por Eck
Porque purificáis lo exterior de la copa y del plato, mas el interior queda lleno de rapiña y de iniquidad.
Mateo XXII,25.
Introducción
El veinte de junio de 1890 es una de esas fechas que suelen pasar desapercibidas para casi todo el mundo con la excepción de algún roedor bien cebado de mamotretos de biblioteca. La vista, los oídos y la mente se nos van detrás de acontecimientos más vistosos y mucho más aparatosos que la publicación de una novela en en una revista literaria de Filadelfia. ¿Cómo se puede comparar el reinado potentísimo sobre tierras, mares y hombres de la augusta reina Victoria de Gran Bretaña con unos cientos de páginas amarillentas compuestas por uno de sus súbditos más extravagantes y dadas a la imprenta en Estados Unidos, en la otra orilla del Oceano Atlántico?
Sin embargo ya hace muchos años que de la gloriosa reina quedan solo mohosos huesos, su gran imperio solo existe en los ajados anales de la historia, toda su pompa y circunstancia se esfumó en el aire y hoy más que ayer se sigue leyendo esa obra como una de las principales novelas en lengua inglesa de todos los tiempos. Su genial autor había alcanzado en el primer intento una de las grandes cumbres del género con el único relato largo que escribió en toda su vida siendo como era un famoso escritor de obras de teatro, poemas y cuentos.
La hipócrita sociedad victoriana le calificó de inmoral tanto a él como a su obra, sobre todo, después de un farisaico juicio tras el deshonroso desafío de un padre desnaturalizado, cosas en el fondo mucho más perversas que los presuntos pecados denunciados, digan lo que digan los santulones. El juicio del tiempo ha puesto las cosas en su lugar. La conquista que realizó el espíritu humano en la compresión de los efectos de los pecados en el alma le dio la inmortalidad. Debajo de la hojarasca decadentista y de las poses epatantes latía una gran parábola católica de un gran moralista excéntrico en palabras del P. Castellani.
Claro está, me estoy refiriendo a Oscar Wilde y su gran novela, El Retrato de Dorian Grey.
El retrato y el retratado
Ya hablaba Ortega y Gasset de la gran distancia entre la España Real y su sustituta la España Oficial por no hablar de las honduras teológicas del P. Meinvielle cuando se refería de la Iglesia de las Promesas y su antítesis, la Iglesia de la Publicidad. Mas en la parábola de Wilde podemos ver todo el proceso de ocultamiento de una realidad cada vez más podrida mientras que por compensación se iba pintando los grados y colores en los ditirambos por la iglesia mundana, su grandeza y perfección entre las inmensas nubes de incienso, tan densas que muchos fieles y sacerdotes se afixian con sus efluvios como les pasó a unos comensales de Heliogábalo con los pétalos de rosas lanzados desde los techos para enmascarar las orgías del César bajo fragancias y perfumes.
El cuadro se empezó a trazar durante el pontificado de Pio IX, más exactamente con su vuelta de Gaeta donde le exilió la República Romana en 1848. Viendo que le movían la silla temporal y que la Iglesia Universal no se recuperaba de los ataque revolucionarios, el Papa Ferretti titánica y un poco tiránicamente decidió poner todo el peso sobre sus hombros realzando a la Santa Sede y su imagen por todo el mundo. Este ultramontanismo se consagró con la implementación del así llamado "Espíritu del Vaticano I", aún más tras la toma de Roma en 1870, hasta tal punto que asustó al propio Pio IX que apoyó con dos breves pontificios, uno a Dupanloup por sus comentarios dizque liberales al Syllabus y otro a Fessler contra el infabilismo exagerado.
Hay que decir que estos Papas fueron muy tímidos con el uso de las prerrogativas de su nueva condición de divos ante la jerarquía y las masas pero no se pudieron librar de la tentación. La represión del modernismo por meros expedientes sancionadores con la sospecha de que el saber promovía la herejía, las reformas litúrgicas a golpe de decretos y la vergüenza de México o el doble sacrificio de los legítimos ideales político del catolicismo francés en las aras del interés internacional de la Santa Sede nos lo muestran.
Tras la II Guerra Mundial se vieron los límites y fallos de esta iglesia papocéntrica, pero fue peor el remedio que la enfermedad. El Concilio Vaticano II, él mismo un trampantojo, siguió en el fondo las vías antiguas y no sólo no derribó el idolillo papal sino que consagró otro dos junto a él: el de la Iglesia Primaveral y el del Mundo. Así entró por la puerta grande el modernismo. De poco valió que la Iglesia lo condenase si no se dejó reaccionar a la verdadera inteligencia católica contra él, de poco valió las voces de alarma en un pueblo acostumbrado a obedecer hasta los gustos del mandante de turno y de poco valió convertirnos en una multinacional modélica si era un cadáver sin alma. Llevamos más de cincuenta años viviendo la ficción de una Iglesia futurista. No voy a traer aquí la larga lista de adjetivos encomiásticos ya oída mil veces, ni los baños de masas delirantes de jornadas y encuentros mundiales, o los movimientos nacientes e incipientes ni los bosques de documentos, encíclicas y declaraciones, ni las reformas para adecuarnos al tercer milenio. ¿Que fueron sino verduras en las eras? Primaveras de papel, glorias de oropel. Pasaron y no hubo nada.
A la vez que el Dorian eclesiástico se presentaba al mundo con sus mejores galas, la Iglesia auténtica se hundía en la falta de contemplación de lo divino en el culto y la vida, se apagaba la caridad, se oscurecía la fe y se nublaba la esperanza. Sin sostén de lo alto, las otras virtudes desaparecían. Luchas de poder y de influencias estallaban, se erigían parcialidades y guerras, los cargos se convertían en pesadas cargas para los inferiores, los briosos sin letras se entronizaban y los tiranizaban, se acallaba a los sabios y se les perseguía, y subían a los púlpitos los sofistas a los que se les aplaudía. Conversos al mundo, buscaban sus pompas sacrificando a los idolillos de las modas, dando ofrendas a sus mentiras y homenajes a sus hechos. Soberbia, ambición, envidia, avaricia y lujuria se convirtieron en señoras. Estallaron los escándalos económicos, los robos a los pobres y los desfalcos. Mucho peores fueron los escándalos sexuales que transformaron a la Iglesia en la nueva Corinto, y se llegó a manchar el sacerdocio con crímenes contra la pureza de los niños y que claman al cielo. Todo se tapó tras la imagen de la Iglesia del aggiornamento, del Concilio, del tercer milenio, pero hoy ya no se puede tapar más como las menguantes multitudes en la Plaza de S. Pedro.
Conclusión
La genialidad de Wilde, además de su portentoso dominio del idioma inglés, está en haber invertido la relación entre el retratado y su retrato con la conversión de éste en el verdadero reflejo del alma, la realidad, mientras que el retratado se volvía apariencia, falsedad, un fantasma, una imagen. En su historia se veía en el cuadro no la imagen favorecida del retratado sino su verdadera faz, tal como Dios la ve. Lo que no pueden ver los ojos lo muestra el arte, vuelto como en el pasado en una forma de conocimiento.
Conocimiento que tuvieron los grandes pontífices del Medievo. El más grande políticamente de ellos tuvo un sueño que es una de las glorias de aquella edad: por tener semejante sueño, por entender el mensaje y, sobre todo, por haber tenido la humildad de aceptarlo. Una noche soñó el Papa Inocencio III que la basílica de S. Juan de Letrán, su catedral, empezaba a derrumbarse y a hundirse sus naves y sus pórticos, pero que un pordiosero medio loco lo impedía al sostenerla sobre sus hombros: era un quidam de Asis, un tal Bernardone. A la mañana siguiente mandó llamar a Francisco.
Tenía bajo su cetro a todas las testas coronadas y comprendió que esto de nada servía. Mera imagen, mera fachada, mero instrumento de imperio.Vienen los cátaros y borran de un plumazo la iglesia provenzal con su poder civil. Ya puedes mandar soldados e inquisidores (o comisarios y visitadores) que sin predicación y santidad nada sirve ni los hará volver al redil. Toda la gloria mundana de la Iglesia, su magnifica basílica, se hunde de un soplo si no hay fe ni gracia que la sostengan y la eleven a los cielos. Las tenían esos mendigos de Domingo y Francisco e Inocencio humildemente vio la verdad, tuvo fe y los apoyó. Salvó la Iglesia con ello.
Como en la Edad Media, el remedio es volver con humildad a la Verdad, a Aquel que dijo que era el Camino, la Verdad y la Vida. Si no es a Cristo, ¿A quién iremos si sólo Él tiene palabras de vida eterna? Pues sin Él no podemos nada. Volvámonos al Señor pidiendo contemplar su faz, apartándonos de la falsedad ya que, si vamos con confianza, no seremos defraudados por Aquél que dijo: He venido para que tengan vida y la tengan en abundancia. A Él que es el verdadero retrato del Padre y que viéndolo nos da la Vida: Quien me ve a mí, ve al Padre. En la cárcel de Reading, Oscar Wilde se vio tal como era, un pobre hombre en la miseria del pecado, y no como la imagen falsa que se mostraba a los demás tanto antes como ahora, pero puso su mirada en Jesucristo y al contemplarlo Él lo salvó de la desesperación y de la muerte. Hagamos lo mismo.