viernes, 27 de abril de 2018

Novus ordo de Semana Santa: Vigilia Pascual

Finalizamos con esta entrada la serie sobre las reformas de los ritos de Semana Santa, introducidos en 1955 por el Papa Pío XII, y que son los que se encuentran en el misal “tridentino” de 1962, y prácticamente con la misma disposición en el misal “modernista” de Pablo VI.

1. Invento: Se introduce una bendición del cirio pascual en el atrio, el cual debe ser sostenido por el diácono durante toda la ceremonia. 
Práctica tradicional anterior a la reforma: Se bendecía en el exterior de la iglesia el fuego nuevo y los granos de incienso pero no el cirio. El fuego pasaba al arúndine, una especie de caña o asta con velas en su extremo, las cuales eran encendidas progresivamente durante la procesión al interior del templo: de allí las tres invocaciones del Lumen Christi. Con uno de estos cirios se encendía el cirio pascual que, desde el comienzo de la ceremonia, se encontraba colocado en el candelabro (en muchas iglesias paleocristianas la altura de este candelabro había exigido la construcción de un ambón a fin de poder alcanzar el cirio, tal como puede observarse en la fotografía de la catedral de San Mateo, en Salerno). El fuego era llevado por la caña con las tres velas -la Santísima Trinidad-, al gran cirio pascual -Cristo resucitado-, a fin de simbolizar que la resurrección era obra de la Trinidad.
Con esta reforma se convirtieron en inútiles justamente en el día del Sábado Santo, todos los candelabros pascuales, muchos de los cuales venían de los albores del cristianismo. Con el pretexto de volver a los orígenes, las obras de arte de la antigüedad se convierten en inservibles piezas de museo. Las tres invocaciones del Lumen Christi dejan de tener razón litúrgica. 

2. Invento: Colocación del cirio pascual en el centro del coro, después de una procesión en la que se lleva dentro de la iglesia que se ilumina progresivamente a cada invocación del Lumen Christi. A cada invocación se hace una genuflexión ante el cirio y a la tercera se ilumina la iglesia entera. 
Práctica tradicional anterior a la reforma: El cirio se encontraba apagado, generalmente del lado del Evangelio, y hacia él se acercaban con la caña o arúndine el diácono y subdiácono para encenderlo durante el canto del Pregón Pascual. Las únicas luces encendidas era las velas de la caña hasta el canto del Exultet

3. Cambio: Torcimiento de la simbología del canto del Exultet y de su naturaleza de bendición diaconal. 
Práctica tradicional anterior a la reforma: El canto del Exultet comenzaba delante del cirio apagado, los granos de incienso de colocaban cuando el canto habla del incienso, el cirio se encendía junto a las luces de la iglesia cuando el texto hacia referencia a estas acciones, las que junto al canto constituían la bendición.
Aunque varios reformadores quería torcer esta ceremonia, otro miembros de la Comisión se opusieron por lo que el resultado fue el pasticcio de un canto tradicional asociado a un rito totalmente alterado. Y sucede entonces que uno de los momentos más significativos de todo el ciclo litúrgico se convierte en una escena teatral de gran incoherencia. En efecto, las acciones que de las que habla el cantor del Exultet han sido realizadas media hora antes en el atrio del templo. Se canta sobre la inserción de los granos de incienso suscipe pater incensi huius sacrificium vespertinum, pero éstos ya están clavados en el cirio. Se alaba el encendido del cirio con la luz de la Resurrección  sed iam columnae huius praeconia novimus quam in honorem Dei rutilans ignis accendit, pero el cirio hace rato que está encendido. La simbología de la luz se desnaturaliza porque cuando se canta triunfalmente la orden de encender todas las luces, símbolo de la Resurrección, alitur enim liquantibus ceris, quas in substantiam pretiosae huius lampadis apis mater eduxit, hace tiempo que toda la iglesia está iluminada por los cirios que sostienen los fieles. Es una incomprensible simbología en la que las palabras pronunciadas no tienen relación con la realidad del rito. 
Por otro lado, el canto del pregón pascual constituía junto a los gestos que lo acompañaban la bendición diaconal por excelencia. Pero con la reforma, el cirio es bendecido con agua en el exterior de la iglesia.

4. Cambio: Introducción de la práctica de dividir las letanías en dos partes, insertando en el medio la bendición del agua bautismal. 
Práctica tradicional anterior a la reforma: Terminada la bendición de la fuente bautismal, se cantan las letanías que preceden la Misa. 

5. Invento: Bendición del agua bautismal en una palangana en el centro del coro, con el celebrante cara al pueblo y de espaldas al altar.
Práctica tradicional anterior a la reforma: La bendición del agua bautismal se hacía en el bautisterio, que estaba fuera de la iglesia o al fondo de ella. Los eventuales catecúmenos eran recibidos en el ingreso del templo, y allí eran bautizados, y podían después acceder a la nave, pero no al coro, como es lógico, ni antes ni después del bautismo.
En la práctica, se trató de sustituir la fuente bautismal por una cacerola de gran tamaño colocada en el centro del coro, y el motivo fue para que todos los ritos fueran realizados por los ministros cara al pueblo, según aparece claramente afirmado en los documentos de la Comisión, “a fin de que los fieles sean verdaderos actores de la celebración… por eso la Comisión ha escuchado las aspiraciones fundadas del pueblo de Dios… porque la Iglesia está abierta a los fermentos de la renovación”. Difícilmente podría comprobarse que el pueblo haya solicitado estos cambios que terminaron por destruir todo el orden de la arquitectura sagrada desde sus mismo orígenes hasta la actualidad. En una época, el bautisterio con la fuente bautismal estaba fuera de la iglesia, y más tarde, en su interior pero junto a la entrada, ya que el bautismo es la “puerta de los sacramentos”, que hace miembro de la Iglesia a quien está fuera de ella. 

6. Cambio: Alteración de la simbología del canto sicut cervus
Práctica tradicional anterior a la reforma: Al finalizar el canto de las profecías, el celebrante se dirigía hacia la fuente bautismal para proceder a la bendición del agua y al bautismo de los catecúmenos, mientras se cantaba el Sicut cervus. El canto precedía, lógicamente, la administración del bautismo. 
Como la bendición del agua se hizo en el coro, se hizo necesario inventar alguna ceremonia para llevarla al bautisterio, la cual se hace cantando el Sicut cervus, es decir la parte del salmo 41 que hace referencia a la sed que le sobreviene al ciervo después de haber sido mordido por la serpiente, y que se extingue solamente bebiendo el agua salvadora. Pero con los cambios, resulta que el ciervo ya ha bebido (el bautismo ha sido conferido). La simbología queda totalmente alterada. 

7. Invento: Se introduce ex nihilo la renovación de las promesas bautismales.
Práctica tradicional anterior a la reforma: No existía la renovación de las promesas bautismales y, en esta modalidad, no había existido nunca antes en las liturgias de Oriente y Occidente.
Se trata de una “creación pastoral” que no tienen ningún asidero litúrgico, con el fin de “tomar conciencia” de los sacramentos recibidos en el pasado. De un modo análogo se procede en la misa crismal del Jueves Santo con la renovación de las promesas sacerdotales. Con estas prácticas se introduce un vínculo entre el orden sacramental y el orden sentimental-emocional, entre eficacia del sacramento y toma de conciencia. Estas prácticas, que no tienen ningún fundamento ni en la Escritura ni en la praxis de la Iglesia, pareciera ser un débil convencimiento en la eficacia de los sacramentos.  

8. Cambio: Se introduce sin ninguna justificación litúrgica, la segunda parte de las letanías dejadas a la mitad antes de la bendición del agua bautismal.
Práctica tradicional anterior a la reforma: Las letanías se cantaba íntegramente y sin interrupciones después de la bendición de la fuente bautismal y antes de la Misa.
Se trata de una innovación incoherente e incomprensible.
9. Cambio: Supresión de las oraciones al pie del altar, del salmo Iudica me Deus y del Confiteor al inicio de la Misa.
Práctica tradicional anterior a la reforma: La Misa se inicia con las oraciones al pie del altar, el salmo 42 y el Confiteor
Se trata de un claro antecedente de los que sucederá algunos años más adelante, con el Novus Ordo Missae, en el cual el suprime definitivamente el salmo Iudica, que recordaba la indignidad del sacerdote que accede al altar. 

10. Cambio: En el mismo decreto se abolen todos los ritos de la Vigilia de Pentecostés con excepción de la Misa. 
Práctica tradicional anterior a la reforma: La Vigilia de Pentecostés poseía una serie de ritos particulares a los cuales se hace referencia en el hanc igitur de la Misa. 

Se trata de una ignominiosa e indignante abolición. El día de Pentecostés tenía, desde los más remotos tiempos, una vigilia similar a la vigilia pascual. Según los documentos de la Comisión, no hubo tiempo para reformarla y, por otro lado, no se la podía mantener en tanto que cincuenta días antes se habría celebrado una vigilia pascual totalmente reformada. Consecuentemente, se decidió eliminarla ignorando más de un milenio de tradición.

martes, 24 de abril de 2018

Desbrozando


A raíz del post titulado Avistaje de diaconisas, y a fin de no caer en una de las prácticas que con frecuencia criticamos, me parece que es necesario desbrozar, porque en los comentarios se comenzaron a mezclar conceptos, ideas y prácticas que no hacen más que confundir. Y empecemos por lo de las diaconisas.Creo que nadie en su sano juicio podrá negar el papel imprescindible que juegan las mujeres en la Iglesia, comenzado por el que más privilegiado de todos, el que le tocó en suerte a la Elegida, la Santísima Virgen María. El servicio que han prestado y prestan las mujeres es insustituible y no es necesario repasarlo: es por demás evidente.
Es verdad también que hay situaciones excepcionales en las que el papel de la mujer dentro del servicio a la Iglesia cobra un papel más protagónico. Es lo que ocurre en la Amazonía. Probablemente resulte difícil o imposible para nosotros, habitantes de medios urbanos, situarnos en esos contextos tan diversos. A mi me ayuda el recuerdo de unas religiosas que conocí y que suelo cruzar de vez en cuando: las Misioneras de Jesús Verbo y Víctima, que fueron fundadas en Perú en los ’60. Me consta que son religiosas piadosas, observantes y bien formadas. La mayor parte de sus fundaciones están precisamente en la zona de la Amazonía y su “carisma” es establecerse en lugares donde no llegan los sacerdotes. De hecho, a muchas de sus fundaciones en medio de la selva peruana o brasileña, el sacerdote las visita sólo una vez al año. En estos caso, me parece bueno y necesario que ellas no solamente enseñen el catecismo y visiten a los enfermos, sino que también bauticen, asistan como testigos a los matrimonios y los días domingo presidan algún tipo de celebración en la que puedan distribuir la Sagrada Comunión. Los cristianos que viven en esas remotas y casi inaccesibles regiones necesitan de los sacramentos porque los sacramentos son los medios ordinarios con los que Dios distribuye su gracia. Me parece, por tanto, que estas prácticas son buenas y no hay por qué eliminarlas o cuestionarlas. 
Otra cosa distinta es pretender ordenar a estas mujeres -sean religiosas o no-, como diaconisas, y primero habría que precisar que se entiende y que se entendió por tales en la tradición de la Iglesia. El documento El diaconado. Evolución y perspectivas, elaborado en 2002 por la Comisión Teológica Internacional, concluye luego de un meticuloso estudio: “La presente panorámica histórica nos permite constatar que ha existido ciertamente un ministerio de diaconisas, que se desarrolló de forma desigual en las diversas partes de la Iglesia. Parece claro que este ministerio no fue considerado como el simple equivalente femenino del diaconado masculino. Se trata al menos, sin embargo, de una verdadera función eclesial ejercida por mujeres, mencionada a veces antes de la del subdiaconado en la lista de los ministerios de la Iglesia. ¿Era este ministerio conferido por una imposición de manos comparable a aquella, por la que eran conferidos el episcopado, el presbiterado y el diaconado masculino? El texto de las Constituciones apostólicas dejaría pensar en ello; pero se trata de un testimonio casi único y su interpretación está sometida a intensas discusiones. ¿La imposición de manos sobre las diaconisas debe asimilarse a la hecha sobre los diáconos, o se encuentra más bien en la línea de la imposición de manos hecha sobre el subdiácono y el lector? Es difícil zanjar la cuestión a partir únicamente de los datos históricos”. Es decir, pretender restaurar el diaconado femenino sería equivalente a inventar el diaconado femenino, porque nadie sabe a ciencia cierta qué fue ese ministerio en la Iglesia primitiva. Los encargados de hacerlo serían los conocidos liturgistas de escritorio con un amplísimo poder de imaginación y creatividad. Non placet.
La solución que proponen nuestros beneméritos obispos es crear un nuevo ministerio para el que sugieren el repulsivo nombre de ginacólitas que, como vimos, desempeñarían  funciones similares a las que recién comentábamos que hacen las monjitas peruanas. Y yo veo aquí dos problemas. El primero es que ese servicio que desempeñan estas religiosas u otras mujeres en la Amazonía no tiene por qué extenderse a toda la Iglesia. Estamos hablando de una región geográfica muy particular, con características muy especiales y en las cuales este tarea desempeñada por mujeres es la única posibilidad que las comunidades cristianas reciban los sacramentos. Y yo me temo que los obispos pretendan, por una cuestión de corrección política, que poco a poco vaya extendiéndose con diferentes excusas a toda la Iglesia. Y entonces tendríamos que los casamientos de los sábados a la noche los celebraría una monja o una piadosa y rezadora feligresa, mientras el párroco y sus vicarios están viendo La casa de papel mientras comen pizza. Es lo que ocurre en la actualidad con los ministros/as extraordinarios de la eucaristía que distribuyen la sagrada comunión mientras el cura permanece cómodamente sentado en el presbiterio, o la llevan a los enfermos mientras el preste se dedica a hacer running.  
Y el segundo problema es que yo no veo la necesidad de inventar un nuevo ministerio para esto. ¿Es que las monjas de Jesús Verbo y Víctima u otras como ellas, están ofendidas porque no son ministras de algún tipo? ¿Es que han elevado cartas y peticiones al respecto? ¿Es que han organizados manifestaciones frente a los palacios episcopales? No. Absolutamente no. Ellas están lo más bien y tranquilas haciendo lo que deben hacer en las circunstancias extraordinarias en las que se encuentran. Las que sí organizan ese batifondo son las monjas que residen en elegantes conventos de Manhattan y que pasan el día infectándose con libros sobre ideología de género y sobre el machismo y el patriarcado en la Iglesia.
Pero sigamos desbrozando. Una cuestión estrechamente ligada a ésta y que también será tratada en el sínodo, es la referida a la posibilidad de ordenar sacerdotes a viri probati, es decir, hombres casados, de edad madura y virtud probada, que puedan celebrar los sacramentos en esas comunidades tan alejadas. Nuestra sensibilidad tradicionalista se eriza al escuchar tal posibilidad y enseguida reaccionamos descubriendo allí otra de las maquinaciones de los modernistas. Y creo que es un error. Es decir, creo que es un error considerar que la discusión sobre el celibato sacerdotal en la Iglesia latina es una cuestión de modernistas y, consecuentemente, es un gravísimo error entregarles a ellos esa bandera. En otras palabras, la discusión del celibato obligatorio para el clero secular latino no es un discusión de modernistas y conservadores; es una discusión que se da en otros niveles, más allá que algunos quieran quedarse con las banderas. Brevemente, se puede defender la tradición y, a la vez, estar de acuerdo con la posibilidad de sacerdotes casados, sin cometer herejías y sin traicionar a nadie. Y tengo varios argumentos para probar lo que digo.

En primer lugar, como todo el mundo sabe, el celibato no es condición necesaria para el sacerdocio, y no solamente porque así lo atestiguan los Hechos de los Apóstoles y las epístolas paulinas, sino la praxis misma de la Iglesia: el clero secular de las iglesias orientales, tanto católica como ortodoxa, puede estar casado, y de hecho, lo está, y esto ha ocurrido así desde los inicios mismos del cristianismo. Y otro dato importante: desde el pontificado de Pío XII al menos, a los sacerdotes anglicanos que estaban casados y se convertían a la Iglesia romana, se los ordena nuevamente y se les permite seguir casados. Y esta práctica se renovó recientemente con el Papa Benedicto XVI y la creación del ordinariato de Walsingham. Y aquí tenemos ya un elemento a favor a la ordenación de viri probati para la Amazonía: la Iglesia ya ha considerado un caso particular -los convertidos de la iglesia de Inglaterra- en el que la obligación del celibato ha sido levantada, y no ha sucedido ninguna catástrofe.
Para vayamos a argumentos de más peso que la pura praxis. El famoso cardenal Cayetano, comentador eximio de Santo Tomás de Aquino, redactó en 1530 para el papa Clemente VII un memorándum con sugerencias destinadas a combatir la herejía luterana. Allí aconsejaba, por ejemplo, que se permitiese a los laicos recibir la comunión bajo las dos especies, que no se exigiese a los teólogos luteranos una retractación formal, sino solo que confesasen creer lo que siempre había creído la Iglesia universal y, en relación a nuestro tema, que en Alemania los sacerdotes pudieran casarse (Cf. Jared Wicks (ed.), Cajetan Responds: A Reader in Reformation Controversy, Catholic University of America Press, Washington, DC 1978, pp. 201-203). Se trata de la misma idea: frente a una situación particular -el surgimiento del protestantismo-, la Iglesia podría dispensar de la ley del celibato a los sacerdotes del clero secular.
Pocos años después, la cuestión del celibato fue ampliamente discutida en el Concilio de Trento. Uno de los impulsores más importante fue el duque Albrecht de Baviera, cuyo legado, Segismund Baumgartner afirmó estar convencido de que en los países de habla germánica los católicos fieles y piadosos habían llegado a la conclusión de que “un casto matrimonio es preferible a un celibato deshonesto: castum matrimonium contaminato coelibatui praeferendum. Pronosticó, además, que la situación continuaría deteriorándose, a no ser que, en conformidad con los usos y costumbres de la Iglesia primitiva fueran admitidos a las órdenes sagradas varones bien formados y casados. Meses más tarde, el mismo duque Albrecht, a través de dos embajadores suyos enviados a Roma, pidió directamente al papa una doble autorización: para que los laicos pudiesen comulgar bajo las dos especies y para que “varones casados, rectos y bien formados, pudiesen realizar ciertas tareas eclesiásticas, especialmente predicar la palabra divina” (Concilium tridentinum: diarorum, actorum, epistolarum, tractatuum nova collectio VIII, Herder, Friburgo, 1901-ss, pp. 620-626). Pío IV contestó a la primera petición diciendo que eso era algo que estaba considerando el concilio y que él no deseaba interferir en el resultado del debate. La segunda petición se la transmitió a los legados, pidiéndoles que le hiciesen saber cuanto antes cuál era su opinión al respecto. Los legados consultaron el asunto con cuatro teólogos, que en su respuesta afirmaron que el matrimonio de los sacerdotes era contrario a la tradición de la Iglesia y, en su opinión, inconveniente, “incluso para estos calamitosos tiempos”. Pero no por eso la discusión terminó allí. El dominico español Juan Ludeña entabló un largo y tedioso diálogo imaginario con Calvino sobre el matrimonio y el celibato en el que reconoció que, aun cuando en las circunstancias de entonces existían buenas razones para dispensar del celibato y ordenar a varones casados, eran más fuertes las razones que desaconsejaban esa solución. Otros teólogos, como el dominico alemán Sanctes Cinthius y el franciscano italiano Lucius Anguisciolo, afirmaron, por el contrario, que asegurar la supervivencia de la fe en un país era más importante que la ley del celibato (Concilium tridentinum:… IX, pp. 446-458; 463-464, 465).
Los padres del Concilio de Trento actuaron con prudencia y sabiduría. La eliminación del celibato no habría frenado la herejía luterana. Pero el hecho que teólogos de la talla y ortodoxia de Cayetano haya propuesto la posibilidad de suspender la necesidad del celibato para situaciones y zonas geográficas determinadas, y que los padres del Concilio de Trento lo hayan discutido seriamente, muestra que no estamos meramente frente a una cuestión impuesta por los modernistas.   
Pero aparece el temor que señalábamos más arriba: ¿no se tratará de un ariete y, una vez permitida la ordenación de viri probati en la Amazonía comenzarán a reclamarla para todo el clero latino? Es una posibilidad, y una posibilidad cierta. Claro que no estoy de acuerdo, porque traería más problemas que los que solucionaría, y sobre este tema hablamos en el blog hace un tiempo y no vamos a repetirnos. 
Lo que no me parece acertado es reducir la discusión a una cuestión de modernistas. No lo es. Y, para el caso de la Amazonía, creería que sería razonable analizarlo. 

sábado, 21 de abril de 2018

Cuando los santos vienen reptando

por un colaborador del blog.

“¡Buscad las cosas de Arriba!”
Colosenses 3, 1.

El reciente documento papal (GE) es objetable en un sinfín de aspectos y de un sinfín de maneras. Su horizontalismo, su terrenismo, su mirada asfixiada y asfixiante en el círculo sin salida del hombre y sus minúsculos avatares temporales, la sistemática devaluación de nuestra Fe, la apología de lo mediocre pueden ser ejemplificados con gran número de frases extraídas de la penosa Exhortación. Errores sutiles o burdos se han ido marcando y se seguirán haciendo en el correr de estas semanas. Citas trampeadas de san Agustín, san Buenaventura, santo Tomás han sido de inmediato denunciadas y desenmascaradas en su vil manipulación: recortadas, mochadas al mejor estilo Viganò. Y así, muchas otras falacias del texto están siendo cuidadosa y minuciosamente explicadas en diversos medios.


También se ha manifestado ya (a riesgo ya de caer en tautológicas trilladuras) lo banal del estilo simplista, minimalista, trivial e insípido. No es justamente un texto (¿hará falta decirlo?) que encienda los corazones en el fervor gallardo, que enardezca a los desmotivados jóvenes a librar feroz batalla en favor de la santidad ni nada semejante. No es precisamente un texto que hinche los pulmones, empañe los ojos y mueva el alma a lanzarse de lleno a la locura de la santidad. La épica no es su fuerte. Muy por el contrario, se esmera en Pontífice, desde el primer renglón hasta el último, en mantener intacta su caligrafía (esa letra diminuta) con que vindicar la mediocridad.
De Francisco hubiera dicho Chesterton: enarbola la sencillez, que es un pomposo nombre para la moderación, que a su vez es un nombre elegante para la mediocridad.
Y esto, más que en tal o cual frase puntual del texto, hay que descubrirlo en su clima general, su atmósfera; insistamos: en su caligrafía. Aquí sabe más el buen paladar que el aceitado silogismo. Pues se trata de eso: de un sabor, un inefable sabor pastoso, terroso, arcilloso, sin reminiscencias ni a la Roca ni al Agua ni al Fuego, que son los precursores de todo lo que sabe a Dios. Además, dirían los enólogos, es un vino “corto”, que se apaga en la boca de inmediato.
Disculpen lo extremadamente analógica de la descripción, pero no es fácil acertar en los términos cuando de “esto” se trata…
Hay algo paradojal en el estilo verbal de Francisco; algo así (si se me permite) como un contra-Kells. Si era asombrosa la proeza de las iluminaciones medievales, que lograban en una sola letra meter tanto arte, tanta belleza, tanta verdad… aquí el fenómeno es inverso (y no por eso menos asombroso): que pueda decirse tan poco con tantas palabras. O incluso más: que pueda decirse la misma nada inerte de un modo tan facundo y ampuloso.
Pero hay dos cosas apenas más asibles que esto del “clima y sabor general” que vale la pena intentar poner entre vidrios para concienzuda biopsia. Pues son dos masas malignas que no sólo molestan allí donde se dan, sino que (por el lugar neurálgico en que están ubicadas) corren el tremendo riesgo de generar una metástasis general en poco tiempo.
Urge biopsia. Urge cirugía. Urge extirpar. Y (lo siento mucho) urge luego un largo tratamiento agresivo que garantice la salud.
Un asunto es la distorsión del vínculo entre el amor a Dios y al prójimo; entre el primero y segundo mandamiento. Y la otra cuestión es el achicamiento, la enanificación de la santidad.
Para lo primero puede ser de provecho partir de una cuestión muy colateral: sabido es por todos lo que el papa aborrece la teoría económica del derrame o rebalse. Esa que insiste en que la sociedad crece en su nivel de vida de arriba hacia abajo y no al revés. Mi ignorancia en esta materia es supina de modo que no opinaré al respecto (y aunque lo hiciera, está claro que el asunto debe ser opinable y para nada dogmático) pero sí me atrevo a notar que esa misma objeción es la que Francisco aplica ahora a la caridad. Y en este caso sí es dogmática la sentencia que afirma la “teoría del derrame”.
¿Qué significa esto? Que la Teología de los Padres, de la mejor Escolástica y el Magisterio completo, fundados en las Sagradas Escrituras, afirman con claridad y vehemencia que el amor a Dios es la única fuente de toda Caridad, y que en la medida que este amor se arraiga en el creyente, y se cultiva y se custodia y se riega y abona y se desarrolla… produce frutos de amor fraterno, de amor al prójimo. Y que esto no funciona de modo inverso. Por más que uno subsidie e inyecte un flujo de filantropía macanuda en la base del sistema, esta sensibilidad social no sube por capilaridad hasta irrigar el amor a Dios.
El supuesto “protocolo” del Juicio de Mateo XXV, por un lado no puede ser aislado del resto de las Escrituras al mejor estilo Protestante, y más allá de eso, analizado solo tampoco arroja esta astringida resolución de la santidad en el amor al prójimo. Lo que allí se plantea es que ese amor a Dios sobre todas las cosas (y todas las personas y todos los pobres y todos los hambrientos y todos los presos y enfermos y todos los vagabundos y todos los inmigrantes), ese amor se manifiesta (como la causa se muestra en sus efectos) en las obras de misericordia.
Por eso dirá santo Tomás que la virtud de Religión (aquel hábito a cultivar por encima de todo hábito: el hábito de religarse al Señor, de vincularse a Él en un trato asiduo, íntimo, profundo, creyente, agradecido, compungido, leal, amoroso), que esa virtud es mayor a todas las virtudes humanas. Es el sarmiento injertado en la vid verdadera de Jn XV.
Ciertamente quien dice que ama a Dios y odia a su hermano es un mentiroso (1Jn IV, 20): no es cierto que ame a Dios, pues el fruto no cae lejos del árbol y por los frutos es que se conoce de nosotros el Amor de Dios derramado en nuestros corazones. Y no porque el amor al hermano sea el amor a Dios, como se intenta instalar.

A tal punto esto es así que la sana Teología insistirá en algo escalofriante para los filántropos: que el hombre, el prójimo, no es lícito amarlo por él mismo, sino por efecto rebote, porque Dios lo ama, o por el Dios que lo habita. Por “derrame”. No dice el protocolo: “aquel pobre tuvo hambre y no le diste de comer” sino “Yo tuve hambre y no Me diste de comer… en el pobre”.
Por eso, quien sirve a su hermano sin amor a Dios, es un mentiroso, vive enfangado en la más rastrera mentira.
Cuando el Evangelio avisa que el segundo mandamiento es “semejante” al primero (Mt XXII, 34), emplea un término muy preciso: no dice que sea igual, que sea convertible, que sea lo mismo: semejante es la expresión y es muy elocuente, pues nos remonta sin escalas a la creación misma del hombre, que no es Dios sino una hechura Suya, semejante a su Autor.
Incluso el texto de la Carta de Santiago (tan manipulada) respecto a la Fe con o sin obras (Sant II, 18), apunta exactamente a lo mismo: las obras “muestran” la Fe, que es la que en verdad vale; las obras son el epifenómeno de ese divino Fuego derramado en nosotros.
No son el Fuego, sino su calor; no son el Sol sino su resplandor.
Aún muy lejos de la santidad, esta experiencia del “derrame” la hemos tenido todos: ¿quién no ha experimentado, en primera persona, el modo concretísimo en que esa Lectio divina bien hecha, ese Rosario rezado con fervor, esa Hora de Adoración eucarística redundara en la calidad de mi paciencia, de mi afabilidad, de mi generosidad, de mi servicialidad? ¿Quién no ha experimentado alguna vez cómo, cuando crece por la plegaria el amor a nuestro Señor, el corazón enamorado se ensancha, se enciende, se aligera y ocurre el milagro: todo cuanto lo rodea cobra otro cariz, desde el color de los árboles hasta el rostro del mendigo…
Llama la atención que un documento extenso y minucioso sobre la santidad no mencione siquiera una sola vez ni a la Lectio divina, ni al Rosario ni la Adoración eucarística… ni a la Misa y Confesión siquiera. Y no es que las mencione poco, o sin ponerlas en el debido centro… no, no: directamente están ausentes.
Para ser más exactos, en verdad, una sola vez en todo el documento menciona el valor de la oración, la Misa, la confesión, los sacrificios, la devoción y la dirección espiritual: los menciona a todos juntos en el nº 110, para avisar que no hablará de ellos.
Escalofriante.
Invertir el orden interno del Mandamiento del Amor, o peor aun, absorber y reducirlos ambos en el segundo es, de algún modo, la madre de todos los males y deformaciones que se están operando. De allí se sigue la persecución y el fustigue de cuantos se “obsesionan” (sic) por cuidar la Liturgia, los que buscan el insano (sic) beneficio del silencio, los que, poniendo los ojos en blanco, rezan “mucho” (sic) cuando no hace falta que sea tanto… generando con estas prácticas un descuido del pobre e indigente.
Imposible es no recordar a Judas, ladrón en infinidad de sentidos, cuando objeta el nardo vertido con amor sobre los Pies del Señor, siendo que con esa plata podría haberse ayudado a un montón de pobres (Jn XII, 5). Y no menos, en la otra escena de Betania (Lc X, 38), caso único (un auténtico hápax) en que el Señor, al corregir, llama dos veces por su nombre a la persona corregida (Marta, Marta), al notar la molestia de la mujer por la primacía del Primer Mandamiento por sobre el segundo.
Hasta ahí, el primer problema. El primer tumor.
Lo segundo tiene que ver con la fisonomía de la santidad. Seguimos (no huelga avisarlo) parados sobre el epicentro mismo de nuestra Fe, de nuestra identidad cristiana. ¿Qué es un santo? Responder a esto no es periférico sino dar en el blanco del paradigma del discípulo de Jesús.
Y la Iglesia, por dos mil años, recibiendo como un ascua encendida las palabras mismas del Maestro, nos ha transmitido el ideal de santidad con temor y temblor, en una certeza abisal de estar proponiendo un “imposible para los hombres” (Mt XIX, 26). La Iglesia, no sin vértigo, ha repetido sin ambages lo que a su vez recibió: sed perfectos como Dios (el Padre) es perfecto (Mt V, 48).
Y ha erigido este ideal, esta meta, esta cumbre del monte, avisando que el desafío es para todos, la propuesta es para todos, aunque sean muy pocos los que en verdad alcancen la cima. No dice por eso que quienes no alcancen la cima queden descalificados. En absoluto. Pero pocos llegan propiamente a la cumbre. Y esto no desanima: a todos nos hace bien que la meta sea alta, incluso inalcanzable, pues (como enseñaron tantos) el arco ha de lanzar la flecha bien alta, a sabiendas de que en el recorrido declinará su trayecto.
Los santos, en su impresionante luminosidad, en su majestuosa gloria, en el admirable heroísmo, incluso en la sensación que nos provocan de “imposible” para nosotros, es que nos atraen y alientan hacia la meta.
El tremendo y garrafal error del Documento pontificio consiste en hacer todo lo contrario: en abajar la santidad, en achicarla y acercarla, en avisar que los santos tampoco es que fueran tan, tan… “perfectos” (sic)… y en re-proponernos la santidad recalculando el tiro, que ya no ha de apuntar hacia la cima inaccesible, sino a una altura media, lógica, normal. Como si dijera: no trates ya de apuntar tan alto, tan alto; no darás a la caza alcance; apunta bajo, a la casa del vecino, a ser medianamente buenazo, “un buen tipo” (sic), que lo otro es historia pasada de gnósticos y pelagianos.
El problema (entre varios otros) es que, según Galileo al menos, si la flecha apunta no al Cielo, no a la perfección del Padre, sino a la casa del vecino, la flecha no llegará siquiera a la medianera sino que caerá a una palma del propio arquero. (Nunca sospechamos que un Papa condenaría al astrónomo por su teoría de la trayectoria parabólica de un proyectil en un campo gravitatorio).
El problema de reducir la santidad a no ser chismoso en el mercado (GE 16) no es sólo que la santidad es mucho más que eso… sino que, paradójicamente, no se logrará siquiera ese cometido. Por la caída de tensión. Pues gravitamos sobre el mal. Salvo que el fomes peccati también haya entrado en el nuevo Índex.

Santa Teresa lo dice a su modo: si no lo son las obras, hermanas, que al menos los deseos sean grandiosos, altos, sublimes. Que del deseo a la acción es inevitable la merma.
La vida de los santos debe seguirnos fascinando, deslumbrando, aunque (y porque) experimentemos estar a años luz de poder vivir así. “Si él pudo ‘eso’, yo he de poder, al menos, un 5% de eso”, nos hemos dicho todos leyendo conmovedoras hagiografías. A nadie le mueve el amperímetro una señora que en el mercado no critica, que con el hijo no se impacienta o que ante el pobre no muestra indiferencia (GE 16). Esta señora seguramente logra todo eso por mirar la vida de los grandes santos y, encendida por tan luminoso ejemplo, comienza por estas cosas. Si el cambio de paradigma nos ubican a la señora del mercado en el lugar de santa Catalina o santa Teresa… a lo más lograremos evitar que en el mercado nos robemos una manzana.
No quiero aburrirlos con obviedades, pero parece inevitable aclararlo: cuando la Iglesia nos alienta a buscar la santidad en lo ordinario del diario-vivir lo que nos está pidiendo es que transfiguremos lo cotidiano en sublime, la rutina en prodigio, lo normal en milagro. Que santifiquemos lo ordinario. No que tornemos ordinaria la santidad.
El puñado de levadura leva toda la masa. No se trata, ciertamente, de que la harina saque de su costal lo mejor de sí misma. Pues siempre será harina. Es la levadura la que hace posible el pan.
Nos han querido achicar la santidad. La han encogido. La han hecho humana y normal. Ya no se trata de estar muerto para que Cristo viva en uno (Gal II, 20), sino que se trata de ser macanudo.
Nos han robado el color de la santidad. Y lo más vil: la han hecho “posible” (Cf la nota 47, de GE). Posible porque ya no es una gracia, un milagro otorgado de lo Alto, sino el arte de sacar cada cual “lo mejor de sí mismo” (¡sic!) (GE 11), sin desmesuras.
Ni siquiera es la santidad pagana, la griega si se quiere, la del héroe espartano. Es la santidad del pequeño burgués moderno. Que riega las macetas de malvones de su jardincito y tiene la santidad de estirar su manguera para regar también las macetas de su vecino, el del huertito de al lado.
El nuevo invento se llama: santidad clase media, (sic), para todos y todas. Y al alcance de la mano. Esto significa: una santidad (en términos espirituales, presumimos) ni muy rica ni muy pobre: clase media. Es la santidad-bonsai, de raíces prolijamente recortadas, que hacen posible tener un ombú en tu departamento sin que estorbe. Es la santidad buenista, del que no hace olas, del tipo prolijo y educado, que cede el paso en el tránsito y evita tocar la bocina. Es la santidad civilizada, domesticada, chiquita, rastrera. Ya sin esos aires un tanto dionisíacos de “locura” (1Cor II, 14), de “extremosidad” (Jn XIII, 1) con que los santos “de antes” han desestabilizado por completo su entorno o, incluso, a la Iglesia entera. Hoy a eso se le llama “fanatismo”. Hoy se nos alienta a dejar de desear esas locuras, a no mirar mucho la forma concreta en que ellos encarnaron la santidad; se nos exhorta a “no entretenernos en los detalles” (GE 22) con que vivieron, pues pueden haber sido erróneos (sic) o propios de su época. Y se nos pide, más bien, limitar nuestra imitación a que ellos amaron y a nosotros se nos pide “lo” mismo, así, en un vacuo neutro inofensivo. Ya no se trata de mirar el aguileño vuelo aristocrático de los santos, ni su marchar glorioso; el góspel canta ahora: “Cuando los santos vienen reptando”.
No podemos dejar pasar lo de “santidad clase media”: nada más burdo y tergiversado. Si hay algo maravilloso, en verdad sublime, de este milagro de la cristificación, es que nosotros, pordioseros, mendigos del Absoluto, seamos llamados a la aristocracia célica, a co-sentarnos con el Rey (Ef II, 6) como Príncipes coherederos. Ver a pescadores analfabetos de Galilea elevados a esta nobleza y tras ellos a una muchedumbre de testigos, es de las verdades más bellas de nuestra Fe.
Nadie pretendía que se hablara de théosis, de divinización (aunque no es otra cosa la santidad), ni del misterio transfigurativo de la vía unitiva… pero nunca imaginamos que la pigmea reducción iba a ser tan abrumadora, que el achicamiento podía escalar a semejante enanismo.
Lo que nos han querido vender es la más brutal apología de la mediocridad como estilo de vida ideal del cristiano.
Es falsa la moneda y falso el monedero. Y el tumor: muy maligno.
Hasta aquí, el segundo asunto.
Digamos, a modo de corolario, que esta doble constatación (lo invertido del Mandamiento Nuevo y la devaluación de la Santidad) no tiene por mero cometido constatar los errores del papa reinante (tres mil palabras para concluir eso sería una concesión muy generosa). Ni debe dejarnos amargados o desalentados. Omnia in Bonum. No hay mal que por bien no venga. Debe ser ésta la ocasión más favorable para renovar nuestro cristianismo: tanto nuestro compromiso por cultivar la virtud de religión, para amar con mayor intensidad a nuestro Señor, como para renovar nuestra fascinación por la vida de los santos, esos inmensos faros que iluminan la tormentosa noche de nuestra barcaza.
Estas provocaciones deben ser acicate. No un dardo que nos adormezca sino todo lo contrario: un aguijón que nos azuza y espolea para redoblar la marcha.
No estamos dispuestos a plantar el cedro en maceta (Hölderlin) ni estamos dispuestos a instalarnos cómodos en la casilla de las macetas (Green). No nos conformaremos con menos que la divinización (Ratzinger). Para nosotros y para los otros. Pues la Caridad (la genuina, no la falsificada) nos urge. La vida por esto.
Redoblemos el grito vigoroso de nuestra Fe: ¡buscad las cosas de Arriba! ¡La vista fija en las cosas del Cielo, no en las de la tierra! (Col III, 1-2). Que Cristo descendió para ascendernos, se empobreció para enriquecernos, se humilló para elevarnos. Que Dios se hizo hombre para divinizarnos, ¡no para humanizarnos! ¡No repten!, ¡no se contenten con un cristianismo rastrero; ¡remonten vuelo!, ¡que han sido creados para las Alturas!
Y que el ocaso de nuestra vida nos encuentre roncos de gritar estas certezas.
Alegrémonos y regocijémonos porque nos son concedidas estas grandes verdades incandescentes, y si somos perseguidos o humillados por su causa, mayor aún sea nuestra alegría y regocijo. Levantemos la cabeza. El Señor está próximo. Ya llega nuestra liberación.

miércoles, 18 de abril de 2018

Avistaje de diaconisas


Uno de los frutos del Concilio Vaticano II fue la creación del sínodo de los obispos como una institución permanente. La idea no era mala en sí y retomaba la larguísima tradición de los sínodos, tanto de la Iglesia Oriental como de la Occidental. El problema fue que, en la práctica, muchas veces fueron problemáticos y fácilmente manipulables. Basta recordar el sínodo de 1974 que dio como fruto la Evangelii nuntiandi de Pablo VI,  y en el que se estuvo a un tris de meterse a discutir en serio  sobre el sacerdocio femenino y en el que se alentó la teología de la liberación aunque ese aliento podría haber sido mucho más dañino aún de lo que fue. Quien frenó esta posibilidad fue uno de los relatores, el cardenal Karol Wojtyla, a quien se debe mucho más de lo que se le reconoce en esta reunión. Pensamos solamente que el otro relator era nada menos que el cardenal Eduardo Pironio y que los presidentes del sínodo eran los cardenales König de Viena y Landázuri Ricketts de Lima. De allí podría haber salido cualquier cosa.
Esta breve introducción histórica viene a cuento porque en octubre de 2019 se reunirá el Sínodo Especial sobre la Amazonía. Y ya podemos comenzar a prepararnos para días de zozobra similares a los que tuvimos hace unos años cuando el último sínodo dio pie al famoso documento referido a los Amores de Leticia.  
Los sínodos, como cualquier otra reunión democrática de este tipo, son fácilmente manipulables. Quienes hayan participado de alguna asamblea estudiantil en los claustros universitarios seguramente se habrá asombrado de la capacidad de tiene la izquierda de manejar esta clase de reuniones y salirse con la suya. Para nuestro caso, basta leer el capítulo IV de The Dictator Pope para conocer en detalle el modo en el cual el Santo Padre se valió de todos los instrumentos lícitos, y de los otros también, para que el sínodo dijera más o menos lo que él quería que dijera, y no dijera lo que no quería que se dijera. Y, según me comenta mi amigo el Barrendero del Sacro Palacio, se están ya preparando maniobras similares para ese  encuentro episcopal.
Así como en el sínodo de la familia el objetivo fue permitir que se acercaran a la comunión eucarística los separados que viven en concubinato, uno de los objetivos del próximo sínodo tendría como fin reposicionar a la mujer dentro de la Iglesia habilitando una suerte de diaconado femenino. Se trata de un tema carísimo al progresismo y por el que estuvo luchando desde los ’70. Vale recordar lo que seguramente comenzará a recordarnos el bergoglismo dentro de poco y es que en 1972, cuando las aguas se habían embravecido, el deletéreo Pablo VI, en vez de definirse como lo haría más adelante Juan Pablo II, promulgó una carta apostólica llamada Ministeria quaedam en la que, además de abolir las órdenes menores, determinaba que los ahora “ministerios” del lectorado y acolitado, eran ministerios propios de los laicos -no órdenes- y, además, alentaba a las conferencias episcopales a la “creatividad” para la invención de otros nuevos ministerios: “Nada impide que las conferencias episcopales soliciten a la Santa Sede la creación de otros cargos, más allá y por encima de los que son comunes a toda la Iglesia, si llegan a la conclusión de que eso es necesario o útil por razones que son peculiares a sus propios territorios. Son ejemplos de este tipo de cargos los de exorcista, portero y catequista”. 
Esta olvidada puerta abierta por el Papa Montini parece que será aprovechada para hacer ingresar un nuevo caballo de Troya. Se pretende la creación de un nuevo ministerio destinado a las mujeres que las convertiría prácticamente en diaconisas. No utilizan ese término, que despertaría demasiados rechazos, sino que, merced a la acostumbrada astucia jesuita y aguzando la creatividad de los curiales, proponen uno nuevo: el ministerio del ginacolitado (No es broma; les aseguro que es en serio).
El tema será discutido abiertamente el próximo mes de julio en el V Congreso Americano Misionero, que tendrá lugar en Santa Cruz de la Sierra (Bolivia) y para el cual se ha elaborado un instrumentum laboris que, en sus números 271 - 273 trata específicamente del tema. Concretamente, se dice:
272. De estas notas sale el perfil y la misión específica de las mujeres, con el rango de ministerio eclesial, como “ginacolitado”, que podría tener las siguientes funciones y atribuciones ministeriales: Sus funciones específicas serían: a. La del proclamación y predicación Evangelio en la Iglesia y en el mundo, como los diáconos; b. El ministerio de la consolación ante el vasto mundo del dolor en cualquiera de sus múltiples manifestaciones (atención a los enfermos, pobres, encarcelados, refugiados, marginados, descartados de todo tipo, es decir, ante “los crucificados” del tiempo presente); c. La corresponsabilidad con el párroco, en el marco de la comunidad parroquial, si bien, como ocurre con los diáconos, se trata de una corresponsabilidad subordinada a la del párroco, cuyas atribuciones se pueden estipular bien en el funcionamiento del Consejo Parroquial. d. Y podrían celebrar los sacramentos del Bautismo y del Matrimonio, al igual que los diáconos actuales. 
273. Las mujeres ginacólitas serían mujeres, religiosas o laicas solteras o casadas, que, tras estudiar el mismo curriculum teológico de los sacerdotes, llegan a ser teólogas, como los presbíteros, se forman como tales en comunidades cristianas de vida compartida, con las exigencias convenientes y reciben de parte del Obispo el ministerio del Ginacolitado así como el nombramiento pastoral para la parroquia o comunidad cristiana que les corresponda.
Nadie duda que la propuesta de la ginacólitas será aprobada entre aplausos, vítores al Papa reinante, escupitajos de coca recién mascada, mate y taparrabos. Y pocos meses más tarde, el sínodo de los obispos en Roma recogerá paternalmente el clamor del Pueblo de Dios que solicita a sus pastores este nuevo y creativo ministerio para sus postergadas féminas que, aunque no llevarán el noble título de "diáconos" ni vestirán estola y dalmática (aunque seguramente los liturgistas de turno, asesorados por Dolce y Gabana, les inventarán algún ornamento apropiado), ejercerán sus mismas funciones. 
Como vemos, la estrategia que seguirá el Papa Francisco será evitar la discusión acerca de la validez o invalidez del sacramento del orden para las mujeres y “ordenar”, de hecho, mujeres diaconisas que, sin participar propiamente de ese sacramento, ejerzan todas las funciones que la Iglesia siempre reservó a los diáconos. 
Preparémonos porque tendremos un año agitado, y recemos para que el buen Dios se acuerde de nosotros… y le conceda cuanto antes al Santo Padre su merecido descanso. 

lunes, 16 de abril de 2018

Conversaciones vespertinas



Wanderer, Conversaciones vespertinas, Iota, Buenos Aires, 2018, 295 pp.
Acaba de publicarse el libro que reúne buena parte de los mejores artículos publicados en este blog a lo largo de sus más de once años de existencia, los que han sido actualizados, fundamentados con referencias bibliográficas o periodísticas y enriquecidos con los comentarios que dejaban los lectores. Se han agregado, además, varios artículos que nunca habían sido publicados o que discuten temáticas actuales.
Cincuenta capítulos o, mejor aún, cincuenta conversaciones amicales son las que integran este libro, en las que se discuten temas relacionados con la fe y la Iglesia católica, y la crisis por la que atraviesa desde hace varias décadas y que se ha agravado hasta límites impensables con el pontificado del papa Francisco. 
No se trata, sin embargo, de conversaciones sobre la coyuntura o sobre las últimas noticias aunque ambos elementos se encuentren también presentes. Se trata más bien de reflexiones desde la teología, la filosofía y la historia que ayudan a comprender el momento actual e intentan proyectar alguna luz sobre el futuro que se percibe entre las sombras del atardecer. 
Fue así que las reuniones que dieron pie a este libro se dieron a la pálida luz del ocaso, vespertinamente, pero para alumbrar el conocimiento con el anhelo del alba. No se trata de un libro oscuro, desesperanzado y pesimista. Por el contrario, es un libro que intenta señalar los primeros rayos que anuncian la alborada, escrito en el tiempo y en la penumbra -“El tiempo fluye en medio de la noche”, decía el rey San Alfredo- en la espera del otro tiempo, de aquel que no tendrá fin, y que fluye en la radiante luz de la Eternidad.

En Argentina, el libro puede conseguirse en Editorial Vórtice, cuyos datos de contacto figuran en la columna de la derecha de esta página.
En Mendoza, en librería volante "Tiempo del ángel". Contacto al +54 9 261 304-2958. 
El libro también pueden comprarse en Amazon.com y en Amazon.es, tanto en formato Kindle como en papel. 

sábado, 14 de abril de 2018

La clase trabajadora va al paraíso

por Antonio Caponnetto

Comenzada la década del ´70 del siglo pasado, dos activistas de la izquierda italiana, Elio Petri y Hugo Pirro, le dieron  vida a una película entonces muy comentada, cuyo título contenía un trágico sarcasmo:La classe operaia va in Paradiso; esto es, “La clase obrera va al paraíso”. 

El motivo de la metáfora lo da su protagonista central,Ludovico Massa, quien cuando entra en estado de demencia tras un sinfín de peripecias, imagina que hay un muro por derribar, y que tras él se encuentra el anhelado  edén del proletariado, la merecida tierra feliz de los que han sido alienados aquende la terrible pared, por el trabajo esclavista del capitalismo. Mitad grotesco, mitad dramático –como el mejor cine italiano- el abajamiento sociológico (más específicamente,clasista) de los enunciados teológicos del cristianismo, quedaba en evidencia. Parodia de la salvación genuina, la concebida por el marxismo tiene su propio vergel adámico, reservada monopólicamente para los trabajadores.
Medio siglo después,de la mano de un escritor asociado al Modernismo: Joseph Malegüe,en su novela Pierres noires.Les classes moyennes du Salut, Jorge Mario Bergoglio acaba de proponer “la clase media de la santidad”. Lo hizo en su reciente Exhortación Apostólica Gaudete et Exsultate(n.7), labrando un nuevo paso en este reduccionismo sociologizante de la vida salvífica, un nuevo hito en la caricaturización de la teología sometida a la sociología. Con lo que se comprueba una vez más el aserto de Gómez Dávila: “la herejía que amenaza a la Iglesia en nuestro tiempo es el terrenismo”.
Adjudicarle la santidad a un segmento social, o proponer como paradigma de santidad a determinado estamento social, conduce fatalmente a varios errores. Enunciemos dos. 
El primero es el clasismo. Creer que sólo “el pueblo” es toda la sociedad, sosteniendo en paralelo que ese “pueblo” mentado es únicamente el sector más numeroso, mayoritario y golpeado por los avatares políticos. Por lo tanto, el bien común no será el de la nación entera o el del cuerpo comunitario en su conjunto, sino el de una categoría predeterminada ideológicamente. 
El abate Sieyes identificaba a la nación con el tercer estado; Marx con el proletariado; la llamada Teología del Pueblo, en la que abreva Bergoglio, con las periferias; pero en todos los casos el siniestro criterio resulta el mismo: es la conciencia de clase la principal protagonista de la historia. De clase víctima y sufriente, en pugna maniquea con el resto del cuerpo social. La Revolución explica la Revelación; la Sociología la Teología,las Postrimerías sobrenaturales Infierno y Gloria están condicionadas al clasismo intrahistórico.
Bergoglio propone casi de un modo crudo, y en explícito parafraseo de autores como Proudhon o Engels, la socialización de los medios de producción de “santos”, el colectivismo de la gracia santificante.  Nadie se salva solo(n.6). Fuera de un pueblo no hay salvación. La santificación es un camino comunitario(n. 141). Eremitas, contemplativos,monjes de clausura y orantes silentes, están en problemas si no se adaptan al servicio social, algo que ya les fue dicho en la Constitución Apostólica Vultum Dei Quaerere, del 2016. 
Por el contrario, corren con ventaja “los hombres de la puerta de al lado”(n.6), los integrantes del “público municipal y espeso”, que mentara Darío; los integrantes del qualunquismo ideado por el comunista Guglielmo Giannini, “la media aritmética” tomada como paradigma social por el funesto Durkheim. Si al fin de cuentas, según parece, Dios no quiso otra cosa que “entrar en una dinámica popular” (n.6); rechazando el concepto elitista de “unos pocos para unos pocos” (n. 89). Así que nada de puertas estrechas (Ls. 13,22-30), ni de “pocos elegidos”(Mt. 22,14), ni de pusilla grex (Ls. 12,32) ¡Santidad para todos y todas,ya!, que el Señor “se hizo periferia”(n.135). Y contingente y flojo como es, “Él depende de nosotros para amar al mundo”(n. 108).
Se deduce que el segundo error al que aludíamos antes, junto con el del clasismo, es la desnaturalización de la santidad. Lo que es aún más grave, si cabe; y posiblemente una de las manifestaciones heretizantes más dolorosas de este extraño pontificado. Pero no es una novedad sino un error remozado. Hace años, en efecto, que venimos protestando la imposición de una equívoca espiritualidad entretejida de abdicaciones, de contemporizaciones y de compromisos seculares, que no sólo rechaza la incompatibilidad entre la perfección cristiana y el amor al mundo, sino que propone precisamente un modelo de santidad asociado a la vida ordinaria, común y corriente, sin los sobresaltos extraordinarios de los santos auténticos, sin el heroísmo ni el sacrificio ni las renuncias que nos relatan las nobles hagiografías, y con los defectos y ocupaciones habituales de cualquiera. Para alcanzar tal estado bastaría convertirse en un módico ciudadano más, que pasa inadvertido en el trajín de sus ocupaciones laborales.
En la version neoconservadora de este modo de ser santo, el prototipo es el pequeño burgués, el profesional actualizado que se vale de su oficio para el proselitismo cristiano, y al cual se le ha dicho que su celda es la calle. Su modo de vida no tendrá nada de singular. Transcurrirá sin contrastes exteriores,sin sacudidas, indistinguiéndose del resto de los mortales, cuidándose únicamente de no creer que el templo es el lugar por antonomasia del creyente, o que es válida la contemplación pura, inactiva, sin el vértigo del trabajo. Así se hallará textualmente prescripto en los textos fundacionales y tulelares del Opusdeísmo.
En la versión bergogliana el prototipo se aplebeya un poco. Ya no es el profesional exitoso, el ejecutivo próspero y el funcionario maleable a cualquier gestión demoliberal, pluralista y moderna. Ahora es “la señora que va al mercado” y no chusmea con su par durante las compras(n.16); el vecino de la puerta contigüa que “no trata de desalentarse cuando contempla modelos de santidad que le parecen inalcanzables”(n. 11). Elige uno a su medida y todos contentos. Y si quiere ser mártir –clérigo o laico, bautizado o infiel- le bastará con participar en alguna de las tantas opciones subversivas que ofrece desde hace décadas la guerra revolucionaria del marxismo. Basten los nombres terroríficos de Angelleli o Romero. 
Tampoco se crea que es tan fácil,vamos. Si alguien de la clase media de la santidad entrara en contacto amistoso con algún católico enamorado del ocio contemplativo, de la plegaria inútil, de la belleza litúrgica, de la recta e imperecedera doctrina, o preocupado por la claridad y la seguridad dogmática, o “inquebrantablemente fiel a cierto estilo católico”(n.49), estaría traicionando su conciencia de clase santificadora; y en definitiva, convirtiéndose en un colaboracionista del antipueblo de la salvación. Para ellos sí, pelagianos y gnósticos, se vuelven a abrir las puertas del infierno, con la anuencia del beato Scalfari. A los oligarcas y elitistas la condenación, a los compañeros la salvación. Es lamentable, pero debemos decir que quien no haya estado en la Plaza de Mayo hacia 1973, no podrá inteligir la clave de bóveda de este adefésico y desconcertante magisterio que hoy llega de Roma. 
Abaratada la santidad, abajada hasta el nivel de una casta o de estratificación colectiva; sociologizado y desacralizado el martirio,elevado a los altares personajes ante quienes antaño se nos hubiera pedido rehuir considerándolos malas compañías, el misterio de la gracia se banaliza, la salvación se vuelve trivial,y al cielo ya no se lo arrebata por asalto: se llega por las anchas avenidas de las masas rugientes,como a un estadio de fútbol.
“El santo es el héroe delante de la gloria del cielo”, decía Anzoátegui; y “el heroísmo del héroe consiste en llamar a la puerta de Dios para ofrecerse a la muerte”. Se nos conceda la gracia de resistir santa y heroicamente tanto agravio a la Verdad, tanta conculcación del Bien, tanta traición a la Hermosura. Se lo pedimos a María Santísima, debeladora de todas las herejías. A Ella, una vez más, con insistencia firme, las lauretanas letanías, y este envío al final:
Desconsuelo de ausencia, tu manto en la bandera,
de varones ecuestres, acaudillando proezas,
congoja de mitrados con tres cantos del gallo,
aflicción de liturgos desterrando bellezas.

Señora de esta tierra que erigiera en tu nombre
una proa española y un galopar de potros,
escúchanos la súplica, el rezo esperanzado:
¡Ora pro nobis ;Madre, Ruega a Dios por nosotros!