martes, 22 de octubre de 2024

La vocación según Ronald Knox

 


Reproduzco aquí el que publiqué el 9 de enero de 2013. Se trata de una charlita que dio Ronald Knox a los jóvenes mientras era capellán de los estudiantes católicos de la Universidad de Oxford en la década de 1930.

Destaco del texto del querido Ronnie Knox lo siguiente:

1. Lo desacartonado y libre del estilo que, al fin y al cabo, no es otra cosa que el de su espiritualidad. Sitúa la cuestión de la vocación en la órbita de la elección, como corresponde, y deprovidencializa el asunto.

2. La humildad de Knox. Dice: “No tengo discernimiento de espíritu”, actitud muy alejada también a la de muchos personajes que se arrogan la gracia de decirle a los jovencitos que se le acercan: “Vos tenés vocación. Yo te lo digo y me hago responsable”.

3. Desarma la simpleza de discernimiento de otros fundadores o curitas bien intencionados que con dos o tres preguntas ya determinan la existencia cierta de vocación en jovencitos de ambos sexos.

4. Cuestiona fuertemente el afán vocacional no sólo de las fundaciones primaverales sino también de curas seculares que pareciera que el objetivo de su vida sacerdotal es conseguir vocaciones, y de ese modo miden sus frutos apostólicos.


Dios sabe lo que Vds van a hacer. Pero, lo que Dios prevé que Vds van a hacer ¿es lo que Él quiere que hagan? ¡Ay! No necesariamente. Sí les concedo que es la voluntad de Dios en el sentido de que Él permite que ocurra: si no lo permitiese, no ocurriría.. Pero, lo que cada hombre hace ¿es lo que Dios realmente tuvo la intención que hiciese, es lo que Dios quiso realmente que hiciese? Pueden ver por sí mismos que esto no es así.

Nuestro Señor eligió doce apóstoles, y uno de ellos, Judas Iscariote resultó un traidor y un suicida. Nuestro Señor supo siempre cómo iba a terminar; cada vez que Judas robaba dinero de la bolsa, Nuestro Señor lo sabía; y sabía mucho más que esto: sabía a dónde esto iba a conducir —las treinta monedas de plata y el final de la soga­—,  y aún así eligió a Judas. No eligió a Judas para ser un traidor; tenía para él la vocación de ser un santo apóstol, si lo hubiese querido; de proclamar su nombre delante de los gentiles, de confesarlo delante de reyes y gobernantes, de ganar la corona del martirio, si hubiese querido. Hay, por así decir, para cada uno de nosotros, un plan delineado en la mente de Dios de nuestra vida tal como ella será vivida; pero paralelo a éste hay otro de esta misma vida tal como Dios quiere que ésta sea vivida. Y la medida de la correspondencia de estos dos planes depende del cuidado que tomamos en averiguar cuál es la voluntad de Dios para con nosotros, y de la fidelidad con que hacemos su voluntad cuando Él la hace patente a nuestros ojos.

Por supuesto que al decir todo esto, Vds. inmediatamente supondrán que voy a hablar acerca de la vocación al sacerdocio. Están en lo cierto: lo haré. No por cierto porque yo me considere, o suponga que Vds. me consideran, una autoridad particularmente competente en la materia, un discernidor de espíritus especialmente dotado. Recuerdo a un muchacho que se me acercó quien había decidido ser sacerdote pero no estaba seguro si debía ser benedictino o sacerdote del clero secular. Le dije que debería ser benedictino, y pensé que eso era muy bueno de mi parte, porque nosotros los sacerdotes del clero secular también tenemos nuestro orgullo. Pues bien, el muchacho en cuestión entró en el noviciado y duró dos días; luego se dirigió a un seminario diocesano y ha sido perfectamente feliz desde entonces; supongo que recibirá el subdiaconado este verano. Esto es simplemente para mostrarles que no soy una autoridad en la cuestión de las vocaciones. Cualquier otro puede decirles mucho más que yo. Pero simplemente quisiera presentarles uno o dos tópicos acerca de esta cuestión.

En primer lugar, cualquiera que sea el uso que hagan de esto, espero que coincidirán conmigo en que la pregunta “¿Debo ser un sacerdote?” se distingue de las demás. No debe ser una más de una lista de preguntas bajo el título general “¿Qué debemos hacer con nuestro hijos?”.  He visto esa clase de listas no hace demasiado tiempo en una de las más fatuas revistas mensuales, y me apena decir que un obispo de otra iglesia contribuyó con el número tres de la serie, y que el título de su artículo era algo así como “Las Órdenes Sagradas como carrera”. El cuerpo del artículo era no mucho menos penoso que el título.

La pregunta “¿Debo ser un sacerdote?” admite sólo una alternativa; la pregunta en su forma más extensa reza “¿Debo ser sacerdote o laico?”. No se la puede poner con el resto y preguntarse: “¿Debo ser latonero, sastre, soldado, marinero, hombre rico, hombre pobre, mendigo, ladrón o sacerdote?” Cualquiera que sea el modo correcto de mirarlo, ése es el modo erróneo. Aunque más no fuese por esta simple razón: el metier de sacerdote no requiere ningún particular conjunto de cualidades naturales que signe a un hombre como cualificado para él. Las dotes naturales que pueden ser empleados en él son muy variadas; pero no requiere ninguna capacidad especializada. No se necesita ser un eminente letrado, ni un eminente matemático; se necesita el suficiente latín como para decir el Oficio y la suficiente matemática como para contar la colecta; no más. Es imposible, por tanto, para una persona de inteligencia ordinaria decir “No puedo ser sacerdote; no tengo las dotes naturales que dicha profesión demanda”.

Y el mismo principio funciona en la dirección opuesta; no se puede decir, basado en cualquier talento natural: “fulano es la clase de persona que debería ser sacerdote”. No hay ninguna clase de persona que debería ser sacerdote; ninguna clase más que otra.

Bien, teniendo esto en claro, vamos a tratar de solucionar la cuestión desde el otro extremo. Tenemos la íntima convicción de que las únicas personas que deben ser sacerdotes son aquellas más santas, más sacrificadas y más devotas que las demás; prácticamente semi-santos. Y esto parece solucionar completamente el problema, pues Vds. están ciertos de no ser mejores que los demás en estos aspectos. Y si leen libros de espiritualidad para sacerdotes, como el Retiro del obispo Hedley, posiblemente se lleven la misma impresión, o sea que todos los sacerdotes viven en un nivel de espiritualidad completamente imposible para una persona ordinaria.

Y luego tal vez piensen en algunos sacerdotes que conocen y en los padres que les predicaron algún retiro, y entonces se digan a sí mismos, “¡Que se vaya todo al cuerno . . .!”. No puedo recordar en cuál colegio ocurrió la historia referida al muchacho al que se le pidió dar una lista de las obras de misericordia corporales; comenzó diciendo que la primera era dar de comer al hambriento y la segunda dar de beber al clero… Eso muestra una diferente estimación con respecto a lo que es la vocación clerical, ¿no es cierto? Por lo tanto esto forma de ver las cosas no ayuda mucho. Los sacerdotes —eso esperamos—, buscan todos su santificación, pero lo hacen desde diferentes niveles. En cualquier caso, no comienzan siendo ya semi-santos, y si los obispos no aceptasen a quien no lo fuese para la ordenación, Vds. y yo tendríamos que recorrer una linda distancia para concurrir a la Misa dominical.

Por lo tanto nos debemos retrotraer a la simple doctrina acerca de la vocación, esto es, que Dios quiere a algunas personas para servirlo como sacerdotes, y quiere que otras personas lo sirvan como laicos. La diferencia no se basará en dones extraordinarios naturales ni en dones extraordinarios sobrenaturales. Y no siempre llama a sus mejores amigos a servirlo en el sacerdocio; Santo Tomás Moro, por ejemplo, probó su vocación como cartujo y se dio cuenta que no tenía vocación, y sin embargo vivió y murió santamente. La cuestión es entonces una cuestión personal. No hay que preguntarse: ¿Dios quiere que todos sus amigos sean sacerdotes? Sino más bien: ¿Dios quiere que este amigo suyo particular, un servidor, sea sacerdote?

Pues bien, creo que, aunque ordinariamente es algo presuntuoso esperar esto o aquello de Dios, es perfectamente justo esperar que, supuesto que uno hace lo mejor que puede para cultivar su amistad y para hacerse digno de ella, Dios le hará saber a uno si quiere que sea sacerdote. Le dará alguna indicación acerca de ello, alguna inclinación hacia Él. Al decir esto, no crean que deben esperar demasiado; no deben esperar una especie de revelación sobrenatural, visiones o éxtasis, o cualquier cosa por el estilo. No, mas bien la idea comenzará a tomar forma en vuestra mente, primero tal vez como una vaga y lejana posibilidad, luego más claramente con el transcurso del tiempo; vuestra amistad con Dios hará que deseéis hacer algo por Él, y vuestro deseo de hacer algo por Él tomará esta forma.

Tales inspiraciones vienen fácilmente cuando existe verdadera amistad. La idea puede provenir simplemente desde el interior o venir desde alguna advertencia exterior, aparentemente accidental, de alguna alteración de las circunstancias de vuestra vida, o de algo que hayamos leído en un libro, o de algo que hemos escuchado en un sermón; inclusive puede venir a partir de lo que estoy diciendo ahora. Dios no es limitado en los medios que utiliza, y como recordarán, envió una advertencia al profeta Balaam a través de los labios de una burra.

Si se encuentran a sí mismos, de acuerdo con la voluntad de Dios, deseando ser sacerdotes, encomienden su aspiración a Él con absoluta confianza. Si Él tiene la intención de que seas sacerdote, lo serás. No tiene sentido en este punto preocuparse por dificultades familiares o cosas por el estilo. Continúen pidiéndole suavemente ser menos indignos de los que son para semejante vocación. Al mismo tiempo recuerden que, en última instancia, la elección no es de Vds.: “No sois vosotros los que me elegisteis sino Yo el que os he elegido”, dijo el Señor a sus Apóstoles. No hay inconveniente por lo tanto en tener una segunda cuerda en el arco, o sea en pensar de antemano, si uno es lo suficientemente maduro como para planificar, qué es lo que habrán de hacer si resulta que Dios no los ha destinado al sacerdocio.

Digo esto porque a veces hay una cierta tentación en las personas que aspiran al sacerdocio a descuidar el trabajo escolar o universitario, sobre la base de que, después de todo no se necesita mucha educación para ser un sacerdote. Posiblemente ese no sea un gran cumplido hacia los sacerdotes que hayan conocido, pero me animo a decir que nos lo merecemos. Lo único que digo es que no hay certeza de que uno vaya a ser sacerdote, y que sería una pena que habiendo hecho ese descubrimiento, uno se encuentre con que no tiene ninguna clase de aptitud para cualquier otra actividad en la vida. Por lo tanto, no descuiden las matemáticas, o la química o cualquier otra cosa en la que tengan aptitudes, sobre la base de que no les ayudará a alcanzar la meta principal de la vida. Cualquier clase de conocimiento puede ser útil al sacerdote; y gustos verdaderamente educados pueden hacerlo, si no un mejor sacerdote, sí un sacerdote más útil. De hecho, alguna gente piensa que es una pena que no tengamos más de esta clase.

Que Dios los bendiga y les conceda los más caros deseos.


(Retreat in Slow Motion, Sheed & Ward, 1960)

lunes, 21 de octubre de 2024

La vocación según Newman

 


Sobre el tema de la vocación, el gran San John Henry Newman le escribía la siguiente carta a su amigo Serjeant Bellasis. Éste le había escrito un mes antes preguntándole su opinión acerca de uno de su hijo Edward, de 8 años de edad, que mostraba inclinación por el sacerdocio; no sabía si mandarlo a la Escuela del Oratorio de Birmingham, de la que Newman era la gran figura, o más bien al seminario menor. 



The Bristol Hotel, East Cliff, Brighton, 5/VIII/1861.

Mi querido Bellasis:

[...] Pues bien, respecto de su hijo. Si tuviera que decir lo que realmente pienso, sería algo así: no creo que las vocaciones verdaderas puedan destruirse por el contacto con el mundo, y no me refiero al contacto con el pecado y la maldad sino al contacto con el mundo que consiste en los tratos considerados naturales y necesarios. Son muchos los chicos que parecen tener vocación cuando en realidad la cosa no es más que apariencia. Van al colegio y la apariencia desaparece, y luego la gente va y dice “Han perdido su vocación”, cuando en realidad jamás la tuvieron. En tales casos, por el contrario, debería considerarse una bendición que sus padres no resultaran engañados.

Pero lo que me aterra —y es un peligro mucho más extendido—, no es que la Iglesia pierda los sacerdotes con los que debiera haber contado, sino que gane para sí sacerdotes con lo que nunca debió verse entorpecida. La sola idea es horrible, que chicos cuyo corazón jamás fue probado hasta que, después de unos cuantos años, salen al mundo con los más solemnes votos encima para quizá enterarse por primera vez que el mundo no es un seminario; cuando cambian la atmósfera de la Iglesia, la sala de lectura, la celda, la rutina de las devociones, el trabajo, la comida y la recreación por este mundo tan brillante, variable y seductor.

Pero hay más. Temo que se separen del mundo con excesiva anticipación por otra razón: debido al espíritu algo fastidioso, formal y afectado [que la vida en religión] suele desarrollar. Que existan vocaciones genuinas entre los chicos es algo que creo enteramente —nos topamos con ellas en las vidas de santos y en otros casos también—, mas, si alguno de estos fueron introducidos desde pequeños en la vida religiosa, como Santo Tomás y el profeta Samuel, de todos modos aquellos que conocemos mejor y que también parecen haber tenido vocación no de grandes —como San Ignacio o San Anselmo— sino desde chicos, hay que tener en cuenta que de todos modos la apreciaron y alimentaron en el curso de una educación secular, tales como San Carlos, San Luis Gonzaga, San Felipe Neri y San Alfonso.

Estando pues bajo las dificultades contrarias de privar a Nuestro Señor de sus sacerdotes o de darle sacerdotes indignos, por mi parte, si puedo opinar sobre el particular, me inclino a preferir con mucho el primer mal. Creo que una vocación verdadera en un joven no se pierde por virtud de una educación secular. Como mucho quedará sumergida por algún tiempo para volver a reaparecer más tarde, mientras que una falsa vocación puede alimentarse y sostenerse en un seminario. O, por lo menos, es más común en los tiempos que corren que se fabriquen falsas vocaciones mediante una dedicación religiosa o eclesiástica desde una edad temprana y no que vocaciones genuinas se pierdan por virtud de una educación secular.

Siempre suyo en Xto.,

John Henry Newman

(John Henry Newman, The Letters and Diaries of John Henry Newman, vol. XX: “Standing Firm and Trials; July, 1861 to Dec., 1863”, ed. Charles Stephen y Thomas Essain, Nelson, 1970, p. 145).


Nota bene: Edward Bellasis finalmente fue abogado. 

jueves, 17 de octubre de 2024

El mejor seminario

 


El tema de la formación sacerdotal y del seminario ideal despierta, como siempre, mucho interés, y no solamente por parte de los sacerdotes sino también de los laicos. A riesgo de ser repetitivo, republicaré un par de post que en su momento generaron una discusión interesante. Y comienzo con uno que titulé El mejor seminario, y fue publicado en este mismo blog el 3 de junio de 2007. Luego de más de diecisiete años, refrendo lo que dije en ese momento con dos excepciones: matizaría mis críticas al Concilio de Trento y, también, mis afirmaciones acerca de la no-existencia de la vocación. Las lecturas y el paso del tiempo me llevan a pensar que, en esos momentos, tenía una postura demasiado extrema sobre estas cuestiones. 


Estimado Sr. Anónimo:

Me ha solicitado Ud., con manifiesta temeridad, mi opinión acerca del mejor seminario de Argentina. Yo puedo opinar pero no sé qué valor puede tener la opinión de un simple seglar que observa e intenta pensar en lo que observa.

Creo que el mejor seminario es el seminario que no existe. Es decir, en absoluto, ningún seminario es bueno, ni puede ser bueno pues todos los seminarios son un mal, quizás necesario o quizás el menor de todos, pero un mal al fin. Reconozco que es una afirmación osada, pero basta repasar el origen y evolución de los seminarios para entenderla y, eventualmente, justificarla.

Los seminarios son una invención reciente de la iglesia católica. Surgen como uno de los frutos del Concilio de Trento en la segunda mitad del siglo XVI. Como Ud. verá, la institución como tal tiene poco más de cuatrocientos años lo que, para la doblemente milenaria historia de la iglesia, no es mucho tiempo. Establecidos definitivamente por voluntad del papa San Pío V, fueron creados en muchas diócesis europeas, y luego también americanas, con la ayuda de algunas congregaciones religiosas, entre ellas, y como no podía de ser de otro modo, por los jesuitas, siempre prestos a colaborar con la introducción de la modernidad en la Iglesia.

No es un dato menor que los seminarios hayan sido creados por Trento. Es una acción que responde con claridad al espíritu cristalizador de ese concilio que es visto por muchos como la cumbre del tradicionalismo y que, sin embargo, fue la oficialización del espíritu moderno en el seno de la Esposa de Cristo. Los padres conciliares, ante la tremenda amenaza protestante, optaron por la solución que creyeron más adecuada: cristalizar lo que la Iglesia poseía en ese momento, con toda la carga de racionalismo que esa situación estática implicaba. Y así entonces, surge el Catecismo Romano, donde se cristaliza la doctrina; surge la así llamada Misa Tridentina, donde se cristaliza la liturgia latina según el rito romano, aboliendo de hecho muchísimos ritos particulares que poblaban las diversas diócesis de Occidente, perdiéndose de ese modo enormes riquezas que habían sido, ciertamente, expresión del Espíritu a lo largo de los siglos; y surgen también los seminarios con el fin de cristalizar la formación de los clérigos según normas doctrinales únicas y, justo es decirlo, para garantizar un cierto nivel de conocimientos y de moralidad que el antiguo sistema no siempre era capaz.

Hasta el concilio tridentino no existían seminarios. El joven, terminado sus estudios iniciales, asistía a la universidad donde cursaba las artes liberales, es decir, estudios filosóficos en sentido amplio, y luego hacía sus estudios teológicos. Si en algún momento consideraba que el estado clerical podía ser una elección de vida, buscaba un obispo quien, luego de conocerlo durante algún tiempo, le confería las ordenes menores y, cuando lo consideraba apto, lo ordenaba sacerdote. Es por esto que la mayor parte de los estudiantes de las universidades medievales eran clérigos, pero no seminaristas. Este modo mucho más natural y libre de acceder a la clericatura comportaba también algunos problemas. Por ejemplo, no era fácil conocer las condiciones morales del candidato, pero lo medievales estaban lejos de ser donatistas y, por otro lado, los jóvenes pobres difícilmente podían acceder al sacerdocio puesto que sus escasos medios no les permitían acceder a los estudios universitarios.

La evolución de los seminarios no fue, según me parece, adecuada. Poco a poco fueron cayendo en una incurable infantilización. Infantiles eran sus lecciones, consistentes en muchos casos en poco más que un catecismo. Infantil su disciplina: recuerdo que un sacerdote anciano que se había formado en los años ´30 en el seminario de Devoto, regenteado por los jesuitas, me contaba que tenían prohibido, entre otras cosas escuchar tango y que hasta que eran ordenados diáconos, es decir, hasta los 24 o 25 años, los hacían formar en filas en los pasillos y así dirigirse a las aulas. Infantiles en la vida moral y afectiva, con una espiritualidad mostrenca basada en el cumplimiento de ejercicios piadosos que culminaba en una aproximación exclusivamente voluntarista de la vida de perfección. Infantil era el método de estricto encierro durante más de siete años a que sometían a los estudiantes, quienes sufrían además una estrecha vigilancia y continua sospecha, y que, luego de la ordenación, y de un día para otro, los soltaban en medio del salvaje mundo real. (Nunca entendí bien por qué ese empeño de que el cura secular se forme en tal apartamiento del mundo cuando su vida transcurrirá inmersa en el mundo). Como esto, tantas otras cosas provocaron que, con el tiempo, la institución seminaril fuera degenerando hasta llegar a la decadencia de la que nos hablaba el Padre Castellani.

Si me pregunta cuál es la solución, sinceramente no sabría qué decirle. Estaría tentado en sugerir que se cerrarán todos los seminarios y mandar a los que quieran ser curas a la universidad como cualquier hijo de vecino, mientras vive con su familia, o con quien quiera, pero la experiencia holandesa al respecto significó la desaparición total de los candidatos al sacerdocio en ese país.

En mi humilde opinión, sin embargo, me atrevería a sugerir dos medidas:

1) Recibir candidatos al sacerdocio que hayan completado ya una carrera universitaria. Con eso se aseguraría una cierta madurez que un adolescente de 18 años hoy no posee. Al pobre muchachito se lo embarca en una carrera no exenta de presiones que finaliza a los 24 años con la imposición de manos sin que muchas veces el joven haya podido tomar una decisión completamente libre, y sin saber con claridad a lo que renuncia y a lo que se compromete. Hace cincuenta años un joven de 18 años podía ser un buen padre de familia; hoy apenas si tienen madurez para elegir el color del buzo que lo identifica a él y a sus compañeros como egresados, y esto sucede aún en los mejores y más católicos colegios.

2) Poner como formadores a personas idóneas. Y ser idóneo para formar jóvenes en un compromiso existencial como el del sacerdocio no significa solamente ser un curita piadoso. Se necesitan condiciones intelectuales, morales y de equilibrio psicológico y afectivo que no siempre se tienen en cuenta. Conozco un seminario, que pasa por ser el más conservador del país, pero que, desde sus inicios fue regenteado por improvisados. Hoy, todos sus superiores son muy buenitos, rezan el rosario todos los días, hablan de Santo Tomás y hasta se animan a decir algún latinazgo en las Misas, pero como formadores, ¡Dios nos libre y guarde!, el daño que hicieron y siguen haciendo en las almas de los jóvenes que allí buscan formarse.

Una medida que sí tomaría sin dudar un instante, si eso estuviera en mi poder, sería la de abolir definitivamente los seminarios menores. Se trata, sin más, de una aberración. Y esto por muchos motivos. Veamos:

1) Los adolescentes que allí viven durante todo el año son, en su gran mayoría, hijos de buenas familias católicas. ¿Qué sentido tiene entonces sacarlos de ese ámbito, que es el suyo natural, para llevarlos a vivir todos amuchados, durante años, con la enorme fragilidad afectiva y psicológica propia de cualquier chico de esa edad? Ud. me dirá que se los aparta de los peligros del mundo, de la televisión, de Internet, de las amiguitas descocadas, y de muchos más. Pero ¿pensó Ud. en los peligros a los que los expone?

2) Si en los seminarios mayores los formadores difícilmente son aptos, en los menores lo son muchos menos. En general, se busca para esos puestos al curita joven y muchachero, recién salido del seminario, a fin de que entienda la problemática del adolescente. ¡Terrible error! Ese curita es apenas un poco menos adolescentes que sus alumnos. ¿Qué experiencia tiene en el trato con almas? ¿Qué conocimientos de psicología humana? Es enorme el daño que puede hacer metiéndose en las profundidades del alma inmadura de esa criatura en las largas sesiones de dirección espiritual. Ud. me dirá: “Ese curita posee la gracias de estado”. Y yo le respondo: “!Un cuerno!” La gracia supone la naturaleza (y no la crea, como pretendía un cura que conozco) y un pibe de 25 años, por más cura que sea, sigue siendo un pibe de 25 años del siglo XXI, un poco más maduro y estable, en el mejor de los casos, que sus pares del mundo. Y, muchas veces, con tortuosidades afectivas y psicológicas, fruto de la malformación que soportó durante sus siete u ocho años de formación, que lo hacen el menos idóneo para aventurarse en tamaña empresa. Ya nos advertía el Señor acerca de lo ocurre cuando un ciego guía a otro ciego.

3) Ud. me dirá que si ese adolescente no va al seminario corre el peligro de perder su vocación. Y yo le respondo, estimado lector, que el tema de la vocación es un macaneo de los curas. La única vocatio o llamada que existe es la que hace la Iglesia, a través del obispo, el día de la ordenación: “Acérquense el que va a ser ordenado presbítero: Juan Pérez”. Ese el llamado o vocación, y no hay otra. Lo que hay, en todo caso, es un acto de la voluntad plenamente libre de la persona que decide consagrarse por entero al servicio del altar y, como consecuencia de esa decisión, el Buen Dios le da las gracias que necesitará para llevar a cabo ese proyecto de vida. Me preguntará Ud., quizás con escándalo, de dónde saco yo tamaña herejía. En primer lugar, la saco de los Padres de la Iglesia. Concretamente, San Benito es muy claro en su regla cuando dice que la llamada a la vida de perfección evangélica es universal, es decir, es para todos. “Todos pueden ser monjes”, asegura. Sólo es necesario tomar la decisión y ser recibidos por el abad y aceptados luego por la comunidad monástica. En ningún lugar de la Regla aparece ese supuesto “llamado” que Dios haría a algunas almas privilegiadas. Dios nos llama a todos a ser perfectos como es perfecto su Padre, y cada uno decide de qué modo llevará a cabo esa perfección: como seglar, como religioso o como sacerdote.

En segundo lugar, por una cuestión histórica. La idea de “vocación” o de “discernimiento vocacional” es muy reciente. El lenguaje católico habló durante siglos de “elección de estado”. Y la diferencia es fundamental: la elección es la proairesis de la que hablaba Aristóteles, es decir, la elección de los medios que llevarán a la consecución del fin último. Esta elección surge esencialmente de un acto voluntario, esto es, aquel que es originado por mí y en el que yo estoy envuelto; un acto del que yo tengo el principio y del que yo soy señor. Se trata de “elegir estado”, de un actuar voluntario y concreto, y no de “descubrir la vocación”, lo cual implica más bien un passio, en tanto que la vocación estaría allí y yo no tendría más que develarla. El que elige soy yo, porque Dios me hizo libre, y en virtud de tal elección seré merecedor del premio o del castigo.

Como Ud. verá, Sr. Anónimo, no he respondido su pregunta. No creo que haya algún seminario bueno en Argentina. Desde las cartas de Castellani las cosas cambiaron, para peor.

lunes, 14 de octubre de 2024

El irresuelto y urgente problema de los seminarios

 


Se publicó la semana pasada en Infobae, el medio de prensa digital más leído de Argentina, un largo artículo en el que Hernando García, que fuera sacerdote de la diócesis de San Rafael, relata con una incomprensible impudicia lo ocurrido en su vida que lo llevó a dejar el ministerio pocos años después de su ordenación y casarse con una jovencita.

No se trata de juzgar el interior de nadie; simplemente de opinar a partir de lo que el mismo protagonista relata. Y lo que salta a la vista de cualquiera lector es que este joven de 24 años que se encontró siendo sacerdote cargaba consigo una enorme inmadurez afectiva, propia de un adolescente, y que su etapa de seminario fue incapaz de educar. Y las trazas de este problema aparecen a lo largo de todo el reportaje. Pongo como ejemplo el siguiente párrafo: “A los cinco años de estar en la parroquia, la relación [con la adolescente] crecía. Pero alguien metió la cola y a Hernando lo enviaron a estudiar a Roma la licenciatura en Teología. ‘La empecé a extrañar horrores, me di cuenta de que me moría sin ella. Me enamoré profundamente. Y dije: listo, ¿por qué sostener algo que no iba más?’”. Cualquiera que haya vivido fuera de su país y de su familia y amigos sabe que pasará momentos difíciles porque las emociones no perdonan: extrañará y el afecto enardecido, y dolido, se aferrará a cualquier recuerdo. Es natural que así sea, como también es natural que un hombre se enamore de una mujer. Pero justamente aquí entra la educación en los afectos y emociones: el hombre, si adquiere virtudes, es capaz de controlar esa emoción exacerbada; es difícil, muy difícil quizás, pero lo puede hacer. Lo hizo Eneas cuando se separó de Dido, y lo hace cualquier hombre casado cuando le es fiel a su mujer y no la abandona a pesar de las enormes tentaciones y enamoramientos que puede sufrir en el camino. 

Pero aquí el problema no es Hernando García. Aquí el problema es el seminario que lo formó, en el que pasó ocho largos años educación… ¿en qué? Y no me estoy refiriendo solo al extinto seminario de San Rafael que seguramente era de lo mejorcito que había en Argentina; me refiero al seminario como institución. Sobre este tema hablamos mucho en este blog hace algunos años, y no es cuestión de ser repetitivos. Pero estoy convencido de que una de las causas de los graves problema que tiene la Iglesia con el clero, es el sistema de seminarios que se implementó luego del Concilio de Trento, y que puede haber sido útil en algún momento pero, en mi opinión, ya no lo es. Y esto vale para todos los pelajes de seminarios: desde los más progresistas hasta los más tradicionalistas. Hay algo allí que no funciona. Ciertamente, habrá seminarios en los que estos problemas son leves, y habrán otros en los que son mucho más graves, pero afecta a todos. 

Suspendamos por un momento nuestras simpatías clericales y hagámonos la siguiente pregunta: ¿Para qué sirven los seminarios?    Por cierto, no sirven para formarse en ciencias religiosas. Se trata de instituciones no especialmente selectivas y siempre mediocres en lo intelectual; la teología también podría aprenderse muy bien llevando una vida normal y viviendo en casa. Los seminarios sirven para adquirir virtudes. Y son la castidad y la obediencia las que requieren un régimen de formación especial. Es en el seminario donde se da el aprendizaje o la incorporación de la castidad y del desapego del deseo y de la voluptuosidad amorosa humana, para direccionar estas energías al amor a Dios y el prójimo.

Para realizar sus fines, los seminarios tienden a adoptar todas las características de las instituciones totales, utilizando un concepto de Goffman (ver al final). Los jóvenes seminaristas viven segregados en lugares cerrados, separados del resto del mundo y poblados únicamente por varones célibes. Las actividades comunitarias tienen mucho más peso que las individuales y la organización planifica cada momento de la vida de los jóvenes internos hasta el último detalle. “En el entorno del seminario”, escribe Marie Keenan, “las lecciones de conformidad y deferencia van acompañadas de las de ‘silencio y secreto’ [...] Lo que surge es una lealtad absoluta a la Iglesia institucional. Se evitan los conflictos y siempre prevalece el miedo a las consecuencias de hablar claro. Y cuando los individuos hacen una demostración de rebeldía, reciben inmediatamente un castigo público”. Sobre las cabezas de todos los seminaristas "pende un estricto sistema de vigilancia, un «gran hermano» que está muy atento a la forma en que los seminaristas visten, hablan, caminan y participan en las actividades religiosas y educativas comunes”.

Marco Marzano aporta en su libro La casta dei casti el siguiente testimonio de un sacerdote formador en un seminario de Italia: “Toda la estructura de la formación es ‘de relleno’ puesto que los seminaristas son sujetos a los que hay que ‘resetear’ y ‘reprogramar’, para utilizar las palabras exactas que oí decir a un obispo. De ahí la multiplicación de palabras, homilías diarias, conferencias, iniciativas dispares de todo tipo. Todo ello sirve a la institución para ‘echar cosas’ en las cabezas de los sujetos a educar. Por supuesto, nunca se tiene en cuenta el impacto real de este bombardeo sobre las personas: lo importante para la organización es ‘haber hecho’”.

Y continúa: “Siempre se aspira al mínimo. Se propone a todos una norma calibrada no sobre lo que es correcto, sino sobre lo que es bueno para todos. La formación es muy deficiente en este sentido. En la mayoría de los casos, una persona sale del seminario con las mismas características negativas que tenía al principio, y si acaso con algunas más. Porque en el seminario siempre se tiende a dejar en segundo plano a la persona individual en favor de una comunidad genérica. De hecho, aparte de la dirección espiritual y la confesión, el resto del trabajo educativo se centra en el grupo y nunca en el individuo”. El seminario, entonces, es un lugar que anestesia, que adormece y paraliza el proceso natural de maduración de la persona. 

La hiper vigilancia que se ejerce hasta en los más mínimos detalles se justifica con las palabras evangélicas: “El que es fiel en lo poco, lo es en lo mucho”, es decir, "Si eres fiel y tiendes bien tu cama o participas de buen humor en las actividades comunes, serás fiel en el sacerdocio". Y esta premisa se convierte en una pantalla conveniente para enmascarar una realidad totalitaria. Es la realidad de un sistema que aprovecha cualquier oportunidad para castigar a los que razonan, para golpear a los que disienten y mantenerlos en el fondo de las tabla clasificadora del grupo. En este contexto, los más valorados son obviamente los conformistas, los chupamedias, los que callan y nunca critican a sus superiores, los que se hacen los distraídos; en definitiva, los que respetan la omertá del grupo. Ni que decir tiene que también son los más falsos y a menudo los más taimados, los que participan más activamente en una actividad muy común en todos los seminarios: el espionaje. Y para evitar meterse en problemas y terminar expulsado, hay que simular, simular siempre. El sistema invita a convertirse en un simulador colosal y sistemático, en un mentiroso profesional. Y a ceder, a ceder siempre. A someterse, a agachar la cabeza. 

Contaba un sacerdote: “Por las mañanas teníamos clases y por las tardes nos ponían todo tipo de actividades en la agenda para que no estudiáramos: limpiar los baños, cortar el pasto o barrer las galerías; ensayos de coro, el viaje en minibús a alguna fiesta patronal. Todo. Para poder estudiar, tenía que esconderme. Y si me pillaban, me pedían inmediatamente que fuera a ayudar a la cocina o que hiciera alguna otra actividad práctica. A veces nos decían explícitamente que ‘estudiar demasiado arruina la fe’”. Curiosamente, esta paradojal aversión al estudio suele darse con mucha frecuencia en las casas de formación de corte más tradicionalista. 

Evidentemente, cuando llega el contacto con la realidad de ‘ahí fuera’ es para los jóvenes sacerdotes terrible y chocante: los hay que abandonan, los que entran en crisis total, los que se vuelven manipuladores o cosas peores. Por supuesto, también están los que se salvan, los que descubren la importancia de su vocación y responden alegremente a ella, y yo creo que son la mayoría. En Italia llaman a la misa de ordenación, “misa de Santa Liberata”, porque a partir de ese momento el seminarista es libre. Y eso es exactamente lo que ocurre. El joven pasa del control total a la indiferencia total. El sacerdote se da cuenta, después de la ordenación, de que nadie lo quería en las altas esferas del seminario, de que no había un verdadero afecto hacia él por parte de los superiores, de que no era cierto que el control sirviera para evitar que se perdiera. Se queda solo; sólo con sus conciencia, con sus virtudes y con sus defectos. Ni siquiera suele ser acompañado por sus "hermanos en el sacerdocio", grupo cuyo defecto principal es la envidia. La percepción de ser abandonado que sufren los jóvenes sacerdotes es muy común, y es en ese momento en el que, si se le cruza la mujer, o el jovenzuelo, adecuada puede echar todo por la borda. El joven presbítero cae en la cuenta de la realidad: la formación que recibió en el seminario fue pura cháchara. O, como dice un ácido cura amigo, un dispositivo destinado a formar eunucos para el Papa de Roma.

Esta es la realidad que, insisto, atraviesa a todo el sistema sin importar posicionamientos. Y es una realidad muy problemática. ¿Quién podrá encontrar una solución? 


El sociólogo Erving Goffman introduce el concepto de instituciones totales en su obra Asylums (1961). Según Goffman, una institución total es un lugar donde un gran número de personas viven y trabajan juntas, bajo un régimen administrativo y en condiciones de aislamiento del resto de la sociedad. Estas instituciones ejercen un control total sobre todos los aspectos de la vida de los individuos dentro de ellas.

Las características clave de las instituciones totales son:

1. Separación física y social: Los residentes o internos están físicamente separados del mundo exterior y, en muchos casos, se les restringe el contacto con familiares y amigos.

2. Control burocrático: Las actividades cotidianas de los residentes están estrictamente reguladas por normas y por el personal encargado de la administración.

3. Régimen de rutina: Los internos siguen un horario rígido impuesto por la institución, lo que reduce la capacidad de los individuos para tomar decisiones personales.

4. Despersonalización: Los internos suelen perder parte de su identidad individual, ya que son tratados como un grupo homogéneo más que como personas con diferencias individuales.

En estas instituciones, los residentes experimentan un proceso de desindividualización y adaptación a las reglas de la institución, lo que Goffman denomina mortificación del yo.

El análisis de Goffman subraya cómo el poder de estas instituciones puede reconfigurar la identidad de los individuos y su relación con la sociedad.

jueves, 10 de octubre de 2024

La iglesia de los nuevos paganos. La profecía de Ratzinger

 


En 1958, el joven sacerdote Joseph Ratzinger analizó la situación y el futuro de la Iglesia en un artículo titulado “Los nuevos paganos y la Iglesia” publicado por la revista Hochland. Dicho escrito resultó profético. Como es un texto demasiado extenso para un post, publico aquí la primera parte. Quienes deseen leerlo completo, pueden bajarlo desde aquí.


La des-identificación del mundo (Entweltlichung) que le toca hacer a la iglesia en la vieja Europa plantea también la pregunta de ¿qué pasa con los nuevos paganos? 

por Joseph Ratzinger

Según las estadísticas de afiliación religiosa, la vieja Europa todavía es un continente casi exclusivamente cristiano. Sin embargo, probablemente no habrá otro caso donde todo el mundo sabe que las estadísticas son engañosas. Esta Europa, por nombre cristiana, se convirtió desde hace unos cuatrocientos años en la cuna de un nuevo paganismo que crece inexorablemente en el corazón de la Iglesia, y que amenaza con socavarla desde dentro.

El fenómeno de la iglesia de los tiempos modernos es determinado esencialmente por el hecho de que, de una manera completamente nueva, llegó a ser una iglesia de paganos, un proceso que va aumentando siempre más: no como antes, una iglesia de los paganos que se hicieron cristianos, sino una iglesia de paganos que todavía se llaman cristianos, pero que, en realidad, se hicieron paganos. Hoy en día, el paganismo está en la misma iglesia, y justamente esto es el distintivo tanto de la iglesia de nuestros días como también del paganismo nuevo: que se trata de un paganismo en la iglesia, y de una iglesia en cuyo corazón vive el paganismo. Por lo tanto, en el caso normal, el hombre de hoy puede suponer la falta de fe de su prójimo.

Cuando nació la iglesia, se fundamentaba en la decisión espiritual del individuo de aceptar la fe, en el acto de conversión. Aunque al comienzo se esperaba que ya aquí en la tierra se edificaría de estos convertidos una comunidad de santos, una «iglesia sin mancha ni falta», después de muchas luchas tuvieron que llegar a reconocer que también el convertido, el cristiano, sigue siendo pecador, y que incluso las faltas más graves serían posibles en la comunidad cristiana. Aunque el cristiano no era moralmente perfecto y, en este sentido, la comunidad de los santos siempre seguía siendo inacabada, sin embargo había un fundamento en común. La iglesia era una comunidad de gente convencida, de hombres que habían asumido una determinada decisión espiritual, y que, por lo tanto, se distinguían de todos los demás que se habían negado a tomar esta decisión. Ya en la Edad Media cambió esto en el sentido de que la iglesia y el mundo se identificaron y que, por lo tanto, el ser cristiano ya no era una decisión personal, sino un presupuesto político-cultural.


Tres niveles de des-identificación del mundo

Hoy en día queda sólo una identificación aparente de la iglesia y el mundo; sin embargo, se ha perdido la convicción de que en este hecho – en la pertenencia no intencionada a la iglesia – se esconde un favor especial divino, una salvación en el más allá. Casi nadie quiere creer que la salvación eterna depende de esta «iglesia» como un supuesto político cultural. De ahí se desprende que hoy en día se plantea muchas veces con insistencia la pregunta si no tendríamos que convertir de nuevo la iglesia en una comunidad de convencidos, para devolverle de esta manera su gran seriedad. Eso significaría una renuncia rigurosa a todas las posiciones mundanas que todavía quedan, para desmantelar una posesión aparente que resulta ser más y más peligrosa porque, en el fondo, es un obstáculo para la verdad.

A la larga, a la iglesia no le queda más remedio que tener que desmantelar poco a poco la apariencia de su identificación con el mundo, y volver a ser lo que es: una comunidad de creyentes. De hecho, estas pérdidas exteriores aumentarán su fuerza misionera: sólo cuando deja de ser un sencillo asunto sobreentendido, sólo cuando comienza a presentarse como la que es, su mensaje logrará alcanzar los oídos de los nuevos paganos que, hasta ahora, pueden complacerse en la ilusión de que no son tales.

Por supuesto, el abandono de las posiciones externas traerá también la pérdida de unas ventajas valiosas que resultan sin duda de la combinación de la iglesia con la vida pública. Se trata de un proceso que se dará con o sin el consentimiento de la iglesia y con el que, por lo tanto, tiene que sintonizar. Total, en este proceso necesario de la iglesia de des-identificarse  con el mundo hay que distinguir nítidamente tres niveles: el nivel sacramental, el de la proclamación de la fe, y el de la relación personal humana entre creyentes y no creyentes.

El nivel sacramental, antiguamente delimitado por la disciplina arcana, es la esencia interior propiamente dicha de la iglesia. Hay que volver a dejar claro que los sacramentos sin fe no tienen sentido, y la iglesia, con mucho tacto y delicadeza, tendrá que renunciar a un radio de acción que, en último caso, conlleva a un auto-engaño y un engaño a la gente.

Cuanto más la iglesia pone en práctica este distanciamiento, esa discreción de lo cristiano, posiblemente en dirección al pequeño rebaño, de manera tanto más realista podrá y deberá reconocer su tarea en el segundo nivel, el del anuncio de la fe. Si el sacramento es aquel punto donde la iglesia se cierra, y debe cerrarse, contra la no-iglesia, entonces la palabra es la manera de extender el gesto abierto de invitación al banquete divino.

En el nivel de las relaciones personales sería totalmente equivocado sacar como consecuencia de la auto-limitación que exige el nivel sacramental, el aislamiento del cristiano creyente de los demás hombres que no son creyentes. Por supuesto, habrá que volver a construir entre los creyentes una especie de fraternidad que se comunica por la pertenencia común a la mesa eucarística y se sienten unidos también en su vida privada, y que en las necesidades puedan contar unos con otros; en fin, que sean una comunidad de familias. Pero esto no debe llevar a un aislamiento como de una secta, sino que más bien el cristiano pueda ser un hombre alegre entre los hombres, simplemente otro hombre donde no puede ser otro cristiano.

Resumiendo podemos anotar como resultado de este primer aspecto: primeramente, la iglesia sufrió un cambio estructural creciendo desde el pequeño rebaño a la iglesia mundial; en el viejo mundo se identifica desde la Edad Media con el mundo. Hoy en día, esta identificación sólo queda como apariencia que opaca la verdadera esencia de la iglesia y del mundo, y que, en parte, le impide a la iglesia su necesaria actividad misionera. Así que, después del cambio estructural interno, se consumará tarde o temprano un cambio externo para volver a ser el pequeño rebaño; y eso pasará tanto si la Iglesia lo consiente como también si se niega a este cambio.

martes, 8 de octubre de 2024

Tucho da marcha atrás

 


En los últimos días, en dos ocasiones (aquí y aquí) nos referimos al escándalo que significaba la absolución de hecho del sacerdote Ariel Principi, quien había sido condenado a la expulsión del estado clerical por el delito de abuso sexual de menores, en un proceso canónico ordinario por dos tribunales,.

Y lo bochornoso de la situación no era solamente que, a pesar de las declamaciones de tolerancia cero del Papa Francisco, a este señor se lo dejara seguir ejerciendo su ministerio sin siquiera una suspensión, sino que lo hacía más sospechoso que la absolución fuera responsabilidad directa de quien Principi es coétaneo, compañero de seminario, compañero de diócesis y amigo muy cercano, el cardenal Víctor Tucho Fernández. 

Pues bien, la diócesis de Río Cuarto recién comunicó que el Dicasterio para la Doctrina de la Fe anuló el recurso extraordinario y, acto seguido, confirmó la sentencia condenatoria y la pena aplicada por los dos tribunales ordinarios. Un nuevo traspiés del caótico pontificado bergogliano y una nueva trapisonda de Tucho. 

¿Qué es lo que ocurrió? No lo sé, y estimo que lo sabrán solamente muy pocas personas. Pero creo que podemos colegirlo, insistiendo en que se trata sólo de una presunción.

La primera rareza —y me corregirán los conocedores del derecho canónico si es que estoy equivocado—, es que la anulación de la pena que surgió del proceso ordinario fue dispuesta y comunicada por Mons. Edgar Peña Parra, Sustituto de la Secretaría de Estado. El organismo vaticano que entiende en casos de abuso sexual es el dicasterio de Doctrina de la Fe y supongo que la Secretaría, por ser la “Suprema”, podría intervenir en ultimísima instancia. Es probable que Tucho, con las astucia que lo caracteriza, haya querido salvar a su amiguito y, pensando que iba a quedar muy grosero que fuera él quien le levantaba la pena, le pidió a Peña Parra, que tiene antecedentes ambiguos por decir lo menos, que le hiciera el favorcito. Entre bomberos no iban a andar pisándose la manguera.

Pero en la actualidad nada pasa desapercibido, y mucho menos este tipo de cosas. Mientras que en Bruselas Francisco pedía perdón y se avergonzaba por los abusos sexuales cometidos por clérigos, en Roma se levantaba la pena a un condenado por este mismo delito. Seguramente, entonces, las presiones habrán comenzado a llegar al Vaticano, y probablemente también a Santa Marta, y quienes se habrán quejado furiosamente con toda probabilidad habrán sido Mons. Uriona, obispo de Río Cuarto y los integrantes de los dos tribunales —de Córdoba y de Buenos Aires— que juzgaron al cura degenerado y quedaron desautorizados. Se sabe que los obispos de la provincia de Córdoba la semana pasada estaban furiosos por lo ocurrido. ¿Será que el cardenal Rossi, que se encuentra en Roma participando del sínodo, le pido al Papa Francisco que interviniera?

Es probable que desde la mismísima Santa Marta haya partido una llamada telefónica a Tucho en la que, con las palabrotas acostumbradas y otras aún más soeces, el pontífice le haya exigido arreglar el lío que había armado. Y Tucho puso manos a la obra.

Sin embargo, solucionar este entuerto no era cosa fácil. Y tuvieron que recurrir a otra rareza muy rara: el dicasterio de Doctrina de la Fe anula una decisión de la Secretaría de Estado. ¿Conflicto de intereses? ¿Conflicto de poder? En otro tiempos, esto habría significado una guerra entre cortesanos. ¿Sucederá ahora lo mismo? No lo creo. Y la chapucería de Tucho se completó confirmando la pena del proceso ordinario, es decir, dando marcha atrás.

¿Qué queda de todo esto? Que el Sr. Ariel Principi, referente espiritual de buena parte del monjerío argentino, ha sido expulsado del estado clerical. Que el Sustituto de la Secretaría de Estado ha quedado públicamente desautorizado y humillado por parte de su vecino el cardenal Fernández. Y que este purpurado, coccolato y regalón del papa Francisco, puso con su probada torpeza nuevamente en un brete a la Santa Sede.

No resulta extraño, por eso mismo, que en los últimos meses Tucho esté tan calladito y tranquilo. Todos recordamos que en los primeros tiempos de su nombramiento se paseaba cual glamorosa diva por todos los plató mediáticos que le abrían sus puertas. Luego de la gran metida de pata de Fiducia supplicans se tranquilizó. Y después del caso Principi seguirá aún más tranquilo. Sabe muy bien lo costoso que es ser la causa de los enfados de Su Santidad.