Desde hacía algunas semanas que me venía rondando en la
cabeza el recuerdo del Cisma de Occidente, cuando la Iglesia tenía dos papas -y
hacia el final incluso tres-, y no se sabía cuál de los dos era el verdadero. Y
me decía: “Es lo que sucede ahora. Tenemos dos papas”. Pero enseguida espantaba
a ese demonio respondiéndole: “Tenemos un solo papa. El otro es papa emérito”,
y de ese modo me tranquilizaba.
Pero el papa Bergoglio, en la infeliz entrevista que
concedió en pleno vuelo de regreso a Roma y que, a mi entender, hizo un click puesto que comenzó a develar su
verdadero rostro, habló de la existencia de dos papas. Esto es lo que dijo según
la Piqué:
"La última vez que hubo dos papas o tres papas no se
hablaban entre ellos, se estaban peleando para ver quién era el verdadero. Tres
llegó a haber durante el Cisma de Occidente. Hay algo que califica mi relación
con Benedicto: yo lo quiero mucho. Para mí es un hombre de Dios, humilde, que
reza. Fui muy feliz cuando fue elegido Papa. Y también cuando renunció; para mí
fue un ejemplo de un grande, un hombre de oración", dijo Francisco. Él
ahora vive en el Vaticano y algunos me preguntan: «Pero ¿cómo se puede hacer
esto, dos papas en el Vaticano?, ¿no te molesta, él no te hace la revolución en
contra?». Todas las cosas que dicen, ¿no? Pero yo encontré una frase para esto:
es como tener al abuelo en casa, pero el abuelo sabio. En una familia el abuelo
está en casa, es venerado, es amado, es escuchado. El es un hombre prudente, no
se mete", agregó.
Más allá de lo ofensivo que resulta llamarle “abuelo” al
papa Benedicto XVI cuando le lleva menos de 10 años, se refiere a él como papa.
Que renunció, es verdad que dice en un momento, pero lo trata como papa. Y
menciona de modo expreso el Cisma de Occidente.
Vale la pena repasar ese momento histórico de la Iglesia.
Les propongo una síntesis que, en cuanto tal, dejará de lado detalles y hechos
importantes. Para quienes quieran profundizar les apunto la bibliografía que he
consultado. En primer término, el libro que considero más completo y autorizado
sobre la vida de Pedro de Luna o papa Benedicto XIII de Avignon que será el
principal protagonista del Cisma: Luis Suárez, Papa Luna, Ariel, Barcelona, 2002. Y dos completas historias de la
Iglesia: la de Llorca - Villoslada, editada por la BAC en cuatro tomos. El tema
que nos ocupa se encuentra en el tomo III, pp. 183-268, en la edición de 1960.
Y la Histoire de l'Eglise du Christ de
Daniel Rops, en el tomo titulado “L’Église de la Renaissance et de la Reforme”.
Desde hacía varias décadas los papas vivían en Avignon y
eran franceses. Toda la cristiandad sabía que la situación era anómala y que los
pontífices debían regresar a la sede romana. Finalmente pudo lograrlo el papa
Gregorio XI pero murió al poco tiempo de llegar a la Urbe. Era necesario
entonces elegir un nuevo papa y esta vez el cónclave, después de mucho tiempo,
tendría lugar en Roma. Los cardenales que allí se encontraban (eran unos
quince), sin esperar la llegada de otros varios, comenzaron la reunión
eleccionaria el 7 de abril de 1378, apenas diez días después del fallecimiento
de Gregorio.
El ambiente en el que se realizó el cónclave era complicado
ya que el pueblo romano exigía un papa romano, y expresaban sus exigencias con
gritos, tumultos y palos: “Romano lo vogliamo o almanco italiano”, vociferaban
en la plaza de San Pedro. Al día siguiente de comenzada la reunión, y mientras
los cardenales escuchaban los gritos de la multitud, un obispo se acercó a la
puerta del reciento y por una pequeña abertura les advirtió a los purpurados:
“Daos prisa señores, porque corréis el peligro de ser descuartizados si no
elegís pronto un papa italiano o romano; los que estamos fuera juzgamos del
peligro mejor que vosotros”. Los cardenales, que tampoco en esa época se
distinguían por su valentía, se apresuraron a elegir al arzobispo de Bari -que
no era cardenal aunque todos lo conocían como hombre piadoso y ejemplar-, y que
tomó el nombre de Urbano VI. Dos días después, los cardenales le prestaron
obediencia. El pueblo feliz y los cardenales tranquilos.
Pero nadie esperaba que al que creían ejemplar obispo se
transformara en lo que se transformó una vez elegido papa. “Se tornó despótico,
duro, violento, descomedido, llegando en su imprudencia y desatino a términos
casi patológicos”, dice Villoslada que, vale decirlo, es un historiador
oficialista. Su obsesión era la reforma de la curia romana, que ciertamente necesitaba
ser reformada, pero para hacerlo se desahogó en una violenta invectiva contra
los vicios de los cardenales y obispos, a quienes trataba como patrón de
estancia y no tenía reparos en ofender o insultar. Sus frases preferidas eran: Omnia possum et ita volo y Ego intendo mundare Ecclesiam et ego mundabo.
Concluye el mismo Villoslada que Urbano VI fue un perturbado mental y un papa funestísimo
para la Iglesia.
Esta situación se produjo pocos días después de la elección
y cuando todos los cardenales de la iglesia se encontraban en Roma. Decidieron,
entonces, retirarse a Anagni y de allí, por temor a Urbano que había enviado
tropas para prenderlos, a Forli, ciudad que se encontraba ya en el reino de
Nápoles. Y emitieron una declaración en la cual aseguraron que la elección del
papa había sido nula ya que ellos la habían hecho extorsionados por la turba y que,
en caso de haber sido libres, no habrían elegido al obispo de Bari. Por tanto, Urbano no era papa, y se debía
elegir uno. Esto hicieron, y en el primer escrutinio fue elegido el cardenal
Roberto de Ginebra que tomó el nombre de Clemente VII, y luego de un tiempo en
Nápoles, regresó a Avignon.
Comenzaba de este modo el cisma de Occidente que duraría
cuarenta años. Todavía hoy se discute acerca de cuál de los dos papas era el
verdadero, y hay una biblioteca de historiadores que se vuelca por uno, y otra
que se vuelca por el otro. Posteriormente, la Iglesia reconocerá que los papas
verdaderos eran los romanos -vale decir, que Urbano VI había sido elegido
canónicamente-, pero la cosa nunca quedó clara.
Frente a una Iglesia con dos papas, la cristiandad se
dividió en dos. El Sacro Imperio, Inglaterra, Venecia y todo el norte italiano
permaneció en la obediencia de Urbano, mientras que Francia, Nápoles, Castilla
y Aragón y Escocia, reconocían a Clemente. Portugal, como siempre, iba y venía
según mejor le convenía.
La división fue similar entre los obispos, entre las mismas
órdenes religiosas, que solían tener dos superiores generales, en las diócesis,
con parroquias que eran fieles al papa de Roma y otras al de Avignon. Lo normal
era que los habitantes de una determinada nación siguieran la obediencia de su
soberano, pero ni siempre ocurría eso. Cada persona, en el fondo, elegía
obedecer al papa que consideraba legítimo.
Entre los mismos santos de la época se produjo la división. Santa
Catalina de Siena era partidaria del papa Urbano y hablaba pestes de Clemente,
al que consideraba un diablo, y San Vicente Ferrer, fiel al papa Clemente,
predicaba con fuerza contra Urbano. Santa Cristina de Suecia y los fundadores
de la Devotio moderna, Gerard Groote
y Florencio Radewijns era urbanistas. Santa Coleta de Corbie, reformadora de
las clarisas, y el beato Pedro de Luxemburgo eran clementistas. La cosa no
estaba clara para nadie.
Como Urbano se quedó sin colegio cardenalicio, creo de un golpe
29 nuevos cardenales. Murió en 1389 y en su lugar fue elegido Pedro Tomacelli
que tomó el nombre de Bonifacio IX. Éste murió en 1404 y su sucesor fue
Inocencio VII.
En tanto, Clemente VII retirado en la fortaleza de Avignon,
murió repentinamente en 1394. En su lugar, fue elegido papa el cardenal
aragonés Pedro de Luna que tomó el nombre de Benedicto XIII, y que permanecerá
en su trono hasta el fin del cisma. Es importante tener en mente el detalle de
que todos los cardenales que participaron de su elección, incluido el mismo
Pedro de Luna, hicieron previo al cónclave, un juramento según el cual se
obligaban a trabajar con todas sus fuerzas para la unión de la Iglesia y, en
caso de ser necesario, el elegido renunciaría al papado sin con eso se
aseguraba la unidad. La referencia era a la llamada via cessionis, y que consistía en que ambos pontífices renunciaran
al mismo tiempo y se eligiera un nuevo papa.
La Universidad de París, que era en ese momento el centro
intelectual de la cristiandad, comenzó a pensar soluciones para acabar con el
cisma. La idea era convocar un concilio ecuménico que eligiera un nuevo papa y
que previamente depusiera a los dos existentes. Pero no era esta una situación
sencilla ya que ni el papa avignonés ni el papa romano estaba dispuestos a
permitir que un concilio los juzgara. Por otro lado, sin la convocatoria y
aprobación de un papa, ningún concilio sería válido y las decisiones que de
allí surgieran podrían ser contestadas. Esta idea original se irá desarrollando
y terminará con posturas más radicales, el conciliarismo
de Marsilio de Padua entre otros, que afirmarán que el concilio es superior al
papa.
Los franceses no estaban contentos con el papa Benedicto
XIII por varios motivos, políticos en su mayoría, y porque ya se asomaba el
galicanismo. Los maestros parisinos propusieron entonces un nuevo concepto: la sustracción de obediencia. Simón
Cremaud, uno de los principales intelectuales, afirmaba que “cuando el obrar
del papa produce escándalo en la Iglesia, el papa no debe ser obedecido”. Otro,
Pedro Le Roy, escribía: “La potestad del papa está condicionada y limitada por
la naturaleza de su misión, que es apacentar su rebaño con el ejemplo, la
palabra y la doctrina. Nadie está obligado a obedecer cuando los preceptos no
se conforman a la ley natural, a la ley evangélica o a la ley de la Iglesia”. A
partir de esta base teórica, el 27 de julio de 1398, el reino de Francia se sustrajo de la obediencia del papa Luna.
Se trata de un concepto interesante, ya que los franceses no
hablaban de que Benedicto XIII fuera un papa ilegítimo, o de que la sede
estuviera vacante; simplemente, consideraban que no había sido fiel a su
juramento de buscar la unidad de la Iglesia y, por tanto, no le obedecían. Más
aún, en ninguno momento nombran o hacen referencia al papa de Roma, ya que
daban por supuesto que era un intruso e ilegítimo pontífice.
Esta situación, con idas y vueltas, y adhesiones y
des-adhesiones de otros reinos, durará varios años, y obligará al papa
Benedicto a huir de un lugar a otro, disfrazado en una ocasión de monje cartujo
para no caer en manos de las tropas francesas que lo perseguían.
En 1407 muere el papa romano Inocencio VII y es elegido en
su lugar Gregorio XII, quien también jura antes de su elección renunciar a la
tiara si hace lo propio su rival. Las disputas políticas impedirán que ambos
pontífices puedan encontrarse a fin de llegar a un acuerdo y el cisma seguirá dividiendo
a la Iglesia en porciones geográficas más o menos equivalentes.
Pero la situación se complicaría aún más porque en 1409 se
celebra en Pisa un nuevo concilio -que no será reconocido luego por la Iglesia-
pero que, sin embargo, reúne a un buen número de cardenales y obispos de ambas
obediencias. Luego de declarar contumaces a los dos papas, los conciliares proceden
a elegir a un nuevo, el cardenal de Milán Pedro Philaretus, que se hará llamar
Alejandro V. En la cristiandad habían ya tres papas. Alejandro muere al año
siguiente y, en su reemplazo, es elegido Juan XXIII.
La situación no daba para más. A estos gravísimos problemas
religiosos se sumaba la cercanía de los turcos que presionaban al imperio desde
el este y conatos de herejía e independencia política en Bohemia bajo el
liderazgo de Juan Hus. Estaba en peligro la cristiandad entera. El emperador
romano-germánico, Segismundo, presionó a Juan XXIII y éste convocó a un
concilio, único modo posible de solucionar el problema. Se realizó en Constanza
y comenzó a sesionar en 1414. Durará tres años y, en este periodo, el papa
romano, Gregorio XII reconocerá al concilio como válido y abdicará a fin de
permitir la unidad. Juan XXIII, en cambio, se niega a renunciar y deberá ser
depuesto por el concilio. En ese momento, el único que queda como papa es,
entonces, Benedicto XIII, aragonés y tozudo. Cuando se le pide que renuncie
según había sido su compromiso, afirmó que renunciaría con tres condiciones:
las dos primeras no eran problemáticas, pero la tercera sí. En buena lógica, al
papa lo eligen los cardenales. Pero ¿quiénes eran cardenales legítimos en ese
momento? Los que había nombrados por el mismo papa Luna, por los papas romanos
y por los papas de Pisa no podían ser legítimos en tanto el papa que los había
creado tampoco lo había sido. La única solución, explicaba Benedicto XIII, era
que el nuevo papa fuese elegido por los cardenales que participaron en el
cónclave que eligió a Urbano VI, que eran indiscutiblemente legítimos. Pero el
único cardenal de ese grupo que quedaba con vida era él. Por tanto, la
condición de Pedro de Luna era que él elegiría al nuevo papa haciendo juramento
de no elegirse a sí mismo. Por supuesto, tal condición no fue aceptada por los
padres conciliares.
Aquí se produce entonces una situación muy dolorosa, puesto
que el rey Fernando I de Aragón, que siempre lo había sostenido como papa, y lo
propio había hecho toda la familia de los Trastámara, y San Vicente Ferrer, que
había sido el gran adalid y confesor de Benedicto XIII, deciden retirarle su
obediencia y someterse al concilio. Afirman que el viejo papa Luna -tenía casi
noventa años- debía ser fiel a su juramento y renunciar, ya que eso mismo
habían hecho sus rivales. Finalmente, el cónclave ad hoc que se realiza en Constanza elige como nuevo papa Martín V
que, con toda inteligencia, la primera medida que toma es disolver el concilio.
De ese modo, se vuelve a la unidad de la Iglesia.
Benedicto XIII se refugiará en Peñíscola, un torreón rocoso
unido al continente por una lengua de arena en las costas valencianas, y vivirá
allí hasta su muerte rodeado de unos pocos fieles. Antes de morir, crea 5
cardenales, quienes elegirán un nuevo papa, el que, una vez coronado, renuncia.
De esa manera, se afirmaba la legitimidad de Benedicto pero se volvía a la
unidad. Algunos dicen que se continuó con la línea sucesoria del papa Luna y
hoy habría escondido en algún lugar un papa llamado Benedicto XL. Hay una muy
linda y entretenida novela de Jean Raspail sobre el asunto, de lectura
recomendable. Se llama El anillo del
pescador.
Conclusiones
Creo que se pueden sacar de este episodio histórico varias
conclusiones interesantes y que darían para ser utilizadas como clave de
lectura de la situación actual, lo cual pienso hacer en un próximo post.
Veamos:
1. Hay que desterrar definitivamente la idea absurda y
neocona de que los cónclaves son pacíficas reuniones de inocentes ancianitos en
las que el Espíritu Santo se posa mansamente sobre ellos para indicarles quién
debe ser el nuevo papa.
Por el contrario, los cónclaves son reuniones borrascosas
-algunos lo serán más, otros menos-, en los que se discute, se trama, se hace
lobby, se firman pactos, se grita y hasta se aporrea.
2. En los cónclaves no siempre las cosas salen bien y el
elegido en apariencia puede no serlo en la realidad. Y me refiero a lo
siguiente: un acto voluntario realizado por coacción -como el que hicieron los
cardenales electores de Urbano VI- es un acto hecho por miedo. Según
Aristóteles y toda la moral católica, estos son actos complejos puesto que
tienen una parte de voluntario y otra parte de involuntario. En esta
circunstancia concreta los cardenales eligen positivamente a Urbano porque, si
no lo hacen, cuando salgan del cónclave los descuartizan el pueblo romano, y en
este sentido el acto es voluntario. Pero, si esa circunstancia no existiera,
nunca lo hubieran elegido, y en este sentido es involuntario.
3. La Iglesia pasó un periodo más o menos prolongado con dos
papas, poseyendo ambos argumentos suficientes para considerarse el legítimo
sucesor de Pedro, y las personas doctas y santas de la época se dividieron en
apoyo de uno o de otro. Es decir, las cosas no siempre son claras como a
nosotros nos gustarían y, en muchos casos, hay que seguir la recta conciencia
de cada uno.
4. La noción de sustracción
de obediencia, más allá de poseer una genética galicana, es interesante. No
se discute la legitimidad de un pontífice ni, mucho menos, se afirma la
vacancia de la Sede Apostólica. Simplemente, se considera que el papa no está
cumpliendo con su deber (ver las expresiones de Cremaud y Le Roy expuestas más
arriba) y, por tanto, se le sustrae la obediencia.
5. El papa romano Gregorio XII renuncia. Es el último papa
renunciante antes de Benedicto XVI. Gregorio, luego de su renuncia, se
convierte en arzobispo de Porto y Decano del Sacro Colegio. Es decir, vuelve a
ser el cardenal Corrario. Lo mismo había sucedido con el papa Celestino que
también había renunciado: se retira a un monasterio como Pietro de Morrone. Nunca
existió en la Iglesia, en circunstancias semejantes, la figura de “papa emérito”,
o “papa abuelito” como lo llamó a Ratzinger el impresentable de Bergoglio.
6. Las soluciones a las situaciones complejas de la Iglesia
algunas veces pueden venir de parte de los fieles laicos y no de los pastores.
En el Cisma de Occidente, los que complicaban todo eran los obispos y los papas
reinantes. Con diversos matices, los que mejores se portaron fueron laicos: el
rey de Aragón Martín el Humano, en la primera parte del Cisma, y el emperador
Segismundo en la segunda, que obligó
a los papas y cardenales a ponerse de acuerdo.
Seguramente se podrán sacar más conclusiones. Las espero en
los comentarios.