Hace algunas semanas, un tal Agustín dejó este comentario: “Más allá de lo excelentísima que sea la lectura de las Escrituras, teniendo a la Iglesia para que nos transmita la Verdad, ella no es necesaria e incluso puede ser contraproducente para el simple. Así que no tiene por qué ser legible para el común, como la Liturgia”. Yo lo tomé como la broma de algún lector; algún otro lo tomó como la intervención de algún troll pero, luego de pensarlo mejor, creo que Agustín hablaba sinceramente y que, además, se trata de un buen católico. Y quedé espantado: resulta ser que la lectura de la Escritura no es necesaria porque es suficiente la Iglesia que nos transmite la verdad. ¿Nos damos cuenta del tamaño, y peligroso, disparate que implica esta afirmación?
Cuando Agustín habla de transmitir la Verdad, y escribiendo la palabra en mayúsculas, se entiende que se refiere a Nuestro Señor, pero en realidad yo creo que se está refiriendo a la verdad a secas, que se expresa en la doctrina que profesamos y que, efectivamente, nos es transmitida por la Iglesia. Sin embargo, aquí radica la confusión: la religión, o la fe, o la vida cristiana no es una doctrina, por más verdadera y enseñada por la Iglesia que sea. Si así fuera, los católicos seríamos simple y llanamente racionalistas.
La verdad, como todos sabemos, consiste en un juicio de la razón: adaequatio rei et intellectus, una actividad humana que nos permite conocer la realidad y avanzar en el conocimiento a través de los razonamientos, que se construyen a partir de juicios racionales a los que denominamos premisas. Toda doctrina es el desarrollo orgánico de una serie juicios, verdaderos o falsos. El marxismo o el sistema hegeliano, por ejemplo, son una doctrina integrada por un desarrollo perfectamente coherente en sí mismo de premisas verdaderas y falsas. Los hegelianos o los marxistas son quienes adhieren a una de estas doctrinas.
Pero nosotros no somos catolicistas, somos católicos; no adherimos a una doctrina como los hegelianos o los marxistas, adherimos a una Persona que es Cristo. Y la diferencia es abismal o, mejor, infinita. Me parece monstruoso que alguien pueda creer que ser religioso, o que ser un buen católico, significa solamente adherir a la doctrina que nos enseña la Iglesia. Es lo que una vez me dijo una persona que pasaba por muy católica: “Para mí la fe es el Denzinger”. Caifás, habría dicho “Para mí la fe es observar la Torah”, y Lenín: “Para mi la fe es El Capital”.
Ser católico significa vivir la vida de Cristo. Es esto lo que nos dice el mismo Hijo de Dios en los Evangelios, y es esto lo que nos han enseñado desde los primeros siglos los Padres y Doctores de la Iglesia. Más aún, es esto lo que nos enseñan los santos y los mártires: nadie muere por amor a un silogismo; se entrega la vida por amor a Cristo. Y Cristo -vaya novedad para el comentarista Agustín- se reveló a sí mismo fundamentalmente en las Escrituras. “Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos últimos días nos ha hablado por el Hijo, a quien constituyó heredero de todo, y por quien asimismo hizo el universo” (Heb. 1, 1-2). Y resulta que el comentador Agustín prefiere no escucharlo...
Nuestro Señor nos ofrece su palabra, que es Él mismo, porque Él es la Palabra increada que se hizo carne, y nos habla. Y, sin embargo, se nos dice que “no es necesaria”, es decir, no hace falta que leamos lo que Dios quiso y quiere decirnos; más aún, que puede ser peligroso y contraproducente. Es mejor conformarnos con la doctrina, es decir, con los silogismos.
Sobre este punto hay toneladas de libros escritos. Propongo una breve reflexión siguiendo uno de los sermones de San Agustín (el 22A) al cual, espero, nadie considerará protestante, modernista o adherente al peligroso movimiento de los gnósticos. San Agustín describe allí la manera en la que San Juan, el pescador sin educación, fue inspirado a escribir su Evangelio, y especialmente aquellas “maravillosas y sorprendentes palabras” de su Prólogo, en la que declara la divinidad del Verbo. ¿Cómo ocurrió la inspiración divina para que escribiera eso? El evangelista, con la cabeza apoyada en el pecho de Nuestro Señor en la Última Cena, se empapó sobre lo que Él le decía sobre su divinidad: “al haberse saciado de sus palabras”, dice San Agustín. Surge como fruto de esa saciedad la creación de su evangelio: “En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios”. Esto nos demuestra, sigue el Doctor de Hipona, que el conocimiento de San Juan no fue una mera cognición intelectual ni tampoco una verdad transmitida por palabras.
Por supuesto que nosotros, simples fieles, necesitamos que alguien nos explique las Escrituras. No se trata aquí del libre examen protestante. Es lo que el mismo San Agustín sigue diciendo en el mismo sermón: las Sagradas Escrituras son como una bolsa de nueces cargada por niños, que sienten su peso y se alegran pero no pueden abrirlas. Así como un niño le da las nueces a un adulto para que se las parta así poder comerlas, así debemos hacer con las Sagradas Escrituras: comerlas cuando han sido partidas por la Iglesia. En este sentido San Agustín habla de las Escrituras como de un sacramento: esconde bajo los signos de sus palabras la eficacia del mismo Cristo. “Aquí estás, ahí está la comida, cómela”, termina el Hiponense. Lo que debemos comer son las Escrituras, que contienen alimento para el alma.
No se trata aquí de desconocer la importancia que tiene la doctrina. Creo que el ochenta por ciento de este blog está dedicado a defender las verdades de la Fe, pero eso no implica dejar de lado o desaconsejar la lectura de la Palabra de Dios que, insisto, es alimento ineludible para el alma.
Pero nuestro Agustín argentino prefiere dejar este alimento de lado.