por Henry Sire
En las últimas semanas hemos recibido una gran bendición: la demostración de que para un amplio sector de la Iglesia católica de todo el mundo el Papa Francisco ha ido demasiado lejos. Todos los indicios apuntaban hasta ahora a que no había límite en la capacidad de los fieles para aceptar los tejemanejes de este Papa con la verdad católica; pero ahora vemos que el límite estaba ahí, y que con Fiducia Supplicans se ha sobrepasado. Sin embargo, frente a este beneficio hay un mal mucho mayor: el estado de la Iglesia que hizo pensar a Francisco que podía salirse con la suya, y con su vergonzoso documento en primer lugar. Este estado de postración incluye muchos aspectos, entre los que destaca una jerarquía servil y al servicio del momento, pero lo que quiero tratar aquí es el fracaso de la Iglesia católica en los últimos sesenta años a la hora de transmitir a los fieles su enseñanza sobre la familia y la sexualidad.
El ataque al ideal cristiano de la familia comenzó hace siglos, con la aceptación protestante del divorcio, y en el siglo XIX empezó a asumir un tono más ideológico con el auge del feminismo. El impacto de la Primera Guerra Mundial sacudió visiblemente las costumbres tradicionales, ya que las mujeres empezaron a abandonar las normas de modestia que habían prevalecido desde que Europa se hizo cristiana; el divorcio se aceptó ampliamente, y la defensa de la anticoncepción empezó a sacudir el instintivo aborrecimiento de la misma que había sobrevivido incluso en las sociedades protestantes. Contra esta marea, el Papa Pío XI se vio en la necesidad de publicar en 1930 la encíclica Casti connubii, oponiéndose a las nuevas tendencias. De este modo, el Papa Pío cumplió con el deber perenne de la Iglesia de reafirmar la enseñanza cristiana contra los errores de la época. Pero el enemigo no consistía en males morales aislados; era toda una falsa antropología que surgía de una nueva sociedad sin Dios. Impulsado por la ideología de la Revolución Francesa, el mundo avanzado empezaba a ver la sociedad humana como una colección artificial de ciudadanos, en la que la diferencia sexual era un mero accidente físico, el medio que la evolución había encontrado por casualidad para procrear la vida.
Hoy en día, el marco moral que Pío XI expresó en Casti connubii se ha vuelto totalmente ajeno al mundo moderno, tan lejos hemos viajado por el camino neopagano; pero peor es el hecho de que esa alienación abunda también entre los católicos, tanto laicos como clérigos. La causa de ello es la desintegración de la filosofía católica provocada por el Concilio Vaticano II. Se vislumbra incluso en los documentos del propio Concilio. La declaración programática del Concilio, Gaudium et spes, en su afán por predicar un mensaje “moderno”, creyó oportuno instar al progreso social de la mujer y hablar como si el régimen capitalista de competencia sin trabas, incluso entre los sexos, fuera el orden natural de la sociedad. La ruptura se generalizó en el clima que siguió a la clausura del Concilio. En el sacerdocio y en los seminarios se extendió la suposición de que la regla del celibato estaba a punto de ser abolida, con repercusiones nefastas sobre las vocaciones y especialmente sobre el ethos de la castidad en el clero. Entre los laicos existía la suposición paralela de que la doctrina de la Iglesia sobre la anticoncepción había sido superada y pronto iba a ser modificada. Cuando el Papa Pablo VI intentó reafirmar la enseñanza tradicional en la Humanae vitae provocó un colapso de la autoridad papal. Su encíclica fue recibida con vituperio inmediato y en la secuela fue ampliamente ignorada.
Estos fueron incidentes en la desintegración de todo el modo de pensar cristiano. Enseñados a considerar el aggiornamento como la nueva regla de fe, los católicos se rindieron a una ideología neopagana de la naturaleza humana. Las leyes de la moral sexual se convirtieron para ellos en prescripciones aisladas que ya no comprendían, porque habían perdido el contacto con su fundamento filosófico. Por tanto, no hay esperanza de enseñar a la generación moderna a comprender la moral cristiana a menos que se liberen de las categorías del mundo moderno y las sustituyan por la filosofía perenne de la Iglesia.
Ese punto de vista es, de hecho, más antiguo que la propia Iglesia y pertenece a la primera revelación de Dios a la humanidad. Procede de las lecciones que enseñan los primeros capítulos del Génesis, confirmadas por la razón natural, y constituyen una prueba luminosa de que esos capítulos son la Palabra inspirada de Dios. El Génesis enseña, en primer lugar, la verdad trascendente de que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza. En segundo lugar enseña que Dios creó al hombre y creó a la mujer para que fuera su esposa y compañera. De esa verdad se deriva la realidad fundamental de la familia, y de ahí toda la naturaleza y el significado de la sociedad humana.
Sin embargo, en estas dos verdades hay implícita una paradoja. La familia humana es la imagen de la perfecta unión de Personas que existe en la Trinidad; sin embargo, en la Trinidad no hay división de sexos. El Hijo es engendrado por el Padre, y el amor entre ellos, como enseña San Agustín, se personifica en el Espíritu Santo. En la sociedad terrenal existe una diferencia. Una persona humana no es engendrada sólo por un padre, sino que es traída a la existencia por un padre y una madre. Esta es una relación que no existe en la Trinidad, y debemos preguntarnos por qué es así. Es evidente que Dios podría haber ideado una raza humana sin diferencias sexuales, con un medio distinto designado para la procreación. ¿Por qué, pues, creó Dios una raza dividida entre hombres y mujeres? La respuesta debe ser que lo hizo por el bien de la Encarnación. La razón por la que cada ser humano deriva su naturaleza por igual de un hombre y de una mujer es que ésa era la única forma en que podía venir al mundo un Ser que era por naturaleza tanto Dios como hombre.
La alternativa sería pensar que Dios inventó un orden arbitrario de la humanidad y luego improvisó la Encarnación a partir de sus accidentes; ése es el absurdo que implican los entregados a los supuestos del mundo. La verdad es lo contrario: la raza humana fue ideada para hacer posible la Encarnación. La dualidad de los sexos es la condición previa natural para la dualidad sobrenatural de la Encarnación. De ello se deduce que la diferencia de los sexos no es un accidente físico impuesto a una personalidad, sino que forma parte integrante de la naturaleza humana y de su relación con Dios. Un hombre es el tipo de ser humano que Dios ideó en el que debía realizarse la Encarnación; una mujer es el tipo de ser humano que Dios ideó como recipiente de la Encarnación. Dios sólo pudo encarnarse como hombre, porque el sexo masculino estaba formado para representarle; sólo pudo hacerse hombre como hijo de una mujer, porque el sexo femenino estaba formado para engendrarle.
De esta antropología aprendemos también el significado de la familia como el reflejo que Dios pretendía de la Trinidad, haciendo de la verdad divina el modelo de la sociedad humana. La familia debía ser el escenario del amor inmutable en el que cada niño debía crecer y extraer sus primeras nociones de la realidad, del valor, de la virtud y de lo que es ser humano. Tan fundamental era este plan divino que vemos el instinto de la familia plantado profundamente en la naturaleza humana, incluso en la naturaleza humana tal y como luchó después de la Caída. En las sociedades primitivas, aunque incapaces de articular su marco moral, vemos un respeto por el vínculo matrimonial que casi podría considerarse supersticioso, junto con un horror natural a las lujurias que actúan contra él. La relajación de la institución del matrimonio y la aceptación de la perversión aparece como un vicio artificial en sociedades demasiado sofisticadas como las antiguas Atenas y Roma, y siempre se ha reconocido como el presagio de la decadencia.
El matrimonio humano es, por tanto, uno de los ideales más elevados que Dios pone ante nosotros; pero cuando consideramos el abismo entre el ideal y el pantano de la sexualidad tal y como la ha convertido la Caída, la lección que debemos extraer es el lugar esencial que ocupa la virtud de la castidad en la protección del vínculo matrimonial, el castum connubium que Pío XI se esforzó en defender. La lección es aún más fuerte cuando observamos los estragos que nuestra propia sociedad antinatural ha causado en los caminos de la naturaleza. Aprendemos lo importante que es que los cristianos comprendan el plan divino de la naturaleza humana y repudien la falsa ideología que ha surgido entre nosotros. Ese fue el reto al que se enfrentó la Iglesia católica en el siglo XX, y ha fracasado tristemente. Donde deberíamos haber tenido defensores sabios y valientes, nos hemos dejado llevar con demasiada frecuencia por picapleitos de boca harinosa cuyo evangelio es la acomodación a los hábitos del mundo, que hablan de la necesidad de ser pastorales y de reconocer la realidad de las situaciones humanas, y que incluso se vuelven contra la propia Iglesia y la acusan de fanatismo e intolerancia históricos como base de su enseñanza moral. Lo que tenemos ahora con Fiducia Supplicans es esta traición elevada a la categoría de magisterio papal.
Hay que reconocer también el efecto diabólico que esta traición ha tenido en nuestro mundo. El debilitamiento de la Iglesia católica tuvo su repercusión en otras religiones, sobre todo en la Comunión anglicana, que a estas alturas ha abandonado cualquier intento de defender la moral sexual cristiana; y el mismo fracaso ha afligido a la mayoría de las demás sectas protestantes. El colapso se inició en el momento en que el testimonio de la Iglesia católica empezó a fallar en la época del Concilio Vaticano II, y su resultado fue que el apuntalamiento cristiano de las sociedades seculares cedió rápidamente. El aborto, la sodomía y la pornografía perdieron la prohibición legal y el estigma que habían tenido antes, y un ethos de hedonismo pagano conquistó lo que antes habían sido naciones cristianas.
Aprendemos de esto la rienda suelta que se da al Diablo cuando la Iglesia y el Vicario de Cristo faltan a su deber. El ejemplo más grave de ello se ha dado en los últimos años. Habiendo ganado todas sus batallas anteriores contra la familia natural, el Diablo encontró una nueva locura que soltar en la sociedad neopagana, y fue la ideología del “género”. De repente, hace unos diez años, los oráculos de la modernidad empezaron a proclamar que el sexo no es una realidad biológica sino una construcción social, que no hay dos sexos sino cuarenta y siete, o cualquier número que el cabalista desee conjurar, que el sexo de una persona no es lo que la naturaleza hizo sino aquello con lo que él o ella elige “identificarse”; y lanzaron una campaña fanática para animar a la gente a someterse a mutilaciones quirúrgicas, y para adoctrinar a los niños con un mensaje de confusión en cuanto a su identidad sexual.
Esta locura surgió de la nada hace una década, y lo más chocante ha sido el silencio de la Iglesia católica ante ella. Si hubiéramos tenido un Papa que conociera su deber como Pío XI, habría dejado claro de inmediato que cambiar el sexo propio, o el de otra persona, es una enormidad moral del peor orden y está absolutamente prohibido por la ley de la Iglesia, y se habría levantado en armas contra la campaña de falsedades insolentes a la que se ha rendido la sociedad moderna. En lugar de ello, el rebaño se ha quedado sin pastor. Mientras el Diablo avanzaba a pasos agigantados entre las almas humanas, el Papa Francisco ha estado hablando del cambio climático.
Este es el contexto del flagrante fracaso del Papa a la hora de proclamar la enseñanza cristiana sobre el pecado de la sodomía, un tema sobre el que se ha mostrado por muchas declaraciones privadas como un hereje evidente. Ha salido a la luz por su publicación de Fiducia Supplicans, y por la posterior revelación de que el jefe que ha nombrado para el Dicasterio para la Doctrina de la Fe es un hombre con la teología de un erotómano. Sin embargo, la traición más amplia ha sido el abandono de las funciones de la Iglesia en lo que respecta a la ética de la familia y la virtud de la castidad. La situación del mundo actual es aquella de la que la hermana Lucía de Fátima advirtió al cardenal Caffarra: “Llegará un momento en que la batalla decisiva entre el reino de Cristo y Satanás será sobre el matrimonio y la familia”. No hace falta ninguna visión sobrenatural para afirmar esto, ya que está entre nosotros para cualquiera que tenga ojos para ver. El Príncipe de la Mentira ha estado haciendo súbditos dispuestos por millones a nuestro alrededor, y la Iglesia no ha defendido la verdad. Y ese fracaso continuará mientras este maestro del pasado en desviaciones se siente en el trono de Pedro.
Fuente: OnePeterFive