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sábado, 30 de abril de 2011
miércoles, 27 de abril de 2011
"La religión es algo peligrosísimo"
domingo, 24 de abril de 2011
"Siempre tuve la sensación de llegar a una fiesta que había empezado hace mucho"
Yo tengo un axioma: todo lo que es inesperado, lo que se impone a nuestros deseos y nuestra voluntad, es más divino que lo que deseamos, más digno de esperanza. Por eso, los hijos son máximamente divinos (risas).
Igual, rezo mucho menos de lo que debería y lo lamento.
Pero cuando todo se hace muy difícil, siempre tenemos el Rosario, o directamente repetir el Padrenuestro, o la oración del Nombre de Jesús. Hay un mantra muy bonito, de santa Catalina de Siena: "Yo soy el Que Soy, tú eres la que no es". Lo importante es ex-ponerse, como si Dios fuera un sol y nosotros un témpano. Imaginarse como algo que está brotando permanentemente de la nada, sostenido por la energía de Dios, por su Amor.
Cristo ha resucitado
miércoles, 20 de abril de 2011
Sacro Triduo
lunes, 18 de abril de 2011
Desilusionados
sábado, 16 de abril de 2011
Regalos del fin de semana
miércoles, 13 de abril de 2011
Las entrevistas de Tollers: Lupus (2)
lunes, 11 de abril de 2011
Las entrevistas de Tollers: Lupus (1)
Jack Tollers comenzó al año pasado con una serie de entrevistas a conocidos personajes de nuestro blog. Generosamente, me las ha enviado. Publicaré una por semana, en dos entregas. Y comenzamos con la de Lupus.
jueves, 7 de abril de 2011
El fin en clave bouyeriana
Lo que los cristianos de nuestro tiempo esperan es la conversión del mundo. También San Pablo ardía en deseos de implantar el evangelio en todo el mundo conocido, y su impaciencia radicaba en que, pareciera, estaba convencido de que el reino de Dios sobrevendría cuando su tarea estuviese acabada. Sin embargo, su idea de la evangelización del mundo no abarcaba la idea de que todo el mundo podía adherir al evangelio. Y la prueba está en que, para él, cuando el evangelio había sido proclamado públicamente y había sido recibido por un grupo de fieles, la tarea evangelizadora estaba prácticamente terminada en una ciudad o en una comarca. El apóstol, entonces, no tenía ya más que hacer allí, y se marchaba a otro sitio para proceder del mismo modo. Sin duda, los cristianos que dejaba proseguían la tarea de conversión que él había iniciado, y entonces se gozará de que su fe se “multiplica”, como él mismo dice. Pero en ninguna parte San Pablo parece suscribir a la esperanza o al sueño de las adhesiones masivas. Y lo que no espera para su tiempo, mucho menos lo espera para el futuro mediato. Está lejos de creer que la hostilidad del mundo hacia el evangelio que percibe en su tiempo se fundiría como hielo bajo el sol, cuando fuera proclamada la Buena Nueva. Por el contrario, esta hostilidad le parece que, en su tiempo, está contenida por un obstáculo, el famoso katejon, que en algún momento será removido. Pero una vez que la proclamación haya llegado a todas las orillas de la tierra, los tiempos de calma cesarán y entonces, como un mar furioso sobre el cual se ha arrojado aceite, el mundo, lejos de quedar encantado por la voz de Cristo como por la de un Orfeo divino, desencadenará su revuelta más tumultuosa.
Por eso, lo que espera a los apóstoles que predican el evangelio no es la conversión del mundo, sino el odio del mundo. Les aguarda la enemistad del mundo -que se manifiesta cada vez más- y al mismo tiempo, la victoria sobre el mundo. Las dos son inseparables. Pero ocurre que los cristianos de hoy no pueden soportar la idea de tener enemigos. Ellos quieren estar en contra de todo lo que está contra algo, y estar a favor de todo lo que está a favor de algo. “No estamos en contra de nadie”, es su frase favorita. Pareciera, incluso, que hoy no es posible ser ateos, porque sea el personaje que sea, siempre encontrará a algún eclesiástico esclarecido que escribirá un libro, quizás junto a ese mismo personaje, en el que demostrará que, en realidad, lo estamos malinterpretando y que en el fondo, ese acérrimo ateo, es más cristiano que nosotros mismos.
Lo malo es que esas conquistas sobre el papel no son muy efectivas. Aunque anexados por nuestros artificios dialécticos, nuestros queridos enemigos siempre escapan a nuestros abrazos, ignorándonos sin más. Al leer los escritos de autores cristianos actuales, se tiene la impresión de que el cristianismo ha perdido para ellos todo contenido propio. Pareciera que su fe, inquieta solamente por comprender y acoger a todos, es una materia dúctil y transparente, en perpetua coquetería con los principios del mundo.
La historia permanece en manos de Cristo y no en las nuestras. La Iglesia lo representa pero no lo reemplaza y, con mucha más razón, no puede sobrepasarlo. Su obra consiste en llevar la salvación a los hombres por el Evangelio y los Sacramentos. Y la promesa que ha recibido es la de la indefectibilidad en esta tarea. Ella no hará otra cosa que lo que Cristo mismo hizo durante su primera venida. Deberá hacer brillar la luz, Su luz, en las tinieblas. Pero si las tinieblas no recibieron al mismo Cristo, no esperemos que la Iglesia tenga alguna ventaja en este sentido. Es verdad que se prometió que los discípulos harían obras más grandes que el Maestro, pero esto debe ser entendido en el sentido que llevarían el evangelio a todo el universo, mientras que Él sólo lo predicó en Galilea. La salvación del mundo ha sido confiada a la Iglesia, pero el juicio del mundo permanece en manos del único Señor. Es necesario que Él reine, pero no seremos nosotros quienes lo hagamos reinar. El anuncio evangélico es tarea de la Iglesia, pero su efecto definitivo es un secreto del Padre hasta el día que Él ha fijado y que sólo Él conoce. Ese día, el Hijo del Hombre vendrá a su reino y cosechará el campo en el que la Iglesia arrojó la semilla. Es verdad, en ese día asociará a los santos al juicio que hará entre los elegidos y los réprobos, y como ellos han sufrido con Él, con Él reinarán. Pero no es cuestión de ellos –de los santos-, el anticipar el día de su venida y atribuirse el poder de hacerlo reinar. El día de su reino, es el día de Yavé, el día que sólo el Padre conoce. Sería locura pretender la posesión de aquello que ni siquiera el Hijo poseyó. Hasta ese día, los cristianos no podemos sino arrojar la semilla y gritar con toda nuestra voz: “¿Hasta cuándo Señor, Santo verdadero, no juzgarás y vengarás nuestra sangre en los que moran sobre la tierra?” (Ap. 6, 10).
Naturalmente pensamos, alentados por los eruditos exégetas modernos, que los cristianos de la antigüedad, comparados con nosotros, eran espíritus cerrados y primitivos. Creían en un número pequeño de elegidos. Nosotros, en cambio, conservamos un infierno con todos sus papeles en regla, pero nos aseguramos en decir privadamente que nadie irá a ese lugar. En pocas palabras, nuestros antepasados crían en un Dios Padre cuyo amor encerraba, sin embargo, algunas exigencias. Nosotros creemos en un Dios Abuelo, cuyo amor no rechaza a nadie, porque es incapaz de exigir.
Pero esta comparación, que nos parece tan favorable a nosotros, no es más que una ilusión. El nuestro, es un optimismo de superficie. La verdad es que creemos con tan poca seriedad en el Creador, que terminamos creyendo en la creatura tanto como nuestros adversarios. Es porque no creemos en la grandeza terrible de la creación que no somos capaces de creer en la grandeza de la caída. No es un optimismo genuino lo que nos lleva a ver en el mal no más que un bobalicón epidérmico en el rostro del mundo, sino una verdadera pequeñez de espíritu. Los hombres se placen en gritar a nuestros oídos su odio hacia Dios, y nosotros les respondemos con una sonrisa de sordos, y les decimos dulcemente: “¡No sean así! ¡Si Uds. son buenos chicos¡ Estoy seguro que no piensan lo que dicen”. Este reflejo deja ver nuestro temor, engrampados como estamos en nuestras ilusiones. Es la reacción típica del impotente que sueña obstinadamente lo real conforme a sus gustos.