por Eck
Sólo me queda callar. O quam salubre, quam iucundum et suave est sedere in solitudine et tacere et loqui cum Deo! Dentro de poco me reuniré con mi principio, y ya no creo que éste sea el Dios de gloria del que me hablaron los abades de mi orden, ni el de júbilo, como creían los franciscanos de aquella época, y quizá ni siquiera sea el Dios de piedad, Gott ist ein lautes Nichts, ihn rührt kein Nun noch Hier… Me internaré deprisa en ese desierto vastísimo, perfectamente llano e inconmensurable, donde el corazón piadoso sucumbe colmado de beatitud. Me hundiré en la tiniebla divina, en un silencio mudo y en una unión inefable, y en ese hundimiento se perderá toda igualdad y toda desigualdad, y en ese abismo mi espíritu se perderá a sí mismo, y ya no conocerá lo igual ni lo desigual, ni ninguna otra cosa: y se olvidarán todas las diferencias, estaré en el fundamento simple, en el desierto silencioso donde nunca ha existido la diversidad, en la intimidad donde nadie se encuentra en su propio sitio. Caeré en la divinidad silenciosa y deshabitada donde no hay obra ni imagen
Hace frío en el scriptorium, me duele el pulgar. Dejo este texto, no sé para quién, este texto, que ya no sé de qué habla: stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemus.
Umberto Eco, El nombre de la Rosa, último párrafo.
El juego de manos de un novelista moderno
Se cachondeaba maliciosamente Umberto Eco en sus irónicas y muy interesantes Apostillas al Nombre de la Rosa de que muchos de sus críticos y lectores le escribían afirmando que algunos personajes de su novela decían cosas muy modernas, demasiado modernas. En realidad eran citas textuales del siglo XIV. A otros les encantaban las afirmaciones de gusto plenamente medieval de sus personajes cuando eran de autores modernísimos. Lo que engañaba tanto a los lectores como a los críticos era el contexto donde se expresaban y, como buen semiólogo y estudioso de lo posmoderno, Umberto Eco jugaba a este juego, con gran maestría, de dar gato por liebre.
El mejor ejemplo lo tenemos en el propio título de la novela. Aquí tenemos la frase que le dio lugar: stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemus. Que no es más que la frase nominalizada a través del cambio de sujeto de una cita de Bernardo de Cluny en su poema De contemptu mundi referida a la desaparecida gloria de la Roma antigua. Es decir, el archiconocido tropo del “en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño” o, en culta latiniparla, el “ubi sunt?”. Y ya que hablamos de nominalismo y erudición a espuertas, pongamos nuestro sabihondo grano de arena en el tema: creemos que la frasecita de marras puede tener su origen primero e inspiración segunda en una cita famosa y magnífica de la Farsalia de Lucano (I,134-135) referida a un vencido y envejecido Pompeyo Magno tras su derrota contra César: stat magni nominis umbra, qualis frugifero quercus sublimis in agro (“Está de pie la sombra de un gran nombre, cual la sublime encina dadora de frutos en el campo”). Con todo esto hemos recorrido al revés todo el proceso nominalista, de ser los individuos una sombra de una idea para pasar a ser los conceptos las verdaderas sombras de las cosas.
Sin embargo, este juego erudito y profundo continua en nuestro párrafo. El centro de todo este discurso gira en torno a la frase en lengua alemana, natural siendo el narrador germano, a la cual le sigue un texto con referencias tomadas y manipuladas del maestro Ekhard y demás místicos renanos. El problemilla es que el autor nos ha metido de rondón y de matute un dístico del barroco Angelus Silesius (1624-1677) procedente de su obra El peregrino querubínico, libro I, dístico 25. Muy medieval como se puede comprobar.
Como vemos, Umberto Eco esconde la bolita jugando una y otra vez con las citas como un consumado prestidigitador pero a la vez nos revela, inconsciente o no, las raíces de la gran crisis espiritual del mundo moderno, de sus raíces filosóficas y religiosas, que han de desembocar en el gran dios de nuestro tiempo: el nihilismo.
La no Imagen de Dios
Es muy reveladora para quien sepa leerla la siguiente frase: “Dentro de poco me reuniré con mi principio, y ya no creo que éste sea el Dios de gloria del que me hablaron los abades de mi orden, ni el de júbilo, como creían los franciscanos de aquella época, y quizá ni siquiera sea el Dios de piedad”. El buen monje quiere reunirse con su principio, palabra escogida con toda intención y con mucha miga pues procedente de un estudioso del tomismo. Este principio en apariencia es el Dios cristiano. Sin embargo, niega al Dios de la gloria, representativo del cristianismo oriental y su espiritualidad en su mayores mensajeros, los monjes, y niega también al Dios del júbilo, del gozo, representativo del cristianismo occidental y de su espiritualidad, en este caso los frailes, y, finalmente, niega al Dios de la piedad, de la caridad, al Dios católico, universal, que reúne a la gloria y al júbilo en el amor, el núcleo del Evangelio, a la Trinidad y a su Cristo encarnado. El dios que afirma es la Nada, El no-Ser, tomando el dístico de Silesius de forma literal y torticera.
Lo que describe como experiencia mística es nada más y nada menos que un nirvana budista vestidito de fraseología cristiana apofática y con lacito barroco de adorno. Y aquí viene muy bien recordar el uso de la palabra principio, una gélida palabra abstracta y ambigua en este contexto, que se puede entender legítimamente pues esta tomada de la escolástica, pero que aquí sustituye la relación personal a la esencia personal de Dios. El principio de todo es la nada y de la nada sale...nada. Lo podemos ver en su descripción final de la divinidad: “Caeré en la divinidad silenciosa y deshabitada donde no hay obra ni imagen”.
No sé si Umberto Eco con todo su saber meditó esta afirmación o sondeó sus profundidades porque no se puede negar con menos palabras al Dios cristiano. Divinidad, una abstracción de la nada: lo divino frente a la idea personal de Dios; silenciosa cuando la Segunda Persona es el Logos, la Palabra creadora; deshabitada cuando la formas las Tres Personas que se habitan mutuamente e inhabitan en toda alma en gracia; donde no hay obras, con lo que elimina tanto las energiai de la teología oriental y las rationes de la occidental además de atacar la Creación, la Redención y la Gracia. Y, finalmente, sin imagen que niega al hombre, creado a imagen y semejanza de Dios y a su arquetipo, a Jesucristo, Dios encarnado y visible y único medio para conocer al Padre. No en balde y sí con mucha razón, no aparece aquí nunca Cristo, que es la negación absoluta del dios de Umberto Eco.
El infierno del nominalismo
Cae, nunca mejor dicho, en el nihilismo más absoluto. “Sólo me queda callar”, pues si Dios no existe, no es que todo esté permitido sino que nada tiene sentido, las palabras, aun imperfectamente, no remiten al Ser ni a los seres y la verdadera felicidad es anularse en un nirvana disolvente de todo, el suicidio total, la muerte eterna. Si Dios es la Nada, no podemos hablar y todo es nada, al final nada tiene sentido y es absurdo el diálogo y la comunicación, pues se refieren a la nada, ergo, todo es inútil: “Dejo este texto, no sé para quién, este texto, que ya no sé de qué habla: stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemus. “
No nos extraña que sienta frío tras escribir todo esto pues esta describiendo el infierno en su aspecto metafísico, en su cercanía con el No-Ser: “Me hundiré en la tiniebla divina, en un silencio mudo y en una unión inefable, y en ese hundimiento se perderá toda igualdad y toda desigualdad, y en ese abismo mi espíritu se perderá a sí mismo, y ya no conocerá lo igual ni lo desigual, ni ninguna otra cosa: y se olvidarán todas las diferencias, estaré en el fundamento simple, en el desierto silencioso donde nunca ha existido la diversidad, en la intimidad donde nadie se encuentra en su propio sitio”.
Tinieblas, abismo, desierto, no paraíso, no luz, no compañía; nada en su sitio, nada igual ni desigual, confusión se llama a ese estado; hundimiento y caída, no ascensión ni elevación; no conocer nada y perderse a sí mismo, no estar en su sitio es la condena de los condenados. El ser lo que no son y por propia voluntad, el no llegar a la plenitud de su ser y a su participación del amor de Dios es la máxima pena.Como se contaba de las almas en el Hades griego, las personas y cosas son fantasmagorías y entelequias que vagan por un campo yermo, congelado y sombrío sin esperanza, solitarias, encerradas en sí mismas, incomunicadas, torturadas para siempre jamás.
El laberinto moderno
Pero el texto manifiesta la mentira esencial, pues su mera escritura delata su falsedad. Si nada puede ser comunicado ¿Para qué escribe? Y sin embargo, lo escribe. Si nada tiene sentido ¿Para qué lo argumenta? Si niega a Dios y le muestra mudo ¿Cómo pretende en este panorama afirmar que es muy saludable, suave y alegre el sentarse en medio de la soledad, callarse y hablar con Dios? Porque busca un eco de sí mismo, una salida de ese laberinto de textos que remiten a textos y palabras a otros palabras, encerrados en esa torre de marfil erigida a mayor gloria de sí mismo, sin sentido al cabo pues niega su realidad y la realidad de las cosas. Quiere ser un dios de sí mismo. Mónadas, solipsistas, ya decían los antiguos que la soledad era para dioses y animales, y el hombre al decidir ser dios se ha convertido en una bestia solitaria, un lobo para sus semejantes y un suicida de sí mismo hasta que se rinde al sin sentido, a la nada, al suicidio y la destrucción de todo.
No es casualidad que la biblioteca, depósito del saber de nuestros antepasados y llena de sentido a través de la participación de los transcendentales de Dios, acabe sumida entre las llamas después de aprisionada en una fortaleza, en una cárcel y cuyo carcelero es, en esencia, un racionalista ciego con aires de místico posmoderno, cancerbero de la sabiduría y su destructor final entre carcajadas que antes condenaba ¿No se convirtió el conocimiento moderno en un laberinto contradictorio que no lleva a ningún sitio sino que va saltando de referencia vacua a otra referencia vacía hasta la consunción? ¿Que es el wokismo sino una consecuencia y una imagen de todo esto, de este deseo de destrucción universal, última estación del hombre erigido en dios, cortado de sus raíces humanas y divinas tras someter toda a la voluntad de poder de la modernidad y desterrar a Dios?
Conclusión
En el principio estaba el Logos, la Palabra creadora y vivificadora de Dios por y en quien todo fue hecho y en el principio de la modernidad estaba el silencio. Por eso sólo ahora queda callar porque no hay ninguna palabra de verdad que decir a Dios, a la Creación, a los demás y a uno mismo, no hay nada real que decir, sólo palabrerías sin sentido que es el mejor disfraz para la mentira, que es muda en el fondo. Tras la borrachera de poder y sometimiento de la realidad a su deseo y capricho, tras convertirse en dioses de pacotilla, creadores de nada y destructores de todo, sobreviene la falta de sentido, la soledad gélida de la mónada, el desamor; en una palabra, el infierno en el alma y el deseo por la Nada, por el No-Ser en que se ha convertido. Se ha perdido a sí mismo junto con la Creación y, sobre todo, al amor fundante de Dios y su imagen, Cristo, el Verbo encarnado.
El nominalismo ha construido su propio infierno a través del voluntarismo, individualismo, el idealismo, para acabar en el nihilismo destructor y su nirvana imposible: el infierno. Todo por negar la más sencilla de la verdades: las dignidad dada por Dios a las cosas y las palabras en el principio fuera de la voluntad humana. Y Umberto Eco nos lo muestra claramente a su pesar y con un rasgo de esperanza inconsciente: el mero hecho de escribirlo y describirlo nos dice que la comunicación es posible, que las palabras reflejan la realidad aunque sea el vacío del alma moderna y es una espera de la respuesta de Dios.