¿Por qué la crítica al concilio de Monseñor Viganò debería tomarse muy en serio?
por Peter Kwasniewski
¿En una de esas, no podríamos sostener que el reciente ataque de Monseñor Viganò al Concilio Vaticano II, de hecho nos puso en jaque (digo a nosotros, los tradicionalistas)? ¿O quizás, no será el caso que estamos dirigiendo nuestra enemiga hacia un concilio legítimo y laudable en lugar de centrar nuestra ira como corresponde sobre un liderazgo inepto que lo ha seguido, para luego traicionarlo?
Ésa ha sido la línea adoptada por los conservadores durante mucho tiempo: una “hermenéutica de la continuidad” combinada con una fuerte crítica de obispos bribones acompañados de una canalla clerical.
La debilidad de semejante postura queda demostrada—aparte de otras muchas señales de eso—por el éxito infinitesimal que han tenido los conservadores al intentar revertir la catarata de desastrosas “reformas”, hábitos e instituciones establecidas como secuela del último concilio y llevadas a término con aprobación papal, o al menos, contando con su tolerancia.
Lo que el Arzobispo Viganò viene diciendo recientemente con una franqueza inusual en los prelados de hoy (véase aquí, aquí y aquí), no es sino un capítulo más de la prolongada crítica al Concilio formulada por católicos tradicionalistas, desde El Concilio del Papa Juan de Michael Davis, pasando por el famoso Iota Unum de Romano Amerio, siguiendo con El Concilio Vaticano Segundo, la historia nunca escrita de Roberto de Mattei y terminando con el libro de Henry Sire, Phoenix from the Ashes: The Making, Unmaking, and Restoration of Catholic Tradition (este último no ha sido todavía traducido al castellano).
Hemos visto cómo los obispos, las conferencias episcopales, los cardenales y varios Papas han venido construyendo el “nuevo paradigma”, pieza por pieza, durante más de medio siglo—una fe católica “nueva” que, en el mejor de los casos se superpone parcialmente con la fe católica tradicional, cuando no barre con ella directamente, contradiciendo la fe católica tradicional tal como la hallamos expresada por los Padres de la Iglesia, los Doctores, los primeros concilios, y cientos de catecismos tradicionales, por no mencionar los antiguos ritos litúrgicos latinos que terminaron suprimidos y reemplazados por otros enteramente diferentes.
Un abismo semejante entre lo antiguo y lo nuevo no puede dejar de contemplarse sin que uno se pregunte acerca del papel jugado por el Concilio Ecuménico Vaticano II en el despliegue progresivo de una historia modernista que comenzó a fines del s. XIX y que florece plenamente en los días que corren. La línea que va desde Loisy, Tyrrel y von Hügel hasta Küng, Teilhard, Ratzinger (cuando joven), Kasper, Bergoglio y Tagle, resulta ser bastante consistente si uno empieza a conectar sus ideas. Esto no equivale a decir que no hay interesantes e importantes diferencias entre esta gente, sino sólo que comparten principios que habrían sido tachados como dudosos, peligrosos, malolientes o heréticos por cualquiera de los grandes confesores y teólogos, desde Agustín hasta el Crisóstomo, desde Tomás de Aquino hasta Belarmino.
Es hora de que demos de mano de una vez y para siempre con la ingenuidad de creer que lo único que importa son los textos promulgados por Vaticano II. No. En este caso, tanto los progresistas como los tradicionalistas concurren correctamente en afirmar que el acontecimiento en sí mismo importa tanto como los textos (sobre esto, vean el incomparable libro de de Mattei). La ambigüedad en los propósitos abrigados cuando se convocó el Concilio; cómo se manipularon todos sus procedimientos; la forma consistentemente liberal en que se lo implementó con apenas algún débil gemido de protesta por parte de los episcopados del mundo entero—nada de esto resulta irrelevante para interpretar el significado y relevancia de los textos conciliares, que, además, exhiben por sí solos géneros literarios nuevos y peligrosas ambigüedades, por no señalar los pasajes directamente erróneos, como la enseñanza de que musulmanes y cristianos adoran al mismo Dios (acerca de lo cual se expidió brillantemente el obispo Athanasius Schneider en su Christus Vincit).
Resulta sorprendente que tantos años después, aún se encuentren defensores de los documentos del Concilio cuando está más que claro que nunca que se prestaron exquisitamente al objetivo de una total secularización y modernización de la Iglesia. Aun cuando su contenido fuera inobjetable, su verborrea, complejidad, su mezcla de verdades obvias con quebraderos de cabezas, constituyeron la fórmula y el pretexto perfectos para llevar adelante la revolución. Esta revolución está ahora fundida en esos textos, fusionados dentro de ellos como piezas de metal pasadas por un horno sobrecalentado.
Así, el sólo hecho de citar a Vaticano II se ha convertido en santo y seña del que desea alinearse con todo lo que ha sido hecho por los Papas—¡sí, por los Papas!—o bajo su paraguas. En su vanguardia se halla la destrucción litúrgica, pero los ejemplos se podrían multiplicar ad nauseam: consideren ustedes momentos funestos como los encuentros interreligiosos de Asís, cuya lógica misma fue formulada por el Papa Juan Pablo II socorriendo su iniciativa con una sucesión de citas de Vaticano II. El pontificado de Francisco no ha hecho más que apretar el acelerador.
Siempre lo mismo: siempre se recurre a Vaticano II para explicar o justificar cada una de las desviaciones y despegues de la fe dogmática en los términos en que siempre se la había concebido. ¿Es todo puramente casual—una serie de notablemente desafortunadas interpretaciones y juicios caprichosos que se podrían disipar fácilmente con una lectura honesta, como el sol radiante dispersando las nubes?
¿Pero es que los documentos no tienen cosas buenas?
He estudiado y enseñado los documentos del concilio, algunos de ellos en numerosas oportunidades. Los conozco muy bien. Devoto como soy de la escuela de los “Grandes Libros”,* siempre he enseñado en colegios afiliados a esa pedagogía y así mis cursos de teología típicamente comenzarían con la Escritura y los Padres, para pasar luego a los escolásticos (especialmente Santo Tomás), terminando con los textos del Magisterio, encíclicas papales y documentos conciliares.
A menudo se me caía el alma a los pies cuando en el curso llegábamos a los documentos de Vaticano II, textos tales como Lumen Gentium, Sacrosanctum Concilium, Dignitatis Humanae, Unitatis Redintegratio, Nostra Aetate, o Gaudium et Spes. Desde luego—¡por supuesto!—en ellos se encuentran párrafos hermosos y ortodoxos. Nunca habrían alcanzado los votos necesarios si se hubiesen opuesto flagrantemente a la enseñanza católica.
Y con todo, allí uno se topa también con textos despatarrados, oscuros, productos inconsistentes paridos en algún anónimo comité que innecesariamente complican muchos temas y que carecen de la claridad cristalina que se supone es la difícil pero primordial incumbencia de un concilio. Todo lo que tenéis que hacer es echarle una mirada a los documentos de Trento o a los primeros siete concilios ecuménicos para comprobar allí ejemplos brillantes de un estilo conciso y consistente, que da de mano con la herejía en cada renglón, cosa en la que se empeñaban con máximo esfuerzo los padres conciliares en las épocas históricas en las que les tocaba vivir. Y luego los párrafos de Vaticano II—y no son pocos—ante los que uno se detiene y se dice: “¿De veras? ¿Estoy realmente viendo las palabras que tengo impresas en la página delante de mí? ¡Qué manera enmarañada de expresarse, qué forma más problemática de decir las cosas, qué proximidad con el error, qué manera embarullada de decir las cosas!”. (Y no se trata sólo de traducciones deficientes; eso también, pero aun las primeras versiones tenían estas taras).
Yo también supe sostener, con tantos otros conservadores, que debíamos “tomar lo bueno, y dar de mano con lo demás”. El problema con esto ha sido adecuadamente señalado por el Papa León XIII:
Ciertamente que los arrianos, los montanistas, los novacianos, los décimocuartos, los eutiquianos, no se oponían a toda la doctrina católica: sólo abandonaban algunos de sus principios. Y, sin embargo, ¿quién no sabe que fueron todos declarados heréticos resultando luego excomulgados? Y de igual modo fueron condenados todos los autores de proposiciones heréticas en los siglos subsiguientes. “Nada puede haber más peligroso que aquellos herejes que admiten prácticamente el ciclo entero de la doctrina y que, sin embargo, con una sola palabra, como si fuera una gota de veneno, infectan la fe simple y real enseñada por Nuestro Señor transmitida por la tradición apostólica” (Tract. De Fide, Orthodoxa contra Arianos).
En otras palabras, es la mezcla, el revoltijo, entre cosas grandiosas, buenas, indiferentes, malas, genéricas, ambiguas, problemáticas, erróneas, todo eso en párrafos interminables, lo que hace que Vaticano II sea el único concilio merecedor de un repudio.
¿Es que no hubo siempre problemas después de los concilios de la Iglesia?
Indudablemente: los concilios de la Iglesia siempre han dado lugar a controversias más o menos importantes. Pero aquellas dificultades generalmente se suscitaban a pesar de la naturaleza y contenido de los documentos, no por razón de su formulación. San Atanasio podía apelar una y otra vez a Nicea, como quien apela a un estandarte durante una batalla, porque sus enseñanzas eran concisas y sólidas como una roca. Los Papas después del Concilio de Trento podían apelar una y otra vez a sus cánones y decretos porque sus enseñanzas eran sucintas y claras como el agua. Mientras Trento produjo un gran número de documentos a lo largo de los años en que ocurrieron las sesiones (1545-1563), cada uno de esos textos constituyen una maravilla de claridad, sin una palabra de más.
Por decir lo menos, los documentos de Vaticano II fallaron miserablemente en lo que se refiere a los propósitos del Concilio, tal como los explicó el Papa Juan XXIII. En 1962 dijo que quería una presentación de la fe más accesible para el hombre moderno. Ya para 1965 resultaba dolorosamente obvio que los dieciséis documentos nunca serían una cosa que uno podía juntar en un libro para dárselo a cualquier lego o laico con inquietudes. Bien se podría decir que el Concilio se quedó sin el pan y sin la torta: ni produjo un punto de acceso fácil para el mundo moderno, ni tampoco un breve bosquejo o plan para apoyo de pastores y teólogos. ¿Qué diablos logró? Una cantidad inmensa de papeles, mucha prosa insustancial, y un codazo acompañado de un guiño: “Muchachos, ¡llegó la hora de adaptarse al mundo moderno!” (Y si no lo hacen, parafraseando a Hobbes, tendrán problemas con “el poder irresistible del dios mortal” en Roma, cosa que el Arzobispo Lefebvre no tardó demasiado tiempo en descubrir).
He aquí por qué este último concilio resulta absolutamente irrecuperable. Si el proyecto de modernización terminó en una pérdida masiva de la identidad católica, incluso de las doctrinas más básicas de dogma y moral, el único modo de proceder es despedirse respetuosamente de ese gran símbolo y proyecto y asegurarse de que quede bien enterrado. Como dice Martin Mosebach, la verdadera “reforma” siempre ha de significar una vuelta a la forma—esto es, un regreso a una disciplina más estricta, una doctrina más clara, un culto más pleno. No significa y no puede significar lo contrario.
¿Por ventura existe algo perteneciente a la sustancia de la Fe, o alguna cosa indiscutiblemente beneficiosa que perderíamos si fuéramos a darle el adiós al último concilio para no oírlo mencionar nunca más? La Tradición Católica de por sí contiene recursos inmensos (que hoy, por lo general, desafortunadamente no son aprovechados) para enfrentar cualquier de las irritantes cuestiones que nos plantea el mundo de hoy. Hoy a casi un cuarto de camino en otro siglo, estamos en otro lugar, y las herramientas que nos hacen falta no son las de los ’60.
¿Qué se puede hacer en el futuro?
Desde que el Arzobispo Viganò escribió la carta del 9 de junio y sus siguientes escritos sobre este asunto, la gente ha comenzado a discutir qué cosa podría significar “anular” al Concilio Vaticano II.
Por mi parte, veo tres posibilidades teóricamente posibles para un futuro Papa:
- Podría publicar un nuevo Syllabus de errores (tal como propuso el Obispo Schneider allá por el año 2010) que identifica y condena los errores más comunes asociados con Vaticano II sin atribuirlos explícitamente a Vaticano II: “Si cualquiera dijese XYZ, sea anatema”. Esto dejaría abierta una especulación acerca del grado en que los textos conciliares de hecho tienen errores; sin embargo, cerraría la puerta a muchas interpretaciones “populares” del Concilio.
- Podría declarar que, contemplando retrospectivamente los últimos cincuenta años, podemos ver claramente que, debido a sus ambigüedades y dificultades, los documentos conciliares han hecho más daño que bien en la vida de la Iglesia y que, en el futuro, no deberían utilizarse como referencia magisterial en discusiones teológicas. El Concilio debería ser tratado como un acontecimiento histórico que ha perdido toda relevancia. Nuevamente, en este caso no haría falta afirmar que los documentos contienen errores; sólo que se reconoce que el Concilio se ha mostrado más problemático de lo que se esperaba, y que no vale la pena.
- Podría explícitamente “desautorizar” o apartar ciertos documentos o partes de algunos de ellos, así como partes del Concilio de Constanza nunca fueron reconocidos ni repudiados.
La segunda y tercera alternativa abrevan en el reconocimiento hecho tanto por el Papa Juan XXIII como Pablo VI en el sentido de que el Concilio adoptaba la forma—única entre todos los demás concilios ecuménicos de la historia—de concilio “pastoral” tanto en su propósito como naturaleza misma; esto facilitaría lo de dejarlo de lado. En cuanto a la objeción de que todavía, necesariamente, concierne a temas de fe y moral, por mi parte contestaría que los obispos nunca definieron ni anatematizaron nada. Incluso las “constituciones dogmáticas” no hacen afirmaciones dogmáticas. Se trata de un concilio curiosamente declarativo y catequístico, que no zanja prácticamente ninguna cuestión y desestabiliza más de una.
Si acaso y como fuere, un Papa futuro o concilio se decidiese a enfrentar redondamente este verdadero despelote, nuestra tarea como católicos permanece como siempre la misma: aferrarse a la Fe de nuestros Padres, en sus fórmulas normativas de siempre y en las que podemos confiar: principalmente en la lex orandi de los ritos litúrgicos de Oriente y Occidente, en la lex credendi de los Credos aprobados y el testimonio consistente del magisterio universal ordinario, además de la lex vivendi que nos han mostrado los santos canonizados a lo largo de los siglos, antes de que arribara esta era de confusión. Con esto alcanza y sobra.
Publicado originalmente en Onepeterfive.
Tradujo Jack Tollers
* The Great Books fue una idea de dos profesores de la Universidad de Chicago (Robert Hutchins y Mortimer Adler) que consiguieron que la Enciclopedia Británica publicara en 54 tomos los textos esenciales de la literatura occidental (“el canon literario de hombres blancos muertos” como le gusta decir ahora a los progres yanquis). Eso fue en 1952. Desde entonces, eso dio lugar a una cantidad de colegios donde no se enseñaba otra cosa, siendo el más famoso el “Saint Thomas Aquinas” de California en el que estudiaron algunos argentinos aventajados, como Roberto Helguera (aunque hay unos cuantos más)