El último post, dedicado a los obispos argentinos, tuvo muchas más lecturas que lo que podría esperarse de unas pocas líneas escritas a vuelapluma, al calor de unas cuantas fotos. Y también tuvo una buena cantidad de comentarios y sugerencias de sacerdotes que me hicieron llegar privadamente. Rescato y engarzo algunos de ellos entonces para este artículo.
La constatación del estado de postración en el que se encuentra la Iglesia argentina, liderada por Mons. Jorge García Cuerva, incita a la relectura de las cartas provinciales del P. Leonardo Castellani en las que trata sobre la obediencia, pobreza, castidad y gobierno. Es verdad que esas cartas tratan sobre la vida religiosa, pero es un buen desafío leer algunos párrafos y ver si no reflejan también el perfil de muchos obispos actuales.
Cabe recordar que dichas cartas fueron redactadas años antes del Concilio Vaticano II, cuando la Iglesia era regida por obispos preconciliares, sobre los que nos hemos extendido en otro post. Las cosa viene de lejos. Y lo cierto es que el Concilio y sus posteriores reformas, con esa episcopitis que lo caracterizó, profundizó estos problemas y los acontecimientos posteriores nos han traído al momento grotesco que hoy vivimos.
Los obispos argentinos renunciaron a ser príncipes, pero no renunciaron al poder. Se visten de villeros y tienen olor a oveja, pero cada vez se aferran más al mando. Pasaron de una nobleza que tomaban prestada de la investidura eclesiástica, a ser meros punteros políticos; son los detentores del poder en los barrios precarios que llenan el país, y se gozan en esa concupiscencia: el placer de saber que el intendente de la ciudad o, incluso, el gobernador de la provincia tendrá que hablar con ellos para apaciguar alguna situación o lograr un acuerdo.
Pero veamos algunos párrafos de las cartas de Castellani:
1. Hay religiosos a quienes el voto de pobreza ha frutado el ciento por uno en esta vida, haciéndolos granjeros, gerentes o financistas, cuando su capacidad real los hubiera hecho en el mundo horteras o empleados públicos.
2. Así que el gastar mal el dinero común es falta de pobreza, y no pequeña; y una presunción de esa falta existe dondequiera que el dinero común se maneja con demasiado "ocultismo". El que no maneja el dinero como suyo sino como de todos, no tiene dificultad en consultar con todos, al contrario, se siente como obligado a ello; y muchos ojos viendo más que dos, muchos errores se evitarán, que ahora se han hecho, y son irreparables.
3. Hay pobreza efectiva y hay pobreza afectiva; y se puede pecar contra la pobreza cerca de los bienes particulares y también cerca de los bienes comunes. En monasterios de monjas he visto cosas enormes en materia de apropiarse una Superiora la casa y hacerse la dueña, convirtiendo a sus hermanas en sirvientas: cosa que en las mujeres resalta más, por ser ellas más espontáneamente mandonas; y lo curioso es que parece esta tentación atacar principalmente a las de más humilde extracción y baja cuna. El hecho de mantener a los Superiores perpetuamente o largo tiempo en sus cargos contra el espíritu y la letra del Derecho, contribuye grandemente a esta tentación en hombres de poco espíritu. ¿Y qué diremos de los que una vez nombrados Superiores, careciendo de otra superioridad que la titular, se aferran de tal manera a sus cargos que no dudan en mistificar a Roma acerca de sus gobiernos, con el fin de mantenerse en ellos, deformando la verdad, produciendo informaciones parciales, tomando ojeriza a los súbditos en quienes temen vista clara o lengua ingenua y aun por ventura calumniándolos y desprestigiándolos a tiempo para que no lleguen a hacerles sombra o a descubrirlos? Este estado de cosas arruina de tal modo la pobreza-virtud, que a veces la vuelve imposible a los mismos súbditos, tentándolos el ejemplo del Superior propietario; y aun quizá forzándolos la misma necesidad a tener peculios o reservas precaucionales para proveer a sus necesidades, que el Superior egoísta ni remedia ni conoce ni le interesa conocer. Tampoco incita mucho a nuestros Operarios a traer limosnas a nuestras casas el ver de qué manera ellas son empleadas; y la idea amarga de que el trabajo de uno está siendo explotado por otros que no trabajan efectivamente ni producen nada útil, sino que solamente se agitan y consumen, no puede por menos de producir en los religiosos el mismo efecto que el Capitalismo actual produce en las masas proletarias. Se disuelve el vínculo social, perece la concordia y hace su aparición la llamada lucha de clases.
[…]
Ningún Superior tiene derecho en la Compañía a retener los instrumentos de trabajo fuera del alcance de los hombres de trabajo, porque eso ofende la ley natural. Pongamos por ejemplo que en una casa hubiese un Nuevo Testamento en etiópico y un profesor de Escritura que supiese etiópico; y el Provincial retuviese el libro en un aposento sin querer prestarlo a nadie porque el libro está lujosamente encuadernado, con bordes de oro miniados al buril, y hace una linda vista sobre su mesa. Ese Provincial faltaría (según Santo Tomás) a la justicia conmutativa, cuyo es dar a cada cual lo suyo, en tal forma que, en caso de grave necesidad, el Profesor estaría autorizado incluso a robárselo.
Este ejemplo grotesco ilumina muchos casos reales de retención de los instrumentos de trabajo en manos de ineptos, los cuales no son ya grotescos sino trágicos. Dado que nadie tiene derecho a condenar a un hombre de trabajo a la inacción, después de haberlo formado, el caso real que se plantearía, en la emergencia de que le quitaran los utensilios para dárselos a un idiota que se divierta, sería el siguiente: “Mi Madre la Compañía no me da instrumentos de trabajo, Dios quiere que los busque.” Y una vez buscados y hallados, si un Superior bizco quisiera quitárselos de nuevo, la respuesta debería ser: “No debo entregarlos: no son míos.”
Éstas son las consecuencias, mis amados hermanos, de la brecha abierta en el muro de la Santa Pobreza por hombres que estuviesen tocados del tizne del apego; y ojalá que nosotros las conociéramos solamente por haberlas leído en las historias.
Leonardo Castellani, “Cartas a los religiosos”, en Cristo y los fariseos, Mendoza: Jauja, 1999; 183-230.
El punto 1 tiene más actualidad que nunca. El Papa Francisco, con su obsesión por repudiar la excelencia, de lo cual ya hablamos hace poco, y por elegir obispos entre los curas rasos que apenas saben leer y escribir, ha generado una legión de prelados cuyas capacidades, en el mundo seglar, los haría ineptos aún para manejar las finanzas de un quiosco de barrio, y ahora terminan administrando sus diócesis de acuerdo a sus incapacidades. El único límite —reciente— es que no pueden disponer de los fondos de la diócesis en sumas superiores a los 200.000 dólares sin autorización del Dicasterio para el Clero. Convengamos que con esa cifra, sin control y en manos de un inservible con mitra, se pueden hacer desastres, y se hacen.
En cuanto al punto 2. Todos sabemos de obispos que usaban su sueldo para sostener parroquias y sacerdotes; hoy, en cambio, son muchos más los que no rinden cuentas de las colectas recibidas de las parroquias y de los aportes de los colegios, ni tampoco de los bienes que posee la diócesis, a los cuales administran como propios. Y así, estos dineros terminan financiando sus lujos y los de sus adláteres. Y como son punteros políticos, utilizan sus mismos métodos; no quieren rendir cuentas y distribuir justamente los dineros de la diócesis, sino más bien ganar el favor de los sacerdotes usando arbitrariamente de esos beneficios, sean el dinero, o sea la nominación en capellanías o parroquias. En muchas diócesis, los sacerdotes saben que ciertas parroquias y ciertas capellanías rentadas están “reservadas” a los devotos del obispo.
Sobre el punto 3, los obispos persiguen a los sacerdotes que lícitamente tienen algún bien para pasar tranquilos su vejez, como pueden ser ahorros o alguna herencia familiar, todo lo cual les es completamente lícito pues no tienen voto de pobreza. Los acusan de egoísmo y de falta de confianza en la Providencia por poseerlos; en realidad, a estos curas no les falta confianza en ellos; les falta confianza en los obispos.
Con una avidez sin límites —literalmente— los obispos se desesperan por los testamentos de los sacerdotes. Les exigen contra toda ley que cada sacerdote deposite su testamento en la Curia. Arguyen que es para ayudar a que se cumpla su última voluntad. Se sabe de sacerdotes que han confeccionado un testamento diciendo que dejan todos sus bienes a la diócesis o al obispo, pero tomando la precaución de hacer un testamento posterior anulando el testamento precedente. Y esto ocurre, aunque parezca increíble, porque algunos obispos abren con vapor los sobres en los que está el documento para poder leerlo. El temor a las represalias episcopales provoca que los sacerdotes tengan que hacer uso este “recurso”.
Los sacerdotes más ancianos recuerdan que Mons. Justo Laguna, hijo de un almacenero de Once, pasó su vida episcopal viajando a Europa hasta seis veces por año y a todo lujo. El costo de sus excursiones era cubierto por los fondos de la diócesis o por donaciones conseguidas por ser obispo. Por ese motivo, cuando pasó de ser obispo auxiliar de San Isidro a ser obispo de Morón, decían que no debía entristecerse por esta diminutio capitis [aunque era auxiliar, lo era de una diócesis rica y, sobre todo, muy elegante; ser obispo de Morón lo condenaba a trabajar en los suburbios del conurbano bonaerense] porque la patrona de la diócesis es la Virgen del Buen Viaje!
[Viene al caso el relato de una anécdota personal: a mediados de los años ’90 era yo un joven estudiante en Roma, y ocasionalmente iba los sábados por la mañana a la librería española La Sorgente, que estaba en piazza Navona y era atendida por las laicas consagradas de Vita et Pax. Allí, curioseaba en las estanterías aunque rara vez compraba algo. En una de estas ocasiones, estaba allí comprando también Mons. Justo Laguna, y hablaba con la monja-cajera; se veía que era un habitué del negocio. El obispo le pedía que le mandara por correo el par de libros que acababa de comprar. La pseudo-monja le decía que le iba a salir muy caro el envío; que le convenía llevarlo él mismo. Mons Laguna respondió que no le gustaba viajar con peso y por eso sólo llevaba una pequeña maleta en la cabina del avión. Sorprendida, la mujer le preguntó cómo hacía con la ropa, siendo que se pasaba un mes recorriendo Europa todos los años (“Siempre viajo el 6 de enero”, le había dicho antes). El prelado respondió que compraba ropa y luego la tiraba, a fin de no engrosar su equipaje y viajar más cómodo. Yo, que estaba ya curtido de ver la vida que llevaban curas y obispos en la Roma juanpablista, me escandalicé].
En cambio otros obispos que pasan por más austeros y con menos plumas que Laguna, hacen lo mismo de otro modo. Por ejemplo, hace pocos días fue canonizada Santa María Antonia de Paz y Figueroa (Mama Antula) por voluntad del Papa Francisco. Pues bien, ya explicamos en este blog el modo en que la congregación fundada por la nueva santa fue saqueada por voluntad del entonces Arzobispo de Buenos Aires, cardenal Jorge Mario Bergoglio, apropiándose de enormes propiedades que poseían en la Ciudad de Buenos Aires y de la codiciada alcancía del Santuario San Cayetano de Liniers.
En fin, que las Cartas provinciales de Castellani no han perdido actualidad, y ya no solamente se aplican a la vida de los religiosos sino del clero secular también. Y si viviera el pobre cura en estos años, ya no escribiría solamente tres cartas, sino tres tomos.