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domingo, 29 de diciembre de 2013

Frutos de la evangelización del papa Francisco

“En la doctrina de los Concilios y de los Papas, sin embargo, siguen estando las categorías de Dios juez; de Dios el ejecutor de la justicia, del Dios que ha construido una iglesia y la ha separado de los fieles. Han pasado 1.700 años desde el Edicto de Constantino, ha habido cismas, herejías, cruzadas, inquisiciones, poder temporal. Novedades e innovación continua en todos los niveles, en la teología, la liturgia, la filosofía, la metafísica. Pero todavía no se había visto un Papa que aboliera el pecado. Un Papa que hiciera de la predicación del Evangelio el único punto fijo de su revolución aún no había aparecido en la historia del cristianismo.

Esta es la revolución de Francisco y debe ser examinada a fondo, sobre todo después de la publicación de la Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium, donde la abolición del pecado es la parte más impactante de todo ese recientísimo documento”.

(Del Editorial de Eugenio Scalfari, ateo de confianza del Papa Francisco, en La Republicca de hoy).

jueves, 26 de diciembre de 2013

Don Gabino y los restauracionistas


Don Gabino ya había preparado en el amplio jardín de su casa los sillones, las sillas y la mesa petisa en torno a la cual, los domingos por la tarde, se reunía con sus amigos. Cada uno aportaba la bebida espirituosa del caso –salvo las interdicciones ya conocidas por todos- y así pasaban varias horas en desvariantes o formativas conversaciones.
Ese domingo, Bulgarovich venía muy enojado y lo mismo ocurría con otros miembros del grupo. Por la mañana, algunos de sus hijos, que concurrían al único colegio religioso del pueblo regenteado por tres monjas, habían hecho su primera comunión. Como era tradicional, las madres habían ataviado a las niñas con vestidos blancos y largos y unas pequeñas tocas de tul. Los varones, habían ido con sus blazers azules y, sobre la manga derecha, un gran moño de raso blanco.
Cuando la superiora de la comunidad vio llegar al grupo así ataviado se puso lívida y después furiosa. Su orden habían sido que tanto niños como niñas debían asistir con pantalones de jeans y remeras blancas a fin de eliminar cualquier tipo de diferencia que denotara procedencias sociales y que los tres o cuatro primeros comulgantes de un villa miseria vecina que se unirían al grupo, no se sintieran discriminados. Además, de ese modo, el colegio daría testimonio fehaciente -y al día siguiente así lo retratarían los medios de prensa-, de que se estaba adecuando rápidamente a los nuevos tiempos de pobreza y acercamiento al pueblo con misericordiaciones incluidas, cuyo ejemplo vívido era el jefe de estación.
La superiora era la hermana Wanda que, en tiempos pasados, había sido la hermana Purificación, pero que un día había decidido vivir cercana al cercanía del pueblo y, de ese modo, había cambiado su nombre y se había sacado el velo que completaba su hábito. Hacía varios años ya que estaba destinada al pueblo de don Gabino. Nadie sabía bien por qué aún conservaba el cargo de superiora. Algunos aventuraba que se debía a que era la más joven del grupo – la hermana Wanda todavía no había cumplido los ochenta años-; otros opinaban que se imponían sus hirsutos bigotes sobre la pelusa mal depilada de sus compañeras, y otros, que se debía a su astucia y habilidad para trepar y ocupar los primeros puestos.
Lo cierto es que la hermana Wanda, apenas pudo salir de su sorpresa y disgusto, y mientras arrancaba tules y brazaletes de cabezas y brazos infantiles, espetó a los padres que miraban azorados el despojo ceremonial de sus hijos:
- ¡Restauracionistas! Eso es lo que son ustedes. Unos restauracionistas.
- Lo que pasa –retrucó Bulgarovich- es que usted es marxista.
- Yo no me ofendo que me digan marxista. Tengo amigos marxistas, para que ustedes sepan, y los quiero mucho. Lo que pasa es que ustedes son fascistas. O peor aún, tradicionalistas. Esos es. En este pueblo tenemos una célula tradicionalista.
Las guitarras comenzaron a sonar con la algarabía del “Juntos como hermanos”, la hermana Wanda esbozó su mejor sonrisa, tomó de las manos a los dos pequeños que encabezaban las filas, y entró con ellos al templo, donde el cura los esperaba revestido de una amplísima alba –sin amito ni cíngulo- y con una estola multicolor  tejida. Hacía mucho calor para ponerse la casulla.

- Se está sacando la careta-, dijo don Gabino.
- La careta será, porque el velo se lo sacó hace rato-, dijo sonriendo el que hacía sonidos guturales desde el fondo del grupo.
- Y además es medio tonta. No termina de darse cuenta de lo que dice y, sobre todo, de lo que no dice cuando dice lo que dice-, reflexionó el Poeta.
- Tiene razón, don –continuó don Gabino-. Fíjese que, si para la monja es un insulto o al menos una deshonra ser restauracionista, es porque ella se ubica en el polo opuesto, es decir, el progresismo.
- A mí me parece que el polo opuesto del progresismo es el tradicionalismo-, dijo uno apurando una copita de Hesperidina.
- No sé…- dijo don Gabino-. Les largo aquí una idea para discutirla y pensarla. A mí me parece que los  binomios, que no se excluyen sino que se complementan, son: tradicionalismo – evolucionismo y restauracionismo – progresismo. Diría que el primero es estático y el segundo dinámico.  Los tradicionalistas consideran que deben guardar intacto lo que les fue entregado mientras que los evolucionistas piensan que eso que fue entregado debe ir modificándose y adaptándose según los tiempos. Los restauracionistas también consideran que debe conservarse lo recibido, pero agregan un elemento dinámico: también afirman que debe volverse a lo que fue en el origen o “restaurar el principio”; los progresistas, en cambio, desconocen y se desinteresan por lo recibido y, mucho más, por el origen, y su meta es “ir” hacia un mundo mejor. Resumiendo, los restauracionistas quieren “volver” a un mundo mejor, mientras que los progresistas quieren “ir” hacia él.
- Lo que usted propone entonces es volver hacia la Cristiandad medieval…- dijo con dudas Bulgarovich.
- Para nada, mi amigo. Eso no sería ni posible ni cristiano. Recuerde que el Apóstol dice que no tenemos en este mundo morada permanente sino que nuestra morada está en el cielo junto a los santos, es decir, en el Paraíso que perdimos. Ese es el “mundo mejor” al que debemos volver. Lea si tiene ganas las lecciones de maitines del tiempo de adviento del breviario tradicional que están tomadas de Isaías.  Todas ellas hablan justamente, en lenguaje profético, de una “restauración”. Y si no, recuerde los salmos: “Junto a los canales de Babilonia, allí nos sentábamos a llorar mientras nos acordábamos de Sión…”. La idea es la misma: debemos volver, restaurar lo que perdimos, y esa es la causa de nuestra esperanza y de nuestra alegría. Es lo que nos decía hace poco don Tollers.
- Humm… qué quiere que le diga don Gabino. Eso me suena a herejía gnóstica. ¿No estará proponiendo la pre-existencia de las almas con toda esa idea del volver? Ya parece un platónico hablando de retornar al mundo de las ideas… - dijo otro que siempre husmeaba herejías.
- No me refiero a eso, y usted lo sabe. Nosotros , y me refiero a todo el género humano, “estábamos” en nuestros primeros padres cuando cayeron del estado de inocencia original. Si no, ¿por qué cree que todas nacemos con ese pecado? Sencillamente, porque todos nosotros pecamos en nuestros padres protoplasmáticos, como los llama la liturgia. Entonces, si estuvimos con ellos en el paraíso, debemos volver a ese mismo lugar de donde fuimos expulsados por nuestras culpas y cuya entrada es custodiada por un ángel con espada de fuego.
- Entonces, -dijo el Poeta-, el cristiano debe ser, necesariamente, restauracionista. 
- Y el progresismo no es cristiano…-, reflexionó Bulgarovich.
- Y, si llevamos las cosas al extremo, así es. Escuche nomás predicar a un cura o a un obispo progre. ¿Qué escuchará? Hablar de los pobres, los marginados, la unidad, la paz social… sociología pura. Eso no es cristianismo.
- Lo que a mí me llama la atención –dijo el juez de paz- es que en esta época todavía hayan cristianos progresistas. Podía llegar a entenderse en los ‘60 o a comienzos de los ’70, pero ¿ahora? ¿Es que no ven el mundo? ¿Es que no ven el estado en el que el progresismo dejó a la Iglesia? Y siguen hablando de construcciones humanas de un mundo mejor. La misma monja Wanda, en el reportaje que le hizo la semana pasada Betty Piqueta, explicaba que las nuevas herejías  tienen que ver todas con la dignidad del hombre o, dicho de otra manera, son herejías antropológicas. ¿Quieren progresismo cristiano más anacrónico que ese? ¿Es que no hay herejías cristológicas o trinitarias? A la monja no le interesan esas cosas…
- Eso no da rating y los medios de prensa la tratarían de integrista… - dijo el del fondo.
- A mí me cuesta creer que la monja haya dicho que no la ofende que le digan marxista- acotó el profesor Worms – ¿Es que no sabe, acaso, que un papa declaró al marxismo “intrínsecamente perverso”? ¿Será que no le importa que le digan que es perversa?
- Le digo más profesor, el marxismo stalinista solamente, dejó cincuenta millones de muertos, muchos de los cuales murieron porque eran cristianos. Y ella, alegremente, dice a todo el mundo que no le importa que le digan marxista- dijo don Gabino.
- Estamos mal con estas monjas… y el problema es que no sabemos cuándo se van.

Todos se quedaron callados un rato, entre tristones y preocupados. Últimamente, casi siempre les pasaba lo mismo. Cuando se acabó la Hesperidina, se levantaron despacito y don Gabino se quedó solo nuevamente.

martes, 17 de diciembre de 2013

Don Gabino e Isidoro Cañones

Con la primavera avanzada, don Gabino había retomado la costumbre de sacar su silla de totora a la vereda en las tardecitas, y sentarse a leer. Ese día, había salido con una pila de revistas pequeñas y apaisadas, de historietas en blanco y negro. Era la colección casi completa de Isidoro Cañones, personaje de Dante Quinterno que lo había divertido en su juventud.
El viejo prefería pasar el tiempo con esas lecturas superficiales que ponerse a hablar con sus vecinos cuyo único tema de conversación, era, desde hacía quince días, el nuevo jefe de la estación de ferrocarril. Es que, luego de apenas una semana de asumido el cargo, había cambiado todo: no usaba más el uniforme, -decía que era cosa del pasado andar con gorra, vivos rojos y galones-, y se lo solía ver caminando por los andenes en bermudas floreadas cuando llegaba el tren de la tarde; había puesto como señalero a una mujer –decía que se había postergado injustamente a las mujeres en la vida ferroviaria-; repartía boletos gratis para viajar al pueblo vecino –pero no decía que después los pasajeros debían pagar el boleto de regreso con un suplemento especial de temporada-; se había abrazado con el dueño de la compañía de ómnibus de media distancia, la competencia feroz y secular del ferrocarril en el pueblo; se lo había visto tomando un vermut con el farmacéutico, un masón reconocido por todos y había dado jugosas entrevistas a cuanto diario y radio se lo pidiera. Los periodistas estaban felices y no dejaban de alabarlo y compararlo con la rigidez de sus antecesores. Betty Piqueta, por ejemplo, había escrito un artículo profetizando que el nuevo jefe de estación eliminaría las clases en los vagones del tren y en las salas de espera. No debía haber ya ciudadanos de primera, de segunda y de tercera, que viajaran y esperaran en lugares diversos. Parecía que Mandela había vivido inútilmente y que el obispo Desmond Tutu había hablado en vano, concluía la reportera. Pero ya estaba en el pueblo, ¡por fin!, el jefe de estación revolucionario.
Sentado a la sombras de los carolinos que bordeaban su calle, don Gabino comenzó a leer las historietas de Isidoro Cañones y reírse a carcajadas. Dos muchachitos que andaban con sus bicicletas jugando en la vereda se acercaron al viejo.
- ¿Qué está leyendo don Gabino?, le preguntaron
- Las historietas de Isidoro Cañones.
- ¿Y quién es ese señor?
- Isidoro Cañones –respondió todavía riendo don Gabino-  era un porteñito que se las sabía todas, sobre la base de clichés, simplificaciones y lugares comunes pseudo informativos que lo convertían en un ciudadano del mundo canchero, conocedor de personalidades arquetípicas. Siempre ganador con las mujeres, era el característico langa que siempre estaba a la caza de alguna nueva belleza, aunque su amiga inseparable era Cachorra. Pretendía ser un ser de mundo y de cultura pero, en realidad, tenía apenas una pátina de saberes superficiales, cosa que cualquier entendido enseguida notaba y que provocaba que, piola como se creía, se metiera siempre en líos de los que lo tenía que rescatar su ahijado, el cacique Paturuzú o su tío, el Coronel Cañones. Era un esquema que Dante Quinterno, su autor, ideó para personas de escasa cultura y alguna alfabetización pero que sentían la sensación de sabérselas todas por ser porteños, y veían en Isidoro una réplica de lo que ellos eran o pretendían ser.
- ¿Y tanta risa le causa Isidoro?
- No, ¡qué va! El que me causa risa es el nuevo Jefe de Estación.

(Los créditos correspondientes para Ludovicus)

jueves, 12 de diciembre de 2013

Don Gabino y el monte tenebroso


El sol se estaba ocultando y don Gabino estaba en el saloncito de su casa, repatingado en su sillón y leyendo un libro de tapas que en algún tiempo fueron blancas pero que ahora aparecían amarillentas y en las que los años habían dejado pequeños lunares marrones. Sus páginas abiertas derramaban un agradable olor a libro viejo: mucho de moho, algo de tinta seca y otro poco de papel quebradizo. Don Gabino pensaba a veces que sería capaz de descubrir la valía de un libro guiándose solamente por su olfato, y lo cierto era que más de una vez había comprado libros simplemente porque olían a libro.  
Leía Le Grand Meaulnes, de Jean Fournier en la primera edición de 1913, dedicada por el autor a su amigo Jean Variot. La había comprado hacía muchos años a un buquinista de la rive gauche y siempre que lo veía recordaba la cara de tristeza con la que el librero le había contado la historia de Fournier, el escritor al que la vida le alcanzó para escribir una sola novela porque la guerra le quitó lo llevó en 1914, cuando apenas tenía veintisiete años. 
Golpearon la puerta. Era el Profesor, como todos le decía, aunque su nombre era Juan Worms. De alemán sólo tenía el apellido y la cabeza, y ese atardecer venía tristón y con una bolsa de papel madera de la que sacó una botella de  Black Grouse. Don Gabino se dio cuenta que la cosa era seria y se dispuso a escucharlo.
- Dígame Profesor, ¿qué le pasa que anda con esa cara?
- Lo que pasa es que me aburrí don Gabino. Me cansé. Ya todo por lo que luchábamos ha caído, incluso en este pueblo perdido. Ya ve lo que está haciendo y diciendo el nuevo intendente; no hablemos del obispo ni del cura, que nos han dejado huérfanos, y si seguimos para arriba todo es mucho peor: la provincia, el país, el mundo, la Iglesia… Me cansé de resistir.
- A todos nos pasa alguna vez lo mismo. Todos nos cansamos en algún momento, o en varios momentos de la vida –o de la carrera, como decía San Pablo- de resistir. Pero para eso está la Biblia. Los primeros que se cansaron fueron los judíos, perseguidos por fuera y por dentro, y Dios les mandaba a sus profetas. La palabra de los profetas no fue solamente para reanimar a los hebreos del destierro o de la reconstrucción del Templo. Es también para reanimarnos a nosotros en tiempos de desolación, junto con los amigos y el whisky.
- ¿Los profetas?- dijo desganado el Profesor-. Me parece muy retórica su respuesta. No creo que me consuelen las profecías. No soy dado a creer en visiones, apocalipsis próximos y cataclismos cósmicos.
- ¿Y usted cree que yo lo soy?  Pero no puedo dejar de hacer caso a la Palabra revelada. Le aconsejo que lea al profeta Isaías, y usted que sabe latín, léalo de la Vulgata, que la traducción de San Jerónimo es más poética que la de los biblistas. Y empiece por el capítulo trece.
- ¿Qué dice en ese capítulo?, preguntó animándose el Profesor.
- Describe esos días oscuros que usted está viendo ahora. Y da un poco de susto leerlo. Dice, por ejemplo, que las estrellas del cielo ya no esparcirán su resplandor, que el sol se oscurecerá apenas nace en el Oriente y que la luna no derramará más su luz. Ad ponendam terram in solitudinem, dice el profeta. Imáginese lo que será eso. La soledad profunda y desesperante de la tierra porque Dios le ha quitado su luz.
- No es muy alentador que digamos-, dijo el Profesor apurando su segundo vaso de Ganso negro.
- Es que lo mejor viene ahora, aunque con eso comienza el capítulo. “Sobre el monte tenebroso, levantad la bandera, gritadles con voz potente, hacedles señas con las manos para que entren por la puerta de los nobles”. La Vulgata dice Super montem caliginosum…, y es muy fuerte esa expresión, porque caligo, en latín, es tinieblas, oscuridad, nubes densas e impenetrables, pero también es tribulación, miseria, aflicción, ignorancia. Dios nos ha puesto –sabrá Él por qué-, en la cima de ese monte terrible. Es un monte caliginoso, donde no solamente estamos rodeados de tinieblas físicas sino también espirituales. Nadie ve nada, ni siquiera nosotros que estamos en la cima. Imagínese los que viven en la planicie… Pero el mismo profeta nos indica nuestro deber: izar la bandera, dar gritos y hacer señas para que, de ese modo, al menos algunos de los que siguen perdidos en los laberintos inferiores puedan subir el monte. Yo creo que serán muy pocos, pero ingresarán por “la puerta de los nobles”.
- No entiendo bien qué quiere decir con eso. Nobles, yo no conozco ninguno.
- Yo creo que Isaías se refiere al noble como el hombre fiel, en oposición al plebeyo cuya fidelidad cambia según la conveniencia y los aplausos del mundo le indiquen. El que se anima a subir al monte, a pesar de la oscuridad y sin saber bien quién lo está llamando y haciendo señas desde arriba, es un noble, porque es fiel a ese llamado.
Se quedaron en silencio, mientras don Gabino agitaba un cubo de hielo durante unos segundos con una pinza dentro del vaso de whisky a fin de humedecerlo y abrirle todas sus aromas y sabores.
- No lo convenzo me parece…
- No es eso, dijo el Profesor. Pero con esto que usted me dice, al final terminan teniendo la razón los que dicen que nosotros creemos ser el pequeño grupo de los elegidos…

- Y esa sería una tentación muy peligrosa sobre la que siempre hay que estar atentos. En primer lugar, todo cristiano debe creerse y saberse del grupo de los elegidos. Si así no fuera, no se entendería por qué es cristiano y no musulmán o hindú. Se es cristiano porque ha sido elegido por Dios para serlo. Y sobre esto basta leer los Evangelios y todas las cartas apostólicas y a todos los Padres. Ahora, que nosotros seamos del pequeño rebaño que permanecerá fiel hasta el final, nadie puede decirlo. Pero tenga en cuenta una cosa. Montes tenebrosos con unos cuantos locos arriba izando banderas y haciendo señas, hay muchos. En este pueblo insignificante, por ejemplo, hay uno; pero muchos más deben haber en el país y en el mundo. No somos los únicos, pero ciertamente somos pocos.
- ¿Y cómo sabe que no estamos locos y que los equivocados no somos nosotros?
- Porque estoy absolutamente convencido de lo que pienso. Más le diría, porque lo veo, y no puedo dejar de ver sin traicionar mi inteligencia, que por algo Dios me la dio. Y lo que yo veo es exactamente lo contrario de lo que ve la gran mayoría del mundo, obispos y curas incluidos. ¿No leyó que un obispo de no sé de qué diócesis anduvo diciendo hace poco que la Iglesia está atravesando su mejor momento? Y todos lo aplaudieron, menos usted, yo y algunos otros más de los que están encaramados en la cumbre del monte tenebroso.
- Sí, está bien. Pero eso de que usted, yo y algunos más veamos las tinieblas que nos rodean y los demás se crean felices viviendo en medio de un gran resplandor, ¿no es un poco soberbio?
- Sobre eso ya muchos respondieron. Léalos, si es que no los ha leídos. Lea a León Bloy, a Kierkegaard, a Castellani, a Simone Weil. Y aquí no es cuestión de místicos ni de visionarios. Es cuestión de ejercer la inteligencia iluminada por la fe. Solamente eso.
El Black Grouse se había acabado. El Profesor se quedó sentado un rato largo, en silencio, mientras don Gabino volvía a Fournier. Después se levantó y volvió a su casa, caminando torcido, pero con las ideas más claras. 

lunes, 9 de diciembre de 2013

Don Gabino, la plenitud y el límite

Don Gabino vivía en una calle arbolada de un pueblo de provincia. Casi todos sus vecinos lo querían bien, algunos no lo querían, como el cura y los empleados del ferrocarril, y otros lo detestaban, como las tres monjas del pueblo. No sabían bien de dónde venía; sólo sabían que se pasaba el día leyendo –desde libros de filosofía oriental hasta los álbumes con las historietas del El Tony- y que había viajado mucho.
Don Gabino era de poco hablar, pero cuando le preguntaban, o algún vecino más avisado lo provocaba con algún tema que le interesaba, era capaz de estar horas enteras hablando él solo –los demás apenas si podían seguirlo en sus divagaciones-, pero esos extensos monólogos eran espectáculos poco habituales pero muy festejados en la vida pueblerina.
Más regulares, en cambio, eran las glosas que don Gabino hacía los domingos por la tarde del sermón del cura. Era ese el motivo de los sentimientos ambiguos del clérigo hacia don Gabino: si bien solía dejarlo en ridículo por los errores y superficialidades que se le escapaban en sus homilías dominicales, era también ocasión de que mucha la gente del pueblo fuera a misa solamente para poder seguir, por la tarde, los comentarios del viejo, siempre ácidos y mordaces. Y arrimar una decena de fieles más a la misa dominical no le venía mal al cura preocupado como estaba por conseguir si no un obispado, al menos una parroquia con mayor prestigio y alcancías más grandes.
Pero los que más admiraban los habitantes del poblado era la extraordinaria capacidad que Don Gabino tenía para conocer a las personas. En pocas palabras, y a partir de un paradigma, era capaz de destripar –psicológicamente, se entiende-, a la persona aludida. El juez de paz, que había leído un poco más que el resto, afirmaba siempre con certeza judicial, que don Gabino debía tener algún parentesco lejano con una señorita inglesa llamada Juana Marple sobre la que él había escuchado hablar en sus años de juventud, y explicaba que se trataba de una solterona inglesa que era capaz de descubrir los más intricados casos policiales a través de la extraordinaria capacidad que poseía de asimilar, o de encontrar semejanzas, entre un personaje nuevo desconocido y otro que ella había conocido años, o décadas, atrás.
Y es así que la figura alta y un poco encorvada de don Gabino se rodeaba año tras año de un cierto aurea que lo convertía no solamente en el personaje más sabio del pueblo sino incluso, en casi un profeta. Todos recordaban, por ejemplo, que el año anterior, un 29 de mayo, en uno de sus arranques monológicos más celebrados, se le había dado por hablar de los gobernantes, cuando en ese momento era intendente del pueblo el apacible don Eduardo Siestero, un viejo y noble estanciero que había nacido y crecido en el pueblo, como su padre y su abuelo,  y al que todos apreciaban por su prudencia y sabiduría. Y don Gabino se había despachado con lo siguiente:
Habría que hacer la etiología del plebeyo gobernando, tanto en el Estado como en la Iglesia.
Apunto un rasgo fundamental: la convicción de que el espectáculo comienza cuando él llega. De allí, los comienzos fundacionales. La idea de que él está en el centro de la historia. La manía de cambiar todo. El desprecio por los límites, los modales, las formas, las tradiciones, las leyes. La disposición a renegar del pasado. La constante "transgresión" como valor supremo. El nulo compromiso con la institución que representa. La exaltación de su persona, la autorreferencialidad, etcétera.
Nadie, ni siquiera el juez, habían entendido qué es lo que quería decir, aunque algunos meses más tarde -y sin que nadie sabía bien el por qué, don Eduardo había regresado definitivamente a su campo donde se dedicaba a hablar con sus gatos en una extraño lenguaje-, comenzaron a  recordar, por esas cosas misteriosas que tiene la memoria, los dichos de don Gabino, cuando el gobierno comunal vacante había sido asumido el hijo de un señalero del ferrocarril.
Los domingos a la tarde, los personajes del pueblo, y otros entenados de la aristocracia cultural pueblerina, se reunían en casa de don Gabino. Cada uno podía beber lo que quisiera: grapa, anisado, lo que llamaban cognac “Tres plumas” o incluso whiskey, si alguno lograba agenciarlo en algún viaje. Solamente estaba prohibido con excomunión perpetua a tales reuniones beber Fernet con Coca Cola, “la bebida más vulgar y representativa de la decadencia contemporánea, sólo comparable a ir al Colón a escuchar un concierto de cumbia”, había sentenciado el viejo en una oportunidad.  
Un de primavera domingo el grupo de amigos se apresuró a llegar a casa de don Gabino. Sabían que sus glosas a la homilía del cura iban a ser sabrosas porque algo raro había pasado. El párroco siempre hablaba con términos y expresiones muy sencillas, coloquiales y hasta chabacanas para algunos, pero tenía la capacidad de hacerse entender y que la mayor parte de su feligresía saliera feliz de la misa por tener como pastor de sus almas a un hombre tan vulgar como ellos. Pero ese domingo el cura había hablado en difícil y nadie había entendido nada. Más aún, a nadie le había pasado desapercibido que en varios momentos, don Gabino, en vez de insinuar una sonrisa socarrona como solía hacer, se había agarrado la cabeza con las manos.
Sentados en el jardín, porque ya comenzaban los calores veraniegos y las flores amarillas del enorme aromo doraban el ambiente, el juez le preguntó:
-          Don Gabino, ¿entendió lo que dijo el cura? Nosotros no entendimos nada.
-          Yo creo que tampoco él lo entendió. Me parece que copió todo de algún libro de fines de los ’60, cuando estudiaba en el seminario… Mire que venir a hablar de utopías en esta época…
-          ¿Pero usted lo entendió?, insistió el dueño del corralón que era hábil no solamente para los negocios.
-          Y mire… lo que entendí es que dijo una barbaridad. Se lo resumo. Opuso límite a plenitud, hablando de ellos como de dos polos opuestos, y eso es una burrada filosófica más grande que las que podrían decir la burra de Balaam y toda su descendencia.
-          ¿Usted cree? A mí me parece que es bastante claro que lo que nos limita nos impide alcanzar la plenitud- opinó con parsimonia el agente de seguros que sabía más de filosofía que de pólizas.
-         
Y sin embargo no es así, dijo don Gabino. Si el hombre no tiene límites, es decir, si no está “perimetrado” jamás va a poder alcanzar la plenitud, y lo mismo pasa con cualquier otro ser de la naturaleza. Piense usted en este aromo. Según el cura, el pobre arbolito vive en la bipolaridad entre su límite de ser un aromo y su deseo de plenitud. Pero es bien claro que la plenitud del aromo es ser un “buen aromo”, es decir, frondoso, con hojas helechosas y suaves, con flores abundantes y perfumadas que florecen en primavera, etc. Si no tuviera ese límite, o ese perímetro, no sabría qué hacer y qué ser, y un año sus hojas serían como las del sauce y sus flores como las del ciruelo. Y eso no sería plenitud. Eso sería fracaso absoluto de su ser aromo. Lo que lo hace pleno es, justamente, su límite.
-          Es casi como la herejía de los versos de Antonio Machado: “Caminante no hay camino, se hace camino al andar”, dijo el juez.
-          Así es, siguió el viejo.   El camino es el límite de cualquier caminante, pero es justamente ese límite el que lo hace llegar a su destino. Si no hay camino, o si no hay límite, el caminante jamás va a llegar a ningún lado, y su vida va a consistir en dar vueltas y vueltas sin llegar nunca a nada.
-          ¿Y cuál es el límite del hombre?, preguntó uno de los entenados del grupo, curioso y amable personaje que solía limitarse a asentir a las conversaciones con expresiones guturales.
-          La naturaleza, que es también el límite todo lo natural. Es la naturaleza la que marca el límite o el perímetro dentro del cual debe moverse el hombre, y dentro del cual alcanzará su plenitud. Por eso, si Pedro se enamora de María, se casa con ella y forma una familia –y todo sale bien-, alcanzará parte de su plenitud. En cambio, si Pedro se enamora de Juan, dice que se casa con él y forma con él una “familia”, jamás alcanzará la plenitud, porque traspasó el límite, se excedió del perímetro que la naturaleza le fijaba.
-          Habrá que conocer entonces la naturaleza de cada uno, para conocer los propios límites y así poder alcanzar la plenitud, reflexionó el juez.
-          Usted lo ha dicho. Tenemos que conocer los bueyes que nos tocaron en suerte y arar con ellos. Porque la naturaleza es para todos iguales, pero las circunstancias en que esa naturaleza se desarrolla, la accidentalidad digamos, es diversa. Cada uno tiene la suya propia, que es distinta de la del otro. A cada uno la vida le dio bueyes diversos, y la plenitud consiste en arar lo mejor posible, y hacer los surcos más derechos y paralelos que podamos, con esos bueyes que nos tocaron, dóciles o ariscos, viejos o jóvenes, y no andar quejándose porque el al vecino Dios le dio –eso nos parece a nosotros- mejores animales.
-          Si no conocemos nuestros límites, jamás podremos ser plenos, sentenció al final el asegurador.

Todos apuraron la última copita de “Ocho Hermanos” y se fueron pensando en las nietas de la burra de Balaam. 

viernes, 6 de diciembre de 2013

¿Volver o llegar? Una respuesta a Sem Ántico

Estimado Wanderer,
Aquí sólo quiero hacer una breve reflexión a propósito de lo que me apunta Sem Ántico (se podría escribir lungo sobre esto sino que ando corto de tiempo). En cualquier caso es a propósito de mi elección del verbo "volver" referido al Cielo, cuando él, Sem Ántico, prefiere el uso de "llegar".
En efecto, no es lo mismo.
Y me parece cuestión de máxima importancia.
Por supuesto que le asiste razón cuando afirma que "las almas de los seres humanos no estaban gozando de la visión beatifica antes de comenzar a "animar" un cuerpo humano en el momento de la concepción. Simplemente no existían". Por supuesto. Y entonces, en cierto sentido, tiene razón en decir que propiamente no se podría usar el verbo "volver" puesto que nunca estuvimos antes allí…
A menos que, en un plano más profundo, "volver" sea más correcto, revele una verdad más profunda, sea más verdadero que "llegar".
Pero para llegar a lo que quiero decir, tengo que dar una vuelta.
A mí siempre me encantó la definición del diccionario de la palabra nostalgia, pues es tan precisa como romántica: "recuerdo del bien perdido".
¿Y bien? Lewis nos lo preguntaba también: "¿Te figuras que toda esa añoranza es por nada?". Eso está en el ADN de todos nosotros, esa añoranza, esa nostalgia del paraíso perdido, puesto que nos, los descendientes de Adán, todos, absolutamente todos, también fuimos desterrados con él y vivimos exiliados de nuestra verdadera patria.
A la que queremos volver.
Y a la que tenemos que volver.
Juntos. Como decía Péguy: "Il faut se sauver ensemble. Il faut revenir Tous ensemble Dans la maison de notre Pére". Y en esta frase lo de "revenir" es tan clave como aquello otro de "ensemble". Volver, juntos.
Se podría decir que este asunto resuena en toda la Escritura de mil maneras, esta metáfora del regreso a casa aparece continuamente, desde el principio mismo, en que se relata la expulsión de Adán y Eva: en la narrativa cuando se describe los largos años en que el pueblo de Israel deambula por el desierto hasta que llega a la Tierra Prometida; en la poética de los salmos en que aparece este tema una y otra vez ("Junto a los ríos de Babilona, allí nos sentábamos y llorábamos, acordándonos de Sión", y en cien lugares más); en las lamentaciones de Jeremías y en las quejas de Job, en las promesas de Cristo y en la parábola del hijo pródigo ("volveré a la casa de mi padre"), en las cartas de San Pablo, y en los capítulos finales del Apocalipsis.
Cristo vuelve a la Casa del Padre y algún día vendrá a buscarnos para que "volvamos" con Él. No, no se trata de "llegar" a un lugar donde nunca estuvimos, se trata de "volver" a la Casa del Padre donde hay muchas moradas esperándonos ("y si no fuera así, os lo habría dicho").
La diferencia es importante por aquello de las connotaciones que tienen uno y otro verbo, ¿no?, como que "llegar" connota esfuerzo propio, y "volver" en cambio, connota la fatiga del viaje, la esperanza de alcanzar el destino, las promesas y también un cierto derecho que nos fue adquirido por Cristo Nuestro Señor que nos ha hecho hijos adoptivos de Dios, conciudadano de los santos y familiares de Dios.
Somos de allí, pertenecemos allí, es nuestra Patria, milagro de la Redención de Cristo.
Este asunto aparece en la poesía de los santos, donde siempre planea la idea del rescate de un cautiverio, para luego volver a casa.
Teresa de Jesús, por ejemplo,

Carrera muy larga
es la de este suelo,
morada penosa,
muy duro destierro.

¡Oh sueño adorado!
sácame de aquí!
Ansiosa de verte,
deseo morir.

Se hallará este asunto del regreso a casa en obra tras obra de la literatura occidental, desde Platón hasta Dolina.
Se lo hallará hasta en el tango.

Vivir... con el alma aferrada
a un dulce recuerdo 
que lloro otra vez...

No, prefiero este verbo, volver, quizás por aquello del viejo proverbio criollo:

"En la huella del querer, no hay animal que se pierda".

Y entiéndase bien, no sean animales, "querer" no alude a la voluntad, sino que va puesto por "querencia", la casa de uno.
Pero por muy animales que seamos, no nos perderemos, porque sabemos el camino.

Y es camino de regreso, de vuelta a casa.  

Jack Tollers

lunes, 2 de diciembre de 2013

Volver a casa: ¿tentación o gracia?

Cada vez escribo menos, y cada vez tengo menos ganas de escribir, qué quieren que les diga.
Supongo que es otro síntoma de una vieja afección mía, una cosa en la que pienso recurrentemente, una cosa que me pasa a menudo: esto de que me quiero ir a casa. La cosa no es nueva, ya de bastante chico me encontraba pensando en esto de que no le veía mayor sentido seguir en este mundo sublunar donde evidentemente no hago falta, donde todos podrán arreglárselas perfectamente sin mí y así frecuentemente me he querido morir.
Y últimamente la afección ha empeorado.
Por supuesto, he combatido esta sensación de desánimo, de desespero, de akedia, con todos los remedios a mi alcance, comenzando por la lectura y relectura de Chesterton, el gran campeón en esta materia, el santo de todas las cosas.
Aunque, él sí sabía de qué se trataba: no recuerdo si es en "Enormes Minucias" que cuenta sobre un viaje que hizo a Bélgica allá por la década del '20. Fue en tren con un amigo, pero llegaron a destino de noche, muy tarde; se bajaron en el andén y se alojaron en una posada que quedaba justo en frente de la estación. El asunto es que una indefinida inquietud no lo dejaba conciliar el sueño; daba vueltas en la cama sin poder dormir y él sentía que algo estaba mal, sin atinar a decir qué cosa, qué diablos. Al final se levantó, se vistió y salió a caminar por aquel pueblo vacío a esas altas horas de la madrugada. Dio un par de vueltas y al volver hacia su posada, atinó a ver el cartel de la estación que obviamente indicaba el nombre del pueblo. Entró hecho una tromba al cuarto que compartía con su amigo gritando a voz en cuello: "¡Ya sé lo que estaba mal! ¡Ahora entiendo por qué me sentía así de raro!". Su amigo se despertó sobresaltado: "¿Pero a qué te referís? ¿Qué es lo que está mal?" y entonces el gordo soltó la información entre risas, feliz de su descubrimiento: "¡No estamos donde debíamos estar! ¡Nos equivocamos y nos bajamos en otro lado!". "Bueno, bueno," le dijo su amigo, "pero ¿y qué con eso?". "¡Estamos en el sitio equivocado, estamos en el lugar equivocado!", contestó el Gordo, feliz con su descubrimiento.
En efecto.
Ahora, les cuento que estoy conversando con el Anónimo Normando desde hace unos treinta y ocho años, más o menos, y lo poco que he aprendido en esta vida, me lo enseñó él (él cree que somos amigos, pero a mi no me engaña con eso, uno nunca puede ser enteramente amigo del maestro).
-Che, estas ganas locas de irse de aquí, de volver a casa, ¿es tentación o gracia? Porque mirado con un ojo, es una gracia, acentúa el desapego de las cosas de esta vida, subraya la mirada "sub specie aeternitatis", nos recuerda que estamos de paso, nos despega de aquello que la Escritura llama la vanidad de la vida, que, como decía Santa Teresa, no es todo sino una mala noche de posada, es una gracia que acentúa el fervor cuando repetimos nuestros "Marán Athá"… y además, si no fuera impúdico capaz que me atrevo a decir con San Pablo que deseo morir para ver a…
-Ajá.
-Pero por otra parte, parece una tentación, pues con esto a lo mejor uno le resta importancia a cosas que en una de esas no lo parecen pero que son importantísimas, según aquello del Gordo, ¿no?, que una sola cosa es necesaria, todo; y que el resto es vanidad de vanidades... Podría ser una tentación contra la esperanza, contra la celebración de lo existente, contra la Providencia de Dios… podría ser una forma larvada de ingratitud, o la punta de un nihilismo contrario a toda nuestra fe, a todas las cosas que queremos (o que deberíamos querer). De modo que no sé, che, si es tentación o gracia.
-Las dos cosas, las dos cosas...
-No. Estás diciendo disparates, ¿cómo puede una gracia parecer tentación o una tentación parecer gracia?
-Mirá, es fácil de ver. Yo no sé si en tu caso (o en el mío, si vamos a eso) se trata de una u otra cosa, pero es igual…
-¿Cómo puede ser igual? No te entiendo.
-Fijáte: si ese fortísimo deseo de abandonar este mundo de una vez constituye una tentación del diablo, Dios se ocupará de convertirla en la gracia de recordar que estás de paso y que "no tenemos aquí ciudad permanente", que somos "conciudanos de los santos y familiares de Dios". Pero si es una gracia de Dios, entonces el diablo se ocupará de intentar transformarlo en una desesperada desesperación, en una sensación de vacío, y de tedio, y, si a mano viene, de suicidio (y, como vos mismo escribiste, hay varias formas de suicidarse). De manera que, como ves, si es gracia o tentación, lo mismo da. Y probablemente tendremos que convivir con esta fortísima sensación hasta la hora señalada, enfatizando el desapego de las cosas de este mundo y al mismo tiempo amándolas rectamente y hasta el fin, como que fueron redimidas de una vez y para siempre.
Hasta aquí mi maestro, el Anónimo Normando, que cree que somos amigos, pero, ¿saben una cosa?, a mí no me engaña con eso, ni por un minuto…
Y luego, me dieron ganas de escribir esto, fíjense si les parece.
¡Treinta y ocho años conversando así!
¡Gran Dios!
Casi, casi me dan ganas de quedarme un tiempito más aquí, en este mundo sublunar, no sea más que para charlar con él, otro ratito, sobre las ganas de irnos, sobre las cosas grandes que nos esperan.
Y luego, sobre las que hay aquí abajo, las cosas que Él nos regaló.

Cosas como la amistad, como el magisterio de los amigos, como la amistad en el magisterio (aunque a decir verdad, los buenos amigos, los buenos maestros y los buenos discípulos, de eso no hablan casi nunca).  

Jack Tollers 

miércoles, 27 de noviembre de 2013

Exhortación Apostólica Chantae Gaudium



222. Hay una tensión bipolar entre la plenitud y el límite. La plenitud provoca la voluntad de poseerlo todo, y el límite es la pared que se nos pone delante. El «tiempo», ampliamente considerado, hace referencia a la plenitud como expresión del horizonte que se nos abre, y el momento es expresión del límite que se vive en un espacio acotado. Los ciudadanos viven en tensión entre la coyuntura del momento y la luz del tiempo, del horizonte mayor, de la utopía que nos abre al futuro como causa final que atrae. De aquí surge un primer principio para avanzar en la construcción de un pueblo: el tiempo es superior al espacio.

¿Alguien puede traducir lo que el personaje ha querido decir en este párrafo? Se lo he pasado a varios amigos que entienden realmente de filosofía y de teología. Nadie me ha podido dar una respuesta. 

viernes, 22 de noviembre de 2013

¿Quién soy yo para juzgar?



Declaraciones de Mons. Samuel Jofré Giraudo, obispo de Villa María, último obispo argentino designado por Su Santidad el papa Benedicto XVI. 

martes, 19 de noviembre de 2013

Reflexiones contrafácticas

Habitualmente, no tiene mucho sentido la realización de ejercicios contrafácticos porque, sencillamente, son imposible de verificar o falsear. Sin embargo, desde hace un par de años me da vuelta una pregunta contrafáctica que me hizo un barbado amigo, un brumoso día de febrero, recorriendo los senderos de New Forest. “¿Qué hubiese pasado con la liturgia, y con la Iglesia, sino hubiese ocurrido la reforma litúrgica del Vaticano II?”
Imposible saberlo. Pero animémonos al ejercicio. Imaginemos que, luego de la muerte de Pío XII, en vez de haber sido elegido el Gordo Roncalli, hubiese ascendido al trono petrino un cardenal al estilo Gregorio XVI. O pongámoslo más sencillo, que hubiese sido hecho papa un reaccionario que hubiera enviado a Montini de nuncio apostólico a Ulan Bator, destituido de su sedes a los obispos más díscolos y modernistas, y hubiese prohibido continuar con cualquier intento, o experimento, de cambio en la liturgia romana. Total que hoy tendríamos en cada iglesia de barrio la “misa de siempre”, en latín y con gregoriano solesmiense.
Sabemos lo que ocurrió luego de la Reforma. Y no me refiero a la liturgia misma, sino a la Iglesia: se vino el invierno, aunque algunas voces todavía dicen que estamos en el mejor momento… Seminarios cerrados, escasez de sacerdotes, caída brutal de la asistencia a misa, desprecio y hostilidad cada vez mayor del mundo hacia la Iglesia cuando ésta muestra su ineludible carácter sagrado o dogmático, etc. Pero, ¿qué hubiese ocurrido si nada hubiera cambiado en los ’60? No lo sabemos ni podremos saberlo. Sólo armar algunas conjeturas.
Y yo lanzo, y justifico, la mía. Probablemente el número de vocaciones hubiese descendido considerablemente, pero el resto de las manifestaciones que enumeré se habrían agravado: la hostilidad hacia la Iglesia sería casi una persecución y el número de fieles que asistirían a misa sería mucho menor. Es decir, estaríamos mucho mejor de lo que estamos. Y no hace falta que me detenga a explicar demasiado el porqué de esta afirmación. Estaría ya más o menos conformado el pequeño y sufrido rebaño del que nos habla las Escrituras que espera con ansias la venida del Cordero. Y esto hubiese ocurrido luego de una tremenda purificación de la Iglesia de la que habría caído gran parte del clero –como igualmente ocurrió- y gran parte del laicado.
Y esto, sencillamente, porque tanto la Iglesia como la liturgia preconciliar estaban muy debilitadas y, necesariamente, debían reformarse. Por cierto, el remedio fue mucho peor que la enfermedad, pero la solución de volver a los ’50 no soluciona nada.
Y para probar lo dicho, pongo aquí algunas de las descripciones que hace Louis Bouyer sobre la situación eclesial durante los ’40 y los ’50, y que se venía arrastrando desde mucho tiempo atrás. Por ejemplo, explica que San Francisco de Sales, cuando iba a recibir su consagración episcopal, tomó la piadosa resolución de rezar el rosario cuando sus funciones lo obligaran  a asistir a una misa solemne. Cómo explicar, se pregunta Bouyer, tal resolución si no se comprende que el santo doctor estaba verdaderamente persuadido de que era necesario, para una piedad profunda y espiritual, que tomar parte sólo exteriormente de este tipo de celebraciones públicas. Y si esta era la opinión espontánea de un gran santo y doctor de la Iglesia, ¿qué podrá pensarse de la idea que tendrían los fieles acerca de los oficios litúrgicos?
Propone también el ejemplo de un libro de piedad sacerdotal del siglo XVII muy difundido en su época, obra del oratoriano Thomassin: Le Traité de l’office divin et sa liaison avec l’oration mentale. Por el título, aparece de modo evidente que el público destinatario del trabajo estaba universalmente persuadido de que no había ningún vínculo entre la liturgia y la oración personal sino que, más bien, eran cosas opuestas.
Finalmente, narra también la respuesta que un conocido liturgista francés contemporáneo suyo había dado a un grupo de seminaristas a quienes estaba enseñando a celebrar la misa. Ellos le habían preguntado: “Padre, mientras decimos la misa, ¿en qué momento podemos rezar?”. Y la monstruosa respuesta había sido: “¿Qué? ¿Rezar? Mi amigo, la misa no es  momento para rezar”.
Para Bouyer, gran parte de responsabilidad de tal estado de situación, la tenían los liturgistas. Nuestro autor es consciente de que ya había desaparecido el amante de la liturgia caracterizado como un esteta gregorianizante; una suerte de solterona ensotanada, apasionado por las casullas góticas, o bien una especie de maníaco amante de las chinoiseries rubricistas. En ese momento -1954-, ya habían aparecido los liturgistas modernos, que no conocían otra misa que las misas dialogadas, en las que no había más  diálogo que el de las plegarias al pie del altar –que no forman parte de la misa-, mientras que el resto de la celebración se llenaba de una charlatanería infatigable, en la que las epístola, el evangelio y el canon eran uniformemente ahogados en ellas. Se trataba de misas en las que un “comentador” o “guía” hablaba explicando al pueblo lo que el sacerdote hacía en el santuario. Habían liquidado las vísperas de las tardes de los de los domingos y reemplazado por las Completas en francés, en las que la Palabra de Dios había sido tirada por la borda a fin de dar lugar a composiciones en versos plagados de cursilerías. Pero todo esto no les era suficiente. A lo que ellos aspiraban, era a una misa dicha totalmente en francés en torno a una mesa de cocina decía Bouyer ya en ese año…
Del lado de enfrente se ubicaban los liturgistas que veían con indignación a la liturgia acaparada por personas que no sabían de qué se trata, mientras que ellos sí que lo sabían. Si el primero tipo estaba muy expandido entre los jóvenes vicarios, hay que admitir que el segundo se proveía entre los altos cargos diocesanos. Para estos liturgistas de género grave, las circunstancias eran siempre ofensivas. La liturgia debía volver a ser el primer capítulo del código del decoro eclesiástico y pastoral tal como había sido establecido por los humildes y modestos sulplicianos de una vez para siempre. El gran problema que les preocupaba era que la misa conservara su carácter de devoción sacerdotal estrictamente privada. Su ideal era el de la misa de once horas en la que la devoción del sacerdote y la de los fieles no tuvieran ocasión alguna de interferir y, mucho menos, de confundirse. Y de ese modo, estas celebraciones podían muy bien combinarse con un concierto de órgano discretamente pagado, o bien con una homilía del P. Chose, o.p., sobre la Sindéresis y la fenomenología de las nuevas estructuraciones, o con una instrucción del P. Machin. s.j., sobre el Punto omega y el humanismo cristiano tradicional, y los párrocos más pobretones siempre podrían recurrir a un vulgar oratoriano para que les hablara de Las inquietudes eternas del alma contemporánea.
No es cuestión –pensaban-, que los nuevos liturgistas nos saquen nuestros bellos hábitos del seminario, los buenos usos antiguos de las parroquias y de las pías comunidades religiosas. Los frecuentes saludos al Santísimo Sacramento, la misa baja durante la cual las almas fervorosas pueden hacer tranquilas sus oraciones de la mañana, el breviario para los sacerdotes rezados en los huecos que dejan las horas entre las comidas, o la oración y el examen particular ayudado por los buenos libros, en los que uno no se aburre con disertaciones tediosas que son buenas para los benedictinos o con pasajes de la Biblia buenos para los protestantes.
Estas críticas de Bouyer hacia los dos sectores mayoritarios que descubre en los ’50 no son las únicas. Es también muy dura hacia aquellos que muchos de los tradicionalistas de hoy consideran como la flor y nata de la verdadera tradición, y me refiero a la reforma benedictina de la congregación de Solesmes, con todos sus usos y costumbres litúrgicas. El teólogo califica a sus monasterios como extraños jardines cerrados, al abrigo de cuyos portales la liturgia se cultiva como una flor arcaica milagrosamente preservada. Allí, la gente como uno puede ir a respirar tranquilamente en medio de silenciosos éxtasis. A decir verdad, estrictamente silenciosos, ya que se suelen encontrar avisos en las iglesias solesmienses –dice Bouyer- que advierten a los fieles: “Se ruega no unir sus voces al coro de los monjes”. Solamente el pueblo escaso y elegido de los oblatos –y sobre todo de las oblatas-, los nuevos prosélitos de la puerta, pueden participar de la laus perennis, al menos con la reverencia perfecta de cada Gloria Patri. Los sacerdotes del clero, de vez en cuando, pueden acercarse también allí para recibir algún hálito del perfume de la oración aristocrática.

Había mucho, muchísimo que cambiar, si se quería evitar que el tren se estrellara. El problema fue que pusieron de conductores del convoy a los mismos motormen del Sarmiento.

martes, 5 de noviembre de 2013

Reconsiderando el Decálogo

Llama la atención cada día con mayor intensidad ya no solamente las decisiones del papa Francisco, algunas de ellas francamente berretas. Aparece hoy en La Nación que ya fue enviada a las Conferencias Episcopales de todo el mundo la famosa encuesta a fin de que sea “capilarizada” a las diócesis, decanatos y parroquias con el objeto de que sea respondida por sacerdotes, religiosas y fieles laicos. Desconozco si en otras oportunidades la Iglesia ha recurrido, desde sus instancias más altas, a “encuestas”, pero a este bergóglico sondeo de opinión yo le encuentro varios problemas.
El primero es de orden metodológico. Una cuestión básica es respetar escrupulosamente los procesos científicos necesarios para que los resultados de una encuesta puedan tener un mínimo de fidelidad. Por ejemplo, hay que ser muy cuidadosos, precisos y, sobre todo, profesionales, en la formulación de las preguntas, que no deben dar a lugar a respuestas ambiguas o confusas que solamente servirían para distorsionar los resultados.
Otro aspecto fundamental a tener en cuenta es determinar con sumo cuidado el universo hacia el cual va dirigida la encuesta para poder, a partir de eso, arribar a datos que ofrezcan cierta garantía de veracidad. No soy sociólogo, pero me cuesta mucho imaginar la enorme complejidad que significaría procesar una encuesta en la que el universo al que se dirige es todo el orbe católico. ¿Cómo discriminar las opiniones de acuerdo a edades, nivel cultural o social, estados de vida, nacionalidades, etc., etc.? Sin estos datos básicos resulta imposible procesar de un modo mínimamente serio los resultados de una encuesta.
Por eso mismo, y por muchos detalles y aspectos más que cualquier sociólogo recién egresado de la Universidad podría agregar, la encuesta papal no poseerá, en términos científicos al menos, ningún tipo de validez y, por tanto, ninguna utilidad.
Pero lo que más preocupa es el contenido de las preguntas que se proponen. Veamos un ejmeplo que reporta la inefable Elizabetta Piqué:
"a. ¿Los separados y divorciados vueltos a casar son una realidad pastoral relevante en la Iglesia?
b. ¿En qué porcentaje?
c. En estos casos, ¿cómo viven los bautizados su irregularidad?
d. ¿Son conscientes, manifiestan indiferencia o se sienten marginados y viven con sufrimiento el hecho y la imposibilidad de recibir sacramentos?".
La respuesta está cantada. Todos responderán que sí al punto a., mucho más en países europeos o norteamericanos pero también en los Latinoamericanos. ¿Qué cura no dirá que él no tiene problemas con las parejas irregulares? Sería cruel si lo hiciera.
Para responder al punto b., ¿cómo se hace? ¿Quién conoce el porcentaje? ¿Es que los párrocos van a hacer un censo para obtener ese dato? Claro que no. Sencillamente, ellos y los fieles que respondan la encuesta, inventarán un número. El resultado, por tanto, no tendrá valor alguno.
c. ¿Quién puede saber cómo viven los bautizados su irregularidad? ¿O quién puede saberlo con certeza como para responder una pregunta de una encuesta de tanta relevancia? ¿Los propios interesados? ¿La madre, la suegra, los hijos? ¿De qué modo procesar los cientos de miles de respuestas dispares que se recibirán?
Finalmente, es obvio que a la pregunta d. todo el mundo va a responder que quienes viven esta situación de irregularidad lo viven con profundo dolor y frustración. Quienes no lo viven así, o no son católicos o no les interesa la religión, por lo tanto, no entran en el universo de la encuesta. Se trata, en definitiva, de una pregunta inútil, hecha por un improvisado.
La pregunta d. dice: "¿Podría ofrecer realmente un aporte positivo a la solución de las problemáticas de las personas implicadas la agilización de la praxis canónica en orden al reconocimiento de la declaración de nulidad del vínculo matrimonial? Si la respuesta es afirmativa ¿en qué forma?".
Nuevamente, una respuesta obvia. Si se agilizaran los juicios canónicos y Francisco impusiera “juicios express” indudablemente que se solucionarían más rápida y fácilmente la situaciones irregularidades. Es decir, todo el mundo responderá que sí. Pero quisiera saber yo cuántos de los que respondan la encuesta tienen los conocimientos mínimos de derecho canónico como para expedirse acerca del modo en que debería implementarse esa agilización. ¿A qué gobierno civil se le ocurría hacer una compulsa popular para preguntar a cualquier hijo de vecino los detalles del código procesal penal que deben ser modificados? Eso es cosa de especialistas y cuyas propuestas, en todo caso, serán discutidas por el Congreso o, en el caso de la Iglesia, por la Sacra Rota, pero no es cuestión de que doña Rosa y la hermana Sinforosa se pongan a opinar sobre derecho canónico.
Y así podríamos seguir analizando preguntas de este nuevo desatino pontificio.
Y me pregunto yo, una vez que el papa y sus cardenales tengan la respuestas, ¿qué va a hacer con ellas? No cabe la menor duda que la amplísima mayoría del “pueblo cristiano” se va a inclinar porque las parejas irregulares puedan acercarse a los sacramentos. ¿Qué hacemos entonces? Si seguimos la doctrina moral de la Iglesia, que es muy precisa, habrá que decir que la cosa siga como está y que no habrá cambio alguno al respecto, pero tal decisión caerá muy mal, y más mal todavía la presentarán los medios de comunicación, en tanto que la jerarquía de la Iglesia estaría haciendo oídos sordos a la opinión de las bases. Y se escucha las opiniones de la encuesta, Dios no pille confesados, porque se arma el desbarajuste total.
En definitiva, y si tiramos un poco más del ovillo, Bergoglio está poniendo a consideración de los fieles el Decálogo. No cabe duda que es una medida política popular y que lo que encumbra aún más ante los corifeos del mundo. Pero tampoco cabe duda que está metiendo mano no ya en una muceta colorada o agregando nuevos misterios al Rosario. Está jugueteando con la misma doctrina moral de la Iglesia.