- El señor tiene un invitado – les dijo sin saludarlos y
casi molesta la mucama de don Gabino al grupo de amigos que había golpeado la
puerta.
Los hizo pasar al salón y, efectivamente, allí estaba don
Gabino sentado en uno de sus sillones bergère frente al hogar y, en el otro, un
personaje corpulento y barbado, vestido con un balandrán negro y que, al igual que
su anfitrión, sostenía en la mano una copa de brandy.
-Es el padre Gregorio. Se quedará aquí por algún tiempo –
explicó don Gabino mientras invitaba a sentarse a sus convidados en torno al
fuego que, más que calentar, amenizaba el ambiente.
Todos estaban silenciosos, entre cohibidos y celosos. Les
causaba una cierta reverencia la figura clerical pero, a la vez, les molestaba,
porque no serían libres de hablar tan llanamente como siempre lo hacían en esas
reuniones y, además, distraería las atenciones de don Gabino.
Afortunadamente, sonó el timbre. Era el Nacionalista que
llegaba con retraso porque el cura, como era su costumbre, se había extendido
demasiado en el sermón de la misa. Y como el Nacionalista andaba sin cuidado en
cuestiones litúrgicas –más o menos latines; más o menos guitarras eran, para
él, problemas casi feminoides-, iba a la primera misa que se le cruzaba. La
cuestión era salvar a la Patria y dejarse de retorcidas discusiones sobre
bellezas y otros melindres.
Y entró tarareando una tonadilla pegajosa que acababa de escuchar
en la iglesia:
-“Jesús está pasando por aquí…; Jesús está pasando por aquí…”-.
Era un canto ochentoso y juanpablista que la hermana Wanda pretendía poner
nuevamente de moda.
- ¿Por dónde es que pasa, que yo no lo veo?- le preguntó
risueño don Gabino.
- Por aquí, por allá, por todas partes. ¿O será que usted no
cree que Jesús está presente en cada paso de nuestras vidas?
-Lo creo, pero no lo veo, por eso le pregunto.
-Eso es falta de fe –le respondió el Nacionalista, mientras
se servía una copa de “Cardenal Mendoza”.
El hombre del balandrán levantó la mirada y dijo lentamente:
- Miré, es imposible discernir la presencia de Dios mientras
Él está con nosotros. Pero luego, cuando efectivamente volvemos la vista al
pasado, hacia las cosas que nos pasaron, es allí cuando vemos que efectivamente,
Él pasó por nuestras vidas.
Pareció que las palabras del cura no convencieron mucho a
los amigos de don Gabino. ¿Cómo es que Dios no iba a dejar que sus hijos
sintieran su presencia?
Pablo Paz se animó a hablar:
- ¿Y usted cree que siempre es así? ¿No será que eso les
pasa solamente a algunos santos o personas más perfectas?
Y esta vez fue don Gabino el que respondió:
-Fíjese don Paz que esa es la ley de Dios en las Escrituras:
dispensar sus bendiciones en el silencio y secretamente, de modo tal que no
podamos discernirlas en el momento, a no ser por la fe. Tome el caso del mismo
Señor, que fue reconocido como el Hijo del Altísimo solamente después de haber
pasado por esta tierra. O el mismo Espíritu Santo, cuyas misiones se dan
siempre en el mayor secreto y silencio. La carne y la sangre fueron incapaces
de conocer al Hijo de Dios aun cuando éste obraba milagros visibles, y mucho
menos es capaz el hombre natural de discernir las cosas del Espíritu de Dios. De
ahí la terrible maldición de la que nos hablan los Evangelios: en el otro mundo
serán condenados todos aquellos que no creyeron aquí abajo lo que no les fue
concedido ver.
- ¡Pero es una paradoja! –dijo el Poeta-. ¿Cómo se nos va a
condenar por no creer lo que no vemos?
Y al instante de decirlo se dio cuenta de que,
efectivamente, en eso consistía la fe: creer sin ver. Y los que no creen, serán
condenados. El Poeta se puso serio.
El hombre de negro, mientras saboreaba el oscuro y perfumado
brandy español, reflexionó:
-La presencia de Dios es similar a su gloria, tal como se le
apareció a Moisés. Le dijo: “No puedes ver mi rostro y seguir viviendo”, pero
pasó, y Moisés vio desde atrás esa gloria que no habría podido ver cara a cara
o mientras pasaba. La vio cuando se retiraba, y la reconoció y, dice la
Escritura, “se apresuró a inclinar la cabeza y a adorar”.
El silencio que se produjo en la sala de la casona de don
Gabino fue ahora mucho mayor, casi sobrenatural. A pesar de que los grandes
ventanales estaban cerrados, incluso era posible escuchar el sonido del agua
que bajaba por el regato que atravesaba los fondos del jardín.
Hernán Alvear era un hombrón garrido, de pocas palabras pero
de mucho aplomo. Y dijo después de un rato:
-Me acuerdo de Jacob y de sus quejas: uno de sus hijos
corrido por sus hermanos; el otro, esclavo en tierras extranjeras; un tercero
que le viene cada día con nuevas exigencias. “Todo está en contra de mí”, decía.
Y sí, el pobre no veía nada, como nosotros, que no vemos el por qué las cosas y
hacia dónde van. Hay que esperar nomás, y sin saber por cuánto tiempo.
- Pero no es para ponerse melancólicos, che –dijo don
Gabino.- Piensen que ni siquiera Satanás es capaz de discernir la mano de Dios mientras
transcurren los acontecimientos. Lanza conjeturas, hace suposiciones, comete
audacias, pero siempre en la oscuridad. Por ejemplo, no supo de la visita del
arcángel Gabriel a la Virgen María, ni tampoco quién era ese Niño que nació de
ella. Y si él, siendo quien es el muy maldito, no puede ver la mano de Dios,
cuánto menos la podremos ver nosotros, más allá de la pálida luz que no da la
fe. El único modo que tenemos de verla es cuando pasó, como recompensa de
nuestra fe, contemplando desde lejos la nube de gloria que, en el instante de
su presencia, era demasiado impalpable para nuestros sentidos mortales.
El viejo no volvió a ofrecer otra ronda de “Cardenal Mendoza”.
Con la última devaluación, cada botella iba a costarle casi $2000, y no era
cuestión de pasarse al “Reserva San Juan”.
- Será por eso –dijo el Profesor Worms, que había estado en silencio
durante toda la reunión- que siempre recordamos con nostalgia los años de la
niñez, porque vemos en ellos la presencia de Dios.
El cura lo miró fijamente, como iluminado.
-Usted cree añorar el pasado cuando en realidad, lo que
siente es nostalgia por el futuro. Usted no puede volver a ser un niño, pero sí
puede aspirar a ser un ángel y contemplar a Dios. Lo que ansía cuando mira
hacia atrás, es ser de una vez por todas el espíritu inmortal, vestido de
túnica blanca, coronado de amarantos y con palmas en la mano delante de Su trono.
Ser lo que estamos llamados a ser.
La cosa no daba para hacer comentarios. Salieron todos
despacio, y en voz baja se despidieron del anfitrión, y casi ni hablaron
cuando, en grupos, cada uno se dirigió hacia su casa.
Nota aclaratoria: Las ideas no son mías. Son de Newman en su
sermón “Christ manifested in remembrance” que puede leer
aquí.