o la Fraternidad San Pedro son opciones. Aquí se ha mencionado a la FSSPX. No lo veo. No hay compatibilidad en ninguna de las dos partes.


A pesar de que mis pecados son muchos y espero salvar mi alma, no quisiera estar yo el pellejo de Mons. Taussig cuando, en su lecho de muerte, se enfrente a su historia y a su conciencia y, cargado con esos petates, se presente ante el tribunal divino. 



lunes, 27 de julio de 2020

Taussig cerró el seminario diocesano

Tal como habíamos previsto en este blog, Mons. Eduardo Taussig  acaba de decretar el cierre del seminario de San Rafael. 
Nombró como liquidador a uno de sus paniaguados y él ganó una cucarda en Roma. Seguramente, habrá negociado el traslado de diócesis porque en San Rafael será odiado y recordado como el Infame.
Estimo que dentro de algunas semanas conoceremos un comunicado similar del nuevo obispo de San Luis, con lo cual, se acabó lo que se daba. 


Conservadores vs. Progresistas

por Sir Roger Scruton


El conservadorismo arranca con una sensación que cualquier adulto comparte sin dificultad: la sensación de que las cosas buenas pueden ser destruidas con facilidad, pero si se trata de crearlas, no es cosa de soplar y hacer botellas. Esto es especialmente verdadero si lo referimos a las cosas buenas que nos llegan como riquezas colectivas: la paz, la libertad, la civilidad, una sociedad políticamente solidaria, un derecho de propiedad asegurado y una vida familiar, riquezas todas que sólo se alcanzan con la cooperación de otros y que en ningún caso pueden obtenerse individualmente. 
Respecto de esas cosas, el trabajo de destrucción se efectúa rápidamente, con toda facilidad, además de resultar muy divertido; el trabajo de su creación es lento, trabajoso y aburrido. 
Aquí entonces una de las lecciones del siglo XX. Constituye también una de las razones por las que los conservadores se ven tan en desventaja ante la opinión pública. Tienen razón, pero su convicción es aburrida; en cambio, las de sus adversarios es divertida, pero falsa. 

(Extraído de su libro, How to Be a Conservative)
Traducción de Jack Tollers

Recomiendo la lectura de las obras de Sir Roger Scruton, uno de los grandes pensadores de las últimas décadas. No estaremos de acuerdo en todo con él, y no es necesario que así sea, pero sí podremos aprovechar muchas de sus ideas conservadoras. Fue capaz de expresarlas de un modo brillante, lo cual le valió la expulsión de los ámbitos académicos del Reino Unido, progresistas como toda la Academia. Fue un factor importante en el sostenimiento del pensamiento cristiano y occidental en países como Checoslovaquia y Polonia mientras estaban sometidos al régimen comunista, jugándose en muchos casos la libertad y la vida al viajar por ellos dando clases y conferencias clandestinas. En Youtube se encuentran numerosas conferencias y reportajes, que vale la pena ver. Recomiendo en especial, y como introducción a su pensamiento, "¿Por qué la belleza importa?".

miércoles, 15 de julio de 2020

El retorno de los gnósticos

Comencemos desambigüando el término. Me ha ocurrido muchas veces encontrarme con gente formada que considera que gnóstico es un concepto unívoco cuando, en realidad, es equívoco, y la confusión trae problemas serios, como enemistades y prejuicios.

Como sabemos, gnóstico significa “el que se conoce”, o “conocedor”, y en una primera acepción tiene un sentido profundamente cristiano. El catecismo nos manda “conocer, amar y servir a Dios”; es decir, nos manda ser “conocedores” o gnósticos. Y el Nuevo Testamento está poblado de mandatos sobre la necesidad de “conocer” a Dios: “Esta es la vida eterna: que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero” (Jn. 17,3); reciban “el Espíritu de sabiduría y de revelación para conocerle…” (Ef. 1,17-18); “gracia y paz en abundancia para vosotros, mediante el conocimiento de Dios,…” (2 Pe. 1,2), y así podríamos seguir con muchas citas más. Por supuesto, el conocimiento al que se alude no es una colección de saberes teóricos. Conocer a Dios y a Cristo significa vivir bajo la convicción de su presencia, una presencia que es invisible a los ojos del cuerpo pero que transforma el alma haciéndonos semejantes a Él. En pocas palabras, el conocedor o el gnóstico es la persona avanzada en la vida espiritual. Los Padres del Desierto llamaban gnóstico al maestro espiritual, el que podía enseñar a los demás los caminos de la santidad. Y en ese sentido, y con toda propiedad, podríamos llamar gnósticos o conocedores de Dios a los grandes maestros como Santa Teresa, San Juan de la Cruz o Santa Teresita, por nombrar sólo a algunos.

Es verdad, sin embargo, que con mayor frecuencia la palabra se emplea en un sentido completamente distinto y gnóstico designa al miembro de una gran y difusa religión de la antigüedad tardía, extremadamente peligrosa y cuyas aguas residuales, camufladas de diversos modos, llegan todavía hasta nosotros: el gnosticismo. Parasitaria del cristianismo, mereció la confutación y rechazo de grandes Padres y Doctores, como San Ireneo con sus Adversus haereses. Unas de las ideas que subyace en esa herejía es la de un conocimiento que es propiedad de unos pocos y en razón de lo cual se colocan en un estadio superior con respecto a los otros hombres que permanecen en una ignorancia relativa, incapaces de alcanzar las cumbres de esos secretos transmitidos solamente al grupo de iniciados y elegidos. Mucho se podría hablar de la doctrina del gnosticismo, intrincada y llena de mitos insostenibles. Y, aunque desaparecida como iglesia indentificable, su presencia permanece de diversos modos, por ejemplo, en la masonería, que consiste en un grupo de hombres iniciados, conocedores de ciertos rituales y secretos, con la misión de gobernar a quienes no pueden acceder ese conocimiento.

En nuestros días, la presencia de gnósticos renovados puede encontrarse en todos los ámbitos. El modernismo fue, en muchos aspectos, una herejía gnóstica: quienes lo sostenían era un grupo de académicos iluminados que había descubierto, por ejemplo, la verdad histórica de los Evangelios, quedando la verdad “mítica” de la fe para los no iniciados. El modernismo no se dio entre los fieles —tomando el término en el sentido newmaniano, es decir, englobando en él a los laicos y al bajo clero—, sino entre una elite de sabios. Y esa característica, con diversos matices, se ha seguido dando en el progresismo posterior. Todos recordamos como, en 2014, el cardenal Kasper dio a entender que la Iglesia no debería escuchar a los fieles africanos puesto que ellos aún tienen tabúes, entre los cuales está el de la homosexualidad. El conocimiento maduro y válido se encuentra en un grupo de escogidos católicos ilustrados, generalmente de raza germánica. O bien, aunque descendamos abruptamente en la calidad del personaje, hace dos días el vocero del obispado de San Rafael, P. José Antonio Álvarez, afirmó a la prensa que “No hay diferencia entre darla [a la comunión] en la boca o en la mano. Sólo hay motivaciones simbólicas”. Todo termina siendo un símbolo que es interpretado correctamente por él y por un grupo de esclarecidos; los que no consideran que se trate de un símbolo indiferente sino de una cuestión con una entidad e importancia mayor, son reducidos a la categoría de primitivos ignorantes, que no han alcanzado el conocimiento de los sabios y merecen, incluso, ser entregados a las autoridades civiles (literaliter).

La pandemia ha ocasionado, por otro lado, que el mundo entero esté gobernado por un grupo de gnósticos que asesoran, con el nombre de epidemiólogos, a todos los gobiernos. Ya hablamos en este blog de los esclarecidos científicos de Imperial College y del geniecillo de Silicon Valley que pronosticaban, para esta época, diez millones de muertos. Como nuevos alquimistas, manejan fórmulas matemáticas y misteriosas ecuaciones de las que brotan esos números intimidantes y mentirosos, que deciden la vida y la libertad de millones de personas. Como se ha dicho en otro sitio, la crisis del coronavirus ha demostrado cuán fácil resulta caer en manos de élites científicas hegemónicas.

En su columna de esta semana en La Nación, Mario Vargas Llosa nos enseña por qué Trump debe ser derrotado en las próximas elecciones. “Por su ignorancia y por su arbitrariedad, Trump ha conseguido que su país se distancie de sus aliados tradicionales y se acerque, más bien, a sus enemigos, sin siquiera darse cuenta cabal de que así procedía”. Trump, por lo visto, no es del grupo de los gnósticos, y tampoco lo es Putin, ni Duda ni Orban. Son ignorantes; no saben y, por tanto deben ser alejados del gobierno, el que pertenece exclusivamente al grupo de los iluminados que llevará al mundo a buen destino.

Finalmente, el martes pasado renunció a su puesto Bari Weiss, editora del New York Times, y publicó una larga carta dando sus razones. Este diario probablemente sea el más influyente del mundo y notable por su progresismo. Weiss, por su parte, no es una carmelita descalza. Sin embargo, como ella misma explica, le terminó resultando imposible aceptar el clima de censura y, sobre todo, autocensura que se vive en la redacción de ese medio frente a cualquier opinión que pueda contradecir en lo más mismo los diktate del progresismo. Y afirma: “Ha surgido un nuevo consenso en la prensa, pero quizás especialmente en este periódico: que la verdad no es un proceso de descubrimiento colectivo, sino una ortodoxia ya conocida por unos pocos iluminados cuyo trabajo es informar a todos los demás”. Lo que explica esta inobjetable fuente es que la información y la formación de la opinión a nivel mundial —con exclusión, por ahora, de las redes sociales—, surge de las decisiones de un pequeño grupo de clarividentes —los gnósticos—, que son los que establecen qué es la verdad y qué es la realidad. 

El problema es que no tenemos un nuevo San Ireneo para combatir a este neognosticismo y, mucho me temo que, aunque lo tuviéramos, no sería suficiente con escribir un tratado teológico. Creo que está llegando la hora en que será preciso recurrir a armas más contundentes. Y no me refiero, claro, ni a lanzas o municiones. Me refiero simplemente a tratar de ponernos fuera del alcance del radar gnóstico. Creo que es lo único que a estas alturas podemos hacer.



lunes, 13 de julio de 2020

O felix culpa!

Más que oportuna fue la reflexión que dejó Jack Tollers en uno de los comentarios al artículo anterior sobre la necesidad de pensar seria y pausadamente la monumental crisis por la que atraviesa la Iglesia. Eso implica, entre otras cosas, apartar la mirada momentáneamente de las trapisondas de Bergoglio, titular de un pontificado que hasta sus mejores amigos califican ya de agonizante y fracasado, o de las querellas domésticas protagonizadas por personajes menores y prescindibles (al respecto, es llamativo que Mons. Barba, junto al gobierno de San Luis, haya permitido a los fieles que así lo deseen a comulgar en la boca en su misa de toma de posesión, tal como puede verse en este video, mientras su infame vecino de San Rafael entrega a sus propios fieles a la policía por romper el aislamiento).

Lo afirmado por Mons. Viganò y ratificado por Kwasniewski sobre la responsabilidad del Concilio Vaticano II en la crisis de la iglesia y la necesidad imperiosa de corregir el mal infligido, merece ser tenido en cuenta y pensado seriamente. Y podría ser simplificado en dos cuestiones: hasta dónde se extiende la responsabilidad del Concilio, y hasta dónde, consecuentemente, el Concilio puede ser “desautorizado” o encauzado apropiadamente. En este sentido, las tres propuestas que sugiere Kwasniewski son interesantes.

Pero antes de pensar en posibles soluciones, propongo pensar en algunas aristas del problema. Y lo primero es tener en cuenta la perspectiva histórica. En general, todos los concilios ecuménicos fueron instancias traumáticas para la Iglesia, y varios de ellos terminaron en cismas, como se aventura que sucederá también en el caso del Vaticano II. El Concilio de Éfeso terminó precipitando el cisma de los nestorianos y la pérdida para la ortodoxia de la iglesia siria, y el de Calcedonia el cisma monofisita y la pérdida de la iglesia copta. Trento oficializó la pérdida de gran parte de Europa a raíz de la herejía protestante, y el Vaticano I el cisma de los Viejos Católicos y el asentamiento en Roma del ultramontanismo, responsable de muchos de los problemas posteriores. Un concilio es cosa muy seria y no puede ser convocado a tontas y a locas como hizo el Papa Juan XXIII, lo que ya discutimos en este blog. 

Por otro lado, debemos ser cuidadosos en no caer en la falacia del post hoc, propter hoc. Es decir, de achacar al Concilio toda la responsabilidad de lo que está sucediendo actualmente en la Iglesia. Si el Concilio no se hubiera celebrado, ¿estaría la Iglesia mejor? ¿Estaríamos libres de crisis? No lo creo. Lo único que sabemos con certeza es que el Vaticano II fue completamente inútil para solucionar los problemas que arrastraba la Iglesia. ¿Los agravó? Yo opino que sí, pero es sólo una opinión. Pongamos un ejemplo acorde a los tiempos. Supongamos que un grupo de esclarecidos médicos afirmara que eucalipto es un remedio eficaz contra el coronavirus y, para probar su teoría, eligieran cien enfermos graves y, durante diez días, los trataran con infusiones de eucalipto, vapores de eucalipto y pastillas de eucalipto. Pasado ese tiempo, observan que los cien pacientes mueren. La conclusión sería que el eucalipto no es una medicina adecuada para tratar el coronavirus, pero no podrían decir con fundamento que el eucalipto es perjudicial o empeora la enfermedad. El único modo de hacerlo habría sido si se hubiera seguido la metodología adecuada con un grupo de control. Ese grupo tampoco se usó en el caso de la implementación del Vaticano II; es decir, no se dejó ninguna zona del planeta libre de los efluvios conciliares. No podemos saber con certeza, entonces, si el Vaticano II fue inocuo o si aceleró la decadencia. Lo único que sabemos es que no fue efectivo para evitarla. 

[Alguien podría argüir con cierta razón que sí existió un grupo de control: la diócesis de Campos, en Brasil. Sería interesante estudiar el caso en profundidad, pero sospecho que no haría más que confirmar mi duda: Según lo que sé -y que es mas bien poco-, Campos, aún con misa tradicional en todos templos, no se libró de la crisis].

La situación previa al concilio era grave e insostenible. Algo había que hacer, pero lo que no había que hacer era llamar a un concilio, que es lo que hizo el Papa Roncalli. Siempre que pienso en este tema veo la analogía con la Revolución Rusa. La situación de la Rusia zarista, a comienzos del siglo XX, era insostenible. Algo había que hacer. El problema es que quien tuvo que enfrentar la situación fue Nicolás II, un gobernante inútil, aunque haya sido un santo; tan inútil y tan santo, en todos caso, como Juan XXIII. 

La distinción que hizo el Papa Benedicto XVI entre “el Concilio” y el “espíritu del Concilio” me parece, por eso mismo mismo, necesaria. Y creo que es justamente esta distinción la que permitiría deshacer muchos de los entuertos. Y pongo como ejemplo el que quizás sea más paradigmático: la reforma litúrgica. Ciertamente, los padres conciliares propiciaron una revisión de la liturgia y en tal sentido promulgaron la constitución Sacrosanctum Concilium que fue aprobada casi por unanimidad, con el voto positivo incluso de Mons. Lefebvre o de Mons. de Castro Meyer. El caso es que la efectivización de esa reforma fue hecha por un Consilium, manejado por Bugnini, y el estropicio que se hizo del rito romano no fue propiamente fruto del Concilio, sino del “espíritu del Concilio”. Ese era el remanido argumento utilizado una y otra vez por los capitostes de la reforma: “es lo que quiere el Concilio”. Y era falso. ¿Por qué, entonces, ni hubo reacción? Porque muchas de las personas más esclarecidas del momento y que eran perfectamente conscientes de lo que estaba sucediendo, se autocensuraron en sus opiniones puesto que no era políticamente correcto cuestionar la reforma, así como ahora no es políticamente correcto cuestionar la pandemia o la cuarentena. Quienes sí se animaron a hacerlo, terminaron excomulgados, como Mons. Lefebvre, o apartados de todos sus puestos y viviendo solitarios en una casa a orillas del mar, como el padre Louis Bouyer. 

Sería, entonces, relativamente sencillo desandar la huella equivocada que se siguió con la reforma litúrgica, ya que puede ser fácilmente demostrado que no se hizo de acuerdo al deseo de los padres conciliares sino de un grupo de eruditos, ideologizados en algunos casos, y presionados con engaños y mentiras en otro. 

Pero aquí, una vez más, habría que evitar sofimas e ilusiones. Resulta evidente que la reforma litúrgica no alcanzó ninguno de los objetivos y expectativas que se había propuesto. Por poner un caso, luego de cincuenta años, el número de fieles que asisten a misa cayó abruptamente. Sin embargo, si la Iglesia hubiese conservado la liturgia milenaria que celebraba, ¿habría sido distinta la situación? No podemos saberlo, pero me temo que no. Las iglesias estarían tan vacías como ahora, con el agravante que los movimientos tradicionalistas, integrados sobre todo por jóvenes, que son los que revitalizan iglesias como la francesa o la norteamericana, no existirían. No estoy reivindicando la reforma litúrgica, así como tampoco San Agustín reivindicó el pecado original, pero pudo decir con él: O felix culpa!


miércoles, 8 de julio de 2020

La madre del cordero

¿Por qué la crítica al concilio de Monseñor Viganò debería tomarse muy en serio?


por Peter Kwasniewski


¿En una de esas, no podríamos sostener que el reciente ataque de Monseñor Viganò al Concilio Vaticano II, de hecho nos puso en jaque (digo a nosotros, los tradicionalistas)? ¿O quizás, no será el caso que estamos dirigiendo nuestra enemiga hacia un concilio legítimo y laudable en lugar de centrar nuestra ira como corresponde sobre un liderazgo inepto que lo ha seguido, para luego traicionarlo?

Ésa ha sido la línea adoptada por los conservadores durante mucho tiempo: una “hermenéutica de la continuidad” combinada con una fuerte crítica de obispos bribones acompañados de una canalla clerical.

La debilidad de semejante postura queda demostrada—aparte de otras muchas señales de eso—por el éxito infinitesimal que han tenido los conservadores al intentar revertir la catarata de desastrosas “reformas”, hábitos e instituciones establecidas como secuela del último concilio y llevadas a término con aprobación papal, o al menos, contando con su tolerancia. 

Lo que el Arzobispo Viganò viene diciendo recientemente con una franqueza inusual en los prelados de hoy (véase aquí, aquí y aquí), no es sino un capítulo más de la prolongada crítica al Concilio formulada por católicos tradicionalistas, desde El Concilio del Papa Juan de Michael Davis, pasando por el famoso Iota Unum de Romano Amerio, siguiendo con El Concilio Vaticano Segundo, la historia nunca escrita de Roberto de Mattei y terminando con el libro de Henry Sire, Phoenix from the Ashes: The Making, Unmaking, and Restoration of Catholic Tradition (este último no ha sido todavía traducido al castellano).

Hemos visto cómo los obispos, las conferencias episcopales, los cardenales y varios Papas han venido construyendo el “nuevo paradigma”, pieza por pieza, durante más de medio siglo—una fe católica “nueva” que, en el mejor de los casos se superpone parcialmente con la fe católica tradicional, cuando no barre con ella directamente, contradiciendo la fe católica tradicional tal como la hallamos expresada por los Padres de la Iglesia, los Doctores, los primeros concilios, y cientos de catecismos tradicionales, por no mencionar los antiguos ritos litúrgicos latinos que terminaron suprimidos y reemplazados por otros enteramente diferentes.

Un abismo semejante entre lo antiguo y lo nuevo no puede dejar de contemplarse sin que uno se pregunte acerca del papel jugado por el Concilio Ecuménico Vaticano II en el despliegue progresivo de una historia modernista que comenzó a fines del s. XIX y que florece plenamente en los días que corren. La línea que va desde Loisy, Tyrrel y von Hügel hasta Küng, Teilhard, Ratzinger (cuando joven), Kasper, Bergoglio y Tagle, resulta ser bastante consistente si uno empieza a conectar sus ideas. Esto no equivale a decir que no hay interesantes e importantes diferencias entre esta gente, sino sólo que comparten principios que habrían sido tachados como dudosos, peligrosos, malolientes o heréticos por cualquiera de los grandes confesores y teólogos, desde Agustín hasta el Crisóstomo, desde Tomás de Aquino hasta Belarmino.  

Es hora de que demos de mano de una vez y para siempre con la ingenuidad de creer que lo único que importa son los textos promulgados por Vaticano II. No. En este caso, tanto los progresistas como los tradicionalistas concurren correctamente en afirmar que el acontecimiento en sí mismo importa tanto como los textos (sobre esto, vean el incomparable libro de de Mattei). La ambigüedad en los propósitos abrigados cuando se convocó el Concilio; cómo se manipularon todos sus procedimientos; la forma consistentemente liberal en que se lo implementó con apenas algún débil gemido de protesta por parte de los episcopados del mundo entero—nada de esto resulta irrelevante para interpretar el significado y relevancia de los textos conciliares, que, además, exhiben por sí solos géneros literarios nuevos y peligrosas ambigüedades, por no señalar los pasajes directamente erróneos, como la enseñanza de que musulmanes y cristianos adoran al mismo Dios (acerca de lo cual se expidió brillantemente el obispo Athanasius Schneider en su Christus Vincit).

Resulta sorprendente que tantos años después, aún se encuentren defensores de los documentos del Concilio cuando está más que claro que nunca que se prestaron exquisitamente al objetivo de una total secularización y modernización de la Iglesia. Aun cuando su contenido fuera inobjetable, su verborrea, complejidad, su mezcla de verdades obvias con quebraderos de cabezas, constituyeron la fórmula y el pretexto perfectos para llevar adelante la revolución. Esta revolución está ahora fundida en esos textos, fusionados dentro de ellos como piezas de metal pasadas por un horno sobrecalentado.  

Así, el sólo hecho de citar a Vaticano II se ha convertido en santo y seña del que desea alinearse con todo lo que ha sido hecho por los Papas—¡sí, por los Papas!—o bajo su paraguas. En su vanguardia se halla la destrucción litúrgica, pero los ejemplos se podrían multiplicar ad nauseam: consideren ustedes momentos funestos como los encuentros interreligiosos de Asís, cuya lógica misma fue formulada por el Papa Juan Pablo II socorriendo su iniciativa con una sucesión de citas de Vaticano II. El pontificado de Francisco no ha hecho más que apretar el acelerador.

Siempre lo mismo: siempre se recurre a Vaticano II para explicar o justificar cada una de las desviaciones y despegues de la fe dogmática en los términos en que siempre se la había concebido. ¿Es todo puramente casual—una serie de notablemente desafortunadas interpretaciones y juicios caprichosos que se podrían disipar fácilmente con una lectura honesta, como el sol radiante dispersando las nubes?

¿Pero es que los documentos no tienen cosas buenas?

He estudiado y enseñado los documentos del concilio, algunos de ellos en numerosas oportunidades. Los conozco muy bien. Devoto como soy de la escuela de los “Grandes Libros”,* siempre he enseñado en colegios afiliados a esa pedagogía y así mis cursos de teología típicamente comenzarían con la Escritura y los Padres, para pasar luego a los escolásticos (especialmente Santo Tomás), terminando con los textos del Magisterio, encíclicas papales y documentos conciliares. 

A menudo se me caía el alma a los pies cuando en el curso llegábamos a los documentos de Vaticano II, textos tales como Lumen Gentium, Sacrosanctum Concilium, Dignitatis Humanae, Unitatis Redintegratio, Nostra Aetate, o Gaudium et Spes. Desde luego—¡por supuesto!—en ellos se encuentran párrafos hermosos y ortodoxos. Nunca habrían alcanzado los votos necesarios si se hubiesen opuesto flagrantemente a la enseñanza católica. 

Y con todo, allí uno se topa también con textos despatarrados, oscuros, productos inconsistentes paridos en algún anónimo comité que innecesariamente complican muchos temas y que carecen de la claridad cristalina que se supone es la difícil pero primordial incumbencia de un concilio. Todo lo que tenéis que hacer es echarle una mirada a los documentos de Trento o a los primeros siete concilios ecuménicos para comprobar allí ejemplos brillantes de un estilo conciso y consistente, que da de mano con la herejía en cada renglón, cosa en la que se empeñaban con máximo esfuerzo los padres conciliares en las épocas históricas en las que les tocaba vivir. Y luego los párrafos de Vaticano II—y no son pocos—ante los que uno se detiene y se dice: “¿De veras? ¿Estoy realmente viendo las palabras que tengo impresas en la página delante de mí? ¡Qué manera enmarañada de expresarse, qué forma más problemática de decir las cosas, qué proximidad con el error, qué manera embarullada de decir las cosas!”. (Y no se trata sólo de traducciones deficientes; eso también, pero aun las primeras versiones tenían estas taras). 

Yo también supe sostener, con tantos otros conservadores, que debíamos “tomar lo bueno, y dar de mano con lo demás”. El problema con esto ha sido adecuadamente señalado por el Papa León XIII: 

Ciertamente que los arrianos, los montanistas, los novacianos, los décimocuartos, los eutiquianos, no se oponían a toda la doctrina católica: sólo abandonaban algunos de sus principios. Y, sin embargo, ¿quién no sabe que fueron todos declarados heréticos resultando luego excomulgados? Y de igual modo fueron condenados todos los autores de proposiciones heréticas en los siglos subsiguientes. “Nada puede haber más peligroso que aquellos herejes que admiten prácticamente el ciclo entero de la doctrina y que, sin embargo, con una sola palabra, como si fuera una gota de veneno, infectan la fe simple y real enseñada por Nuestro Señor transmitida por la tradición apostólica” (Tract. De Fide, Orthodoxa contra Arianos). 

En otras palabras, es la mezcla, el revoltijo, entre cosas grandiosas, buenas, indiferentes, malas, genéricas, ambiguas, problemáticas, erróneas, todo eso en párrafos interminables, lo que hace que Vaticano II sea el único concilio merecedor de un repudio.

¿Es que no hubo siempre problemas después de los concilios de la Iglesia?

Indudablemente: los concilios de la Iglesia siempre han dado lugar a controversias más o menos importantes. Pero aquellas dificultades generalmente se suscitaban a pesar de la naturaleza y contenido de los documentos, no por razón de su formulación. San Atanasio podía apelar una y otra vez a Nicea, como quien apela a un estandarte durante una batalla, porque sus enseñanzas eran concisas y sólidas como una roca. Los Papas después del Concilio de Trento podían apelar una y otra vez a sus cánones y decretos porque sus enseñanzas eran sucintas y claras como el agua. Mientras Trento produjo un gran número de documentos a lo largo de los años en que ocurrieron las sesiones (1545-1563), cada uno de esos textos constituyen una maravilla de claridad, sin una palabra de más.

Por decir lo menos, los documentos de Vaticano II fallaron miserablemente en lo que se refiere a los propósitos del Concilio, tal como los explicó el Papa Juan XXIII. En 1962 dijo que quería una presentación de la fe más accesible para el hombre moderno. Ya para 1965 resultaba dolorosamente obvio que los dieciséis documentos nunca serían una cosa que uno podía juntar en un libro para dárselo a cualquier lego o laico con inquietudes. Bien se podría decir que el Concilio se quedó sin el pan y sin la torta: ni produjo un punto de acceso fácil para el mundo moderno, ni tampoco un breve bosquejo o plan para apoyo de pastores y teólogos. ¿Qué diablos logró? Una cantidad inmensa de papeles, mucha prosa insustancial, y un codazo acompañado de un guiño: “Muchachos, ¡llegó la hora de adaptarse al mundo moderno!” (Y si no lo hacen, parafraseando a Hobbes, tendrán problemas con “el poder irresistible del dios mortal” en Roma, cosa que el Arzobispo Lefebvre no tardó demasiado tiempo en descubrir). 

He aquí por qué este último concilio resulta absolutamente irrecuperable. Si el proyecto de modernización terminó en una pérdida masiva de la identidad católica, incluso de las doctrinas más básicas de dogma y moral, el único modo de proceder es despedirse respetuosamente de ese gran símbolo y proyecto y asegurarse de que quede bien enterrado. Como dice Martin Mosebach, la verdadera “reforma” siempre ha de significar una vuelta a la forma—esto es, un regreso a una disciplina más estricta, una doctrina más clara, un culto más pleno. No significa y no puede significar lo contrario. 

¿Por ventura existe algo perteneciente a la sustancia de la Fe, o alguna cosa indiscutiblemente beneficiosa que perderíamos si fuéramos a darle el adiós al último concilio para no oírlo mencionar nunca más? La Tradición Católica de por sí contiene recursos inmensos (que hoy, por lo general, desafortunadamente no son aprovechados) para enfrentar cualquier de las irritantes cuestiones que nos plantea el mundo de hoy. Hoy a casi un cuarto de camino en otro siglo, estamos en otro lugar, y las herramientas que nos hacen falta no son las de los ’60.

¿Qué se puede hacer en el futuro? 

Desde que el Arzobispo Viganò escribió la carta del 9 de junio y sus siguientes escritos sobre este asunto, la gente ha comenzado a discutir qué cosa podría significar “anular” al Concilio Vaticano II.

Por mi parte, veo tres posibilidades teóricamente posibles para un futuro Papa:

  1. Podría publicar un nuevo Syllabus de errores (tal como propuso el Obispo Schneider allá por el año 2010) que identifica y condena los errores más comunes asociados con Vaticano II sin atribuirlos explícitamente a Vaticano II: “Si cualquiera dijese XYZ, sea anatema”. Esto dejaría abierta una especulación acerca del grado en que los textos conciliares de hecho tienen errores; sin embargo, cerraría la puerta a muchas interpretaciones “populares” del Concilio.
  2. Podría declarar que, contemplando retrospectivamente los últimos cincuenta años, podemos ver claramente que, debido a sus ambigüedades y dificultades, los documentos conciliares han hecho más daño que bien en la vida de la Iglesia y que, en el futuro, no deberían utilizarse como referencia magisterial en discusiones teológicas. El Concilio debería ser tratado como un acontecimiento histórico que ha perdido toda relevancia. Nuevamente, en este caso no haría falta afirmar que los documentos contienen errores; sólo que se reconoce que el Concilio se ha mostrado más problemático de lo que se esperaba, y que no vale la pena. 
  3. Podría explícitamente “desautorizar” o apartar ciertos documentos o partes de algunos de ellos, así como partes del Concilio de Constanza nunca fueron reconocidos ni repudiados.   

La segunda y tercera alternativa abrevan en el reconocimiento hecho tanto por el Papa Juan XXIII como Pablo VI en el sentido de que el Concilio adoptaba la forma—única entre todos los demás concilios ecuménicos de la historia—de concilio “pastoral” tanto en su propósito como naturaleza misma; esto facilitaría lo de dejarlo de lado. En cuanto a la objeción de que todavía, necesariamente, concierne a temas de fe y moral, por mi parte contestaría que los obispos nunca definieron ni anatematizaron nada. Incluso las “constituciones dogmáticas” no hacen afirmaciones dogmáticas. Se trata de un concilio curiosamente declarativo y catequístico, que no zanja prácticamente ninguna cuestión y desestabiliza más de una. 

Si acaso y como fuere, un Papa futuro o concilio se decidiese a enfrentar redondamente este verdadero despelote, nuestra tarea como católicos permanece como siempre la misma: aferrarse a la Fe de nuestros Padres, en sus fórmulas normativas de siempre y en las que podemos confiar: principalmente en la lex orandi de los ritos litúrgicos de Oriente y Occidente, en la lex credendi de los Credos aprobados y el testimonio consistente del magisterio universal ordinario, además de la lex vivendi que nos han mostrado los santos canonizados a lo largo de los siglos, antes de que arribara esta era de confusión. Con esto alcanza y sobra. 


Publicado originalmente en Onepeterfive.

Tradujo Jack Tollers


The Great Books fue una idea de dos profesores de la Universidad de Chicago (Robert Hutchins y Mortimer Adler) que consiguieron que la Enciclopedia Británica publicara en 54 tomos los textos esenciales de la literatura occidental (“el canon literario de hombres blancos  muertos” como le gusta decir ahora a los progres yanquis). Eso fue en 1952. Desde entonces, eso dio lugar a una cantidad de colegios donde no se enseñaba otra cosa, siendo el más famoso el “Saint Thomas Aquinas” de California en el que estudiaron algunos argentinos aventajados, como Roberto Helguera (aunque hay unos cuantos más)

lunes, 6 de julio de 2020

Obediencia, sor Faustina y Santa Zoe

A todos nos resulta molesto cuando quieren hacernos pasar por tontos; cuando pretenden engatusarnos con discursos falaces, en los que se usan argumentos torcidos a fin de convencernos. Es decir, nos molesta que quieran hacernos pasar por tontos. Y es lo que me ocurrió cuando vi uno de los últimos vídeos que publicó Mons. Taussig sobre la  situación que está ocurriendo en su diócesis que se agrava cada vez más. 

Fieles de San Rafael frente al Seminario Diocesano

Comprendo perfectamente al obispo cuando dice que está triste. No es para menos después del desaguisado que él mismo armó pretendiendo obligar a sus fieles a recibir la sagrada comunión exclusivamente en la mano y a los sacerdotes a distribuirla exclusivamente de ese modo. Fabricó un Trafalgar de lo que podría haber sido no más que una escaramuza. Como decíamos la semana pasada, se metió en un berenjenal del que no podrá salir y las cosas se le están yendo de la mano. Este domingo sufrió una segunda pueblada a las puertas del seminario diocesano, donde él se ha refugiado, en la que los fieles le suplican que les permita continuar con la tradición de la Iglesia y comulgar en la boca. En este video pueden ver lo ocurrido.

Esta disposición transitoria en cuanto al modo de recibir la comunión se aplica en la mayor parte de las diócesis del mundo afectadas por la pandemia, incluido países como Italia, Francia o Estados Unidos. Y sin embargo, las redes están silenciosas y no hay batalla alguna librándose por allí. ¿Es que en esas naciones no hay fieles conservadores o tradicionalistas que se resistan a recibir la comunión en la mano? ¿Alguien puede pensar que en Francia o Estados Unidos, donde el movimiento tradicional es muy fuerte, todos aceptan mansamente las disposiciones? De ninguna manera. Lo que ocurre es que allí, como en otras diócesis argentinas, los obispos se manejaron con prudencia cosa, que no ocurrió en San Rafael. Publicaron la reglamentación pero no se dedicaron a investigar si se cumplía y cómo se cumplía. Eso quedaba librado a la prudencia de los sacerdotes. Es lo que cualquier persona sensata haría en circunstancias similares. No fue el caso, sin embargo, de Mons. Taussig que armó una batalla demencial provocando en sus sacerdotes y fieles un estado de angustia y sufrimiento por el que deberá rendir cuentas, y un escándalo que ha tomado proporciones internacionales pues la noticia ha salido en medio europeos y americanos.

En el video al que me refiero, Mons. Taussig basa todo el peso de su argumentación en la obediencia que se debe al propio obispo. Todos sabemos que la obediencia es una virtud y que al obispo hay que obedecerle. Pero no se trata de una virtud absoluta sino, como todas, debe estar regulada por la razón, caso contrario puede dejar de ser obediencia para convertirse en sometimiento, en pecado y en vicio. 

Todos sabemos el enorme daño que ha causado en muchas ocasiones a lo largo de la historia de la Iglesia el ejercicio imprudente de la obediencia o bien, las pretensiones de obediencia que muchos superiores quisieron imponer a sus súbditos. Recomiendo la lectura de El ruiseñor fusilado de Leonardo Castellani para entender la cuestión y los límites que tiene la obediencia. Porque el conflicto aparece cuando se llega a la situación, como se ha llegado en San Rafael, de tener que decidir a quién obedecer: o al obispo, o a la Iglesia y su tradición. Porque, aunque Mons. Taussig sea la voz de la Iglesia para su rebaño, deja de serlo cuando en su discurso se opone a las enseñanzas y tradiciones de Iglesia universal, y contraviene sus mandatos. Los fieles, en ese caso, tienen todo el derecho e incluso el deber de no obedecer. 

Y estoy ha ocurrido innumerable cantidad de veces. Espiguemos algunas: Orígenes desobedeció a su obispo Demetrio de Alejandría y huyó a Cesarea de Palestina donde fue ordenado sacerdote por el obispo de esa ciudad. San Atanasio desobedeció al Sínodo de Tiro en 335 y al Concilio de Milán de 355. San Juan de la Cruz desobedeció a sus superiores calzados en repetidas oportunidades y debió fugarse de la cárcel donde lo habían recluido. Santa Juana de Arco desobedeció al tribunal que la juzgó, integrado por obispos y clérigos. La Madre Teresa de Calcuta desobedeció a sus superioras de la congregación de las Madres Irlandesas para fundar las Hermanas de la Caridad. En fin, hay un sinnúmero de casos en la historia de la Iglesia donde se ve que los santos, que son hombre y mujeres prudentes, desobedecen cuando es virtuoso hacerlo.

Mons. Taussig es un hombre formado que sabe teología, por eso resulta llamativo que utilice como argumento de autoridad —“iluminante” lo llama él recurriendo a un neologismo—, las palabras de Santa Faustina Kowalska que dijo: “El demonio se puede revestir del hábito de la humildad, pero nunca del hábito de la obediencia”. Si Mons. Taussig quiere apoyarse en autoridades de monjitas santas, podría recurrir a Santa Catalina de Siena, que además es doctora de Iglesia, y vería allí lo que esta santa le dijo no sólo a su obispo, sino al mismísimo Papa. O bien, recurrir a otra doctora de la Iglesia, Santa Teresa de Ávila y enterarse de cómo trató al arzobispo de Burgos o al de Sevilla. 

Y no soy impío porque discuto los dichos de Santa Faustina, que habrá que ver en qué circunstancias los dijo, sino porque la realidad impone crudamente que el demonio en muchas ocasiones se viste con el hábito de la obediencia, mal que le pese al obispo sanrafaelino. Y no es necesario irse a casos lejanos. La semana pasada, Sandro Magister publicó la carta de una reconocida historiadora católica en la que narra con dolor sus descubrimientos en los archivos vaticanos en relación a los abusos sexuales cometidos por el fundador del movimiento de Shoënstatt, el P. Joseph Kentenich. Copio aquí un fragmento “iluminante”:

Las religiosas, mensualmente, debían arrodillarse frente al “padre”, extender sus manos hacia él y darse totalmente a él. El diálogo que se desarrollaba, frecuentemente con la religiosa a solas y a puertas cerradas, era el siguiente:

“¿De quién es la hija?”. Respuesta: “¡Del padre!”

“¿Qué es la hija?”. Respuesta: “¡Nada!”

“¿Qué es el padre para la hija?”. Respuesta: “¡Todo!”

“¿A quién pertenecen los ojos?”. Respuesta: “¡Al padre!”

“¿A quién pertenecen las orejas?”. Respuesta: “¡Al padre!”

“¿A quién pertenece la boca?”. Respuesta: “¡Al padre!”

Algunas religiosas se refirieron también a esta continuación del rito:

“¿A quién pertenece el seno?”. Respuesta: “¡Al padre!”

“¿A quién pertenecen los órganos sexuales?”. Respuesta: “¡Al padre!”.

Las pobres religiosas no se prestaban a semejantes humillaciones porque les gustara. Lo hacían por obediencia. Y no es necesario explicar que en este caso, mal que le pese al obispo de San Rafael, un demonio muy feo y aborrecible —el de la lujuria—,  se había revestido del hábito de la obediencia. 

Monseñor, no nos corra con la vaina.

Por una cuestión de justicia, debo hacer una ajuste a lo que afirmé en un artículo de la semana pasada. En los últimos días, el vocero del obispado de San Rafael, en una larga entrevista concedida a una radio salteña, aclaró que los seminaristas diocesanos fueron conminados por su obispo a comulgar en la mano no debido a una cuestión sanitaria (el seminario está confinando desde el inicio de la pandemia por lo que no hay peligro de contagio) sino como una "prueba de obediencia". Pueden escuchar aquí el audio. Respetuosamente, me permito sugerirle a Mons. Taussig que evite pedir "pruebas de obediencia" de cualquier tipo que sean, puesto que el horno no está para bollos. También pidieron pruebas de obediencia a sus seminaristas el Sr. McCarrick cuando era cardenal arzobispo de Washington y Marcial Maciel, cuando al frente de los Legionarios de Cristo.


Un comentario final. Ayer, 5 de julio, la Iglesia celebró entre otros, a santa Zoe. Vivía en Pamfilia (actual provincia de Antalya, en Turquía), en la primera mitad del siglo II, con su esposo Hesperio y sus hijos Siríaco y Teodulo. Eran esclavos. Ella era la encargada del cuidado de los perros de sus patrones. Éstos eran devotos paganos pero trataban bien a sus esclavos y les dejaban practicar el cristianismo libremente. En una ocasión, se celebraba una fiesta doméstica --algún cumpleaños o aniversario--, y los patrones enviaron a Zoe y su familia parte de la comida del festejo. Sin embargo, esas carnes habían sido previamente sacrificadas a los ídolos por lo que ellos se negaron a comerlas. Enterado el patrón, se enfureció, pidió cuentas a sus esclavos y éstos que no cedieron. Finalmente, Zoe y su familia fueron arrojados a una hoguera y murieron mártires de la fe.

Pongámonos un momento en la cabeza de Zoe y su marido, y pongámonos un momento en la cabeza de los actuales jerarcas de la Iglesia. ¿No parecería que fue exagerada la actitud de estos cristianos? No se les pedía que ellos hicieran el sacrificio a los ídolos; no se les pedía que renunciaran a la fe; no se les pedía que pecaran contra el sexto mandamiento. No se les pedía nada; se les ofrecía un poco de carne. Pero esa carne pertenecía a un animal que había sido sacrificado a los ídolos. San Pablo (I Cor. 8) dice que "No perdemos nada si no la comemos (a esa carne), y no ganamos nada si la comemos", pero añade que comerla puede ser un mal ejemplo para los demás, ya que pueden creer que acordamos con el culto a los ídolos. Por lo tanto, manda no comerla. No se trataba de que comer esa carne en sí mismo fuese un acto pecaminoso sino que, al hacerlo, muchos podían pensar que se cedía a las presiones de los paganos y, de esa manera "se destruirá un creyente débil por el que Cristo murió" (I Cor. 8, 11). Zoe prefirió morir ella y su marido, y animar a la muerte a sus hijos por esa "insignificancia". "En la boca o en la mano, ¿qué más da?", dice Mons. Taussig.  Era un detalle mínimo; sin embargo, Zoe y los suyos resistieron hasta la muerte. 

Santa Zoe, ruega por nosotros.