Comentaba yo hace unos días el desacierto de Mons. Eduardo Taussig en participar de un encuentro universitario sobre la deconstrucción y, sobre todo, el desacierto de sus palabras que no hicieron más que dañar el ya ajado prestigio de la Iglesia y el suyo propio. Sin embargo, desacierto no siempre es error. Don Eduardo acertó al sostener que la Iglesia católica se encuentra en un intenso proceso de deconstrucción comenzado hace ya varios años. Balaam enalbardó a su burra y luego la vareó porque lo llevaba por donde no quería ir, aunque finalmente terminó salvándole la vida; creo que tampoco nosotros debemos hostigar a Mons. Taussig puesto que también él, haciendo y diciendo lo que hizo y dijo, nos ha enseñado una lección.
Considero que el Concilio Vaticano II marcó el inicio del gran proceso de deconstrucción de la Iglesia. Los papas Juan XXIII, Pablo VI y también Juan Pablo II —el gran Napoleón del Concilio—, quisieron voluntariamente “cambiarle el rostro” a la Iglesia y al hacerlo según lo había dictaminado la magna asamblea, la deconstruyeron, al menos en buena parte. No estoy afirmando que lo hicieran porque querían dañarla o protestantizarla, o porque fueran masones o judíos. No. Su intención era recta y creyeron que era eso lo que debían hacer.
La Iglesia, desde la Reforma, había vivido en lento movimiento de retroceso que se aceleró con la Revolución Francesa. A mediados del siglo XIX, los papas se dieron cuenta que, a ese paso, en pocas décadas la Iglesia dejaría de ser la referencia mundial como lo había sido hasta entonces, con todo lo que implicaba ese puesto: desde la capacidad para llevar el Evangelio a todos los hombres y el magisterio moral y autoridad pastoral sobre millones de personas, hasta influencias, dinero y poder. La reacción frente a tal situación fue, como es natural, la de una frontal oposición. Los casos de Gregorio XVI, Pío IX y San Pío X son conocidos por todos. Pero más de un siglo después, cuando la Segunda Guerra Mundial había terminado, la intelligentsia de la Iglesia se dio cuenta que el mundo irremediablemente cambiaría de un modo radical y que la estrategia de oposición que hasta ese momento se había elegido no había dado resultados. Eligieron, entonces, cambiar de estrategia. La Iglesia ya no se opondría al nuevo mundo y a la nueva humanidad que renacía en los ’60 de las cenizas de la guerra, sino que lideraría el cambio. El patético discurso de Pablo VI ante la asamblea general de las Naciones Unidas de 1965, en el que proclamó a la Iglesia como “experta en humanidad”, es quizás la dramatización más elocuente de esa nueva estrategia.
Cincuenta años después, vemos que la táctica elegida fracasó rotundamente, aunque el Papa Francisco se empeñe todavía en ella. Él es quizás el último y más dramático representante de la estrategia sesentista, con sus empeños muchas veces grotescos de liderar el “espíritu de los tiempos”, empecinándose en acaudillar el ecologismo, la inmigración indiscriminada y últimamente también, la oposición a la energía nuclear.
Esta estrategia fracasada implicó necesariamente la deconstrucción de la Iglesia. Mucho antes que Jacques Derrida enarbolara la famosa palabrita, la iglesia católica ya era diestra en el proceso. ¿De qué otro modo si no puede calificarse la reforma litúrgica? Y no me refiero a lo que los padres conciliares pretendían, sino que a lo que efectivamente se hizo. Hace unos pocos días, el domingo 24 de noviembre, entré por la tarde a visitar la iglesia de Santiago de Cádiz, y me encontré con el espectáculo que pueden ver en este vídeo. Yo me pregunto si un gaditano como José María Pemán, o cualquier otro católico que haya vivido en los casi dos mil años que precedieron al Vaticano II, reconocería a este espectáculo como una misa católica. Si por el arte de alguna bruja hubiese yo entrado a esa bellísima iglesia con algún vecino de la ciudad de comienzos del siglo XX, ellos habrían jurado y perjurado que eso no era una misa y que el payaso que grita no era sacerdote y ni siquiera católico. ¿No se trata, acaso, de una deconstrucción?
Podrá objetarse que el ejemplo que traigo se refiere a la liturgia que según el (jesuítico) sentir de muchos, no es más que un aspecto accesorio de nuestra fe. Pero, ¿acaso no se ha deconstruido también el dogma? No se lo ha hecho de un modo espectacular negando verdades de fe, sino callando sobre ellas y humanizándolas. ¿Cuántos católicos creen verdadera y propiamente en la Santísima Trinidad, en la Encarnación del Verbo o en la Virginidad y Concepción Inmaculada de Nuestra Señora? Pienso que escasamente se cree en el pecado original, con lo cual se hacen casi innecesarios buena parte de los dogmas. Y si pasamos al ámbito de la moral, todos estaremos de acuerdo que muchos pecados —de hecho o de derecho—, hace mucho que dejaron de existir y ya nadie se preocupa de ellos, aunque ahora el pontífice reinante amenace con agrandar el decálogo incorporando algunas nuevas transgresiones a la ley divina.
Junto a estas deconstrucciones monumentales tenemos también un sinfín de microdeconstrucciones. Una de las últimas decisiones del progresismo mundial es el combate que se ha propuesto librar contra los micromachismos, es decir, contra algunos tipos de expresiones o actitudes que suelen pasar desapercibidas —violencia suave— pero que denotan actitudes machistas. Si observamos con cuidado caeremos en la cuenta que la Iglesia tiene también sus microdeconstrucciones.
Y pongo un par de ejemplos. Cualquiera que se dedique a visitar algunas de las grandiosas iglesias y catedrales que posee España, probablemente tendrá oportunidad de pasar por lo que llaman “sala del tesoro”, y verán allí tras las vitrinas, decenas de relicarios preciosos con la reliquias dentro. Yo pasé frente a la falange de un dedo de San Juan de Ribera, de un trozo del cráneo de Santa Apolonia y de un buen número de huesos de los mártires de Legión Tebana, entre otras muchas. Y junto a mi pasaban riadas de turistas que miraban con interés o apatía, y comentaban sobre las enormes riquezas que tienen los curas. Lo que resulta incomprensible es que las reliquias de los mártires y santos, que desde los primeros siglos fueron objeto de veneración por parte de los cristianos y en ocasiones especiales se exponían a la devoción pública, sean hoy, con la anuencia de obispos y deanes, expuestas a la curiosidad o al ludibrio de turistas y mirones. ¿No se trata, acaso, de una microdeconstrucción?
Y ese mismo visitante que se ha paseado entre las reliquias, se paseará también frente a los monumentales coros de las catedrales y colegiatas, donde cantaban los canónigos diariamente el oficio divino. Esta especie —la de los canónigos—, fue exterminada por el Concilio Vaticano II, y si se conservan aún en algunas diócesis, han sido desposeídos de sus privilegios y convertidos en un cuerpo de la tercera edad. Pero no se trata solamente de haber acabado con una vistosa tradición medieval por la que algunos sacerdotes privilegiados vestían de morado o incluso usaban mitra sin ser obispos. Lo importante es que el cabildo era un cuerpo que balanceaba el poder de los obispos pues estaban exentos de su autoridad. Resulta curioso que los que se llenan la boca hablando de la novedosa sinodalidad que nos trajo el bendito concilio, no se den cuenta que se destruyeron los órganos de representación que tenía el clero frente a las curias episcopales, permitiendo que los obispos, en la actualidad, puedan hacer lo que se les antoja con sus curas. ¿No se trata, acaso, de otra microdeconstrucción?
En fin, que las afirmaciones de Mons. Eduardo Taussig acerca de la deconstrucción de la Iglesia terminaron, volens nolens, siendo ciertas, aunque en un sentido diverso al que él pretendía.