jueves, 31 de diciembre de 2020

Sobre el cuento de Navidad de Natalia Sanmartín Fenollera

 

Decidí leer el Cuento de Navidad para Le Barroux de Natalia Sanmartín Fenollera el día de Navidad. Y lo hice por la mañana, luego de la Misa de la Aurora, cuando el silencio que sigue a las noches festivas se prolonga hasta el mediodía.


El protagonista y narrador del cuento es un niño, y las bellísimas ilustraciones son infantiles, pero no es un cuento para niños. Claro que los niños pueden leerlo y seguramente los disfrutarán. Entenderán la historia lineal, la de los hermanitos huérfanos, la del cazador de arañas, la de una abuela rezadora y la de una gruta de la Virgen en el helado jardín de la casa. 

Pero el Cuento de Navidad es un cuento para monjes o, al menos, para cristianos viejos y magullados. El carácter misterioso de la fe está en el núcleo de la historia, y el misterio dramático de la fe no lo viven los niños ni los jóvenes. Lo viven los viejos apedreados, y si no, pregúntenle a Kierkegaard, o a Castellani. 

El cuento escenifica en una historia infantil el desamparo y la orfandad profunda que se experimenta cuando las certezas de la fe se esconden tras la niebla y las dudas —que son las más crueles de todas— asaltan el alma. En esos momentos parece que olvidamos hasta el brillo de aquello que en algún momento era tan distinto y tangible, así como el niño del cuento olvida el rostro de su madre muerta. 

Un elemento fundamental del cuento es la importancia y centralidad que en la vida cristiana posee la virtud de la paciencia o perseverancia, la hypomoné de la que hablan los Padres del Desierto. El niño no ceja en su empeño de esperar, a pesar de todo, de que se haga nuevamente la luz, esa luz que se apagó cuando murió su madre. Y esa luz, claro, finalmente se hace, pero no a modo de un fenómeno extraordinario, como un ángel que baja del cielo, sino al descorrerse el velo que lo separa de lo real, en una fría mañana de Navidad, mientras reza con su abuela y sus hermanos el rosario y las letanías de Nuestra Señora. Como un eco del mundo invisible de Newman, el niño es capaz de ver y de experimentar nuevamente las certezas más profundas a través de las maravillas de la Creación que lo rodea, y que siempre lo rodearon aunque él ya nos las veía. Sólo es necesario que Dios, a través de su Espíritu, devele la verdad (aletheia) que nos circunda. Todo está allí, detrás del velo; sólo hay que esperar con paciencia que el Señor nos lo muestre

Un raudal de luz puede inundarnos simplemente al repetir palabras que se dijeron y escucharon cientos de veces: “Torre de marfil, Casa de oro, Estrella de la mañana…”. En un instante, inesperadamente, esas palabras brillan con un resplandor completamente nuevo e inimaginable, e iluminan las tinieblas. 

Yo me animo a hablar de intuiciones, de pequeños atisbos del conocimiento angélico que Dios a veces nos regala, y que muchas veces son tan potentes que arrastran con ellas no solamente al intelecto sino también a las emociones y los sentimientos, y el alma alcanza una certeza nunca antes experimentada.

En fin, que se trata de un libro para leer y releer varias veces, lentamente, y me auguro que cada vez que uno lo haga, encontrará nuevos destellos. 


lunes, 28 de diciembre de 2020

¿Rebaños sin pastor? II

 


por el Padre Ducadelia


Mandar a pasear el episcopado y esforzarse por repetir concienzudamente las verdades de siempre es un camino más fácil. No es sin embargo el que dejó nuestro Señor. Tal vez porque si sólo se repiten las verdades dejan de ser las de siempre y dejan también de ser verdades.

Por ejemplo, centenares de monjes de Palestina repetían las fórmulas con que el gran Cirilo había defendido la divinidad de Cristo. Su celo los llevó a rechazar el concilio de Calcedonia y expulsar de la sede al obispo que había firmado -atacando la villa y masacrando a los defensores-. Lo que no querían aceptar era que Cristo tenía dos naturalezas, una divina y otra humana… porque San Cirilo había dicho que tenía una naturaleza, la del Verbo de Dios.


Wanderer dijo en una entrada ya vieja para la velocidad digital que muchos fieles pueden encontrarse en un cisma jurídico y no ontológico. Se mantienen en la fe de siempre y se distancian en algunos aspectos más bien legales. Están unidos a la Iglesia por el deseo de permanecer fieles y en comunión con ella, aunque no obedezcan ciertas formalidades. De este modo la unidad propia de la Iglesia (porque la Iglesia es una) queda asegurada cuando se tiene la misma fe y se rompe cuando se la adultera.

Por supuesto que cuando se cambia la fe se rompe la unidad, pero no es el único modo de rasgarla. La fe debe obrar por la caridad y es ésta la que logra la paz de la unidad, al menos así lo piensa Santo Tomás, para no ir a San Agustín que cansó la otra vez. Esa caridad obra ordenadamente, obra sujeta a los legítimos pastores. La autoridad y la ley no son externas a la sociedad, no se agregan a un todo ya hecho. La autoridad y la ley emanada de ésta fundan las sociedades y permanecen siempre como su alma, como su forma. Separarse de ellas es dejar de pertenecer a esa sociedad, es amputarse. El adolescente participa de su familia acatando la autoridad y los mandatos de su padre, no obedecerá si le ordena escupir a su madre, pero seguirá respetándolo y uniéndose al resto de la familia en su gobierno.

San Basilio se esforzó hasta la extenuación en mantener la unidad del Ponto. Combate contra los obispos arrianos y contra los sabelianos que reaccionaban en sentido opuesto. Sufre también la desconfianza y ataque de los que sostienen la misma fe y sin embargo forman partidos para socavarle la autoridad: “En cuanto a la profesión de fe, la mayoría de nosotros estamos unidos pero de hecho no actúan conmigo ni siquiera en los asuntos más ínfimos”. Y cuando la costa del Ponto se separa de Cesarea acusándola de hereje, Basilio se les queja diciendo: “Resulta empero que nosotros -hijos de los padres que han decretado que las pruebas de nuestra comunión, por medio de breves notas, sean publicadas desde un extremo al otro de la tierra, y que ente nosotros, todos debemos ser ciudadanos y familiares-, nosotros ahora nos separamos del resto del mundo, sin avergonzarnos de nuestro aislamiento y sin temor a que nos caiga aquella terrible profecía del Señor: “Por causa de la desobediencia que abunda, se enfriará el amor de muchos”. Desde occidente tampoco encontraba mucho apoyo, a pesar de que lo requería constantemente al papa. San Dámaso quería una condena a la herejía demasiado rigurosa que habría terminado por alejar hacia el arrianismo a muchos otros obispos. Además exigía que se reconociese como obispo de Antioquía (había tres) uno que, si bien era el único que defendía el credo niceno, no había sido ordenado según los cánones y que además no gozaba de prestigio en la zona. Se opuso Basilio a ambas presiones, pero jamás rompió con el sucesor de Pedro.

¿Por qué este esfuerzo de San Basilio por la comunión con el resto de los obispos y con Roma? Porque la Iglesia es una y es apostólica, y se sostiene por la fe en el misterio de Cristo, misterio que testimonian los apóstoles y sus sucesores. El Verbo hecho carne es visto, tocado y creído por los que están con Él desde el principio. El Verbo se hace historia y permanece en la historia por el testimonio, también histórico, de los que creyeron y creen. Ellos y el Espíritu Santo son los testigos del Señor.

La sucesión apostólica es la consagración por la que se recibe el envío de Jesucristo a través de los obispos que recibieron la potestad de Él, y de la cual dependen también los sacramentos. Pero la sucesión hacía referencia en primer lugar a la procedencia desde los apóstoles, así la entiende San Ireneo. Las diócesis poseían listas con los obispos que las habían ocupado remontándose hasta los apóstoles. Esa procedencia desde los apóstoles y las cartas de comunión a las que hace referencia San Basilio eran las que permitían discernir la ortodoxia de las enseñanzas. Las verdades que administra el obispo de Bitinia son las de Jesucristo porque ese obispo las recibió desde los apóstoles y porque son las mismas que sostienen los de las otras sedes que también fueron fundadas por aquéllos que vieron al Señor y recibieron su potestad. El misterio del Señor no ha sido encomendado a un libro, los Evangelios o el Denzinger, sino a un pueblo y dentro de ese pueblo a hombres enviados con autoridad.

Por última vez San Basilio: “Lo bueno sería ser juzgado, no por uno o dos de los que no andan correctamente en la verdad, sino por todos los obispos del mundo que a mí están unidos por la gracia de Dios. Preguntad a los de Pisidia, Lycaonia, Isauria, las dos provincias de Frigia… los de la parte sana de Egipto y lo que de sano queda en Siria, todos los cuales me envían cartas y a su vez de mí las reciben. Quien rompe la comunión conmigo, él mismo se corta de toda la Iglesia”.

Agustín, Basilio, Cirilo, Atanasio han dado esta batalla y en ella debe encontrarnos el Señor cuando vuelva. Unidos a los pastores que unidos entre sí defienden el depósito, testimonian y comunican el misterio de Cristo. Ese cisma difuso seguirá secando ramas del árbol. Es deber nuestro discernir para no ser arrastrados por él, deber nuestro seguir bebiendo de canal separando la basura. ¿Habrá buenos pastores hasta el final? Estarán porque Jesús es el Buen Pastor y no abandona su rebaño. Estarán porque el Señor lo ha prometido, porque el Señor ha orado por Pedro y aunque el demonio va a zarandearlo será confirmado, y él nos confirmará. Y en tiempos apocalípticos será mucho más difícil pero no será otra la Iglesia y no será otra la fe.

¿Y monseñor Lefevre? “¿Quién soy yo para juzgarlo?” Sí me parece claro que la Fraternidad perseverará en la Iglesia Católica tanto cuanto sienta como un mal la separación actual y tienda con fuerzas a la plena comunión con el resto de los obispos en unión con Roma, si por el contrario se instala en su posición de emergencia o peor aún se considera el resto fiel en medio de una apostasía general se parecerá cada vez más a esos monjes palestinos que aún hoy conservan la sucesión pero han perdido las cartas de comunión.

¿Qué hacemos con los obispos que nos han tocado? Cada uno que se tape con su poncho, que bastante corto tengo el mío. El consejo de San Atanasio a las quejas que recibía constantemente contra los obispos de otras diócesis era: “Traten de entender rectamente lo que dicen torcido”, o algo así. Hoy como siempre hay que estar despiertos para no perderse con sus errores ni ser aplastados por su autoritarismo. Y ya que me metí a consejos de cura, digo también que hay que estar más atentos a la viga del ojo propio. Se debe mantener muy viva la fe y activa la caridad porque con mechas humeantes no se va a poder discernir, ya no se discierne.

sábado, 26 de diciembre de 2020

Fr. Marcos González, op. RIP

 


En el día de la Natividad de Nuestro Señor, se durmió en su convento de San Miguel de Tucumán, fray Marcos González, op, fraile dominico conocido y apreciado por muchos de los lectores de este blog.

Fue maestro que enseñó el pensamiento de Santo Tomás de Aquino; fue maestro espiritual y poseedor de una aguda inteligencia que le permitió vislumbrar hace décadas muchas de las dolorosas situaciones que estamos viviendo hoy en la Iglesia.

Dios lo tenga en su gloria.

lunes, 21 de diciembre de 2020

Es el pecado, estúpido


 El cardenal Newman dice en uno de sus sermones (IV, 6):

[cuando muere una persona] todos piensan que se ha ido al cielo; hablarán con mucha seguridad de que ya se encuentra en paz, de que sus dolores han terminado, de su feliz liberación, y cosas por el estilo. Y se extienden en consideraciones semejantes cuando su deber consiste más bien en guardar silencio, esperar con esperanza medrosa, y resignarse.

[…]

Por eso no se admite la mera posibilidad de que alguien se haya condenado; se rechaza la idea, y cuando muere alguien, concluyen, como única alternativa posible, que debe estar en el seno de Abraham, y lo dicen con toda audacia…

    Estas observación, expresada en 1835 y referida a la comunidad anglicana a la que él aun pertenecía, se manifiesta también en la iglesia católica desde hace ya muchas décadas. El abandono de los ornamentos negros para los funerales y del uso del catafalco rodeado de seis candelabros han convertido, por ejemplo, a las misas de requiem en una misa más. Muchos curas incluso usan ornamentos blancos y no dedican sus homilías a hablar de la muerte sino a “celebrar” la vida del difunto.


     Una experiencia de hace pocas semanas me hizo reflexionar sobre el hecho. Murió una persona amiga, ya mayor y muy enferma. Se hizo un velatorio y se celebró misa exequial antes de la sepultura. El celebrante, muy bien dispuesto para los tiempos que corren, fue un cura que con fe y, para una misa novus ordo, fue decente. Sin embargo, dedicó toda su homilía y las frecuentes interrupciones durante el rito, a hablarnos de lo que Newman señalaba en su homilía: lo buena que había sido la difunta, la paz de la que ya estaría gozando, que allí nos estaba esperando y muchas lindezas más destinadas a enmascarar la terrible realidad del cadáver que yacía a pocos pasos. 

  Lo que yo veo en estas actitudes denunciadas por Newman y observadas por nosotros es que, en el fondo, se perdió la noción y sentido del pecado. En muchos casos, quizás la mayoría, no será de modo consciente y obedece a la mejor de las intenciones. El curita del que hablo creo que nunca negaría el pecado; simplemente quería consolar a los deudos allí reunidos con los consuelos que nos da nuestra fe pero, en su esfuerzo, se llevaba puesta la realidad de la incertidumbre de nuestra propia salvación y la de todos los hombres, y del pecado que es ante todo, una ofensa a Dios. Una vez más, el emotivismo poniéndose por delante de la fe, un tema que ya hemos tratado en este blog.

    Pero el problema, a mi entender, es mucho más grave que un derroche de sentimentalismo, porque se desplaza la realidad del pecado y se la rodea de nieblas a punto tal que queda reducido a un “inconveniente” de la vida cotidiana, como me dijo el jesuita con el que me confesé hace un tiempo.  Y esto tiene sus consecuencias, puesto que si el pecado es apenas una brizna molesta, deja de tener sentido la redención. ¿Por qué el Hijo de Dios se habría encarnado y padecido muerte en cruz? ¿Para librarnos de una molestia o inconveniente que un psicólogo puede hacer en dos sesiones de terapia? No tiene ningún sentido, y mucho menos sentido aún tiene hablar de la misa como sacrificio propiciatorio, puesto que no hay delito por el que derramar sangre lustral. 

    Total que un santiamén se nos derrumbó la fe. Jesucristo no tiene por qué ser el Verbo Eterno hecho hombre; es suficiente con que sea un hombre, extraordinario y el mejor de todos, pero puro hombre. Y fue concebido como cualquier otro hombre lo es. Y su injusta e ignominiosa muerte se debió a que su prédica en favor de los más débiles, los más pobres y los habitantes de las periferias, desafió a los poderosos de su época, que son iguales a los poderosos de todas las épocas. Y por eso, el cristiano que quiera seguir sus pasos, debe dedicarse a la defensa de esos mismos pobres y débiles, y desafiar siempre que pueda a cuanto poderoso se le cruce por el camino. Y la misa será el momento de encuentro semanal de todas las buenas personas convencidas de esas luchas y esos desafíos, que se reúnen en torno a la “mesa del altar” a compartir el “pan de vida”, a fin de fortalecer la comunión entre ellos. Y, para ocasiones especiales como el matrimonio o la muerte, “la celebración de la eucaristía” será un vistoso complemento que consuela y nos hace pasar emotivamente más fortalecidos los momentos críticos de la vida.

    Privar a la fe y a la vida católica de la gravitación que posee en ellas el pecado implica, que más tarde o más temprano, la fe cristiana se diluya en un humanismo con pinceladas de trascendencia tan indefinidas, que podrá ser adoptada con escasas molestias por cualquier persona: apenas un “proceso de discernimiento” en aquél que quiere abandonar a su mujer o a su marido por otra/o; un propósito de fidelidad y de ayuda al prójimo en aquél que quiere “compartir su vida” con otra persona de su mismo sexo, y todo el resto de las sorpresas a las que nos tienen ya acostumbrados el Papa y sus obispos en las últimas décadas. 

    “Cuando el Hijo del Hombre venga, ¿hallará fe en la tierra?” (Lc. 18,8).

miércoles, 16 de diciembre de 2020

¿Rebaños sin pastor? Sobre un interrogante de Wanderer

 

por el Padre Ducadelia


Cuando el Señor vuelva de la boda debe encontrar a todos sus siervos despiertos y atentos para recibirlo. Y al encargado debe sorprenderlo también administrando las raciones a los que le han sido encomendados. Aunque el acento de la parábola recaiga sobre la espera de los fieles en general y de los pastores en particular, puede atenderse a que todos ellos deben permanecer en la casa de su Señor. “Que nadie abandone la era antes de la cosecha con la excusa de que le es imposible aguantar a los pecadores. No lo haga, no sea que al encontrarse fuera de la era, lo recojan los pájaros antes de llegar al granero” -conminaba San Agustín-.

Los interrogantes de Wanderer para el futuro (“comunidades” organizadas por los católicos laicos en torno a sacerdotes fieles, y desligadas del obispo”) me dejaron un gusto amargo. Una iglesia sin obispos o donde éstos son alguien abstracto que necesito más como título de legitimidad que como testigo, sacerdote y gobernante… ¿es esto aún Iglesia católica?

Esos sacerdotes fieles junto a sus feligreses... La experiencia muestra que estos grupos tienen una gran tendencia a degenerar tanto en idolatría de un cura carismático como en privatización del sacerdocio en favor de una condesa adinerada o un grupo selecto. Y tanto en un caso como en el otro se afirma progresivamente el espíritu de capillismo que Lewis sufrió en el protestantismo y tan bien describe en las Cartas del diablo.

Sin embargo que esta nueva situación tenga sus riesgos no la condena en sí y del peligro no puede concluirse necesidad. Podría atribuir esta precaución al espíritu de Hildebrando velando por la libertad de su Iglesia. Pero es mucho más cercano a nosotros el populismo peronista que también es causa suficiente de esta reacción. Busquemos si no hay algún principio que la justifique entonces.

Comunidades de fieles que no se unan en un obispo que a su vez busque constantemente estar unido a una comunión de obispos que guardan el depósito que Cristo les encomendó carecen de la universalidad de la vocación cristiana, comienzan a dejar de ser católicas en el sentido propio del término. La Iglesia es pública por su misma naturaleza, no encontró lugar en la legislación romana justamente porque siempre rehusó colocarse entre las asambleas cultuales privadas. Entiendo que no se niega esto y que se plantea algo similar a lo que sucedió con las persecuciones del Imperio. Pero no es igual: los cristianos y sacerdotes dispersos por la ciudad tenían una unidad visible y era su obispo. Del mismo modo que daba unidad a la región el gobernador, así también el sucesor de los apóstoles la expresaba y la realizaba en cuanto al orden sobrenatural.

No hay que perder de vista que Jesús viene a formar un pueblo sacerdotal, ser salvado es empezar a ser miembros de Cristo, hijos en el Hijo. ¿Por qué puedo considerarme liberado de mis pecados y con capacidad de obrar justicia? Porque estoy unido al Señor que me hace uno con Él por medio del don del Espíritu. Don y gracia que se me comunica en la recepción del Bautismo y en la participación a la Eucaristía.

Es acertado centrar en la celebración de la Eucaristía la pervivencia de la Iglesia. Por el don de la fe en ella nos hacemos uno en el Señor y recibimos su vida. Pero esa Eucaristía al igual que todos los sacramentos no pueden ser celebrados al margen del obispo, porque no pueden ser celebrados sin el Señor.

Que el desproporcionado desarrollo de las ciudades y el crecimiento de las diócesis haya centrado la vida cristiana alrededor de las parroquias no puede dejar en el olvido que la sagrada liturgia es la celebración del todo el pueblo fiel, presidido por su obispo y acompañando por su presbiterio.

Una Iglesia sin obispo es una Iglesia sin sacerdocio y por ende sin sacramentos. El obispo comunica el orden sagrado que ha recibido y sigue siendo siempre la fuente de ese orden que ha conferido. Un sacerdote desvinculado del obispo comienza a desvincularse de la autoridad de Cristo. Empieza a no entrar por la puerta al corral de las ovejas.

¿Pero si el obispo se separa de Cristo? ¿Si no es fiel al depósito? Entonces el fiel debe resistir sus errores pero hay que tener cuidado en no precipitarse a declarar su dimisión. También San Agustín tuvo que combatir contra aquéllos que declaraban nulos los sacramentos administrados por un ministro pecador. Es Jesucristo el que bautiza y es Jesucristo el que preside, si bien no es el Señor el que yerra o traiciona sino este o aquel ministro. El obispo sigue enseñando, santificando y gobernando en nombre de Jesucristo a pesar de sus ambivalencias y pecados.

¿El sucesor de los apóstoles no puede perder su autoridad? ¿No puede ser destituido? Sí puede, concilios regionales han depuesto obispos por herejía y por otras razones. Pero son los otros obispos que en virtud de la comunión en la fe y reclamando la sucesión apostólica juzgan a su par. Y cuando el que fue demitido gobernaba una sede principal, Antioquía por ejemplo, debieron también pedir la aprobación de Roma, sede primera.

La fidelidad al depósito debe ser también fidelidad a los que el Señor lo encomendó. Lo que es más fácil con pastores santos y prudentes y se dificulta mucho con los necios e interesados. No puede prescindirse de ellos porque son enviados por Jesucristo que fue enviado por el Padre. No recibir a Pedro con su acento norteño y todo es no recibir a Jesucristo. Hay que tomar el fruto -decía el obispo africano- y cuidarse de las espinas.

Sí, creo que frente a los tiempos tormentosos que vivimos debemos tener una tenaz esperanza. Dios está con nosotros y Dios vuelve, a pesar de que las olas arrecien contra la nave y el mismo Pedro parezca hundirse en el lago. Lo que enseñaba San Agustín (otra vez y de nuevo a mi modo) huir de los lobos con pieles de oveja, aprovechar y soportar a los mercenarios, seguir y pedir nos sean dados buenos pastores. Pero el que pastorea es el Señor.

lunes, 14 de diciembre de 2020

Bajo el tilo de don Gabino

 

Estad alegres, gozad todos; mirad que viene el Señor: Él trae el desquite y os recompensará.

Breviario Romano, antífona del primer nocturno del oficio de Maitines


Ya se ha disipado el antiguo error; tú nos conservarás la paz; la paz, ya que en ti tenemos puesta nuestra esperanza.

Isaías 26, 3.



Bajo un tilo coposo repleto de flores se había reunido don Gabino con algunos pocos amigos luego de un largo tiempo de ausencias. Silícides se había casado y estaba ansioso por arrullar a su niño; Mr. Pale había abierto un boliche; a otros, el confinamiento al que había sido sometido San Etelberto los había arruinado y pasaban sus noches ideando negocios imposibles y ensarzados en angustias y ansiedades, y otros se avergonzaban de pasearse embozados por las calles de su pueblo y preferían permanecer en la estrecha libertad de sus casas.

La tarde estaba cayendo y ya se sentían los primeros resuello del aire fresco que bajaba de las montañas. 

Había preparado para la reunión los ingredientes para su clásico gintonic del verano. Esta vez utilizaría gin “Heredero”, hecho en la mesopotamia argentina que, además del enebro y otras hierbas, tenía mandarinas. Sobre la pequeña mesa estaba, además, una buena provisión de pequeñas botellas de tónica “Britvic”, fáciles de conseguir ahora en el país, una hielera colmada y varias rodajas de limón en un pequeño plato azul.

Sabía don Gabino que sus amigos vendrían agobiados por el tedio de las constantes derrotas que día a día se amontonaban en el mundo que les había tocado en suerte.

—El aborto obtiene la media sanción legislativa en Argentina y se aprobará antes de fin de año y España aprobará la semana próxima la eutanasia— dijo Bulgarav con un tono más cansino aún que el acostumbrado— ¿Dónde quedó la Hispanidad?

—Ilusiones— respondió Pablo Paz mientras agitaba su gintonic con una larga cucharilla metálica—. Hace tiempo que todo eso desapareció. El problema es que nunca nos quisimos anoticiar del hecho y me pregunto sin más no valdría entregarnos al duelo por lo perdido.

—¿Duelo? Jamás; la lucha no se abandona— retrucó Alvear con ímpetu. 

Todos los miraron con una sonrisa apenas disimulada. La memoria, que suele ser terca y malvada, no les permitía olvidar la peregrinación montañesa que habían realizado por las altas lomas de La Carrera. 

—Me pregunto—terció el Poeta— si ambas actitudes no pueden ser compatibles.

—No solo compatibles sino también necesarias— dijo don Gabino—. Es ese el único modo de no caer en la desesperación. 

—No sé si la desesperación, pero pareciera que la desesperanza es la única y última actitud que nos queda. Nuestra causa está perdida— dijo Paz. 

Y aclaró rápidamente:

—Hablo de las esperanzas inmanentes, por cierto. No hace falta aclarar que, entre cristianos, la esperanza está puesta del otro lado de las Montañas Grises.

El sol se estaba ocultando y sus rayos se distinguían con nitidez cuando atravesaban un cinturón de nubes azules y rosadas, festoneadas de blanco, que coronaban las montañas del horizonte.

—¿Es que alguna vez los cristianos lucharon por causas que no fueran perdidas?—. Era el Poeta, dado a formular preguntas inopinadas.

—Yo plantearía la cuestión de otra manera: ¿es qué realmente existen la causas perdidas? No, no existen porque tampoco existen las causas ganadas. En todo caso, existirán triunfos provisorios, breves y que se descascaran en pocas décadas.

—La solución entonces, según usted, es abandonar la lucha—, insistió Hernán Alvear apurando su tercer vaso de gintonic.

—No apresure su conclusión— siguió el viejo mientras agregaba más hielo a su bebida—. Militia est vita hominis super terram, dice el libro de Job. Ciertamente hay que luchar aunque sepamos que las nuestras son siempre causas perdidas. El problema surge si ponemos todos nuestros anhelos en el triunfo; lo más probable es que éste no ocurra y, si ocurre, será efímero.

—¿Quién lucha para no ganar?— intervino Bulgarov—. Hasta mi hijo Volodia lucha con su espada de madera para ganar.

—No es nuestro caso. Nosotros más bien peleamos para que algunas cosas continúen vivas y no con la expectativa de que alguna cosa vaya a triunfar. Nuestro reino no es de este mundo.

En los vasos quedaba ya apenas el agua de los últimos hielos derretidos. La noche había caído y la luz de la luna era incapaz de atravesar la fronda del tilo. Sólo se veían algunas luces mortecinas del salón de don Gabino que su doméstica había encendido. 

—En un mundo que corre inevitablemente hacia el suicidio, lo único que nos resta es esperar su colapso. ¿Es así?—, preguntó Paz.

—“Cuanto peor, mejor”, decía Chernyshevski a Lenin—, recordó Alvear.

—Y mientras tanto, redimamos el tiempo—, dijo el Poeta.

—Sí, creo que es lo único que está en nuestras manos hacer: redimir el tiempo, preservar viva la fe frente a los tiempos oscuros que nos rodean—, respondió don Gabino.

—¿Y después?

—No nos corresponde a nosotros hacer esa pregunta. Después quizás se acabe el tiempo para siempre, o bien nuestra derrota y desaliento sea no más que el prolegómeno de la victoria de nuestros sucesores, aun cuando aquel futuro triunfo sea también algo transitorio.

Fumando sus pipas, los cinco amigos quedaron un buen rato en silencio. El aroma del Latakia del Poeta se imponía y las volutas de humo blanco atenuaban aún más las luces del salón.

—Mire a su alrededor don Gabino. Apenas somos cinco, y afuera habrá un puñado más. Demasiado pocos para tal tarea.

—Por eso no se inquiete, don Paz. Mientras más importante es una cosa, el número de sus defensores importa menos. Se necesita un ejército para defender a una nación; pero basta un solo hombre par defender una idea. Las arquitrabes seculares pesan sobre espaldas solitarias.

Y así, solitarios, cada uno rumbeó para su casa, mientras don Gabino, fumando su última pipa, intentaba adivinar las estrellas por entre las hojas del tilo. 


(Algunas ideas y textos de esta historia han sido tomados de Thoughts After Lambeth de T.S. Elliot y de los Escolios de Nicolás Gómez Dávila).


jueves, 10 de diciembre de 2020

El suicidio de una civilización

 

por Anthony Esolen

Supongamos que se le hicieran las siguientes preguntas a un antropólogo, apartado del ruido y furia de la política actual: ¿cuáles serían los signos de una cultura moribunda, o de una cultura suicida? ¿Qué respondería de acuerdo a la naturaleza humana y a los términos de la propia pregunta? ¿Qué podría advertir en nosotros mismos?


Tal cultura se preocuparía más por la muerte que por la vida; y esa preocupación se manifestaría en varios modos. Promovería el derecho a morir según la propia voluntad, pero no el derecho a vivir, sino tan sólo el permiso de vivir, mientras uno posea ciertas cualidades que la gente reconozca como útiles o aceptables en el redil; y cuáles sean esas cualidades y cómo deban ser reconocidas cambiaría con las exigencias políticas y los sentimientos. La vida no es un don, sino meramente una cosa, para ser tirada a voluntad, como la basura. Nada es sagrado -ni el cuerpo, ni el alma, ningún lugar, ningún objeto, ningún nombre, ninguna persona humana, no lo es la historia, ni las canciones, ni Dios.

Aun así, esta voluntad de morir no es ni valiente ni generosa. El joven audaz que guarda su puesto en el campo de batalla está dispuesto a morir, no porque esté cansado de su vida sino porque está tan lleno de vida, y tan conmovido por sentimientos de camaradería por sus hermanos de armas que puede entregar su vida en la trinchera. Los soldados que quieren morir ya han perdido. Cuando un anciano o un enfermo dice “No va más” da su negativa, como decía Chesterton, a todo el universo. Generalmente, corre hacia la muerte porque tiene miedo al sufrimiento, lo que en una cultura moribunda ya no tiene sentido. Nada es sagrado. Una persona así se estremece ante los inmensos hospitales-máquina en los que los hombres son entregados para morir; así huye de la máquina y se arroja al abismo, a la nada.

En una cultura moribunda, los que no se suicidan, no ven mayor belleza en la vida humana, ni siquiera en lo que el poeta ciego Milton dijo que más extrañaba: “el divino rostro humano”. Un artículo reciente identificaba como una fotografía del siglo pasado, la foto de un pequeño bebe en el útero, de apenas dieciocho semanas, pero la autora se apresuró a asegurar a sus lectores que sería un error usar esa fotografía como un argumento contra los “derechos reproductivos” de las mujeres. Los eufemismos, el sentimentalismo calloso, y las abstracciones saludan a los portones de la muerte: Abtreibung Macht Frei (El aborto os hará libres). Que la fotografía mostrara un ser de sobrepujante y misteriosa belleza, un don, un objeto de asombro, incluso un ser hecho a imagen de Dios, no podía imaginarlo la autora, o acaso, le resultaba inconfesable. Nada es sagrado.

Semejante gente, podríamos esperar, olvidaría el alma y estaría obsesionada con el cuerpo, pero no el cuerpo como poseedor algún significado intrínseco. Trabajarán el cuerpo, lo golpearán, lo agujerearán, lo plastificarán, garabatearán grafitis sobre el cuerpo, y en general lo reducirán a una herramienta del hedonismo o a un pobre intento de auto expresión en un mundo en el que no habrá nada importante que expresar. Nada es sagrado. Su arte no habitará amorosamente en el rostro humano o en la natural gracia y expresividad de las posturas humanas. Será carne por la carne misma y rostro por la carne misma. Hablarán del cuerpo como de una máquina y se referirán con escasa sinceridad a su “rendimiento”.

En materia sexual también, no habrá asombro, ningún sentido de lo que son los sexos, ninguna gratitud del hombre hacia la mujer ni de la mujer hacia el hombre. La ingratitud, la impaciencia y la renuencia a soportar los defectos del sexo opuesto se manifestará en la esterilidad voluntaria, asumiendo tres formas. Primero, un odio o temor por la propia fertilidad, que llevará a la esterilización voluntaria, porque la esterilidad, es, antropológicamente, vecina de la muerte. Segundo, un rechazo al matrimonio, o una completa falta de interés por él, sea el matrimonio ordinario del hombre y la mujer o el matrimonio espiritual que se abraza como religioso; la fiesta de bodas a la que Jesus compara el reino de Dios ya no tiene atractivo. Nada es sagrado. Tercero, una adhesión a un falso matrimonio por medio de una falsa unión sexual; la deliberada y sacrílega perversión de las propias aptitudes sexuales, tal como arrojar la semilla de la vida a una cloaca, el lugar de los residuos y la decadencia.

Ellos que aplastarían, desmembrarían, o freirían en sal a ese niño asombrosamente bello en el útero de su madre, seguramente no tendrán escrúpulos en invadir el refugio de la bendita inocencia de un niño, durante el tiempo en que sus deseos sexuales están dormidos o latentes, ese largo tiempo en que los chicos necesitan aprender quienes son y qué son, destinados a crecer para ser maridos y padres, esposas y madres confidentes. Jesús tiene palabras duras para referirse a aquellos que escandalicen a los pequeños, pero, puesto que nada es sagrado, la gente de esta cultura moribunda estará ansiosa para unir a los niños a su corrupción y hedonismo sin sentido adornado como siempre con eufemismos, como lápiz labial y pelucas en una calavera. Una horrenda drag queen instruyendo a pequeños niños sobre cómo plegar sus testículos dentro de sus cuerpos y anudarlos allí — la muerte jactándose de la muerte.


La gente de una cultura moribunda no produce ningún arte digno de ese nombre. El aburrimiento se entroniza pesadamente en el alma. Nada es sagrado. Los poetas románticos del siglo diecinueve, a menudo residualmente cristianos a lo sumo, creían que el impulso para el gran arte, la música y la poesía debía ser divino. ¿Qué los inspira? Aquellos que pierden lo divino pierden también lo humano. Es como dice Jesús, que a aquéllos que buscan el reino de Dios, les serán dados todos los bienes de la tierra. La inversa es también verdad: a aquéllos que tienen poco, a aquéllos que buscan sólo los bienes terrenos, incluso lo poco que tengan les será quitado. El arte de la cultura moribunda no sólo pierde su excelencia. Desaparecen variedades enteras de artes; a nadie le importan ya; a nadie le interesa aprender con gran paciencia y muchos errores, o apreciar, lo que también requiere paciencia, o preservar. Muchas de las habilidades que el verdadero artesano requería, a menudo habilidades sin nombre, conocidas por su mano, su ojo o su oído, se han olvidado. Los artistas y arquitectos se vuelcan a lo horrible, lo brutal e inhumano.

El pueblo de una cultura moribunda no sólo ahoga su futuro en el vientre. Asesina también a sus ancestros. Mira con envidia a los grandes hombres de su pasado, hombres que, como todos los hombres, fueron imperfectos, pero que construyeron no sólo para sí mismos sino para su posteridad. Se burla de esos grandes hombres y disfruta “desenmascarando” sus leyendas. Nada es sagrado. Caen las estatuas en las plazas públicas, porque ya han caído en los corazones de los hombres. Y no es un hombre en particular el que debe ser pisoteado en el polvo. Todo el pasado del pueblo debe pisotearse; tal vez incluso, todo el pasado de la humanidad, no recibido como un don sino borrado como una carga. Abundan los esquemas utópicos, incluso aunque el decadente arte de la época no ve más que vastas redes de miseria humana por venir. Porque las torres utópicas están cimentadas en el odio por lo que es.

Todo el humor de la cultura moribunda es gris. La acedia es su pecado dominante, manifestada en la inacción espiritual y en el trabajo incesante por el trabajo mismo, o el trabajo por fines bajos. No hay alegría en su humor. La trivialidad es su nota característica, la risa de los aburridos, lo super-sofisticado, lo mundano y cansino. Los niños no llenan las calles con sus alegres juegos y risas. Las iglesias están vacías. Las instituciones básicas de la sociedad son débiles -especialmente la familia. La confianza social ha desaparecido. La tradición, que es una forma de confianza social, la unión entre generaciones, es vituperada u olvidada. Nada es sagrado.

Dante con perspicacia identifica el carácter del infierno como la pérdida de la esperanza, esa virtud teologal que confía en las promesas de Dios. La cultura moribunda podrá usar la palabra “esperanza”, pero nadie cree ya en ella, como lo demuestra espantosamente su fracaso en reemplazarse a sí mismo con los hijos. Nada es sagrado. El optimismo, sonriente y con dentadura de oro, hace su entrada para ocupar el lugar de la esperanza, no apoyando el perdón, la redención y el renacer, sino un juicio inmisericorde contra el pasado, y disertando sobre el cambio, vago y sin dirección definida, sobre algún cambio, cualquier cambio, como el cambio que busca una persona enferma en su cama sacudiéndose y girando tratando de encontrar un alivio que no llega. Los impacientes y enfermos están secretamente asustados de la esperanza, como lo están de la fe y del amor.  Así están preparados para comprar cualquier confianza que se les quiera vender: seremos salvados por la tecnología o por cualquier novedosa maquinaria política. Dennos libertad para alimentarnos y aburrirnos y llenar nuestras horas vacías como queramos, pero quítennos toda libertad que nos requiera exigencias, la verdadera libertad de un alma humana luchando en gracia para acercarse a Dios. 

¿Quién puede respirar la vida en semejante estado a fin de que pueda volverse un alma viviente? Sólo Dios puede, pero el pueblo prefiere creer en mentiras, que no hay nada sagrado, en vez de asumir los abundantes deberes y dones de la vida. Quiera Dios insuflar vida en nosotros, lo queramos o no.


(Fuente: Crisis Magazine. Traducción: Beltrán María Fos)


miércoles, 9 de diciembre de 2020

La entropía y la gracia

 

La iglesia ha sufrido a partir del Concilio Vaticano II un proceso de desorden tendiente a la disolución que se ha acelerado dramáticamente con el pontificado de Francisco. Puestos a pensar lo que encontrará el próximo Papa, si lo hay, tendemos a convencernos de que su primera y única tarea será de la restauración. Inmediatamente después consideramos si querrá hacer tal restauración alguna o más bien pretenderá acelerar el proceso destructivo, o en el mejor de los casos, si podrá emprender la restauración y cuánto tiempo tomará volver las cosas a su estado normal. Como dice Roger Scruton, el progresismo destruye en pocos años lo que a una civilización llevó siglos construir. ¿Cómo desandar el camino y cuánto tiempo consumirá ese proceso restaurador? 


La historia nos muestra que es posible la ocurrencia de cambios profundos y disruptivos que se dan en un período muy breve de tiempo. Pongo dos ejemplos recientes: España y la misma iglesia. Franco fue capaz de mantener casi cuarenta años un país en el que, con sus más y sus menos, se respetaban los principios cristianos tradicionales. Sin embargo, apenas un año y medio después de su muerte, la sangrienta Dolores Ibárruri regresaba a España vitoreada por multitudes y se quitaba de la fachada del edificio de la Secretaría General del Movimiento el símbolo del yugo y las flechas, y ya conocemos lo que vino después. Un sistema, al que todos creían “atado y bien atado”, se desarmó en un par de años y cayó en el más profundo de los abismos.

Algo análogo sucedió con la iglesia católica. En cuestión de cinco años, o menos, y con ocasión del Vaticano II, sufrió un cambió radical en sus aspectos externos y en la intimidad de su doctrina y espiritualidad, de modo tal que un cristiano de 1960 habría encontrado irreconocible la misma iglesia en 1970. 

Los tienen en común ambos acontecimientos, y muchos otros que podríamos añadir, además de la rapidez del cambio, es que se trató de un cambio negativo, de disipación, de disolución o, en otros términos, de desorden. Y es a este punto al que me interesa llegar.

En varias ocasiones he hablado sobre esta cuestión con un viejo y buen amigo que sabe de física, y él no cesa de insistir con la entropía, un concepto asociado a la segunda ley de la termodinámica. Este principio sostiene que los sistemas cerrados tienden inexorablemente al desorden, y la entropía es justamente el nivel de desorden de un sistema. 

Veamos un par de ejemplos. Si lanzamos un vaso de cristal al suelo, tenderá a romperse y a esparcirse, mientras que jamás será posible que, lanzando esos trozos de cristal, se construya el vaso por sí solo. Otro ejemplo: imaginemos dos envases de un litro de capacidad que contienen, respectivamente, pintura blanca y pintura negra; con una cucharita, se toma pintura blanca, se vierte en el recipiente de pintura negra y se mezcla; luego se toma pintura negra con la misma cucharita, se vierte en el recipiente de pintura blanca y se mezclan; el proceso se repite hasta que se obtienen dos litros de pintura gris, que no podrán reconvertirse en un litro de pintura blanca y otro de pintura negra.

Una consecuencia que trae esta ley es que se trata de procesos irreversibles. Una vez que el proceso de indeterminación entrópica comienza, es casi imposible volver al estado original, como las posibilidades que se reconstruya el vaso quebrado o la pintura mezclada vuelva a ser blanca y negra son remotísimas. 

Mi amigo insiste, siguiendo a Simone Weil, que esta ley de los sistemas físicos se aplica también a los sistemas sociales. Y aunque su hipótesis puede ser discutida, los ejemplos de España y de la iglesia católica pareciera que la confirman. En ambos casos se produjo un proceso entrópico que provocó un desorden brusco en sus sistemas y que, por razones de esta misma ley, posee el carácter de irreversible. 

¿Es que, entonces, no hay esperanza alguna? La entropía tiende a aumentar indefinidamente sin posibilidad alguna de reversibilidad en los sistemas cerrados, pero el único sistema cerrado del universo es el universo mismo, pues todo el resto de los sistemas físicos tienen algún tipo de interacción termodinámica con el exterior. Por más cerrada y aislada que esté una hielera o un termo, sabemos que finalmente el hielo se derretirá o el agua se calentará. Y ahí esta mi primera y casi imposible esperanza: la iglesia no es sistema cerrado y, por tanto, es posible que la acción de algún medio externo —un gran santo, por ejemplo—, pueda iniciar el proceso de reconstruir, de arrojar una y mil veces los pedazos de cristal con la esperanza que en algún momento se forme nuevamente el vaso.

Sin embargo, tengo una esperanza mayor, y la tomo de Simone Weil. Escribe: 

Todos los movimientos naturales del alma están regidos por leyes análogas a las de la gravedad material. La única excepción es la gracia.

Hay que esperar siempre que las cosas ocurran conforme a la gravedad, salvo intervención sobrenatural (La gravedad y la gracia, Sudamericana, Buenos Aires, 1943, p. 43).

Mi versión: 

Todos los movimientos naturales de la iglesia están regidas por leyes análogas de la entropía. La única excepción es la intervención del Espíritu Santo.

Hay que esperar que en los sistemas sociales como es la iglesia, las cosas ocurran conforme a entropía, salvo intervención del Espíritu Santo. 

lunes, 7 de diciembre de 2020

Permítame abrir la puerta

 

(A vueltas con Visión religiosa de la crisis actual)

En efecto, se trata de un artículo de Castellani que no tiene desperdicio y que dio lugar a que Tito Mihura expusiera su visión religiosa de la crisis actual y su inteligencia de aquel artículo. En efecto, señala que allí Castellani apunta al tema de 

lo que hay que hacer o no hacer, en qué consiste ese “trabajar como si el mundo hubiera de durar siempre” [para agregar a renglón seguido] La dicotomía que pone Castellani es la misma que pone en el “Sermón del Polvo”. 

Sin embargo, una atenta lectura de aquel famoso sermón revela que allí la dicotomía está puesta entre “parusíacos” y “anti-parusíacos” (en cuanto a lo que hay que hacer y no hacer, eso está tratado nerviosamente en otro artículo incluido en esta misma edición de Cristo ¿vuelve o no vuelve? y que se llama, precisamente, ¿Qué tenemos que hacer?).

Y no, en mi post anterior y aquí nuevamente, propongo que, a los efectos de esta conversación, demos de mano con la división entre parusíacos y anti-parusíacos (un asunto que Castellani instaló entre nosotros de una vez y para siempre) y que, a estos últimos—los progresistas triunfantes que dominan l’air tu temps—los dejemos momentáneamente de lado: esta es una conversación entre “parusíacos” y los de afuera son de palo; despejado eso, podemos limitarnos al bando de los “parusíacos” y distinguir entre ellos, como lo hace el propio Castellani.


Para máxima claridad, pongámosle nombre a las dos diferentes facciones. De una parte, podríamos designar a una facción con el nombre de los perseverantes, los que Castellani aprueba y que se destacan por su hypomoné (véase mi traducción de un sesudo artículo sobre esta palabrita aquí). Son los que siguen a Cristo, es el bando de los cristianos que siguen a 

todos los profetas; como buenos médicos, huelen la muerte, pero siguen medicando. 

Siguen medicando. Ahora, claro, el problema no es con esos; en este artículo confronta con el otro bando, con los que aquí llamaremos constantes: son los que caen en el error de los de Tesalónica, y, dice Castellani humorísticamente—porque Castellani siempre trata bien a los del bando equivocado—todo por culpa de San Pablo. 

Predicó tan fuerte en Tesalónica acerca del Misterio de Iniquidad, ya en vigencia entonces […] describiéndolo con tan inminentes rasgos, que los tesalonicenses decidieron no trabajar más, dado que el Fin del Mundo se [les] venía encima.

Entonces el impetuoso Tarcense les escribe de nuevo corrigiéndolos: el Fin del Mundo vendrá, según lo atestado por Cristo, pero la hora y el día exacto no lo sabemos; no puede ser ahora de inmediato, pues vemos que todavía se yergue El-Que-Ataja, y, en consecuencia, trabajen todos, y el que no trabaja, que no coma.

(Una idea que recogió Fray Rabieta en uno de sus sermones: Katejeando). 

Ahora, volviendo a la andanada de Tito, quien, un poco en broma, supongo, califica como “dogmática” la necesidad de no dogmatizar en materia opinable (in dubiis libertas): el caso es que me trae a la memoria un pasaje de La esfera y la cruz del gran Chesterton; recordarán que MacIan, el católico, y Turnbull, el ateo, quieren batirse a duelo y que no lo consiguen por razón de enemigos comunes que les impiden pelearse. Finalmente logran refugiarse en una cabaña y cuando iban a reiniciar la lid, se oyen tres sonoros golpes en la puerta. El texto del Gordo, no tiene desperdicio:

En el acto Turnbull levantó la vista, contemplando en silencio el ceñudo y largo rostro de MacIan que mantenía la boca firmemente cerrada.

“¿Quién diablos será?”, preguntó, Turnbull.

“Sabe Dios”, dijo el otro, “podría ser Dios.”

Otra vez resonó un golpe de una madera contra la puerta […] Una mirada salvaje cruzó los ojos de MacIan mientras se ponía en pie, un tanto inestablemente, mientras con la mano agarraba una de las espadas. “Comencemos con el duelo de inmediato” gritó, “es el fin del mundo”.

“Exageras, MacIan”, dijo Turnbull, “es sólo alguno con ganas de embromar. Permítame abrir la puerta”.

Y no, tenía razón Turnbull, quien golpeaba no era Dios. 

Y no, todavía no era el fin del mundo.

Jack Tollers 

viernes, 4 de diciembre de 2020

La impaciencia de Jack Tollers

 

Evidentemente, Jack Tollers, ha perdido la paciencia. Y es esa pérdida de paciencia (y espero sea sólo eso) la que lo ha llevado a publicar semejante post en su blog,

Y lo hace acusando de impaciencia a “muchos de los nuestros” (no sé bien a qué se refiere ni  con lo de “muchos” ni con lo de “nuestros”), por una visión, digamos así, excesivamente “apocalíptica”. 

Resulta curioso que el biógrafo del más grande apokaleta que tuvo no ya la Argentina, sino el siglo XX, quien nos alertó hasta el cansancio que “la enfermedad mental específica del mundo moderno es pensar que Cristo no vuelve más; o, al menos, no pensar que vuelve”, apunte sus dardos contra quienes, según él, están apurados e impacientes, como si la Venida del Señor estuviera cerca, a semanas, meses o años. Para ello, cita un texto de su biografiado, y lo hace mal, muy mal. Y esto tienen que saberlo quienes lean el post.


Porque allí, Castellani, precisamente se dirige a dos posturas que han perdido la visión parusíaca, “cuando parece que los cimientos del mundo ceden y se descompagina totalmente la estructura íntegra”. Es entonces cuando “el sabio lee el Apokalypsis y dice: “Todo esto está previsto y mucho más. ¡Atentos! Pero después de esto viene la victoria definitiva. El mundo debe morir. Aunque de muchas enfermedades ha curado ya, una enfermedad será la última”.

Y las dos categorías heterodoxas que señala allí Castellani, no se refieren ciertamente a una actitud apocalíptica o antiapocalíptica, sino a la posición eufórica o agorera que dominan el aire del tiempo, en el que “perdido en las masas occidentales en gran parte el fermento de la verdad cristiana, y, peor aún, falsificado en parte y convertido en fermentum phariseorum, el pensamiento moderno y el hombre de hoy  han disociado e invertido los dos términos de la consigna cristiana” (Se refiere, claro, a aquello que pone en el epígrafe: “Hay que trabajar como si el mundo hubiera de durar siempre; pero hay que saber que el mundo no va a durar siempre”).

Y sigue:  “Si el hombre no tiene una idea de adónde va, no se mueve; o si se sigue moviendo, llega un momento en que su motus deja de ser humano y se vuelve una convulsión”.

De modo que, estimado Tollers, esas dos posiciones heterodoxas que señala Castellani (e insisto, quizás su propia impaciencia lo hizo verlo así) no son entre los que dicen que el mundo no puede acabar y entre los que están impacientes por la venida del Señor. Y si  no, vea los ejemplos que pone de una y otra heterodoxia. La dicotomía que pone Castellani es la misma que pone en el “Sermón del Polvo”, ambas hijas de la Gran Apostasía del Mundo Moderno (artículo que, como bien sabe, está también publicado en ‘Cristo ¿vuelve o no vuelve?’). 

En todo caso, de lo que trata principalmente el artículo que usted cita es de lo que hay que hacer o no hacer, en qué consiste ese “trabajar como si el mundo hubiera de durar siempre”, en aquellos (los de Castellani) tiempos aciagos. Y bien sabe, Tollers, y lo ha puesto por escrito de modo muy ilustrativo, la cantidad de cosas que han aparecido desde entonces a hoy.

Y, bien mirado, lo que propone Castellani como conducta a seguir frente al mundo que se viene, es más bien conservar lo que queda.

Siga hasta el final el artículo.

“La unión de las naciones en grandes grupos, primero, y, después, en un solo Imperio mundial, sueño potente y gran movimiento del mundo de hoy, no puede hacerse, por ende, sino por Cristo o contra Cristo. Lo que sólo puede hacer Dios –y que hará al final, según creemos, conforme está prometido- el mundo moderno febrilmente intenta construirlo sin Dios; apostatando de Cristo, abominando del antiguo boceto de unidad que se llamó la Cristiandad y oprimiendo férreamente incluso la naturaleza humana, con la supresión pretendida de la familia y de las patrias” (siguiéramos analizando la realidad actual, y no podríamos no concluir que nuestro profeta, otra vez, acertó).

Pero, ¿qué de nosotros?, ¿qué nos toca “hacer”? (¿se acuerda, Tollers, cuando nos reíamos de alguno que después de una conferencia de no recuerdo quién, preguntó ‘entonces, ¿qué tenemos que hacer?’).

Bien, dice Castellani que “nosotros defenderemos hasta el final esos parcelamientos naturales de la humanidad, esos núcleos primigenios; con la consigna no de vencer sino de no ser vencidos”.

Todo esto está en ese mismo artículo. 

De modo que pregunto a Tollers: ¿a quién se refiere? No, no me dé los nombres, que ya me los conozco. Le pido nomás que me diga a qué actitud impaciente se refiere. Porque, como sé los nombres, sé muy bien (y usted también lo sabe) que, quien más, quien menos, esos “impacientes” intentan contra viento y marea, y con éxito desigual,  “defender hasta el final esos parcelamientos naturales de la humanidad, esos núcleos primigenios”. (Porque si usted no lo sabe, ahí sí que no sé a quién se refiere)

Más allá de que los “impacientes” dogmaticen, en “materia opinable” (afirmación por demás “dogmática”), lo que se les cante respecto de Trump, Bolsonaro, Maradona, Tinelli, Matera y toda la sarta de “cuestiones opinables” con que nos atosigan los medios (y con las que nos dejamos atosigar, “enredándonos en los negocios de la vida”).

Y finalmente, para no extenderme más, me hubiera gustado que siguiera con la cita que encabeza el post. Porque inmediatamente, el gran Newman (otro impaciente), agrega: “Es cierto que muchas veces, a lo largo de los siglos, los cristianos se han equivocado al creer discernir la vuelta de Cristo, pero convengamos que en esto no hay comparación posible: resulta infinitamente más saludable creer mil veces que Él viene cuando no viene que creer una sola vez que no viene cuando viene”.

De modo que, impaciencia por impaciencia, yo sé con cuál me quedo.

Con lo que… no, de ninguna manera me parece aburrida la cuestión, que se las trae.

Con todo afecto,


Sixto Mihura

miércoles, 2 de diciembre de 2020

La impaciencia de nuestros amigos

 

Las señales de Su Venida no son tan claras como para dispensarnos de intentar discernirlas, 

pero tampoco tan patentes que uno no pueda equivocarse en su interpretación, 

de modo que nuestra elección pende entre el riesgo de ver lo que no es y el de no ver lo que es. 

John Henry Newman, Esperando a Cristo, en Et voilà


Sin embargo, en una cosa todos estamos de acuerdo: y es que estamos viviendo tiempos difíciles, tiempos de tribulación y de prueba. 

Y yo quisiera aquí detenerme brevemente en lo de la prueba, en cómo estamos siendo puestos a prueba, cada uno de nosotros: de una parte, padecemos una prueba generalizada, en común, el mundo moderno, el triunfo del progresismo (con el Covid y todo) y luego, las reacciones que desencadena, que también nos hacen padecer. Pero luego, está el caso de cada cual: todos estamos siendo probados, es cierto, pero a cada uno de nosotros nos aprieta el zapato de distinto modo; hay quienes sufren depresión nomás, eso solamente (¡y te la debo!), pero también están los que no tienen trabajo y… están deprimidos. Hay algunos que padecen de males físicos. Y otros que padecen de males físicos y psicológicos. Algunos sufren por la pobreza y otros sufren por no saber cómo gastar lo que les sobra. Hay quienes sufren pruebas de fe y otros están desesperanzados (o desesperados). ¿Para qué seguir? 


Todos sabemos que estamos siendo probados en general, sin excepción, y todos sabemos que todos estamos siendo probados en particular: es propio de este tiempo, en el que Dios Nuestro Señor, se dignó ponernos. 

En el mismo sermón del que saqué la frase del epígrafe, Newman cita al profeta Habacuc:

Estaré en pie sobre mi atalaya,

Me apostaré sobre la muralla,

Y quedaré observando para ver

qué me dirá Yahvé

y qué responderá a mi querella.

Qué responderá a mi querella…

Y respondióme Yahvé, y dijo: 

Escribe la visión, grabándola en tablillas,

para que se pueda leer fácilmente.

Porque la visión tardará en cumplirse

Tardará…

Hasta el tiempo fijado,

llegará a su fin y no fallará;

Pero… pero… ¿tardará mucho?

Si tarda, espérala.

Vendrá con toda seguridad, sin falta alguna. (Hab. II:1-3)

Ya ven cuánta verdad se esconde en la frase de Newman: hay una ambivalencia en el vigilante, pues vigila precisamente porque no sabe cuándo va a venir el ladrón. 

Si el dueño de una casa supiera a qué hora se va a meter el ladrón,

lo esperaría para no dejarlo entrar (Lc. 12:39).

Claramente, en algún momento vendrá. Vendrá con toda seguridad, sin falta alguna.

Pero, de igual modo, como advierte Nuestro Señor, no sabemos cuándo. Y de allí el deber de vigilar. 

Esto, dicho así, está más claro que el agua. Lo difícil es vivirlo por razón de la paradoja que Cristo instaló en medio de la historia con su palabrita pronto, “vuelvo pronto”. 

¿Pronto? Dos mil años después de haber dicho eso, de haber prometido eso y… ¿todavía no volvió? Newman, otra vez, nos contesta:

Si su Segunda Venida hubiese ocurrido pronto, en el sentido que habitualmente le damos a la palabra, no podría haber sido repentina también. No creemos que los sirvientes de un señor que anuncia que sale a una fiesta puedan sorprenderse demasiado por su regreso pocas horas después. 

Su vuelta nos tomará por sorpresa y nos parecerá repentina sólo porque nos parecía que se demoraba.  

De allí las distinciones necesarias que Castellani tan bien enfatizó en un artículo escrito hace setenta años (Visión religiosa de la crisis actual, Dinámica Social, Bs. As., nº 13-14, septiembre-octubre de 1951, ¡qué te parece!, que hallará el que lo tenga, en la edición de Dictio de Cristo ¿vuelve o no vuelve?): 

Dos posiciones heterodoxas y entre sí opuestas, una eufórica y otra agorera, dominan hoy vastamente el aire del tiempo:

1.- Sabemos que el mundo no puede acabar.

2.- Todo es inútil, no se puede hacer absolutamente nada.

Estas dos posiciones puede encontrarlas el lector en su vecindad y aun en su familia, y quizá incluso en sí mismo, alternándose en moto pendular en las horas agitadas o foscas.

En sí mismo…

Así es. Y esto porque entre nosotros, después de la insistente, brillante e irresistible prédica de Castellani, justamente, difícilmente hallaremos a alguno que niegue la Parusía, a un cristiano “anti-parusíaco” como él los llamaba. En cambio, entre los nuestros bien podemos toparnos con esta otra heterodoxia, hija de una impaciencia malsana y que engendra dogmatismos en materia opinable, una y otra vez. Habiendo resuelto que el “pronto” de Jesucristo alude a un tiempo más o menos inmediato, cronológicamente identificable en cuestión de semanas, o de meses, o quizás, de años, no solo se abrazan al todo es inútil, no se puede hacer absolutamente nada, sino que se ponen también a dogmatizar en materia opinable. 

Lo que, estimado Wanderer, resulta aburridísimo, como para empezar a decir alguna cosa. 

¿Pongo ejemplo? Y sin embargo, no lo voy a hacer, porque, como dije, los que así proceden, los que así se pronuncian, son muchos, y son amigos nuestros, se van a poner el sayo y… se van a enojar. 

Pero Ud. y yo sabemos quiénes son y por qué se expresan con ese talante. 

Y ellos también. 

Es por razón de su maldita impaciencia, nada más; y eso, a su vez (otra vez la maldita paradoja), es porque lo quieren a Jesucristo, no vaya a creer. Pero no tanto como para detenerse cuidadosamente sobre el sentido de cada una de sus palabras, ipssísima verba Iesu.

Son como los chicos, que uno los quiere, cómo no, aunque, de a ratos también nos hacen padecer. 

Hasta que Él vuelva.

Jack Tollers