Uno de los temas más preocupantes que deberá enfrentar el sucesor del Papa Francisco será el del desmoronamiento y posible extinción de la vida religiosa. No hace falta extenderse demasiado para probar esta afirmación. El blog de la Cigüeña de la Torre lleva cuenta pormenorizada de las casas religiosas que desaparecen en las diócesis españolas. No pasa semana sin que no aparezca una o dos mala nueva de ese tipo. El proceso de desaparición es ya irreversible para muchas congregaciones, sobre todo las más pequeñas: los noviciados han cerrado definitivamente pues ya no tienen vocaciones, y las religiosas o religiosos que quedan, vegetan esperando la muerte, la suya propia y la de su congregación. Los obispos, en tanto, se frotan las manos porque generalmente los bienes (grandes colegios, residencias, edificios) son “vendidos” a las diócesis por precios irrisorios.
En otros casos, y a fin de sobrevivir, los superiores decidieron recibir en sus filas a lo que venga, cualquiera fuera la calidad del candidato. Presentan, entonces, noviciados con un número aceptable de vocaciones; la mayor parte de ellos desertará afortunadamente, pero la perspectiva de esos institutos regidos por los que quedan es espeluznante. Veamos un ejemplo. Hace muy pocos días se realizó en la casa de formación de la provincia argentina de los Hermanos de las Escuelas Cristianas o de Lasalle, el ingreso al postulantado de un joven. Aquí pueden ver la ceremonia, y aclaro que es real y que no se trata de un sketch grotesco de algún irreverente director italiano ni de una remake de La armada Brancaleone. El acto tiene lugar en una pequeña sala de estar; los miembros de la comunidad religiosa están en bermudas y tomando mate, durante la lectura del evangelio ni se mosquean y el melenudo del fondo continúa repantigado en su sillón, y cuando al nuevo postulante le cuelgan la crucecita al cuello que lo distinguirá en su nuevo carácter, todos hacen mohínes de señorita. Además de las recias voces varoniles de los protagonistas, lo que llama la atención es la inanidad de los personajes: un grupo de buenos para nada, mantenidos por una congregación hipermillonaria, que en una vida laicos serían incapaces de ganarse la vida, por holgazanes, por cortedad intelectual, por inútiles o por todo eso junto. ¿Qué futuro le espera a los lasallanos, y a tantos otros institutos que han seguido la misma política, cuando dentro de un década este lumpen se haga cargo de su gobierno?
Ciertamente, no podemos achacar esta situación al Papa Francisco. El decaimiento de la vida religiosa es uno de los problemas que más claramente pueden vincularse a los frutos del Concilio Vaticano II. Son muy conocidas las estadísticas que señalan el impacto destructivo que produjo el engendro del Papa Juan XXIII entre los religiosos: miles de de ellos dejaron los hábitos en el término de pocos años y los nuevos ingresos se redujeron drásticamente hasta desaparecer del todo. Bergoglio, en todo caso, comparte la responsabilidad de haber desvirtuado completamente el sentido misionero de la fe cristiana, proclamando a diestra y siniestra que no es necesario ser católico para salvarse, que todo da más o menos lo mismo, que las monjas son solteronas, que los curas tienen cara de pepinillos en vinagres y que los jóvenes piadosos tienen algún desorden psicológico. ¿Qué sentido puede tener, entonces, entrar en religión? ¿Por qué un joven hecho y derecho se decidiría a entrar a los Hermanos de Lasalle? Destruido el ideal cristiano de convertir a los demás a la fe y entregar la vida en holocausto al Señor, sólo ingresarán quien no sabe qué hacer de su vida, quien es un holgazán que busca una vida cómoda, quien es un pícaro ambicioso que sabe que en pocos años será el dueño virtual de un imperio inmobiliario y el CEO de una empresa educativa multinacional que genera millones al año, o un baldado que, de quedarse en el mundo, terminaría viviendo en la calle. Porque gastar la propia vida en el modelo que los jóvenes novicios lasallanos del video proponen, no puede entusiasmar a nadie.
Es verdad también que la situación que se avecina permitirá llevar a cabo, por las malas, una purificación que era necesaria. En mi opinión, la proliferación incontrolada de la nuevas congregaciones religiosas, sobre todo femeninas, en el siglo XIX, fue un desacierto. Cada obispo quería tener su propia congregación diocesana y cada cura soñaba con ser padre fundador. Y había casos en que no se contentaban con fundar un solo instituto. Con todo el respeto que me merece San Arnoldo Janssen, suena medio raro que haya fundado tres congregaciones diferentes. O bien, era bastante habitual que, una vez muerto el fundador, las fundadas se pelearan entre ellas, y la congregación naciente, cual estrella de mar, se reprodujera por escisión, y de una salieran dos o tres nuevas congregaciones. Si la vida religiosa logra sobrevivir, y si hay aún tiempo, creo que sería conveniente reducir y limitar los famosos “carismas” , y volver a un número sensato de institutos religiosos.
Por otro lado, esta cuasi desaparición de la vida religiosa tal como la conocimos será también un sinceramiento. Las congregaciones de vida activa nacieron fundamentalmente ordenadas a uno de estos tres objetivos: las misiones, la educación, o la protección de los más desamparados (enfermos, ancianos, niños, mujeres de la calle, etc.). Los misioneros han dejado ya de tener sentido por lo que ya mencionamos. Desde que se nos dijo hasta el cansancio que la Iglesia no debe reclamar para sí la exclusividad del camino del salvación; se nos habló de la dignidad de todas las religiones, aún las paganas; se nos sentenció a respetar el sacrosanto santuario de las conciencias y el Papa Francisco nos ha machado sobre la maldad del proselitismo, las misiones y los misioneros están demás. Un misionero católico en África, en la actualidad, sólo sirve para lograr que una aldea posea agua potable o para conseguir de la ONU algunas bolsas de trigo.
Las congregaciones educadoras, si bien algunas pocas nacieron en el siglo XVI, su auge se dio después de la Revolución Francesa, cuando los Estados dejaron de ser católicos y en las escuelas públicas comenzaron a enseñarse los ideales revolucionarios. Los religiosos, entonces, aseguraban a las familias católicas que sus hijos serían educados en la fe y prevenidos de los peligros del nuevo mundo secular. Pero cuando el Vaticano II nos despabiló explicándonos las bondades del mundo, del que ahora debíamos ser estrechos amigos, y los papas posteriores se preocuparon de señalarnos los elementos valiosos que encuentran en los ideales revolucionarios, ¿para qué, entonces, procurar una enseñanza católica? Sumado a eso, el envejecimiento y falta de renovación de los religiosos, provocó que la mayor parte de las instituciones educativas católicas estén en la actualidad en manos de laicos, que se han convertido en meros gestores, preocupados en el mejor de los casos por elevar el nivel académico de esas instituciones y lograr así más alumnos, y más ingresos. Aceptan pasivamente todas las imposiciones del Estado en cuanto a la enseñanza de contenidos tales como educación sexual, ideología de género y otros similares, y la religiosidad se limita a una rápida oración mal hecha por las mañanas, y a una misa una vez por mes. Los obispos, en tanto, que debieran velar por estos colegios, se mantienen contentos y tranquilos si reciben mensualmente el cheque con el porcentaje de ingresos acordado. Salvo muy contadas excepciones, la vida religiosa dedicada a la educación no tiene ya ningún sentido.
Aquellas instituciones, finalmente, dedicadas a la protección de los más necesitados, están también en problemas. Los hospitalarios, que son los que llevan la vida más dura, suelen tener un número aceptable de vocaciones, sencillamente porque son genuinas. Dedicar la vida a cuidar de noche a los enfermos, como las Siervas de María, es cosa seria. Las congregaciones empeñadas en el cuidado de los niños expósitos, desfallecen, entre otras razones, por los escándalos que han salido a luz. El aberrante caso de la perversión de varios miembros de la congregación fundada por Antonio Próvolo para la educación de los sordomudos es más que significativa. Y aquellos institutos dedicados al servicio de los pobres, quizás la mayoría de este rubro, han convertido a sus escasos miembros en asistentes sociales, activistas de barrio y organizadores de ollas populares. Para hacer eso no es necesario consagrarse a Dios.
Es verdad que hay algunos pocos casos de comunidades religiosas florecientes. Algunas provincias de órdenes religiosas seculares, por ejemplo, han logrado mantenerse fieles a la fe y a los ideales fundacionales, y las vocaciones no le faltan. Algunos institutos nacidos al calor del entusiasmo juanpablista y arropados por él, continúan con buen número de ingresos pero buena parte de ellos están heridos de muerte debido a los escándalos sexuales protagonizados por sus fundadores, que no dejan de crecer y de comprometer cada vez a más miembros. Los institutos tradicionales, amparados por la ex-Comisión Ecclesia Dei, tiene también vocaciones pero hay que reconocer que todos estos casos juntos no son más que una gota en el mar y que, además, tienen a todo el episcopado en contra esperando cortarles la cabeza cuando apenas tengan oportunidad. No les veo mucho futuro, al menos como esperanza de restauración de la vida religiosa.
Mucho me temo, entonces, que el próximo Sumo Pontífice tenga que enfrentarse a la desaparición de la vida religiosa tal como la Iglesia la conoció a partir del siglo XVI. Y, como en todo aquello en lo que interviene la Providencia, me pregunto si no será mejor así.