Los días más largos que traía el verano eran propicios para que, después de cumplidos sus deberes domésticos, algunos de los amigos de don Gabino se reuniesen en su casa, cuando el sol ya se había ocultado, no más que para leer mientras bebían algún whisky de uso diario y sin pretensiones. El Poeta era infaltable, y el resto rotaba según las exigencias y las ganas de la jornada. Ese día, se habían sumado Mr. Pale, el Dr. Silícides y joven de mirada incisiva, último fruto de las corrupciones de Pale. La casa del Bobus Dei del pueblo se había vuelto un aquelarre, con acusaciones cruzadas, cuando se supo que Jens el Belga, pues ese era su nombre, había abandonado su círculo. Ellos se habían ilusionado en que sería el nuevo bobus que ofrendarían a “nuestro Padre”.
- ¿Qué lee don Gabino? - preguntó Mr. Pale, más dado al diálogo que a la lectura silenciosa.
- Las Confesiones de San Agustín.
- Lea en voz algo -dijo el joven mientras agregaba un hielo al vaso con Vat 69 original, el destilado en Escocia y no la porquería que habían comenzado a hacer en el país.
- Voy por el libro noveno -dijo el viejo- cuando Agustín habla con su madre Santa Mónica, en Ostia, pocos días antes de su partida. Escuchen: “Y decíamos nosotros: Si hubiera alguien en quien callase el tumulto de la carne; callasen las imágenes de la tierra, del agua y del aire; callasen los mismos cielos y aun callase el alma misma y se remontara sobre sí, no pensando en sí; si callasen los sueños y revelaciones imaginarias, y, finalmente, si callase por completo toda lengua, todo signo y todo cuanto se hace pasando –puesto que todas estas cosas dicen a quien les presta oído: No nos hemos hecho a nosotras mismas, sino que nos ha hecho el que permanece eternamente–; si, dicho esto, callasen, dirigiendo el oído hacia aquel que las ha hecho, y sólo él hablase, no por ellas, sino por sí mismo, de modo que oyesen su palabra, no por lengua de carne, ni por voz de ángel, ni por sonido de nubes, ni por enigmas de semejanza, sino que le oyéramos a él mismo, a quien amamos en estas cosas, a él mismo sin ellas, como al presente nos elevamos y tocamos rápidamente con el pensamiento la eterna Sabiduría, que permanece sobre todas las cosas; si, por último, este estado se continuase y fuesen alejadas de él las demás visiones de índole muy inferior, y esta sola arrebatase, absorbiese y abismase en los gozos más íntimos a su contemplador, de modo que fuese la vida sempiterna cual fue este momento de intuición por el cual suspiramos, ¿no sería esto el «Entra en el gozo de tu Señor»?
- Un gran silencio, con sólo la voz de Dios. Esa es la vida eterna -dijo el Poeta.
- Sí, esa es la vida eterna, pero también a eso debe tender la vida terrena. Hacer silencio para poder escuchar solamente la única voz que vale la pena ser oída -dijo don Gabino.
- Yo más o menos puedo entender ese silencio -agregó el Dr. Silícides-, silencio del cuerpo, silencio de las cosas materiales, silencio de la imaginación, pero ¿qué se escucha? No será que usted nos está intentando decir que hay que escuchar voces y tener revelaciones como María Valtorta…
El Belga miró con temor al médico. Por un momento pensó se había metido en un círculo de iniciados y visionarios, y casi comenzó a lamentar de haberse convertido en un modosito bobus Dei.
- Yo de locuciones y visiones no sé nada. Más bien me aparto con rapidez de todas ellas, aunque no las condeno, porque sólo Dios sabe lo que conviene. Yo solamente leo a San Agustín, y a Newman, que de esos silencios y de esas voces sabía mucho.
- ¿Es que el cardenal tuvo revelaciones privadas? -preguntó el Poeta con asombro.
- No, pero tuvo certezas e intuiciones, que él siempre respetó como expresiones divinas.
- ¿Certezas e intuiciones? -dijo Jens el Belga- No entiendo.
- Alcánceme ese libro amarillo -le dijo el viejo. Era la Apologia pro vita sua, en la edición de Everyman Library. Buscó un rato entre las páginas y comenzó a leer: “Estoy obligado a mencionar, aunque lo hago con gran reticencia que, en ese momento, el otoño de 1816, tomó posesión de mi -y no hay error con respecto a ese hecho- de que era la voluntad de Dios que yo debía llevar una vida célibe. Fue una anticipación que se ha mantenido firme continuamente desde entonces”. Este convencimiento interior, tomó posesión de Newman cuando tenía quince años, y la Apología la escribe cuando tenía más de sesenta. Eso es una certeza interior. En medio de un gran silencio, “escuchó”, instantáneamente, la voz de Dios.
- ¿Pero es que esa voz le vino así nomás, de la nada? -preguntó Pale mientras insistía con el whisky.
- No dice en este caso el cardenal cómo le vino. Ronald Knox tuvo exactamente la misma intuición cuando tenía más o menos la misma edad mientras rezaba frente a la imagen de la Santísima Virgen que estaba en Eton College, donde estudiaba. Pero no siempre es así. El mismo Newman dice que una de las dos verdades más importantes de su vida la intuyó leyendo El año cristiano, de Butler.
- El sistema sacramental -dijo el Poeta, que de estas cuestiones sabía bastante-. Explica Newman que los fenómenos materiales son tipos e instrumentos de las cosas reales, las cuales son invisibles.
- Es decir -continuó don Gabino - el mundo material, el de las cosas visibles que vemos, oímos y tocamos, constituye solamente un sistema, el más débil e irreal, que funciona como tipo de otro sistema más profundo y bellísimo, que es el de las cosas invisibles.
- Platonismo puro y duro -dijo el Dr. Silícides, siempre proclive a apartarse con rapidez de todo lo que no fuera verificable en un laboratorio.
- Claro que sí, el “platonismo del alma inglesa”, del que hablaba Louis Bouyer, y que a mí me convence mucho más que el aburrido cartesianismo del alma francesa -respondió don Gabino mientras buscaba en el libro de Newman. -Escuche, continuó: “Supongo que es a la Escuela de Alejandría y a la Iglesia primitiva a quienes debo particularmente lo que sostengo sobre los ángeles. Yo los considero no solamente como ministros empleados por el Creador tal como nos lo dicen las Escrituras, sino como desarrollando, como también lo deja entender la Biblia, la economía del mundo visible. Considero a los ángeles como las causas reales del movimiento, la luz y la vida, y de todos esos principios elementales del universo físico que, cuando aparecen a nuestra vista, nos sugieren la noción de causa y efecto, y lo que se llama leyes de la naturaleza. Yo creo que toda brisa de aire y todo rayo de luz no es más que el borde de sus mantos, un pliegue de los vestidos de aquellos que ven el rostro de Dios. Me pregunto cuál sería el pensamiento de hombre que, al examinar una flor, o una hierba, o una piedra, o un rayo de luz, a los que considerara como seres muy inferiores a él en la escala de la existencia, descubriera repentinamente que está en presencia de un ser más poderoso escondido detrás de esas cosas visibles que él estaba examinando. Y que este ser, aunque ocultando su sabia mano, les otorga toda la belleza, gracia y perfección, pues es el instrumento que Dios ha elegido para este propósito”.
- Pues opinaría está negando el principio de causalidad -insistió Silícides-. ¡Newman es discípulo de Berkeley!
El Poeta comenzó a reírse.
- No exagere, doctor. De eso justamente se trata el sistema sacramental -dijo - Lo que nosotros percibimos por los sentidos no es apariencia; es real, pero de una realidad más débil que la realidad de las cosas invisibles, y han sido puestas por Dios para que, al removerlas un poco, descubramos el mundo de las razones divinas, de los logoi del Verbo, escondidos dentro de ellas.
- Entonces las cosas de este mundo no tienen demasiada importancia -observó el Belga a quien, durante años, los bobus Dei le habían enseñado a examinarse diariamente si estaba triunfando en el mundo.
- Es eso lo que dice toda la espiritualidad cristiana, comenzado por el Evangelio y San Pablo, ¿no? -respondió don Gabino.
- Y creo yo que es lo que decía San Agustín cuando hablaba del silencio del mundo -dijo Mr. Pale, al que cada vez le aparecía con más frecuencia la veta contemplativa.
- Y les leo esto antes de que se vayan -finalizó el viejo al ver que sus amigos comenzaban con los amagues de la despedida-: “¿Qué puede ofrecernos este mundo comparado con esa mirada interior de las cosas espirituales, con esa fe entusiasta, con esa paz celestial, con esa alta santidad, con esa justicia perpetua, con esa esperanza de la gloria, que poseen los que, con sinceridad, aman y siguen a Nuestro Señor?”.
- Por Newman -dijo el Poeta, mientras levantaba por última vez el vaso.