martes, 27 de octubre de 2020

El problema es la castidad

 

Resulta difícil dimensionar la gravedad de las palabras del Papa Francisco alentando la unión civil de personas homosexuales. No se trata ya, como pretende el neoconismo impenitente de algunos miembros —cada vez menos—, del Opus Dei, de hacer una hermenéutica adecuada, y rebuscada. La hermenéutica ya está hecha por el mismo silencio de los medios de prensa vaticanos (el que calla, otorga) y por muchos obispos, entre ellos el cardenal Cañizares (sí, el mismo que vestía capa magna en los saraos de Gricigliano), Mons. Tucho Fernández o la increíble declaración de Mons. Sergio Buenanueva, un obispo decente durante el pontificado benedictino, y que ahora no duda en asumir y defender todos los postulados del mundo en materia “LBGT”. Estoy seguro que si esa entrevista la escuchara algún católico de hace veinte años no daría crédito a sus oídos; nosotros ya nos hemos acostumbrado.


Desde una perspectiva simplista, la cosa en sí no sería tan grave y no atañería directamente a los fieles. En definitiva, a un buen católico que por ser hijo de Adán y del pecado, tiene tendencia homosexual, jamás se le ocurrirá unirse civilmente con otra persona de su mismo sexo, y sabrá que la solución a su problema pasa por la castidad y la continencia, como siempre enseñó la iglesia. El problema de las declaraciones pontificias es que son una bomba de profundidad. No explota en la superficie sino que desciende en la hondura de las aguas y allí, cerca del fondo, explota, y sus efectos suben a la superficie destruyendo lo que encuentra a su paso. Francisco está dinamitando la virtud de la castidad.

Quitando la hojarasca, lo que Bergoglio está diciendo es que la castidad y la pureza son virtudes prescindibles, propias de un momento de la historia de la iglesia y de la teología, pero innecesarias o imposibles para un cristiano maduro de nuestro siglo. Verdad es que esto se viene diciendo por lo bajo en los confesionarios y en las aulas de teología de todo el mundo desde hace décadas; el problema es que ahora lo dice, con su tangencial táctica jesuítica, el Sumo Pontífice. Y al hacerlo, se carga decenas de siglos de paciente labor del cristianismo. Como dice Roger Scruton siguiendo a Edmund Burke, el progresismo destruye en pocos años lo que la tradición tardó siglos en construir.

La iglesia, desde sus mismos comienzos, elevó a la castidad a un lugar de preeminencia dentro del ámbito de las virtudes. Lo dijo San Pablo en sus epístolas con términos que hoy resultan demasiado duros para muchos teólogos,  y siguieron su camino quienes lo sucedieron en el armado doctrinal de nuestra fe. Pero no fue solamente una cuestión de intelectuales acomplejados por el sexo como alguien pudiera suponer. Fue toda la Iglesia la que exaltó la virtud de la pureza. Las grandes mártires de los primeros siglos, como Inés, Cecilia o Águeda, deben su devoción no solamente a su martirio, sino a la salvaguarda de su virginidad. De hechos, ellas y muchas otras, murieron mártires por defender su consagración virginal a Cristo.

Y desde ella, ¡cúantos son los santos que se nos ponen como ejemplo de castidad! San Luis Gonzaga o San Estanislao Kotska; Santo Domingo Savio o Santa María Goretti; cientos de ejemplos y de vida edificante han quedado desautorizados por las palabras pontificias. 

La declaración de la Congregación de la Doctrina de Fe de 2003, aprobadas explícitamente por Juan Pablo II, termina diciendo: “Reconocer legalmente las uniones homosexuales o equipararlas al matrimonio, significaría no solamente aprobar un comportamiento desviado y convertirlo en un modelo para la sociedad actual, sino también ofuscar valores fundamentales que pertenecen al patrimonio común de la humanidad. La Iglesia no puede dejar de defender tales valores, para el bien de los hombres y de toda la sociedad.”. Esos valores fundamentales que son patrimonio común de la humanidad y que Bergoglio no tiene problema en que sean ofuscados, se anclan, en el fondo, en el reconocimiento de la castidad como virtud.

Es por ese motivo que las palabras pontificas son devastadoras; destruyen siglos de paciente construcción. Pongo un ejemplo. En el siglo V aparece en la Europa invadida por los feroces pueblos bárbaros, Santa Úrsula y las once mil vírgenes, cuya fiesta se celebró hace pocos días. La historia cuenta que esta joven consagró su virginidad a Dios pero fue pretendida por el mismísimo Atila. Negándose ella a sus requerimientos, fue martirizada junto a otras once mil vírgenes que rechazaron también la lujuria de los hunos. Dejemos de lado si fueron once mil o solamente once. Lo cierto es que la Iglesia elevó el ejemplo de Úrsula y sus compañeras como un paradigma que, lentamente, fue permeando los pueblos y civilizándolos. Y no se trató meramente de un recurso al que se echó mano para fortalecer la familia y, con ella, el orden social, como podría suponer restrictivamente algún científico. La primera y más importante razón es porque la impureza es un pecado que ofende gravemente a Dios; es una violación de la ley divina. La Iglesia tiene misericordia del pecador, pero no puede alentar su pecado. El Estado tiene tolerancia con los pecadores pero no puede legalizar su pecado. Y es exactamente esto lo que ha hecho el Sumo Pontífice: alentar la fornicación contranatura y promover su legalización.

Se trata, en el fondo, de la desaparición del sentido del pecado y de la gravedad de la ofensa a Dios. Los argumentos sentimentales —“los homosexuales son hijos de Dios y tienen derecho a una familia”, dice Francisco—, han desplazado a la ley divina. Y no se trata ya de desplazar sólo una virtud; se cargan la misma voluntad de Dios, no temen al pecado y, como el enemigo inveterado de la raza humana, dicen Non serviam

viernes, 23 de octubre de 2020

Dos nuevos libros



 Mons. Athanasius Schneider, Christus vincit. El triunfo de Cristo sobre la oscuridad de la época, Parresía, Buenos Aires, 2020.

En esta absorbente entrevista, el obispo Athanasius Schneider ofrece un examen sincero e incisivo de las controversias que asolan la Iglesia y de los problemas más urgentes de nuestro tiempo, proporcionando claridad y esperanza a los católicos asediados. Aborda temas como la confusión doctrinal generalizada, los límites de la autoridad papal, los documentos del Vaticano II, la Sociedad de San Pío X, las ideologías anticristianas y las amenazas políticas, el tercer secreto de Fátima, el rito romano tradicional y el Sínodo Amazónico, entre muchos otros.

Como su patrón del siglo IV, San Atanasio el Grande, el obispo Schneider dice cosas que otros no quieren, siguiendo valientemente el consejo de San Pablo: 'Enseña la palabra, insiste a tiempo y a destiempo, arguye, reprocha, exhorta con toda magnanimidad y doctrina' (2 Tim 4,2). Su comprensión de los desafíos que enfrenta el rebaño de Cristo hoy en día es una lectura esencial para aquellos que están, o desean estar, alertas a las señales de los tiempos. Con reminiscencias del Informe Ratzinger de 1985, Christus Vincit será un punto de referencia clave en los próximos años.

“En este momento crítico de la vida de la Iglesia, debemos reflexionar cuidadosamente sobre todo lo que nos enfrenta y discernir lo que es verdadero, bueno y bello de lo que es malo. No podemos dejar de estar agradecidos a un apóstol fiel como el obispo Athanasius Schneider por su análisis claro y valiente del estado de la Iglesia en nuestros días. Que este libro ayude a todos los que lo lean a vivir su vocación particular con mayor fidelidad y celo, por la gloria de Dios Todopoderoso y la salvación de las almas”. – CARDENAL ROBERT SARAH

“Ningún otro obispo en la memoria reciente se ha entregado tan incansablemente al servicio de las verdades de la fe católica. En esta amplia entrevista, el obispo Schneider, a través del relato de su vida y ministerio y de sus respuestas a las preguntas cruciales del día, da un poderoso testimonio de su profundo amor por Nuestro Señor y por Su Cuerpo místico, la Iglesia. Este libro será de gran ayuda para los fieles y para todas las personas de buena voluntad, para navegar por la grave confusión, división y error que prevalecen en nuestro tiempo. Revela el corazón de un verdadero pastor de almas, según el Corazón de Cristo, el Buen Pastor”. - CARDENAL RAYMOND L. BURKE

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Rubén Peretó Rivas, Acedia, la atonía del alma. La enseñanza de Evagrio Póntico, Lectio, Córdoba, 2020, 190 pp.

Evagrio Póntico es uno de los autores de la Antigüedad Tardía cristiana más relevantes pero que, por diferentes circunstancias históricas, comenzó a ser estudiado en profundidad a partir de los últimos cincuenta años, al publicarse la edición crítica de sus obras y numerosos estudios dedicados a su doctrina. Nacido en Asia Menor, fue discípulo de San Basilio Magno y compañero y amigo de San Gregorio Nacianceno, a quien sirvió como diácono cuando aquél fue obispo de Constantinopla. Residió largos años esa ciudad imperial hasta que, luego de una profunda experiencia espiritual, decide retirarse al desierto egipcio y compartir allí la vida de los primeros monjes cristianos que, tras la huella de San Antonio, abandonaban las ciudades para dedicarse completamente a Dios.

Evagrio Póntico es uno de los maestros de la espiritualidad cristiana aunque su nombre no aparezca con frecuencia. La conocida doctrina de los siete pecados capitales, por ejemplo, surge de sus escritos, como también la descripción de las tres etapas de la vida interior. 

En lengua española, son escasos los libros consagrados a Evagrio y es el lugar que ocupa el este trabajo que no solamente se dedica a presentar extensamente al autor, su obra y su enseñanza, sino que se detiene de modo particular en uno de los temas sobre los cuales es autoridad indiscutible: la acedia. Se trata de un fenómeno espiritual que tiene manifestaciones psicológicas propias que lo asemejan, en ciertos casos, a algunos desórdenes que la psicología contemporánea se ha dedicado a estudiar en profundidad tales como la depresión, la ansiedad o la distimia. 

Este libro es cuidadoso en distinguir lo que pertenece a la esfera estrictamente espiritual de los procesos psicológicos de la persona pero, a la vez, busca establecer puntos de contacto a fin de propiciar relaciones entre dos disciplinas que no siempre gozan de simpatías mutuas.

Disponible en las siguientes librerías:



miércoles, 21 de octubre de 2020

Usquequo Domine? ¿Hasta cuándo Señor?

 

Todo el mundo, y no sólo los católicos, nos hemos conmocionado hoy por los titulares de los medios de prensa: “El Papa Francisco alienta la unión civil de los homosexuales”. Lo ha dicho en un documental estrenado hoy mismo, como se constata en el video o se leen sus palabras en cualquier portal de noticias. Analicemos la cuestión.

El hecho. Este último escupitajo pontificio no tiene en sí, desde el punto de vista jurídico, ningún peso. Han sido palabras —nada ha sido escrito—, dichas en un programa televisivo. No fueron pronunciadas en una homilía, ni en una audiencia y ni siquiera a bordo de un avión. No es más que eso: un esputo más a los que nos tiene ya tristemente acostumbrado el obispo de Roma.

Desde una perspectiva liberal, podríamos decir que lo que haga el Estado con una pareja formada por personas del mismo sexo es cosa del Estado. La iglesia, como tal, no está otorgando ningún reconocimiento y mucho menos incentivando este tipo de uniones. Eso es lo que piensa Francisco. 

En términos puramente objetivos, las palabras pontificias no revisten gravedad. Mucho más graves fueron, por ejemplo, las palabras y los gestos de Juan Pablo II cuando montó en Asís un aquelarre del que participaron obispos, obistruchos protestantes, rabinos, imanes, chamanes, brujos y un sinfín de especímenes de la fauna pseudoreligiosa del mundo entero. Ese tipo de tenidas estaban claramente prohibidas por el CIC de 1917 (1258, 1) y lo ocurrido en esa ocasión dio lugar a una enorme confusión con respecto a la fe en muchísimos católicos. Y provocar confusiones en la fe es mucho más grave que provocarlas en la moral, y las confusiones de fe terminan irremediablemente en confusiones de la moral. Es lo que estamos viendo en estos días.

Los motivos. Hay que descartar de plano que los motivos sean una supuesta teología progresista de Bergoglio, ya que el Papa no tiene teología, pues carece de intelecto teórico. Es incapaz de entender la existencia de principios universales y de verdades absolutas. Es un pragmático puro de baja calidad —es peronista— y cargado de una monstruosa ambición de poder. Ese es su único motor: conseguir el poder y mantenerse en él. Buscarle a Bergoglio motivos teológicos es buscarle la quinta pata al gato.

Hay que descartar también cualquier pensamiento de compasión por los homosexuales que, debido a una suerte de insoportable soledad, deciden uniarse civilmente. Los que lo conocen de Buenos Aires, saben cuál es su opinión y su vocabulario cuando se refiere, literaliter, a los “trolos”. 

La razón, a mi entender, es que debía tirarle algo de carroña a las hienas alemanas. Hace pocos días, La Repubblica publicó en portada una nota de la situación: el cardenal Reinhard Marx y monseñor Georg Batzing son los líderes de una arremetida contra el Vaticano y el Pontífice. La acusación contra el Papa Francisco es de haber frenado la reforma de la Iglesia, despertando el descontento del frente más progresista, que parece amenazar con una especie de cisma por la izquierda. Según La Repubblica, todo esto se plasmará en un documento que los obispos alemanes están redactando para el final de su camino sinodal. Los principales puntos de enfrentamiento son esencialmente dos y conciernen al sacerdocio femenino y la bendición de las uniones homosexuales. 

Esto lo sabía Francisco, como también sabe que tiene muchas deudas impagas con aquellos que lo eligieron (pobres ingenuos: creerle a un jesuita y a un porteño), sabe que sin los millones de euros alemanes el Vaticano entraría en banca rota en cuestión de días y sabe que no quiere pasar a la historia como el Papa que provocó un cisma. Su frase, para su pragmatismo, es tirarle un poco de carne podrida a las hienas que aúllan en alemán para ver si puede calmarlas. Otra cosa es que esas hienas le crean. Jorge Bergoglio impuso sus habilidades de puntero político a las mediocres personalidades episcopales argentinas. No creo que esas habilidades le sean ya de utilidad frente a la inteligencia alemana.

Diciendo lo que dijo habrá pensado también que volvería a imponer su agenda y tornaría a ser aclamado por el mundo. Y, según creo, una vez más lo traicionado la malsana convicción de su propia excelencia. Su pontificado ya terminó; está agotado y fracasado. Su estrella no volverá. Los primeros que se han levantado pocas horas después de su proclama son aquellos mismos que hace algunos años lo aclamaron.

Las consecuencias. Son devastadoras. Bergoglio está destruyendo en poquísimo años lo que llevó siglos construir. ¿Cómo se sale de este berenjenal? ¿Cómo hace el próximo Papa para decir que los adúlteros no pueden recibir la eucaristía y que no hay soluciones civiles para homosexuales enamorados sino que la única solución es la vida en castidad?

Son devastadoras para los católicos que veíamos a la Iglesia como una roca firme y segura en quien afirmarnos y construir. Ya no es segura; la roca cambió súbitamente en arenisca. 

Son devastadores para los católicos, especialmente los jóvenes, que intentan vivir una vida casta, cultivando la virtud de la pureza, de un modo muchas veces heroico, en medio de un mundo sumido en una desbordante lujuria. ¿De qué modo podrá pedírsele a un joven que evite el sexo, en cualquiera de sus formas, hasta el matrimonio? ¿Con qué autoridad un sacerdote en confesión podrá aconsejar en este sentido? Ya fue desautorizado por el Romano Pontífice.

Son devastadoras para los sacerdotes que, también ellos, cargan con el celibato en un mundo y en una Iglesia en los que cada vez es más difícil justificar esa entrega.

Son devastadoras para el mundo porque el hombre medio, con escasa o nula formación religiosa, que hoy leyó la noticia, entenderá que la Iglesia cambió de postura y ahora acepta la homosexualidad como hace unos años aceptó el divorcio. 

¿Qué hacer? Poco y nada podemos hacer los laicos más que rezar. Los que sí deben hacer algo —y espero que así lo sientan en sus conciencias—, son los cardenales y los obispos. Y no se trata ya de que se junten cuatro o cinco y escriban una carta presentando algunas dudas que nunca serán respondidas. Quizás sea necesaria una iniciativa más enérgica y definitoria. La iglesia latina no permite la moción de censura ni el impeachment, y lejos estamos de la posibilidad de un golpe de palacio. No me corresponde a mí pensar qué hacer. Le corresponde a aquellos que están puestos para eso, y que se visten de rojo porque deben tener su sangre presta para ser derramada por la Esposa de Cristo. 


Acotación psicológica. En enero de 2016 describí en este blog la psicología de Bergoglio, hipotizando su similitud con la de un psicópata. Y la psicología dice que los psicópatas, al final de su patología, se tornan destructores. ¿Será eso lo que está ocurriendo con el Papa? Caído en la cuenta de su ineluctable fracaso, ya sólo desea destruir.

martes, 20 de octubre de 2020

Una llamada que no llega




Una de las conductas que más ha caracterizado al pontificado de Bergoglio ha sido su compulsión a las llamadas telefónicas. Los tiempos de paz y bonanza de los que goza el Estado Vaticano permiten a su monarca absoluto pasatiempos de este tipo.

El último que conocimos fue el del día lunes 19 de octubre, cuando llamó a Evo Morales para felicitarlo por el triunfo de su partido, el Movimiento al socialismo, en las elecciones presidenciales de Bolivia celebradas el día anterior. El Sr. Morales no es precisamente un líder cristiano; más bien todo lo contrario. Debió huir de su gobierno envuelto en escándalos de todo tipo, todos recordamos la cruz con la hoz y el martillo que le regaló al Pontífice durante su visita a Bolivia, y que tanto le complació, y recordamos también la promoción explícita que hizo durante sus largos años en el poder de las religiones paganas y sus durísimas críticas a la labor evangelizadora de la iglesia. Un angelito.

Más allá de la intrascendencia que tiene ya las palabras y los gestos papales, creo que sería conveniente llamar la atención de Francisco acerca de un hecho triste y doloroso que está sucediendo en nuestro país y que él, con una simple llamada telefónica, podría ayudar a suavizar sinsabores y consecuencias. 

Hace pocos días, algunas organizaciones feministas han denunciado ante el Consejo de la Magistratura pidiendo su juicio político, a los doctores Javier Anzoátegui y Luis María Rizzi, jueces del Tribunal Oral en lo Criminal y Correccional, a raíz de un ejemplar fallo relacionado con el asesinato de un bebé en el vientre de su madre, práctica conocida como “aborto” o, más civilizadamente, ILE.

Aquí pueden leer el voto del Dr. Anzoátegui, y aquí la noticia publicada en un medio de prensa que se caracteriza por la defensa de los derechos de (algunos) humanos. El nivel ideológico de la acusación puede medirse, por ejemplo, en este párrafo surrealista: “…los jueces hablan de “hija” o “niña” para referirse al “producto de la gestación” que fue abortado, “en franco desconocimiento del sistema de filiación imperante, que requiere de una “persona” para crear vínculos de ese tenor”.

El testimonio público de los dos magistrados merece el respeto y admiración de todos los cristianos, y merece también nuestro apoyo y cercanía en estos momentos de persecución. Me pregunto si no merecerían también una llamada telefónica pontificia. En última instancia, los doctores Anzoátegui y Rizzi son un poco más valiosos, aunque no tan políticamente correctos, que Evo Morales. Y si no fuera del Papa, algún gesto al menos del episcopado argentino, o de algún obispo. Es posible que alguno de ellos les haya expresado su cercanía pero, en ese caso, convendría que el o los prelados, la hicieran pública, aunque me temo que no podemos esperar de ellos ningún gesto de valentía, ni siquiera el de un llamado telefónico.  

domingo, 18 de octubre de 2020

La razón autoinmune

 

Muerte en Venecia, la novela de Thomas Mann, relata la historia de Gustav von Aschendorff, un alemán abatido que, luego de perder a su mujer y a su hija y fracasar como músico, se refugia en un lujoso hotel de Venecia. Y estando allí, se despierta en él una tumultuosa pasión por un adolescente polaco, Tadzio, al que se limitará a mirar y seguir por la ciudad. Como le decía su amigo Alfred, él nunca fue casto, y en la vejez la impureza es aún más asquerosa. Es esa pasión la que le obnubila de tal modo la razón, que se niega a ver la realidad y escuchar los consejos: Venecia está siendo asolada por una temible epidemia, las víctimas de la enfermedad ya no pueden contarse y la ciudad está vacía. Sin embargo, él prefiera continuar allí, en su hotel, a fin de poder seguir viendo a Tadzio y, en todo caso, enamorarlo. Y muere en la playa del hotel, solitario, sentado en una reposera y al calor del mediodía, mirando a su Adonis corretear por la playa. 

Encuentro ciertos paralelismo entre la novela de Mann con la situación que nos toca vivir. Como en esa Venecia de comienzos del siglo XX, estamos nosotros también en medio de una epidemia, y como von Aschendorff estamos —o gran parte del planeta está—, con la mente embotada, no ya por la pasión desordenada, sino por una suerte de autoinmunidad de la razón. No podemos pensar con claridad porque la razón, bombardeada por una tormenta no ya de citoquinas, sino de información y datos científicos, es incapaz de concluir con lucidez. Y, peor aún, esta suerte de citoquinas racionales activan además, no la pasión de la lujuria, sino la del terror.

No se trata de negar la existencia de la pandemia. El Covid existe; se trata de un virus nuevo y que es mortal en determinados casos. Una buena cantidad de mis amigos y conocidos se han contagiado, y dos de ellos han muerto. Uno de ellos tenía una edad muy avanzada, y el otro una enfermedad previa con la que podría haber convivido un par décadas más. No niego una realidad que para mi es evidente.

La semana pasada dábamos cuenta de la actitud de Mons. Marcelo Colombo de aceptar mansamente la disposición del gobierno que volvía a prohibir las celebraciones religiosas. Presionados por sus fieles y por sus arcas vacías, el Consejo Presbiteral de la arquidiócesis hizo pública una carta en la que pedían la reapertura de los templos. Y así fue. Rápidamente el gobernador lo autorizó. Esta graciosa concesión se da en momentos en que la provincia de Mendoza registra casi mil contagios diarios confirmados. Sin embargo, durante meses en los que los contagios era inexistentes, los obispos y curas aplaudían el confinamiento y mantenían sus templos cerrados a cal y canto y a sus fieles privados de los sacramentos. Más aún, el vocero del arzobispado —un personaje digno de una mala novela de Proust o de Gide—, repitiendo el mantra de “nos cuidamos entre todos”, el viernes se mostraba feliz por el levantamiento de la prohibición, él mismo que hace dos meses —cuando la provincia tenía apenas cien casos diarios—, justificaba el desplazamiento del párroco de San Cayetano que había tenido el atrevimiento de celebrar la misa patronal con asistencia de fieles. 

Este embotamiento de la razón no sólo se da en los religiosos; en las autoridades civiles es mucho más notorio, y los ejemplos se cuentan por miles. Veamos sólo dos de la semana pasada. El equipo de epidemiólogos que asesoran a cuanta ciudad y pueblo que se esparce por el país, se ha constituido en una suerte de sanedrín que dictamina todas y cada una de las acciones que pueden realizar sus habitantes, y las que no. Sus credenciales para tamaño poder que ya lo hubiese querido más de un dictador, le vienen dadas por la ciencia que han adquirido en sus años de estudio. Poseedores de una razón y de conocimientos exclusivos, misteriosos e inapelables, juzgan sobre la realidad y todos, comenzando por los políticos, obedecen. La ciudad de Curuzú Cuatiá está ubicada al sur de Corrientes y cuenta con 60.000 habitantes. Desde marzo es necesario tramitar un permiso especial para salir a caminar; a tal punto llega la barbarie de los científicos. Pero lo curioso es que recién el día jueves 15 de octubre se detectó el primer contagiado de Covid en esa ciudad. Por supuesto, lo primero que hicieron las autoridades fue prohibir completamente las celebraciones religiosas, que ya estaban restringidas, y todos están felices por el modo paternal con el que el intendente cuida a sus ciudadanos.

Un segundo ejemplo: los medios de prensa han informado que un joven de 23 años murió ahogado mientras intentaba atravesar a nado el río Bermejo a fin de ingresar a la provincia de Formosa para ver a su hija. Había salido de su ciudad a comienzos de año y las autoridades provinciales no lo dejaron regresar. Esa provincia, de las más vergonzosas del país, cuanta con sólo 139 casos desde el inicio de la epidemia y ningún muerto. Un bella cucarda para su gobernador conseguida a cambio de la muerte y la desesperación de sus gobernados.


La tormenta de información que proveen los medios y las opiniones dogmáticas de los científicos son capaces de un modo rápido y fácil, que toda una ciudad acepte mansamente la irracionalidad manifiesta de esas medidas. Si pensábamos que internet iba a “democratizar” el conocimiento, lo que estamos viendo es que lo que en todo caso se ha democratizado es el terror. ¡Lo que no hubiera hecho Stalin con estos medios, visto lo que puede hacer el intendente de una ciudad marginal y el gobernador feudal de una provincia perdida en el monte argentino!

Podría alguien pensar que esta falta de razonabilidad sería aparente en el caso de los gobernantes puesto que ocultaría una intencionalidad política, o que en el caso de los obispos se podría explicar fácilmente por su proverbial cobardía. Sin embargo, no sólo afecta a políticos y eclesiásticos. La semana pasada el diario Clarín publicó un interesante artículo con una serie de datos sobre el estado de la pandemia en Argentina, que es catastrófico. Lo curioso es que el periodista no es consciente, o no quiere serle, de las inconsistencias de su escrito. Comienza afirmando que nuestro país realiza un número bajísimo de test, lo cual es verdad. Por caso, el viernes 16 de octubre se realizaron 27.412 testeos, mientras que Italia, el mismo día hizo 150.300. Los italianos estaban muy preocupados porque el índice de positividad había subido al 7%, mientras que el índice de positividad en Argentina es del 50%. Estos número indican que en Argentina el número de contagios diarios confirmados es una simulación y sirve para poco más que para alimentar una estadística mentirosa. Los expertos estiman que los casos reales son entre siete y diez veces más que los confirmados (cf. el excelente artículo de Nora Bär en La Nación de hoy). Es decir que, si Argentina suma 965.600 infectados desde el inicio de la epidemia, en realidad, y siendo conservadores, el número real de infectados sería de unos ocho millones. En el caso de la provincia de Mendoza, que reporta 34.750 contagios, en realidad son 278.000.

Pero en el mismo artículo, poco más abajo, el periodista advierte que, si bien el índice de letalidad en el país todavía es más bajo que el promedio mundial, se está elevando rápidamente. Se ubicaría en el 2,68%. Es decir que, de cada cien personas que contraen la enfermedad, mueren 2,6 de ellas. En el caso de Mendoza, ese índice es del 1,40%.

Yo no soy epidemiólogo ni especialista en estadísticas, pero un ejercicio básico de la razón me indica que ese porcentaje de letalidad se está tomando con respecto a un número de contagiados que no es significativo. En la cantidad de muertes, sin embargo, es mucho más difícil equivocarse. Podrán haber variaciones pero nunca serán demasiado significativas (en Argentina, el sistema de salud está exigido pero no colapsado, y no hemos vista ataúdes amontonados en los cementerios o frenéticas corridas para abrir nuevas tumbas). Si tomamos las cifras reales (27.723 muertos en el país y 485 en Mendoza), entonces el índice de letalidad es del 0,32% en el país, y del 0,17% en Mendoza. Insisto en que no soy especialista en el tema y probablemente mis cálculos estén equivocados, y pido a los que son más entendidos que yo en el tema me corrijan.

Lo curiosos es que los periodista no digan, ni los políticos tengan en cuenta y ni los obispos se anoticien que, en Argentina y según datos oficiales, el índice de letalidad de la gripe estacional en 2018 fue del 0,50%. Es decir, aún con cálculos conservadores, la letalidad del Covid es significativamente menor a la de la gripe. 

Esto no significa negar la existencia de una nueva enfermedad, y tampoco desconocer que el problema radica en que la contagiosidad del Covid provoca que se produzcan muchos contagios y, consecuentemente, se corra el peligro de saturar los sistemas de salud, cosa que tristemente ocurrió en muchos países. Pero no podemos dejar de atender a los datos concretos en su totalidad y perspectiva, que son los anteriores.

Si antes de la pandemia, el médico y catedrático español Antonio Sitges Serra hablaba de “hipocondría social generalizada”, no sé de qué modo calificaría la locura que estamos viviendo en la actualidad.

Gustav von Aschendorff murió solo debido, como causa próxima, a una epidemia y, como causa remota, a la obnubilación de su razón por la pasión. El hombre contemporáneo corre el riesgo de sufrir la misma suerte, sólo que en este caso su razón se obnubiló a sí misma.


jueves, 15 de octubre de 2020

Santo Tomás Becket, el vicario Clara y Mons. Colombo

 


Santo Tomás Becket murió mártir en 1170, asesinado por cuatro esbirros del rey Enrique II en la catedral de Canterbury, de la que era arzobispo, por negarse a someter a la iglesia a los dictámenes de la corona. De un modo más modesto y de este lado del Atlántico, en 1884 Mons. Jerónimo Clara, vicario capitular de Córdoba, fue procesado y expulsado de su cargo por el gobierno nacional puesto que no aceptó la injerencia del Estado en la educación católica, prohibiendo a los fieles cordobeses enviar a sus hijos a la Escuela Normal, regenteada por maestras protestantes.

Son dos ejemplos de entre muchos y que viene bien recordar a fin de analizar un hecho reciente. El lunes pasado, el presidente argentino emitió un enésimo decreto ordenando que varias provincias argentinas retrocedieran a la Fase 1 de la cuarentena. Es decir, luego de siete meses de encierro más o menos morigerado, ordenó volver al encierro total. El gobernador de Mendoza anunció que no obedecería y que todas las actividades se mantendrían como hasta ese momento (90% de apertura). Más aún, se liberarían nuevos rubros como los jardines de infantes y los peloteros. Acataría, sin embargo, el decreto presidencial solamente en dos puntos: las reuniones familiares continuarían prohibidas y volverían a prohibirse las ceremonias religiosas. El gobernador, miembro de un partido político tradicionalmente masón y anticlerical, sabe que las reuniones familiares se seguirán haciendo más allá de las disposiciones en contrario, por lo que, en la práctica, lo único que prohibió fueron las ceremonias del culto.

Conocido el hecho, Mons. Marcelo Colombo, el arzobispo de Mendoza, emitió un comunicado en el que decía sentirse frustrado por la decisión, pero “por las razones que hemos escuchado de la máxima autoridad provincial, hasta que no se nos notifique la autorización a tener celebraciones, éstas no podrán tener lugar …”. Es decir, obedeció como un dócil borreguito que apenas se permite emitir algunos balidos quejumbrosos.

Y la situación de Mendoza y su arzobispo no es la única. En la arquidiócesis de Córdoba la situación es similar aunque los comerciantes de esa ciudad no obedecieron el encierro presidencial. En Neuquén, donde todo está cerrado a cal y canto, y a pesar que estaba prohibido ya no solamente ir a misa, sino salir a la calle el lunes 12 de octubre, miles de personas, desobedeciendo las demenciales medidas del gobierno, salieron igualmente a manifestarse. En San Luis, Mons. Bernardo Barba obedeció sin chistar no solamente a Fernández, sino a las medidas extremas del gobernador, el mismo que asegura tener contactos frecuentes con extraterrestres.

Tamaña cobardía no es privativa de Argentina. En Italia, los obispos están dispuestos, aún sin que el gobierno los intime, a cerrar nuevamente todos sus templos, y muchos son ya los que suponen que no habrá Navidad en nuestras iglesias.

Yo me pregunto si a los obispos se les pasa siquiera por la cabeza la idea de plantarse frente a las exigencias de las autoridades civiles que están decidiendo, desde hace más de siete meses, acerca de los tiempos y los modos en que debe darse culto a Dios y celebrarse los sacramentos. Ha quedado demostrado que en las ceremonias de la iglesia católica, en las que se respeta las medidas de seguridad sanitaria, no se han producido contagios, en Argentina y en el mundo entero. ¿Por qué entonces los obispos obedecen tan sumisamente las arbitrariedades de los gobiernos? Todos sabemos que nuestros obispos son cobardes, además de otras muchas cosas, y que no podemos pretender un nuevo Santo Tomás Becket o, aunque más no sea, un nuevo vicario Clara. ¿Pero es aceptable tal nivel de cobardía? ¿Qué autoridad pueden pretender estos personajes sobre sus sacerdotes y sus fieles, si son los primeros en huir y en no hacer frente a los lobos cuando están rodeando la majada?


Demos una nueva vuelta de tuerca y supongamos por un momento que Mons. Colombo, que no es de los peores obispos del país (no es, por caso, Mons. Taussig, de regreso de Roma con cara larga, fuera de su diócesis y que ya ha pedido a su vicario general que se encarguede celebrar la misa patronal de la diócesis) decide que en la iglesias de sus arquidiócesis se seguirán celebrando las misas habituales con presencia de fieles. ¿Qué podría ocurrir?

1. La policía provincial interrumpe la celebración y detiene al sacerdote y los asistentes.

a. ¿Los sacerdotes acatarían las medidas del obispo? Mucho me temo que la mayoría no lo haría, comenzando por los religiosos, y dirían por lo bajo: “Si quiere misa, que venga y la celebre él”.

b. ¿Los fieles asistirían a las celebraciones? Me temo que muy pocos lo harían. Si el precepto dominical no está vigente y cada uno puede “asistir” a la misa de su preferencia desde el cómodo sofá de su casa, ¿para qué arriesgarse?

2. La policía provincial no hace nada, porque poca autoridad tiene el gobernador para enviar a las fuerzas de seguridad a hacer cumplir lo que él mismo no cumple. 

a y b. Me temo que la situación sería la misma. “Por las dudas, no celebramos”, diría la mayoría de los curas. “Por las dudas, seguimos yendo a misa por televisión”, diría la mayoría de los fieles.

La suspensión del culto público con el que siguen jugando nuestros cobardes obispos tendrá el efecto de distanciar definitivamente a la Iglesia de los hombres, de hacerla definitivamente inútil, para dejar el campo libre a la nueva religión paródica del humanitarismo.


lunes, 12 de octubre de 2020

Newman y la fuga del mundo

 

Hace algunos días publiqué un breve texto del cardenal Newman en el que se llamaba a asumir los tiempos que nos tocan vivir. Varios lectores entendieron que se trataba de una refutación a las propuestas de John Senior, o del San Ireneo de Arnois de la Señorita Prim, o de la Opción Benedictina de Dreher. Y la verdad es que yo no veo oposición alguna, a no ser que alguien pueda regodearse en berrinches ideológicos de salón como ocurrió con algunas expresiones peninsulares del año pasado.

En primer lugar, son necesarias algunas distinciones básica. La propuesta de Senior, reflejada literariamente en San Ireneo de Arnois, no es la propuesta de Dreher, sobre la cual tengo mis reservas tal como lo expresé oportunamente. 

En segundo lugar, y por enésima vez, sobre este tipo de cuestiones lo única regla es la prudencia, que es personal y no universalizable. La pretensión de descalificar las decisiones que pueda tomar una familia o un grupo de familias acerca de preferir una vida asilada del mundo, aduciendo cuestiones de principio y recurriendo a la necesidad de involucrarse en la irremediablemente perdida política contemporánea es, como dije, un berrinche ideológico hundido en consignas que podían entenderse en el contexto de las luchas entre liberales y tradicionalistas de fines del siglo XIX, pero que ya no tienen objeto porque, nos guste o no, el tradicionalismo político está completamente derrotado, y es ideología pretender restauraciones imposibles. Otros, oponían la Opción Pelayo o la Opción Josemaría. Delirios. Sería conveniente que repasaran las partes integrales de la prudencia e insistieran en algunas de ellas, como la circunspección, tan necesaria para dimensionar el momento presente y concreto en el cual se debe tomar la decisión prudente.

Pero vayamos al texto de Newman. En primer lugar, el cardenal afirma algo que tenemos bien sabido: no tiene ningún sentido añorar tiempos pasados, justamente porque pasaron y no volverán. Y vivir de esas añoranzas y de críticas a los tiempos actuales no hace más que paralizarnos en una amargura permanente. Y es por eso que afirma que “al anhelar otros tiempos estamos, de hecho, deseando no haber nacido nunca”. De hecho, continúa, tenemos mucho que agradecerle al mundo en el cual nacimos los muchos beneficios que de él hemos recibido.

Es verdad que puede darse en muchos una idealización de los tiempos pasados, y no es extraño. “Todo tiempo pasado fue mejor”, dice la sabiduría popular, pero debemos actuar racionalmente impidiendo que la imaginación nos engañe. Es verdad que los tiempos pasados fueron mejores… a veces. No fueron mejores ciertamente en las condiciones de vida, al menos para la mayoría de la población. La pobreza, las enfermedades y la ignorancia relativa no son deseables. Y para darnos un baño de realidad al respecto —y me refiero a lo positivo y negativo que tenían esos tiempos pasados no tan remotos—, podemos recurrir, por ejemplo, al cine. Más de una vez he recomendado aquí El árbol de los zuecos, situada en Italia a comienzos del siglo XX, El espíritu de la colmena, en España a mediados del XX, o Juegos prohibidos, en Francia y en la misma época. O a la literatura, y leer algunos de los Episodios nacionales de Pérez Galdós, o Sotileza de Pereda. 

Sin embargo, suponer que Newman, con este párrafo, estuviera fijando un rechazo a una suerte de fuga saeculi, es un error bastante grosero. Y por varios motivos. En primer término, porque el Señor en el evangelio nos dice que llegarán tiempos en que deberemos huir de las ciudades y buscar refugio en las montañas. Y esos tiempos pueden ser los actuales, o al menos lo pueden ser para pocas o muchas familias. Cada una de ellas lo verá, según un discernimiento prudencial, más allá que las catástrofes anunciadas como preliminares del fin estén cercanas o no.

En segundo término, Newman era un gran estudioso de los Padres, particularmente de los alejandrinos del siglo IV. Y son justamente esos autores los que de un modo más insistente alientan y alaban esa fuga del mundo. Él nunca contradiría a sus maestros en este punto.

La fuga saeculi que condena Newman es la originada en la cobardía o en la desidia, pero no la que surge de una decisión prudencial. Es por eso que dice que “no tiene nada de incorrecto, vacío de sentido o ingrato indicar sus deficiencias con el deseo de ayudar a superarlas”. Y me pregunto si en nuestros tiempo, muchas veces el único modo de ayudar a superar las profundas falencias del mundo contemporáneo, no sea mostrarle otro mundo posible, por ejemplo, San Ireneo de Arnois, efectivamente realizado en un pueblito alejando, o en comunidades más o menos aisladas en medio de las ciudades. Más aún, me pregunto si uno de los beneficios colaterales de este confinamiento descabellado que nos han impuestos los políticos alineados con el Nuevo Orden Mundial no sea la universalización del teletrabajo, lo que permite fácilmente el establecimiento de estas comunidades aisladas. 

Como sea, el último párrafo de Newman termina de eliminar cualquier duda: “Nuestra tarea, entretanto, consiste sencillamente en cercionarnos del puesto que tenemos asignado en este revuelto escenario, asumirlo firmemente, y luego desembarazarnos de todo miedo hacia el futuro”. Cada uno tiene un lugar en el mundo, y Dios ha querido necesitarlo a él en ese puesto. Casado o soltero, seglar o religioso, sano o enfermo. Se trata de descubrir qué es lo que Dios quiere de cada uno, dejar de añorar otros lugares que nos parezcan más felices o brillantes, dejar de quejarnos y compadecernos, y asumir lo que somos y lo que Dios quiere de nosotros. 


jueves, 8 de octubre de 2020

Cuestión de fe

 


Lo dije desde el comienzo y se me criticó por hacerlo. Los hechos, lamentablemente, me han dado la razón, porque frente a lo que estamos viendo ya nadie puede hacerse el distraído. Los medios de prensa ya reconocen públicamente el estrepitoso fracaso del pontificado de Francisco. Pareciera que los únicos que se resisten son los abyectos obispos argentinos. 

La publicación de la última encíclica, Fratelli tutti, es la documentación rubricada y bulada de la ignorancia y mediocridad de Bergoglio, incapaz de hilvanar el más mínimo argumento teológico. Como repetí aquí hasta el hartazgo, el Papa reinante tiene ablacionado desde hace décadas el intelecto teórico. Es solo intelecto práctico. Su finalidad, en el mejor de los casos, se reduce a preservar el poder y la influencia que la iglesia siempre tuvo en el mundo para lo cual no trepida en amoldar su discurso y el de la propia iglesia a los parámetros del mundo. En el peor de los casos, sigue una agenda personal que lo posicione entre los líderes más influyentes y poderosos de mundo o, peor aún, sigue la agenda que le dictan los hermanos tres puntos, tan contentos en los últimos días por la fraternidad universal proclamada desde la misma sede petrina. En mi opinión, quien tenía razón era Mons. Bernardini, nuncio apostólico en Argentina, quien definió a Bergoglio como “un hombre enfermo de poder” (Diego Genoud, Massa. La biografía no autorizada, Sudamericana, Buenos Aires, 2015, p. 96), o un anciano jesuíta que lo conocía muy bien, y de quien me reservaré el nombre, que lo definió como “Un grasa cargado de ambición”.

Sin embargo, yo no imaginaba y creo que pocos podían hacerlo, que la incapacidad, tozudez y soberbia de Bergoglio lo llevarían no solamente a no reformar la Curia romana, sino a arrojarla a una guerra interna que recién empieza y cuyos estropicios no sabemos aún cuán grandes serán. 

El caso Becciu es conocido por todos: un cardenal que durante su gestión como Sustituto de la Secretaría de Estado autorizó un desfalco millonario a través de la compra, con dineros donados por los fieles, de un inmueble de lujo en Londres; que pagó setecientos mil euros a un testigo en Australia para que diera falso testimonio involucrando al cardenal Pell durante el juicio por abuso sexual, y que entregó a una misteriosa mujer quinientos mil euros, supuestamente destinados a rescatar a misioneros cautivos en África, con los cuales la fémina se compró bolsos Louis Vuitton, perfumes y ropas de lujo.

Este descardenelado Becciu era quien estaba a cargo en los últimos dos años de decidir quiénes serían beatificados o canonizados, y este mismo señor fue durante cinco años del pontificado bergogliano su Sustituto, es decir, su otro yo en la Secretaría de Estado. En pocas palabras, el segundo hombre con más poder en la iglesia. 

La catástrofe recién comienza, decíamos, y no solamente porque los bandos en pugna dentro del Vaticano seguirán arrojándose munición gruesa, sino porque los bomberos a quienes llamó el Papa para apagar el fuego, apenas saben tirar bombitas de agua. La comisión encargada de la revisión de estos casos reservados está precedida por el cardenal Farrell, un Legionario de Cristo que conocía de cerca a Maciel y nunca supo nada de sus andanzas; íntimamente unido a McCarrick, con el que compartió apartamento y fue su Vicario General en Washington seis años, y tampoco que nunca vio nada de nada. Un angelito de Dios. Difícilmente vea algo en esta ocasión.

Estos hechos son conocidos. Lo que todos nos preguntamos es si esto no es más que la punta del iceberg. ¿Qué profundidades tiene la sima vaticana? Hace poco tiempo había explotado la bomba de los escándalos sexuales, con orgías de drogas y sexo en las que estaba involucrado uno de los cardenales de más confianza de Bergoglio, Francesco Coccopalmerio. Ahora nos enteramos de los escándalos financieros que involucra de modo directo a otro de los cardenales más cercanos —el más cercano— del Papa, Angelo Becciu. Y estamos en manos de esta gente. Son ellos los que deciden cerrar el seminario de San Rafael o beatificar a Angelelli y sus secuaces, para referirnos solamente a cuestiones argentinas.

Y frente a esto, una pregunta es recurrente: ¿tienen fe? Alguien que utiliza el dinero de las donaciones para comprar testigos, ¿tiene fe? Alguien que cercano ya a los ochenta años organiza y participa de orgías sexuales, ¿tiene fe? Alguien que confunde y tergiversa la doctrina cristiana ¿tiene fe?

Esta misma pregunta se la hacía esta semana el cardenal Zen en referencia al Secretario de Estado. Y concluía: “Me temo que ni siquiera tiene fe”.

miércoles, 7 de octubre de 2020

Tutti frutti

 

Resulta tedioso y no es el objetivo primario de este blog comentar las noticias de lo que ocurre en la iglesia. Para eso están otros sitios que lo hacen de un modo mejor y más completo, por ejemplo, la Specola cotidiana. 


Sin embargo, no podemos dejar de hacer un breve comentario al hecho más importante de los últimos días. Me refiero a la aparición de la encíclica Fratelli tutti. Hasta hace un tiempo —por ejemplo, durante el pontificado de Juan Pablo II—, la publicación de una encíclica despertaba expectativas en todo el mundo. Se comentaba en los periódicos, Paulinas se apresuraba a editarla en sus clásicos libritos en tonos azules y los episcopados mundiales lanzaban campañas de lectura y discusión en todas las parroquias y movimientos eclesiales. Y estoy refiriéndome a casos que yo vi y que ocurría con las larguísimas y soporíferas encíclicas del Papa polaco. Quien más, quién menos, todos hacían el esfuerzo de leerlas: era la voz de Pedro la que hablaba. 

La última encíclica del Papa Francisco apenas si ha merecido una breve nota marginal en rincones secundarios de algunos diarios del mundo; un comentario de Mons. Tucho Fernández en La Nación y alguna efeméride de la inefable Elizabetta Piqué. Quienes sí se alegraron, y lo hicieron saber a todo el mundo, fueron las logias masónicas que se mostraron orgullosas de que el Papa Francisco abrazara el principio masónico de la fraternidad universal. No sería extraño que pronto le dieran el título de Gran Maestre Honorario de algún Gran Oriente. 

La escuálida repercusión del documento pontificio se debe a su insignificancia. Cuando pensamos en las grandes encíclicas como Rerum Novarum, Casti connubii o Humani generis, uno se queda alelado al leer Fratelli tutti. No es ya solamente que el largo y fatigoso mamotreto sea una farragosa pegatina de lugares comunes y consignas mundialistas, sino que deja ver que detrás existe un cerebro pequeño y jibarizado, que sólo atina a dar manotazos para continuar encaramado en un lugar que le queda inmensamente grande. Veamos apenas dos párrafos esocogidos: 

“En cambio, los medios de comunicación digitales pueden exponer al riesgo de dependencia, de aislamiento y de progresiva pérdida de contacto con la realidad concreta, obstaculizando el desarrollo de relaciones interpersonales auténticas'. Hacen falta gestos físicos, expresiones del rostro, silencios, lenguaje corporal, y hasta el perfume, el temblor de las manos, el rubor, la transpiración, porque todo eso habla y forma parte de la comunicación humana”. n. 43.

Más allá de la trillada obviedad del concepto, ¿es necesario ser tan asqueroso y ordinario para incluir en un documento pontificio del más alto nivel el olor a transpiración? No sería extraño que la encíclica sea promocionada por Axe, o algún desodorante aún más berreta.

Otra: “A veces me asombra que, con semejantes motivaciones, a la Iglesia le haya llevado tanto tiempo condenar contundentemente la esclavitud y diversas formas de violencia”. n. 86.

Como bien definió Ludovicus hace algunos años, un ejemplo más —y de los más crudos— de canibalismo institucional de Bergoglio. San Pablo, que aconsejaba al esclavo Onésimo regresar a servir a su amo Filemón, era un retrógrado que merece el espanto pontificio. La verdad es que cuesta creer que un Papa pueda ser tan bergante —para utilizar un término castizo—, o sotreta —para utilizar uno criollo— que afirme “asombrarse” de que la iglesia, de la cual él es cabeza, haya sido un pingajo, llena de cobardes o acomodaticios que no son capaces de oponerse a la violencia o a la esclavitud. Era necesaria la llegada de este porteñito adocenado a la sede petrina para enderezar las cosas que, desde la época apostólica, andaban tan mal.

Y lo de porteñito adocenado no es una mera expresión retórica. Es la mejor expresión que puedo encontrar para este personaje. Ayer, Marco Tosatti publicó un interesante reporte sobre las citas que utiliza el Papa Francisco en su documento. 180 veces se cita a sí mismo, y sólo 20 veces a Juan Pablo II o a Benedicto XVI. “Los dictadores se citan a sí mismos en sus discursos. Lo hacían Stalin, Mao Tse Tung, Hitler. Pero también los psicópatas narcisistas y solipsistas, llenos de sí, se citan a sí mismos. Los aduladores citan al propio mecenas o al propio patrón o a su propio maestro. Sólo los santos Papas citan siempre y únicamente a Dios…”. Tomemos conciencia del hecho para dimensionar la calidad del documento: 180 veces Bergoglio se autocita… una suerte de onanismo frenético destinado al fracasado intento de extraer algo de fecundidad de su estéril pontificado.


Comentario al margen I: Decíamos la semana pasada que la defenestración de Becciu traería en los Sacros Palacio la declaración de una guerra. Y ya la estamos viendo. Quedará para la próxima entrada algunos comentarios al respecto.

Comentario al margen II: Según atestigua la Casa Pontificia, el jueves 1 de octubre el Santo Padre recibió en audiencia a Mons. Eduardo Taussig. Se verá si continúa como obispo confinado de San Rafael (será abucheado por sus fieles apenas se anima a poner pie en cualquiera de las iglesias de su diócesis); arzobispo de La Plata; vicario apostólico de la Amazonía profunda o capellán residente del hogar de ancianos y desvalidos de las Hermanitas de los Pobres Desamparados de Quemú-Quemú. 

domingo, 4 de octubre de 2020

Breve introducción a la filosofía contemporánea

De la introducción del libro:  



Resulta cada vez difícil negar la decadencia en que está sumido el mundo contemporáneo. Sólo no es evidente para aquellos que cubren sus ojos con el antifaz de algunas de las ideologías de moda que se han tornado imprescindibles para todo aquél que pretenda conservar sus relaciones sociales, su buen nombre y su trabajo.

El mundo que vio el surgir de las grandes lumbreras del pensamiento que esclarecieron al mundo occidental y que escuchó sus discusiones en las que se desgranaban argumentos sólidos sobre los que se fundó la moral, la cultura y la política, entre otras áreas, de toda una civilización, ahora escucha azorado que las grandes cuestiones pasan por la destrucción del patriarcado, la exaltación de las revoluciones, la defensa de las diversidades más diversas que concebirse pueda y la adopción de un lenguaje neutro, que sea incapaz de distinguir entre lo que naturaleza ha determinado que sea una de las primeras y más básicas distinciones: la del varón de la mujer.

Hasta no hace muchos años, los jóvenes que concurrían al colegio secundario conocían, además de su propio idioma, el griego y el latín, que les abrían las puertas a la fuente de la cultura en la que habían nacido. Hoy balbucean su lengua madre y su modo de expresión habitual son los emojis. Desconocen no sólo el texto sino también el significado de palabras como Iliada u Odisea, y apenas si tienen una vaga y distorsionada idea, en el mejor de los casos, de lo que quiere expresarse cuando se habla de El Quijote. 

No es necesario seguir abundando en la descripción de nuestro siglo devastado. No es ese el objetivo de este pequeño libro que no tiene más que la modesta pretensión de ofrecer una visión breve y rápida de las líneas de pensamiento más relevantes que, durante el último siglo, terminaron de percudir al mundo occidental y posibilitaron el arribo de la época oscura en la que vivimos hoy. El panorama político, social, cultural y religioso actual, decrépito y condenado a una ruina cercana, no puede ser explicado solamente a través de sinuosidades económicas, como querría el marxismo, o por mareas de una sorprendente madurez a la que habría llegado la humanidad a partir de la Revolución Francesa —impuesta al filo de la guillotina— y que se habría acrecentado en las últimas décadas. 

Las razones de la caída son más profundas. Se despreció la realidad y se pretendió erigir frente a ella la omnipotencia de una razón que ha llegado al ridículo de negar a lo real su propia condición de real, puesto que la realidad no es más —dicen— que una construcción cultural. El pensamiento, liberado así del anclaje que le proporcionaba lo existente, se lanzó a navegar a favor de los vientos que esta supuesta libertad absoluta soplaba. Y es así como hemos terminado.

Como bien ha dicho Roger Scruton, el único mérito del progresismo es haber destruido en pocos años lo que llevó más de veinticinco siglos construir. De allí la necesidad de reivindicar sin pudores provocados por el mismo progresismo una postura conservadora. Si no conservamos lo que resta de la cultura occidental, no sería extraño que más pronto que tarde desaparezcamos como civilización, engullidos por otros pueblos que, despojados de mucho, conservaron al menos su sentido común.

Este breve introducción a la filosofía contemporánea tiene abundantes límites. El primero de ellos es que abarca solamente una porción de lo que con más o menos razón puede ser llamado “filosofía contemporánea”. Los criterios del recorte se reducen simplemente a la opinión del autor de la selección, la que puede ser con toda razón cuestionada y apelada. Por otro lado, las porciones han sido a su vez también recortadas, puesto que la complejidad del pensamiento no solamente de un autor sino de varias escuelas de pensamiento, necesariamente exige, en una obra de estas características, que se pinte con rápidas pinceladas.

Finalmente, dos puntualizaciones necesarias. No se trata de un libro escrito para filósofos. Ellos sabrán dónde encontrar obras más serias y profundas. Está dirigida a un lector medianamente culto, sin ningún otro requisito de formación o de antecedentes escolares. Y, en segundo lugar, no fue escrito con carácter apologético, por lo que en él se presenta escueta y limpiamente el pensamiento de un autor, o los principios de una escuela filosófica, prescindiendo de las críticas u opiniones que podrían hacerse desde una postura conservadora. Esa tarea le corresponde a los lectores que —eso espero—, podrán encontrar en estas páginas las claves que explican el estado de postración en el que vivimos.

Contenido:

1. El neopositivismo lógico. L. Wittgenstein. R. Carnap

2. El existencialismo. J.-P. Sartre

3. El personalismo. M. Buber. E. Levinas

4. La Teoría Crítica. J. Habermas

5. El psicoanálisis. S. Freud

6. El estructuralismo. C. Levy-Strauss. M. Foucault


Disponible en Amazon.

jueves, 1 de octubre de 2020

Newman y y los tiempos que nos tocan


 

"Las murmuraciones y vituperios contra el estado de cosas en que nos encontramos, y las preferencias por una situación anterior, no son solamente incorrectas, sino absolutamente carentes de sentido. Nosotros mismos formamos parte necesariamente del sistema que hay ahora en nuestro mundo; en él cada uno se ha criado, hasta llegar a su posición actual dentro de la sociedad. Dependiendo, por tanto, de los tiempos como condición de existencia, al anhelar otros tiempos estamos, de hecho, deseando no haber nacido nunca. Además, cometemos una ingratitud hacia la sociedad en que vivimos, al decir pestes contra ella, pues día tras día disfrutamos de los innumerables beneficios que nos ofrece. No obstante, no tiene nada de incorrecto, vacío de sentido o ingrato indicar sus deficiencias con el deseo de ayudarla a superarlas.

[...]

Nuestra tarea, entretanto, consiste sencillamente en cercionarnos del puesto que tenemos asignado en este revuelto escenario, asumirlo firmemente, y luego desembarazarnos de todo miedo hacia el futuro".

San John Henry Newman, Sermones universitarios  IV.