viernes, 28 de enero de 2022

La obediencia a Traditionis custodes y el caso jesuita

 


La promulgación del motu proprio Traditionis custodes ha provocado en todo el ámbito tradicional una serie de reacciones que llenan, y continúan llenando, espacios físicos y virtuales. Prueba de ellos es el voluminoso libro editado por Peter Kwasniewski del que ya hablamos en este blog en el que se compendian sólo algunas de las primeras reflexiones sobre la cuestión.

El documento pontificio fue seguido por las respuestas a algunas dubia y se espera que en las próximas semanas aparezcan al menos otros dos documentos restringiendo aún más la liturgia tradicional y orientados, sobre todo, a los institutos Ecclesia Dei, como el de Cristo Rey, San Pedro o Buen Pastor. En estos casos la situación es más que compleja ya que la Congregación de Culto fue taxativa al afirmar la prohibición absoluta de usar el pontifical romano anterior a la reforma, con lo cual estos institutos deberían ordenar a sus sacerdotes según el rito de Pablo VI, lo cual implica que los principios mismos de su existencia quedaría devastados.

El ultramontanismo propio del espacio conservador tiene ya una solución a este problema: obedecer. El Papa es el representantes de Cristo en la tierra; está asistido por el Espíritu Santo; el que obedece no se equivoca, y toda la cantinela que ya conocemos es remixada como argumentación definitiva a fin de ni siquiera cuestionar la norma. Un vistoso ejemplo de esta postura la tenemos los hispano-hablantes en un mediático y lastimoso sacerdote español quien desde su tribuna en un portal de noticias, comenzó denunciando a los “filo-lefebvrianos”, luego él mismo adoptó una postura muy cercana a la misa tradicional y, finalmente, luego de Traditionis custodes, volvió a abogar por la liturgia reformada. Se trata de un hombre de un solo principio: obedecer al Papa diga lo que diga. Una actitud compartida por muchos —Opus Dei incluido—, y que tiene más de secta y de acomodo que de católico.

Quienes queremos ser católicos tradicionales en el sentido más propio y pleno del término, nos viene una y otra vez a la cabeza la posibilidad de desobedecer una ley que consideramos injusta. ¿Podría un obispo ordenar sacerdotes con el pontifical tradicional desobedeciendo de ese modo objetivamente una ley emanada por una autoridad competente? Yo no soy jurista ni canonista, pero conozco algo de historia, y todos sabemos que historia magistra vitae, como decía Cicerón. Veamos qué ocurrió con el tema de la obediencia al papado romano en un caso paradigmático y muy caro a los actuales vientos pontificios: la supresión de los jesuitas.

El 21 de julio de 1773, el Papa Clemente XIV abolió la Compañía de Jesús a través del breve pontificio Dominus ac Redemptor. Allí decía entre otras cosas: 

25. […] con maduro acuerdo, de cierta ciencia, y con la plenitud de la potestad Apostólica, suprimimos, y extinguimos la sobredicha Compañía, abolimos y anulamos todos y cada uno de sus oficios, ministerios y empleos, Casas, Escuelas, Colegios, Hospicios, Granjas, y cualesquiera posesiones sitas en cualquiera Provincia, Reino, ó Dominio, y que de cualquiera modo pertenezcan á ella; y sus estatutos, usos, costumbres, decretos, y constituciones […]. 

34. Prohibimos que después que hayan sido hechas saber, y publicadas estas nuestras Letras, nadie se atreva á suspender su ejecución, ni aun socolor, ó con título y pretexto de cualquiera instancia, apelación, recurso, consulta ó declaración de dudas, que acaso pudiesen originarse, ni bajo de ningún otro pretexto previsto, ó no previsto. Pues queremos que la extinción y abolición de toda la sobredicha Compañía, y de todos sus Oficios, tenga efecto desde ahora é inmediatamente, en la forma y modo que hemos expresado arriba, sopena de excomunión mayor ipso facto incurrenda […] 

35. Además de esto mandamos, é imponemos precepto en virtud de santa obediencia, á todas y á cada una de las personas eclesiásticas, así regulares, como seculares, de cualquiera grado, dignidad, condición y calidad que sean, y señaladamente á los que hasta aquí fueron de la Compañía, y han sido tenidos por individuos suyos, de que no se atrevan á hablar, ni escribir en favor, ni en contra de esta extinción, ni de sus causas y motivos, como ni tampoco del instituto, de la regla, de las constituciones y forma de gobierno de la Compañía, ni de ninguna otra cosa perteneciente á este asunto, sin expresa licencia del Pontífice Romano. […]

Como puede verse, las disposiciones pontificias fueron durísimas y clarísimas. Nadie podía hacerse el distraído. La Compañía de Jesús había dejado de existir para siempre, y quien quisiera o pensase otra cosa, no solamente faltaba gravemente contra la virtud de la obediencia, sino que quedaba excomulgado. 

Sin embargo, conocemos la historia. Cuarenta y un año después, en 1814, el Papa Pío VII, de clara inspiración liberal, restauró la Compañía, que enseguida volvió a florecer. Nos preguntamos entonces, cómo fue esto posible, si no habían ya jesuitas capaces de refundarla. Tengamos en cuenta que los miembros de esta congregación hacen su profesión religiosa más bien tarde, en torno a los 30 años. Entonces, un jesuita recién profeso de esa edad cuando se dictó la supresión, en el momento de la restauración habría tenido 70 años, si es que quedaba alguno vivo teniendo en cuenta el promedio de vida de la época. La restauración, consecuentemente, no pudo hacerse con jesuitas originales. ¿Es que, entonces, habrán desobedecido las contundentes órdenes pontificias y seguido formando miembros de la Compañía suprimida? Efectivamente, eso sucedió. Y utilizaron dos vertientes.

En primer lugar, la protección de príncipes que no eran católicos: el rey Federico de Prusia y la zarina Catalina de Rusia. En ambas naciones, el breve pontificio no fue acatado y allí los buenos padres de la Compañía siguieron trabajando como si nada hubiese pasado, obedeciendo a los deseos de los príncipes temporales y desoyendo los claros mandatos pontificios. De hecho, para la restauración de la provincia francesa, se “utilizaron” 34 jesuitas que estaban en la casa de formación de Polotsk (actual Bielorusia): 18 eran franceses y 9 eran polacos. 

La segunda vertiente, fueron los criptojesuitas que, desobedeciendo los mandatos pontificios, fundaron congregaciones fantasmas, en las que la Compañía siguió viva y plenamente activa. Por ejemplo, la Sociedad de Padres del Sagrado Corazón de Jesús, la Sociedad del Corazón de Jesús, los Padres de la Fe y los Padres Pobres, entre otras, fundados por ex-jesuitas y allegados, tales como Pierre Picot de Clorivière, Charles de Broglie, Joseph Varin d’Ainville y el italiano Niccola Paccanari (Cf. Jean Lacouture, Jesuits, London: Harvill Press, 1995, 301-351).

La conclusión que surge de estos hechos históricos es evidente: los jesuitas, y con ellos un sinfín de obispos y laicos que los apoyaban, no tuvieron ningún problema en desobedecer las órdenes del Romano Pontífice en un tema que ellos consideraban injusto, haciendo caso omiso a las penas de excomunión y demás cesuras previstas por el breve Dominus ac Redemptor. Y, por cierto, tampoco acusaron ningún problema de conciencia en cuanto al acto de desobediencia formal en el que caían. Y lo más curioso de todo esto, es que nadie se los reprochó, o en todo caso, quienes lo hicieron fueron los monarcas seculares, principalmente españoles. La Iglesia guardó silencio y dejó hacer, y en su momento, “utilizó” a los desobedientes, que teóricamente estaban excomulgados, para restaurar la Compañía.

Si los hechos son tal como los hemos narrado, ¿por qué, entonces, tendríamos algún prurito en desobedecer una manifiesta orden injusta, como Traditionis custodes y sus hijuelas posteriores? Y notemos que en ambos casos hay una diferencia fundamental: el Papa Clemente XIV tenía todo el derecho y la potestad para suprimir una orden religiosa. En el mismo Dominus ac Redemptor enumera todos los casos en los que los papas anteriores a él hicieron lo propio. En el caso de la supresión de la liturgia tradicional, por el contrario, es discutible que un pontífice, por más romano que sea, tenga autoridad suficiente para abrogar una liturgia que posee más de mil quinientos años de antigüedad, declarando, además, que pertenece a una lex credendi que ya ha sido superada por la Iglesia conciliar. Más aún, contradiciendo in terminis lo dispuesto por su inmediato antecesor, aún vivo, en Summorum Pontificum que estableció que liturgia tradicional nunca había sido abrogada y que nunca podría serlo (art. 1).

Los canonistas podrán, seguramente, echar más luz sobre este tema. La historia también ilumina y nos dice qué hacer en el caso de que las cosas sigan agravándose. 


martes, 25 de enero de 2022

Nacimiento y muerte del ultramontanismo

 


Desde los inicios mismo de este blog, dedicamos mucho tiempo y espacio a señalar los innumerables problemas  que el ultramontanismo había provocado a la Iglesia, aventurando incluso que buena parte de la crisis en la que se encuentra en la actualidad, es causa directa de esa concepción de la Iglesia y de su gobierno que se impuso con el pontificado de Pío IX y el Concilio Vaticano I.

Nunca más que hoy reafirmamos lo dicho. Francisco y sus fechorías habrían sido imposible en la Iglesia previa al utramontanismo. A cualquier católico de ese tiempo le habría resultado increíble en el modo en el cual los obispos han sido reducidos a meros empleados del Papa, que es capaz de hacer y deshacer cuestiones de fe y tradición, sin que nadie levante la voz y sólo se contenten con bajar la cabeza y obedecer. Poco a poco, la Iglesia se está convirtiendo en una secta que se amolda y sigue al líder de turno. El ultramontanismo ha sido al papado lo que la monarquía absoluta a la monarquía tradicional: su desnaturalización, su corrupción y, finalmente, su desaparición.

Hace algunas semanas, el blog Rorate Coeli publicó un extenso pero muy completo estudio de Stuart Chessman sobre el ultramontanismo, su esplendor y su ocaso; su nacimiento y su muerte. Lo dejamos aquí, en su traducción al español, para que pueda ser descargado y leído. El análisis del autor y la fundamentación histórica son impecables. Y transcribo aquí, para muestra, el último párrafo de su conclusión:

"En mi opinión, el tradicionalismo es esta respuesta, la verdadera vía de la reforma, la salida del callejón sin salida ultramontano-progresista. Esto se debe a que no se basa en la autoridad del clero ni en el apoyo del mundo secular, sino en el compromiso individual de los laicos, no con una visión del mundo construida por ellos mismos ni con una imagen de la Iglesia tal y como apareció en una época determinada, sino con la plenitud de la tradición católica tal y como existe en cada época. Los tradicionalistas de los últimos veinte años —laicos, sacerdotes y familias— han llegado a serlo porque han experimentado y luego vivido voluntariamente la misa tradicional. Así, el tradicionalismo católico respeta plenamente la libertad de conciencia del creyente individual e incluso la presupone. No es una secta, un culto, un "grupo" (Papa Francisco) o una ideología, sino que es una forma de vida y de fe que está a disposición de todos. Sin embargo, su práctica suele provocar una transformación total de quienes se comprometen plenamente a vivir según sus preceptos. La fe católica tradicional es, pues, la respuesta espiritual que los creyentes y los no creyentes esperan secretamente en esta época de incredulidad. Corresponde ahora a quienes la han vivido ponerla a disposición del mundo entero."

lunes, 24 de enero de 2022

Semana de oración por la Unidad de los Cristianos: ... Pero ¿no con los católicos fieles a la tradición?

 


Retomamos textualmente para este Correo el título del número 729 de la edición en francés de Paix Liturgique publicado el 15 de enero de 2020, que sigue siendo totalmente actual, como nos lo recuerda la tribuna de La Croix que comentamos a continuación.

 La Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos fue instituida por iniciativa del padre Paul Couturier (1881-1953), en enero de 1933, para rezar por la unidad de todos los bautizados cristianos, en particular, católicos, ortodoxos, anglicanos y reformados. Después del Concilio, la Semana incluyó la organización de oraciones en común, llegando incluso a ceremonias comunes. Su preparación está a cargo del Consejo Ecuménico de las Iglesias, de Ginebra, y del Pontificio Consejo para la Unidad de los Cristianos, y transcurre entre el 18 de enero, fecha en que antiguamente se celebraba la Cátedra de San Pedro en Roma, y el 25 de enero, fiesta de la Conversión de San Pablo.

 En 2020 nos hacíamos esta sencilla pregunta: quienes son fieles por fundadas razones mil veces explicadas a la celebración de la liturgia tradicional, ¿siguen siendo católicos? Si ya no son católicos, debido al cambio de paradigma, como se suele decir, operado en el Vaticano II, o al menos no lo son totalmente, es decir, si están en "comunión imperfecta" según la nueva terminología, son cristianos separados, del mismo modo que los ortodoxos, los anglicanos, etc. Y, en tal caso, los mismos principios de un diálogo comprensivo y caritativo, incluido el préstamo de edificios de culto, deben aplicarse a su pastoral. Y si aún lo son, con cuánta mayor razón deben ser tratados con caridad y respeto, como lo son los católicos de los ritos orientales o de idioma diferente del hablada en un país, quienes tienen derecho a una total libertad y a todos los medios para celebrar el culto divino según su costumbre particular.


¡Coherencia de los partidarios del ecumenismo!

 Es por todo esto que nos ha alegrado que cuatro personalidades católicas de Francia, Dom Jean Poteau, abad de Nuestra Señora de Fontgombault, el padre Pierre Amar, sacerdote diocesano, Christophe Geffroy, director de La Nef, Gérard Leclerc, escritor, valiéndose de esta argumentación, hayan publicado una tribuna el 19 de enero último en La Croix, titulada: "Guerra litúrgica: ¿si en vez de acusarnos mutuamente con preconceptos ideológicos, nos escuchásemos?". Reproducimos más abajo el texto integral.

 El tono podrá parecer un poco sentimental, o incluso demasiado irénico, cuando se piensa en la violencia desplegada actualmente por Roma contra los partidarios de la liturgia tradicional. Pero no deja de ser cierto que esta llamada al diálogo, a la comprensión, a la fraternidad, es ante todo un llamado a la coherencia dirigido a los partidarios del ecumenismo: "La Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos plantea en primer lugar una cuestión interna de la Iglesia católica. El proceso sinodal que se abre nos invita a superar la verticalidad, el autoritarismo severo y el legalismo meticuloso que sólo crean situaciones insoportables y resentimientos duraderos."

Por tanto, si se es un defensor ardiente del ecumenismo ad extra, con mayor razón se lo debe ser del ecumenismo ad intra, y prodigar a nuestros hermanos no separados, sino diferentes, "respeto fraterno y caridad" como lo pide el decreto conciliar Unitatis redintegratio.

Por cierto, la tribuna de Dom Pateau, Pierre Amar, Christophe Geffroy y Gérard Leclerc, se dirige tanto a los ecumenistas como a los tradicionales, y evoca la reciprocidad que debe acompañar esta actitud. Desde el punto de vista de la caridad, que nunca se debe dejar de lado, es muy adecuada. No obstante, hay que distinguir la situación del cordero de la del lobo que se apresta a devorarlo: ¡es al lobo a quien hay que predicar primero la caridad!


Y la coherencia de los tradicionales...

Y sobre todo, es preciso que los defensores de la liturgia tradicional sean ellos mismos coherentes. A menudo, critican la manera en que se lleva a cabo el proceso ecuménico. Así, Christophe Geffroy, en una editorial de La Nef, de diciembre de 2016, pedía que el ecumenismo fuera un "diálogo en verdad". Formulaba su reflexión a raíz del viaje del papa Francisco a Suecia con motivo de la inauguración del año en que los protestantes conmemoraban el 500° aniversario de la Reforma en que Lutero clavó sus 95 tesis en Wittemberg el 31 de octubre de 1517.

Christophe Geffroy evocaba lo que se llama "el diálogo de vida", en el que se dice: "Dado que la doctrina nos separa, dejémosla de lado, y vemos más bien lo que nos une". Y continuaba: "Esto puede ser aceptable con tal de que quienes se involucran en ello sean conscientes de la realidad de las divergencias doctrinales, lo que permite entonces concentrarse en las cosas concretas de la vida que nos unen". Es así, agregaba, "como hay que leer la 'declaración conjunta' del 31 de octubre de 2016 de Lund, del papa Francisco y del obispo luterano Munib Younan. En efecto, es significativo que tal declaración no aborde ninguna cuestión de fondo (salvo unas líneas sobre la intercomunión, de la que se afirma apenas que debe 'progresar') y se quede sólo en el terreno de las generalidades.

Y el director de La Nef afirma: "el diálogo ecuménico es necesario, pero debe ser llevado a cabo en la verdad". Para ello, hay que evitar "la negación de la realidad que sólo puede conducir a la desilusión y, en definitiva, a sabotear lo que se pretende construir, al edificar sobre arena y no sobre roca...".

No se puede dejar de suscribir estos términos sin aplicarlos al diálogo "ecuménico" que Christophe Geffroy promueve entre católicos favorables a la liturgia nueva y católicos fieles a la liturgia tradicional. Estos deben ser conscientes y manifestar con toda sinceridad y respeto por la verdad, y por supuesto, con absoluta caridad, lo que separa sus prácticas litúrgicas. Mil veces, los tradicionales han manifestado que no están vinculados a la misa tridentina por razones sentimentales, sino por graves razones doctrinales, pero un diálogo apaciguado permitiría hacerlo una vez más. Escucharán con buena voluntad a sus "pares" en el diálogo litúrgico explicarles que la nueva liturgia es más participativa. A lo cual responderán que la liturgia tradicional no es ajena a la participación de los fieles, pero que la sobre-participación a la que cede la liturgia nueva erosiona el sentido del sacerdocio jerárquico. Explicarán, por su parte, que la misa nueva que intentó reemplazar la misa tradicional ha procedido a debilitar en forma considerable la teología del sacrificio eucarístico, de la presencia real, del sacerdocio jerárquico, etc., etc.

Y pedirán caritativa e incluso afectuosamente, que se les deje rezar ecuménicamente siguiendo la liturgia tradicional de la Iglesia de Roma. 


Tribuna publicada en La Croix el 19 de enero de 2022

  Guerra litúrgica: "¿Si en vez de acusarnos mutuamente de preconceptos ideológicos, nos escuchásemos"? 


Con motivo de la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos, cuatro personalidades católicas llaman a la "mutua estima" entre los católicos vinculados a la forma antigua de la liturgia y los otros. Los invitan a "tomar las riendas" de la fraternidad a la que están llamados los cristianos.

"Promover la restauración de la unidad entre todos los cristianos es uno de los objetivos principales del Concilio" (1). Tales son las primeras palabras del decreto sobre el ecumenismo del Concilio Vaticano II. Desde entonces, el método ha sido aprendido: dialogar, escucharse, estimarse mutuamente. Aceptar también las diferencias, no negarlas. Rezar con frecuencia juntos. Hemos aprendido que el ecumenismo es afectivo antes de ser dogmático o jurídico. Hemos comprendido también que la unidad de los cristianos es vital para la misma credibilidad del Evangelio. "En esto todos reconocerán que vosotros sois mis discípulos: en el amor que os tengáis los unos a los otros". (Jn 13, 35).

Tal vez Benedicto XVI tenía esto en mente cuando quiso poner fin a la división interna de los católicos alrededor de la liturgia nacida del Concilio. Antes que argumentos jurídicos o dogmáticos, propuso un diálogo. Había que "enriquecerse mutuamente". Esto suponía poner fin a la guerra litúrgica fratricida que tanto había dividido a las comunidades cristianas. En adelante, nos pedía que nos escucháramos mutuamente, que dialogáramos. ¿Lo hemos hecho? No lo suficiente, por cierto. A veces, hemos vivido lado a lado como extraños, reemplazando el enriquecimiento fraterno por la ignorancia mutua. Y hoy estamos pagando el precio.

Una forma de guerra interior

¿Es necesario, sin embargo, renunciar a esta búsqueda de la paz litúrgica? ¿Estamos reducidos al uniformismo litúrgico como único medio de unidad? El asunto es más grave de lo que parece. Porque abre también una forma de guerra interior. Es indispensable estar en paz con el pasado para avanzar. Si no somos capaces de vivir en paz con la forma anterior de la liturgia, instalamos la guerra en el corazón de lo que debería ser el sacramento de la unidad de los hombres con Dios y entre ellos.

La Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos plantea, ante todo, una cuestión interna de la Iglesia católica. El proceso sinodal que se abre nos invita a superar la verticalidad, el autoritarismo severo y el legalismo meticuloso que sólo crean situaciones insoportables y resentimientos duraderos.

Preconceptos ideológicos

¿Y si dialogáramos? ¿Si en vez de acusarnos mutuamente con preconceptos ideológicos, en lugar de achacar al otro intenciones inconfesables o de encerrarnos en nuestra historia, nos escucháramos? Descubriríamos afectividades heridas, corazones humillados en ambas partes. Sí, las décadas de 1960 y 1970 estuvieron a veces signadas por una politización y una radicalización de las posturas eclesiales (en particular, litúrgicas) que crearon crispaciones. Sí, tanto unos como otros recibimos en herencia actitudes culturales y sociológicas que piden ser purificadas a la luz del Evangelio. Pero, ¿cómo hacer? ¿Lanzándose anatemas mutuamente? ¡Modernistas! ¡Integristas! ¡Maurrassianos! ¡Progresistas! ¿La verdad saldrá así engrandecida? ¿Prohibiendo por vía administrativa la publicación de los horarios de misas? ¿Alguna vez se ha visto que semejantes métodos contribuyeran a la caridad y a la unidad? La multiplicación de las prohibiciones crea, por el contrario, la fascinación y el deseo de transgresión en las jóvenes generaciones de clérigos y laicos. Debería recordarse que las condenas romanas de Lubac y de Congar contribuyeron a hacerlos leer en los seminarios pero no consolidaron la confianza en la autoridad romana. Aún más, al multiplicar las medidas vejatorias de detalle contra la antigua liturgia, se corre el riesgo de ignorar lo esencial de la reforma litúrgica querida por el Concilio, al encerrarla en un nuevo rubricismo jurídico y autoritario en lugar de abrirla a la participación del pueblo de Dios.

Recemos los unos por los otros

¿Si nos animáramos a rezar los unos con los otros? Es verdad que cada uno debería dar pasos hacia el otro. Pero sería por amor y no por temor. El ecumenismo no es obra de la diplomacia y de la habilidad. Es ante todo una actitud espiritual. Abramos, pues, las puertas. Los sostenedores de la liturgia antigua, cuando puedan, por amor y no por obligación jurídica, animarse a experimentar la concelebración, la hermosa riqueza bíblica de los leccionarios del Novus ordo.

Los que practican la liturgia renovada a partir del Concilio, dejarse interpelar con alegría por las comunidades que celebran el Vetus ordo y producen bellos frutos misioneros. ¿Estamos obligados a competir? ¿La fraternidad es algo imposible? ¿Quién sabe si nuestras parroquias no obtendrían frutos de la celebración hacia Oriente o de la utilización del texto antiguo del ofertorio en ciertas ocasiones? 

Un corazón benevolente

¡Visitémonos mutuamente! Vayamos con buena voluntad a pasar un domingo con quienes celebran al mismo Señor con ritos distintos de los nuestros. Tal vez nos sintamos chocados por tal o cual manera de obrar. Pero si nuestro corazón es benevolente, descubriremos semillas del Verbo que nosotros mismos hemos olvidado.

La paz litúrgica de la Iglesia no podrá lograrse mientras una parte mantenga una actitud de sospecha hacia la otra. Ya que el papa nos lo pide, corresponde a todos, obispos, sacerdotes y laicos tomar las riendas de esta fraternidad desde la base más bien que esperar decretos que la reglamenten. El papa nos confía el riesgo de la unidad. ¿Y si nos animáramos a tomarlo en mano? ¿Si nos animáramos a tender la mano?


Fuente: Paix liturgique


miércoles, 19 de enero de 2022

El espejo del Traditionis Custodes




por Eck


A fin de que sean descubiertos los pensamientos de muchos corazones

Lc..II, 35.


-Espejito, espejito ¿Quién es el Papa mas misericordioso, sinodial y más bonito?

-Benedicto

Francisco y sus cuates fariseos ante el espejo.



Introducción

El motu Traditionis Custodes ha supuesto un verdadero terremoto dentro de la Iglesia en todos sus ámbitos. Desde algo tan divino como la Liturgia, marginada, perseguida y obligada incluso a introducir en ella las espantosas traducciones de las Conferencias Episcopales, pasando por el maltrato y la maledicencia contra una parte del pueblo cristiano, hasta aspectos tan mezquinos en lo personal como el insulto y la desautorización a su antecesor, el anciano Benedicto XVI, todavía presente entre nosotros.

Sin embargo no es el gran problema de la Iglesia. Hay un aspecto que creo que puede ser muy interesante reflexionar sobre él y es su recepción por parte del clero y los fieles. No estoy hablando de los poquísimos que manifiestan sus quejas y denuncias por esta decisión tiránica, sino de la mayoria que callan por interés, los indiferentes y de los que lo justifican y lo defienden. Y esto es algo mucho más profundo y más grave para la Fe cristiana.

No en balde fue esta misma iglesia pervertida quien eligió como su cabeza a Bergoglio tras desechar a Ratzinger. Más que mirar la perfidia del elegido ahora cuando produce el caos, se debería mirar que la llevó a elegirlo antes, no vayan a echar la culpa al chancho y no en quien le dio de comer y le puso la mitra petrina sobre las sienes.


El problema más grave

El problema más grave del motu no es su publicación junto con las odiosas respuestas a esas dubias, más prefabricadas que la honradez de un político en elecciones. No debe sorprender que el necio asno rebuzne por todo lo alto sino que muchos digan que canta como un ruiseñor y es digno del Teatro Colón de Buenos Aires por el bien de la música...

El problema más grave es la aceptación y defensa de unas decisiones que son falsas, injustas y crueles tanto en su justificación teórica como en su aplicación práctica. Llevados por un ultramontanismo y obedencialismo que les hace ver en cada dicho y hecho pontificio  la moción del Espíritu Santo a pesar de que objetivamente sean contrarios al mismo Dios.

El problema más grave es que en otras etapas de la historia, más santas y sabias decisiones así hubiesen sido resistidas y puesto en su lugar al Papa de turno que las hubiera dictado. Por mucho menos de lo que ha hecho Francisco, a otros papas les mandaron templar gaitas Atanasio, Julián, Cipriano, Hincmaro o Grosseteste entre otros. Hoy se acude en ayuda del tirano...

El problema más grave está en que  sólo se fijan en el cómo el clero y los fieles aceptan estas decisiones, no el qué, en si son justas, veraces o caritativas. Si es así, además se ven corroborados por creer que les han hecho ganar en virtud, con humildad, alegría y sumisión. Parafraseando a Quincey, así piensan realmente: “Si uno empieza por permitirse un asesinato, pronto no le dará importancia a robar, del robo pasará a la bebida y a la inobservancia del domingo, y acabará por faltar a la buena educación y por desobedecer al pontífice”.

En resumen, el problema mas grave es que muestra el feo fariseismo de muchos dentro de la Iglesia pero como un espejo, la Traditionis Custodes les devuelve su verdadera imagen y esta vez no pueden escapar de mirarse en él con trampitas de conciencia, citas al alimón y palabrita santulonas al no reconocer que se la ataca de raíz por ir contra de su esencia, esto es:


La Verdad 

Cualquiera que compare el Summorum Pontificum y la Traditionis Custodes se dará cuenta de que esta última está plagada de mentiras tan patentes que dañan los ojos e insultan a la inteligencia. Por no hablar de cuando abre la boca monseñor Roche sobre el tema en el que no dice la verdad ni cuando miente. Si le preguntáramos a Bergoglio por sus trolas, solo soportadas por el papel en el que están escritas, y éste nos respondiera con total sinceridad, nos diría: "Es política, al enemigo ni agua." o como más finamente dijo Lenín: "La mentira es un arma revolucionaria".

Muy diferente son otros personajes. Desde las cegueras de avestruz de Sarah y Munilla diciendo que no iba contra la Misa Tradicional habiendo confesión de parte, otros pasando de puntillas considerándolo un mero tema administrativo ("Hay asuntos más importantes" dicen siguiendo a su patrón Pilatos) hasta los obedencialistas de estricta observancia de la ley y que llevan hasta el absurdo eso de que lo blanco que yo veo, creer que es negro, si la Iglesia hierárchica assí lo determina. 

La gravedad  está en que nuestro Dios es la Verdad: Yo soy el que soy, que cuando estuvo en la tierra dijo solemnemente: Yo soy la Verdad; que el Diablo era padre de la mentira y también: La Verdad os hará libres. Podemos decir que con esta aceptación farisea de la mentira oficial estamos lejos de Dios, cerca del Diablo y que somos esclavos.


La Justicia 

El gran jurisconsulto Papiniano firmó su sentencia de muerte cuando respondió a la petición del emperador Caracalla de que justificase legalmente la ejecución de su hermano Geta ante el Senado así:

-Es mucho más fácil cometer un parricidio que justificarlo.

Eran mejores aquellos tiempos, hoy Francisco tiene que evitar pedir justificaciones de sus actos tiránicos si no quiere morir aplastado por tomos y tomos de ellas. En el caso del Rito Tradicional no ha habido acusación, ni testigos ni pruebas ni defensas ni juez imparcial ni se han respetado las leyes divinas y humanas. Francisco ha sido acusación, juez, verdugo. Empero, para nuestras almas bellas y beatonas no hay ningún problema mientras las sentencias lleven los sellos adecuados y las proclame la autoridad legítima a tambor batiente. Kelsen, el positivismo jurídico y el legalismo han sustituido al Evangelio, a Santo Tomás y a Graciano.

Decía S. Agustín que sin justicia todo gobierno se transforma en una banda de salteadores y S. Pablo que la letra de la Ley mata mas el Espíritu vivifica. Podemos decir que con esta aceptación de la injusticia hemos transformado la Iglesia en una cueva de ladrones, que paganos como Festo y los antiguos romanos nos adelantan en esta virtud (Act. 25; 16) y que estamos más cerca de Anás y Caifás que de Cristo. 


La Caridad

Francisco no tiene caridad para con sus víctimas ni para nadie pero tampoco muchos de sus justificadores pro bono Ecclesiae. Los beati possidentes de cargos, cátedras  o de beatitudes son los que invitan a las victimas a banquetes de virtud después del crimen, les animan a beber del cáliz de la obediencia, a comer del pan de la sumisión y les vigilan para ver si son rebeldes a cualquier coma del decreto evacuado del Vaticano, delito y herejía mayor que faltar a la Verdad y a la Justicia. Lo peor es que se hacen creer a sí mismos que así rinden un servicio a Dios ( Jn. 16,2), ayudan a la Iglesia y que hacen labor de Caridad cuando están siendo crueles hasta el extremo. 

Podemos decir que con esta aceptación de la crueldad bajo la apariencia de Caridad es lo más grave que ha sacado a luz el Traditionis Custodes. El fermento farisaico está ahí para recordarnos a todos que debemos evitarlo con verdadera humildad y caridad.


Conclusión

Preguntaba alguien si la mayor culpa de la situación actual de la Iglesia se debía a Francisco o a los que le siguen en todo. En mi opinión los segundos. El verdadero reflejo invertido del TC son los católicos contaminados por el fariseísmo, no los progresistas aunque ahora se aprovechen de ellos. Mientras en Bergolglio la política deviene en mística, la del Poder, en ellos la mística deviene en política, en este caso, eclesiástica, lo que es mucho peor. Temo el día en que cambien las tornas y vuelva la Tradición a asentarse en la sede petrina. Entonces el fermento farisaico volverá vestirse con incienso, latines y casullas pero no en arder en caridad, justicia y amor por Dios y los hombres. 

El espejo de Traditionis Custodes nos debe hacer reflexionar sobre el fundamento de la Iglesia que no es otro que Cristo y Su Amor, no vaya a ser que al mirarnos en él y al devolvernos nuestro propio reflejo, este sea en verdad el de los fariseos.




  


sábado, 15 de enero de 2022

Dilecta mea. Reflexiones sobre la misa tradicional de Mons. Viganò

 

Mons. Carlo Maria Viganò celebrando la Misa

Los que permitís que se prohíba la Misa Tradicional, ¿la habéis celebrado alguna vez? Los que desde lo alto de vuestras cátedras de liturgia dictáis amargas sentencias sobre la Misa de antes, ¿habéis meditado alguna vez en sus oraciones, sus ritos y sus sagrados gestos ancestrales? Me lo he preguntado muchas veces en estos últimos años. Porque yo mismo, que he conocido esa Misa desde pequeño, que cuando todavía llevaba pantalón corto aprendí a acolitarla, prácticamente la tenía olvidada y perdida. Introibo ad altare Dei. Me arrodillaba en invierno sobre las gradas heladas del presbiterio antes de ir al colegio. Sudaba bajo la ropa de monaguillo en algunos días de canícula. Me había olvidado de esta Misa, que fue precisamente aquella con la que me ordené sacerdote el 24 de marzo de 1968, en una época en la que ya se oteaban en el horizonte los primeros indicios de aquella revolución que en poco tiempo despojaría a la Iglesia de su más valioso tesoro para imponer en su lugar un rito adulterado.

Pues bien, aquella Misa que las reformas conciliares suprimieron y prohibieron en mis primeros años de sacerdocio permanecía como un lejano recuerdo, como la sonrisa de una persona querida lejana, la mirada de un pariente difunto y el amable tañido de las campanas en los domingos. Era algo relacionado con la nostalgia, la juventud, el entusiasmo de una época en que las obligaciones eclesiásticas aún estaban por venir, en la que todos creíamos que el mundo podía recuperarse de la posguerra y del peligro del comunismo con un renacimiento espiritual. Queríamos creer que el bienestar económico vendría acompañado de un renacimiento moral y religioso de nuestro país. A pesar del 68, las huelgas, el terrorismo, las Brigadas Rojas y la crisis de Oriente Próximo. Entre mil y un cometidos eclesiásticos, se consolidó en mi memoria el recuerdo de algo que en realidad había quedado sin resolver y que por el momento se había dejado de lado durante años. Algo que esperaba pacientemente, con la paciencia que sólo Dios tiene con nosotros.

Mi decisión de denunciar los escándalos de los prelados estadounidenses y la Curia Romana me brindó la oportunidad de ver desde otra perspectiva no sólo mi misión como arzobispo y nuncio apostólico, sino también el alma de aquel sacerdocio que mi servicio, primero en el Vaticano y más tarde en Estados Unidos, había dejado incompleto; más para mi sacerdocio que para el ministerio. Lo que hasta aquel momento no había entendido me resultó diáfano debido a una circunstancia inesperada, cuando mi seguridad personal pareció peligrar y, de mala gana, me vi obligado a vivir prácticamente en la clandestinidad, lejos de los palacios de la Curia. Entonces, gracias a aquella bendita separación, que actualmente considero una especie de vocación monástica, me llevó a redescubrir la Misa Tridentina. Recuerdo bien el día en que en lugar de la casulla me revestí con las vestiduras tradicionales, gorjal ambrosiano y manípulo. Recuerdo el temor que experimenté al pronunciar, al cabo de casi cincuenta años, aquellas oraciones del Misal que afloraban a mis labios como si las hubiese recitado hacía poco tiempo. Confitemi, Dominus, quoniam bonus en lugar del salmo Judica me, Deus del Rito Romano. Munda cor meum ac labia mea. Estas palabras ya no eran las del acólito o el joven seminarista, sino las del celebrante. De mí que, me atrevo a decir por primera vez, celebraba ante la Santísima Trinidad. Pues si bien es cierto que el sacerdote es una persona que vive esencialmente para los demás –para Dios y para el prójimo–, también es verdad que si no es consciente de su propia identidad y no cultiva la santidad su apostolado será estéril como címbalo que retiñe.

Sé bien que estas reflexiones pueden dejar indiferente, o incluso despertar compasión, en quien jamás haya tenido la gracia de celebrar la Misa de siempre. Pero supongo que pasará igual con quien nunca se haya enamorado y no entienda el casto éxtasis del amado ante la amada, para quien no conozca la dicha de perderse en la mirada de ella. El adusto liturgista, el prelado de clergyman con el pectoral en el bolsillo, el consultor de una congregación romana que va por ahí con el último número de Concilium o de Civiltà Cattolica bajo el brazo, observan la Misa de San Pío V con la atención que pone un entomólogo en el estudio de los insectos, o como un naturalista mira las venas de una hoja o las alas de una mariposa. Es más, a veces me pregunto si lo hacen con la asepsia del cirujano que corta con el bisturí un cuerpo vivo. Pero si un sacerdote con un mínimo de vida interior se acerca a la Misa antigua, independientemente de que la hubiera conocido antes o la acabe de descubrir, quedará hondamente impresionado por la majestuosidad del rito, como si saliera del tiempo y se adentrara en la eternidad de Dios.

Lo que me gustaría que entendieran mis hermanos en el episcopado y el sacerdocio es que esa Misa es intrínsecamente divina, porque en ella se percibe lo sagrado de un modo visceral; literalmente, uno se siente arrebatado al Cielo, en presencia de la Santísima Trinidad y la corte celestial y lejos del mundanal ruido. Es un canto de amor en el que la repetición de los gestos, reverencias y palabras sagradas no tiene nada de superfluo, del mismo modo que una madre nunca se cansa de besar a su hijo y una esposa de repetir a su esposo que lo quiere. Se olvida uno de todo lo demás, porque todo lo que se dice y canta en dicha Misa es eterno, todos los gestos son perennes, quedan fuera de la historia y se está inmerso en un continuum que une el Cenáculo, el Calvario y el altar donde se celebra. El celebrante no se dirige a la asamblea con la preocupación de que se le entienda, o de caer simpático o estar al día, sino que se dirige a Dios; y ante Dios sólo hay una sensación de infinita gratitud por el privilegio de transmitir las oraciones del pueblo cristiano, la alegría y el dolor de tantas almas, los pecados y faltas de quienes imploran perdón y misericordia, el agradecimiento por las gracias recibidas y el sufragio por nuestros seres queridos difuntos. Si se está solo, uno se siente al mismo tiempo íntimamente unido a una interminable multitud de almas que atraviesa el tiempo y el espacio.

Cuando celebro la Misa apostólica, pienso que en ese mismo altar consagrado con las reliquias de mártires han celebrado innumerables santos y millares de sacerdotes empleando las mismas palabras, los mismos gestos, haciendo las mismas inclinaciones y genuflexiones y vistiendo las mismas vestiduras. Y ante todo, comulgado el Cuerpo y Sangre mismos de Nuestro Señor, al que todos hemos sido asimilados en la ofrenda del Santo Sacrificio. Cuando celebro la Misa de siempre, me doy cuenta del modo más sublime y total del verdadero significado de lo que nos enseña la doctrina. Actuar in persona Christi no es la repetición mecánica de una fórmula, sino saber que mi boca dice las mismas palabras que pronunció el Salvador sobre el pan y el vino en el cenáculo; que mientras elevo la Hostia y el Cáliz repito la inmolación de Cristo en la Cruz; que al comulgar consumo la Víctima propiciatoria y me alimento de Dios, y no participo en un banquete. Y junto conmigo, toda la Iglesia: la triunfante, que se digna unirse a mi súplica; la purgante, que la espera para abreviar su paso por el Purgatorio; y la militante, que cobra fuerzas en la batalla espiritual de cada día. Pero si, tal como profesamos con fe, nuestra boca es la boca de Cristo; si de veras las palabras que pronunciamos en la Consagración son las de Cristo; si las manos con las que tocamos la Santa Hostia y el Cáliz son las de Cristo, ¿qué respeto no habremos de tener por nuestro cuerpo para mantenerlo puro e incontaminado? ¿Qué mejor estímulo para permanecer en gracia de Dios? Mundamini, qui fertis vasa Domini. Y, con las palabras del Misal: Aufer a nobis, quæsumus, Domine, iniquitates nostras: ut ad sancta sanctorum puris mereamur mentibus introire.

Me dirá el teólogo que eso es doctrina común, y que la Misa es ni más ni menos que eso, sea cual sea el rito. Racionalmente, no lo niego. Pero si bien la celebración de la Misa Tridentina es una constante exhortación a una continuidad ininterrumpida de la obra de la Redención constelada de santos y beatos, no me parece que eso se pueda decir del rito reformado. Si observo la mesa versus populum, veo el altar luterano o la mesa protestante; si leo las palabras de la Institución como una narración de la Última Cena, percibo las modificaciones introducidas por el Libro de oración común del anglicano Cranmer y el servicio de Calvino; si hojeo el calendario reformado, veo que faltan precisamente los santos que acabaron con los herejes de la pseudoreforma. Y lo mismo pasa con los cantos, que pondrían los pelos de punta a un católico inglés o alemán: oír bajo la bóveda de una iglesia corales de quienes martirizaban a nuestros sacerdotes y pisoteaban el Santísimo Sacramento en desprecio de una superstición papista, debería ayudar a entender el abismo que media entre la Misa católica y su falsificación conciliar. Y no digamos la lengua: los primeros en suprimir el latín fueron los herejes para que el pueblo entendiera mejor el rito; un pueblo al que engañaban impugnando la verdad revelada y propagando el error. En el Novus Ordo todo es profano. Todo es momentáneo, accidental, contingente, variable, mudable. No hay nada de eterno, porque la eternidad es inmutable, como es inmutable la Fe. Y como es inmutable Dios.

Hay otro aspecto de la Santa Misa Tradicional que me gustaría destacar y que nos une a los santos y mártires de otros tiempos. Desde la época de las catacumbas y hasta las últimas persecuciones, dondequiera que un sacerdote celebre el Santo Sacrificio, aunque sea en un sótano, un bosque, un granero o incluso una camioneta, místicamente está en comunión con innumerables testigos heroicos de la Fe, y sobre aquel altar improvisado se fija la mirada de la Santísima Trinidad, se postran adorantes todos los coros angélicos y contemplan las almas purgantes. También en esto, y sobre todo en esto, cada uno de nosotros comprende cómo establece la Tradición un vínculo indisoluble a través de los siglos o sólo con la celosa custodia de dicho tesoro sino también al afrontar las pruebas que supone, incluso la muerte. Teniendo esto presente, la arrogancia del tirano actual con sus delirantes decretos debe confirmarnos en la fidelidad a Cristo y hacer que nos sintamos parte integral de la Iglesia de todos los tiempos, porque la palma de la victoria no se alcanza si no se está dispuesto a combatir el bonum certamen, la buena batalla.

Me gustaría que mis hermanos en el sacerdocio se atreviesen a hacer algo a lo que muchos no se atreven: acercarse a la Misa Tridentina, no atraídos por los encajes de una sobrepelliz o el recamado de una planeta, ni siquiera por la mera convicción racional de su legitimidad canónica, o porque nunca haya sido abolida; sino con el temor reverencial con que se acercó Moisés a la zarza ardiente; sabiendo que cada uno de nosotros, al bajar del presbiterio después del último Evangelio, está interiormente transfigurado por haber estado en presencia del Santo de los santos. Sólo allí, sobre ese místico Sinaí, podemos captar la esencia misma de nuestro sacerdocio, que antes que nada es la entrega de uno mismo a Dios; la oblación total de uno mismo a Cristo Víctima para la mayor gloria de Dios y la salvación de las almas; el sacrificio espiritual que saca fuerzas y vigor de la Misa; la renuncia de uno mismo para dejar lugar al Sumo Sacerdote; señal de verdadera humildad en el aniquilamiento de la propia voluntad y el abandono a la del Padre, siguiendo el ejemplo del Señor; un gesto de auténtica comunión con los santos participando de la misma profesión de fe y el mismo rito. Me gustaría que esta experiencia la tuvieran no solo quienes llevan décadas celebrando según el Novus Ordo, sino sobre todo los sacerdotes jóvenes y todos los que ejercen su ministerio en primera línea; la Misa de San Pío V es para espíritus indómitos, para almas generosas y heroicas, para corazones ardientes de caridad por Dios y por el prójimo.

Lo sé muy bien; hoy en día la vida del sacerdote supone miles de pruebas, estrés, la sensación de estar solo en el combate contra el mundo y ante el desinterés y el ostracismo por parte de los superiores; un lento desgaste que distrae e impide el recogimiento, la vida interior y el crecimiento espiritual. Sé de sobra que esa sensación de asedio, de sentirse como un marinero que gobierna solo una nave en medio de la tempestad, no es sólo cosa de tradicionalistas y progresistas; es el destino común de todos los que han ofrecido la vida al Señor en la Iglesia, cada uno con sus miserias, sus problemas económicos, incomprensión por parte del obispo, críticas de los hermanos y las peticiones de los fieles. Y esas horas de soledad, en las que la presencia de Dios y la compañía de la Virgen se sienten lejanas, como en la noche oscura de San Juan de la Cruz. Quare me repulisti? Et quare tristis incedo, dum affligit me inimicus? Cuando el Demonio se arrastra sinuosamente entre internet y la televisión, quærens quem devoret,aprovechándose traicioneramente de nuestro cansancio. En esos casos, que todos afrontamos como Nuestro Señor en Getsemaní, Satanás quiere atacar nuestro sacerdocio presentándose persuasivo como Salomé ante Herodes para pedirle la cabeza de Juan Bautista. Ab homine doloso et iniquo erue me. Todos somos iguales a la hora de la prueba. Porque el Enemigo no sólo quiere vencer sobre nuestras pobres almas de bautizados, sino sobre Cristo Sacerdote, cuya unción llevamos.

Por eso, hoy más que nunca la Santa Misa Tridentina es la única ancla de salvación del sacerdocio católico, ya que con ella el sacerdote renace todos los días en esos momentos privilegiados de íntima unión con la Santísima Trinidad y obtiene de ella gracias indispensables para no caer en pecado, avanzar en el camino de la santidad y encontrar un sano equilibrio para ejercer su ministerio. Pensar que todo se pueda despachar como una cuestión de simple ceremonia o estética significa que no han entendido nada de su vocación. Porque la Santa Misa de siempre –y lo es de verdad, y siempre se ha opuesto a ella el Adversario– no es una amante complaciente que se ofrece a cualquiera, sino una esposa celosa y casta, como también el Señor es celoso.

¿Queréis agradar a Dios o a quien os tiene alejados de Él? En el fondo, la pregunta siempre es la misma: hay que elegir entre el yugo suave de Cristo y la cadena de esclavitud del adversario. La respuesta se mostrará clara y nítida en el momento en que, deslumbrados por el inconmensurable tesoro que os estaba oculto, descubráis lo que significa celebrar el Santo Sacrificio no como ridículos presidentes de asamblea sino como «ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios» (1Cor.4,1).

Echad mano del Misal, pedid ayuda a un sacerdote amigo y subid al monte de la Transfiguración; Emitte lucem tuam et veritatem tuam: ipsa me deduxerunt, et adduxerunt in montem sanctum tuum, et in tabernacula tua. Como Pedro, Santiago y Juan, exclamaréis: Domine, bonum est nos hic esse, «Señor, qué bueno es estar aquí» (Mt.17,4). O, con las palabras del salmista que repite el celebrante durante el Ofertorio, Domine, dilexi decorem domus tuæ, et locum habitationis gloriæ tuæ.

Cuando lo hayáis descubierto, nadie os podrá arrebatar aquello por lo cual el Señor ya no nos llama siervos sino amigos (Jn.15,15). Nadie podrá convenceros jamás para que renunciéis a ello obligándoos a contentaros con su adulteración, fruto de una mentalidad rebelde. Eratis enim aliquando tenebræ: nunc enim lux in Domino. Ut filii lucis ambulate. «Fuisteis algún tiempo tinieblas, pero ahora sois luz en el Señor; andad, pues, como hijos de la luz» (Ef.5,8). Propter quod dicit: Surge qui dormis, et exsurge a mortuis, et illuminabit te Christus. «Por lo cual dice: “Despierta tú que duermes, y levántate de entre los muertos y te iluminará Cristo”» (Ef.5,14).


†Carlo Maria Viganò, arzobispo

(traducido por Bruno de la Inmaculada)

jueves, 13 de enero de 2022

Católicos. La película e introducción de Jack Tollers




Cuando descubrí que alguien había subido la película Catholics a Youtube en HD, me resolví a subtitularla (sin saber lo que me pescaba—más de 120 horas de trabajo, aunque confieso que lo hice con mucho gusto, y quedé bastante conforme con el resultado). 

Lo primero que hay que destacar es que la novela de Brian Moore que la inspiró, fue escrita un año antes, en 1972, hace exactamente medio siglo. Al año siguiente, 1973, se rodó esta película que presentamos a nuestros lectores, asombrados como estamos ante su actualidad y lo bien tratados que están todos los tópicos que se tratan, sobre todo el principal, que es el afán procedente de Roma de suprimir de una vez y para siempre la celebración de la misa según el Rito de San Pío V. Como si Traditiones Custodes hubiese sido redactado hace 50 años (pensado, seguro que sí).

El argumento consiste básicamente en una “visita” de un inspector de una Orden contemplativa ficticia (los Albaneses) a un monasterio del s. XII, perdido en una de esas pequeñas islas frente a la península del Dingle, en Irlanda. El inspector, el P. James Kinsella, está magníficamente retratado por Martin Sheen, un cura secularizado, moderno, perfectamente ideologizado, ecuménico, a tono con el “Concilio Vaticano IV” y cuya misión es prohibirle al Abad que se continúe celebrando la misa tridentina que se había hecho mundialmente famosa por culpa de… la televisión, atrayendo multitud de peregrinos del mundo entero y para gran disgusto del Superior General de la Orden que lo envía al P. Kinsella con toda la autoridad necesaria para terminar con eso de una buena vez. Y allí va.

Con característica inteligencia, Moore no presenta a este inspector como un ogro, sino como un simpático cura que no quiere molestar a nadie, que se interesa por todo… aunque quiere cumplir a rajatabla lo que se le manda. Aún así, no se entiende enteramente con los viejos campesinos del lugar, se enoja en un pub cuando se entera de que en esa parte del mundo la gente todavía se confiesa en privado y en otra oportunidad pierde los estribos defendiendo a los curas subversivos que van a Sudamérica para morir mártires en su lucha por la justicia social (“compañeros de ruta de los marxistas” como entonces se decían). Pero en general, se muestra cordial y no parece enteramente a gusto con su misión, por mucho que la liturgia en latín y todo lo demás le molesta en sumo grado.  

La fotografía de aquella Irlanda gaélica (la que salvó a la civilización, como demostró Thomas Cahill en su imperdible libro), la típica voz aflautada de los viejos monjes, las comidas en el refectorio, la abadía medieval, las costumbres monacales, los variopintos personajes que allí conviven pacíficamente, el humor reinante… está todo retratado a la perfección.

Ahora, lo más importante de la película, a mi juicio, son las cuatro discusiones que el inspector Kinsella mantiene, una con el Abad (sobre los estudios eclesiásticos en Boston sobre los curas guerrilleros en Sudamérica), otra con un monje pescador (Father Manus) que tiene todas las trazas de un santo y que defiende místicamente a la Eucaristía en términos tan elocuentes como conmovedores. Las otras dos discusiones no carecen de interés, sobre todo la que tiene con el portero acerca de la participación del clero en las luchas por la justicia social. En una parte de eso, el joven le explica a Kinsella que si él hubiese creído tener esa vocación, se habría metido en el IRA, no hacerse monje. Y sonreímos ante la referencia que, claro, simpatizamos más con los descendientes de Eamon de Valera que con Camilo Torres). 

Pero también quedamos retratados casi todos en la figura del Maestro de Novicios (Fr. Matthew), un típico “tradi” enfurecido con la represión romana, destacando con vehemencia el carácter misterioso y, sobre todo, milagroso de la transubstanciación en la misa. Y no lo podemos negar: también a nosotros, las más de las veces, todo esto nos pone de mal humor.

Pero todo esto está muy bien dicho, porque todos estos monjes se oponen al Novus Ordo más que nada porque más o menos explícitamente se niega el carácter milagroso—y por tanto eminentemente misterioso—de la misa. Lo demás, la misa happy clappy con globos y guitarras, no es más que una consecuencia. 

Hay también un diálogo imperdible entre Kinsella y el P. Abad, en el que Kinsella sostiene que en el s. XX ya no hay herejías. Y el abad le propone la definición de una: 

La ortodoxia de ayer es hoy herejía; y la herejía de ayer es hoy ortodoxia.

No está mal, para nada.

La acción sucede en 48 horas, más o menos, pero la película tiene 80 minutos de suspenso que lo tienen (al que le importan estas cosas) en vilo. 

La parte más difícil de interpretar es la suerte de “noche oscura” que vive el Abad (y de la que le da parte al inspector): una especie de crisis de fe, cuyos rasgos específicos no se parecen a nada que haya leído yo en San Juan de la Cruz, ni en los diarios de la Madre Teresa de Calcuta… ni en ningún otro lado: el tipo se pone a rezar y eso lo transporta a una especie de nirvana en donde Dios no existe. Y a veces tarda mucho tiempo en volver. Entonces resuelve no rezar más. Es un tipo complicado, sometido a una experiencia espiritual complicada, en una situación harto complicada: ¿obedecerá o no a sus superiores? Y si no obedece… ¿qué alternativa le queda?

Nos recuerda un texto de Castellani: 

¿Qué ha de hacer un cristiano en una Iglesia decaída, digamos, corrompida; un hombre de verdad a quien le toca el sino de vivir en mala época? ¿Está obligado a hablar? El problema se complica terriblemente con otras preguntas. ¿Qué misión pública tiene? ¿Hasta dónde está corrompida la Iglesia? ¿Qué efecto positivo se puede esperar si chilla? ¿Cómo ha de chillar? 

La obligación expresa de “dar testimonio de la Verdad”, que fue la misión específica de Cristo, se vuelve espinosa en Sócrates, angustiosa en un pastor como Kierkegaard, perpleja hasta lo indecible en un simple fiel.

En 1970, Mons. Lefebvre optó por abrir el Seminario de Écone en Suiza y fundó una fraternidad sacerdotal con suerte varia (al final, contra lo que había dicho durante más de 20 años, se vio obligado a ordenar cuatro obispos). Y le fue como le fue. 

Otros jugaron el partido de otras maneras. A todos les fue más bien mal. A muchos, a la mayoría, al final los jodieron. Algunos enloquecieron.

Como fuere, creo que se puede sostener que esta película es profética en la medida en que, puesta como está en un futuro no especificado (los tiempos de Vaticano IV), parecería que Roma finalmente conseguirá lo que quiere: sencillamente, la abolición del sacrificio perpetuo (puesto que en los ritos alternativos, la misa no pasa de ser un encuentro entre hermanos para compartir el pan, etc., etc., etc.).

Una cosa meramente simbólica. 

Hasta donde puedo ver, esa es la intención de Traditiones Custodes, empujarnos a todos a la Fraternidad de San Pío X, para que, una vez allí encerrados, excomulgarnos a todos y sanseacabó. Y luego reformar el Novus Ordo con una liturgia de los Derechos Humanos, de la ecología, de la pachamama y de la gran puta que lo parió. 

Una cosa meramente simbólica. 

En fin, en 1972, cuando se desataba el vendaval post-Vaticano II, era sumamente difícil reaccionar con lucidez, tantas eran las barbaridades que aparecían a diario, en el frente dogmático, en el moral, en el litúrgico, en el canónico, en… todo. Grandes inteligencias se alzaron para protestar, para denunciar la porquería que era todo eso, empezando por Dietrich Von Hildebrand y siguiendo con una pléyade de inteligencias brillantes, que ahora recuerdo currente calamo, como Jean Madiran, Salleron, Romario Amerio, Josef Pieper, Leonardo Castellani, Louis Bouyer, Plinio Correa de Oliveira, el abbé de Nantes, Mons. Marcel Lefebvre, Jacques Ploncard d’Assac, Michael Davies, Frederick Wilhelmsen, Julio Meinvielle, Gustave Thibon, Mons. Antonio Guerra Campos, Joaquín Sáenz Arriaga, Rafael Gambra, Carlos Sacheri, Gustavo Corção, Thomas Molnar, Christopher Dawson, André Charlier, Giacomo Biffi, Gustave Thibon, Mons. Antonio de Castro Mayer, Michel de Saint-Pierre, Nicolás Gómez Dávila, Fr. Mario José Petit de Murat, Cornelio Fabro, Leopoldo-Eulogio Palacios, y tantos, tantísimos más (perdón por las omisiones de mi pobre memoria) que intentaron detener la ola de herejías, estupideces, blasfemias y desecraciones que se desataron bajo el estandarte del “espíritu del Concilio”. Los frentes eran innumerables, las cuestiones planteadas casi infinitas, los asuntos a resolver, las distinciones necesarias… era, considerado todo retrospectivamente, una cosa como imposible. 

Se hizo lo que se pudo y cada cuál eligió el medio, la manera y el frente de combate a llevar adelante. Cada cual a su manera, y a cada cual le fue como le fue. 

Pero este novelista, Brian Moore, que escribió en 1972 esta novela… pues me parece genial en cuanto anticipa lo que no era tan fácil de ver como ahora: que los progresistas tienen una agenda, ¿qué diré yo?, progresiva y que la ambigüedad de Vaticano II era deliberada (como ahora reconoce Kasper) para ir, paso a paso, destruyéndolo todo…

Y a fe mía, si consiguen abolir el sacrificio perpetuo (como está profetizado), habrán ganado la partida.                     

Si no fuera que hay profetizado mucho, mucho más, je. 

Jack Tollers 

   



domingo, 9 de enero de 2022

Respuesta al dubium

 


La semana pasada, planteé una duda teológica. Como dije, no era un ejercicio retórico, sino una duda real. Y pedía a quienes eran teólogos y pudieran dar una respuesta autorizada, que nos hicieran la caridad de iluminarnos. 

El blog de Aldo María Valli publicó el artículo, lo cual dio pie a una respuesta de don Ricossa, que a su vez fue respondida por Claudio Traino, y respondido nuevamente por don Ricossa. 

Debo decir que no comparto en absoluto los criterios del P. Ricossa. De ningún modo puedo sostener que la sede de Pedro esté "privada", es decir, que de hecho no haya Papa, desde Pablo VI en adelante. Podré estar más o menos de acuerdo con Pablo VI, Juan Pablo II o Benedicto XVI, pero de ningún modo puedo dudar de su legitimidad en el ejercicio petrino.

He recibido en el blog otra respuesta a mi duda, esta vez de un sacerdote teólogo y canonista. Y me parece una respuesta plenamente satisfactoria, por lo cual le agradezco el tiempo que se tomó para redactar un texto católico, fundado en la enseñanza de los Padres, que echa luz al problema del pontificado del Papa Francisco que se encuentra por estos días está ya definitivamente al garete.


Respuesta al dubium

por León de Nemea

Voy a tratar de responder de la forma más clara y concisa posible pues yo soy teólogo. Además he estudiado ambos derechos, tanto el civil como canónico.

Un autor que creo que puede ayudar mucho es San León Magno. En sus sermones y en sus cartas habla mucho del tema de la naturaleza del pontificado. Así, en varios de sus textos destaca, como bien dice usted, que la confesión de Pedro es el fundamento de la elección de Cristo, es la fe y no la persona la que es exaltada "Tú eres dichoso porque es mi Padre quien te ha enseñado, y esto no es una opinión de la tierra, que te habría llevado a equivocarte, sino que es una inspiración del cielo que te ha instruido; y ni la carne ni la sangre te han enseñado a ti, sino Aquél del cuál yo soy el único engendrado.(...) La de nuestra fe no falla, esa fe que fue alabada en el Príncipe de los Apóstoles; y lo mismo que permanece lo que Pedro ha creído de Cristo, así permanece lo que Cristo ha establecido en Pedro" (Sermón 95). Este primer punto esencial destaca que la elección no se debe a un acto de virtud propia de Pedro, sino del Padre que, a través del Espíritu Santo, obra en Pedro. De igual modo los Papas a lo largo de la historia, cuando han cumplido su misión no se debe a un acto de su prudencia, de su virtud o de su inteligencia, sino de ese mismo Espíritu que habla en él y por intercesión del propio Pedro. Este último punto, a mi modo de ver, es el que habría que profundizar para entender mejor qué es el papado. San León en sus sermones expresa una idea muy fuerte, muy grande, que, en mi pobre juicio, no se ha explorado lo suficiente. Así, San León, en su Sermón 94, dice: "Sí hay alguna cosa que hacemos bien, es algo que obtenemos de la misericordia de Dios por nuestras oraciones cotidianas, eso es fruto del trabajo y los méritos del que, en su Sede, continúa dando vida al poder y manifestando la autoridad". Esta idea del papa San León Magno, que expresa en otros muchos sermones, tiene dos posibles explicaciones a voz de pronto. La primera es la poética, San León estaría usando un recurso poético para indicar que la Sede Romana goza de la especial protección de San Pedro. La otra es más jurídica, más real si se me permite la expresión. En una de sus sermones San León se llama a sí mismo, y parece extender esa afirmación a todos los Papas, sucesor indigno. Podemos ver aquí el ejemplo de los reyes de Israel. Dios promete a los reyes que mantendrán su trono por la promesa realizada a su siervo David. Cuando Salomón se pervierte con las idolatrías Dios le dice que le va a quitar su reino con excepción de una porción que se conservará en honor a la promesa hecha a David. Incluso cuando el reino cae e Israel pierde a sus reyes se mantiene la promesa de que a uno del linaje de David pondrá sobre el trono. En virtud de esa promesa nacerá Cristo.

Con el tema del papado podríamos ver algo semejante, el papado es conferido a Pedro por la Fe que confiesa, así pues sus sucesores son, en cierto modo, indignos herederos porque participan de lo obtenido no por sus méritos sino por haberlo heredado. Aunque aquí hemos visto que más que los méritos de Pedro es el mérito del Padre, que es quien se lo revela a Pedro.

En este aspecto, el obispado de Roma es muy particular. Si bien todos los obispos son sucesores de los apóstoles a ninguno se le trata como al obispo de Roma. A este, y sólo a este, se le llama Pedro. Al Patriarca de Constantinopla no se le llama Andrés, o Marcos al de Venecia.

La persona del Romano Pontífice está ligada, incluso sometida, a la persona de Pedro de un modo similar al que los obispos están vinculados con el propio Papa.

Esta vinculación se puede probar, en mi opinión, por tres vías teológicas. La primera ya la he tocado que es la "popular", la expresión del Sensum Fidelium que ha reconocido en el Romano Pontífice a aquél a quien Cristo puso al frente de su casa, por eso al Papa el pueblo le llama Pedro. Aquí entraría la anécdota del Concilio de Calcedonia donde se cuenta que, tras haberse leído el Tomus ad Flavianum del Papa León, todos dijeron: "Esta es nuestra fe, esta es la Fe de la Iglesia, Pedro ha hablado por boca de León.”

La segunda es la canónica, es la vía principal del Papa León, que tuvo una importante formación como jurista. Esta vía destaca la particular misión del Apóstol San Pedro y el encargo recibido por parte de Cristo en el capítulo 21 del Evangelio de San Juan. Así, los Papas, cuando cumplen su labor, actúan movidos por Pedro, así lo entiende y explica San León. En este aspecto es curioso que cuando se explica la comunión eclesial se habla siempre de estar con Pedro y bajo Pedro. Así también, el famoso adagio latino dice: "Ubi Petrus, ibi ecclesia". Aquí nuevamente podríamos hablar de una interpretación poética y una real. La primera sería decir "es una metonimia". Si esto fuera así el adagio serviría con cualquier nombre de Papa, pero no me imagino a nadie diciendo "Ubi Sisinius, ibi ecclesia" o (aunque seguro que muchos hoy lo dirían) "ubi Franciscus, ibi ecclesia". Se habla de Pedro como sujeto de la autoridad pontificia y como figura a cuya fe hay que estar unido para ser católico, no a Francisco o cualquier otro. 

La tercera es la litúrgica. En celebraciones como la Cátedra del Apóstol San Pedro, la Dedicación de la Basílica de San Juan de Letrán o la memoria de San León Magno los textos litúrgicos nos hablan de la importancia del Apóstol, que sigue a día de hoy cumpliendo el cometido dado por Cristo. Por ejemplo, en la antífona de las laudes de la memoria de San León Magno, así como en la antífona de la comunión (si no recuerdo mal) se dice "San Pedro, manteniéndose en la firmeza de la piedra que recibió, no suelta el timón de la Iglesia”. De igual modo podríamos ver en las oraciones colectas, antífonas, lecturas y comentarios de los Santos Padres y Doctores sobre esas fiestas para incidir en lo que digo.

Teniendo en cuenta todo esto, si Francisco es Papa no lo es por sus méritos y virtudes, sino por la fe de San Pedro, quien es el verdadero pastor de la Iglesia, el Papa sería un portavoz de Pedro, así, cuando cumple la misión encomendada a Pedro cumple su función como Papa. Que en este caso concreto haya razones más que suficientes para intuir que la fe personal de Jorge Mario Bergoglio no cuadre con la fe Católica no resta ni un ápice a su legitimidad como Papa, lo convierte en uno malo. Si se me permite un ejemplo cinematográfico a modo de broma, en la segunda parte de "Piratas del Caribe" Davy Jones le dice a Jack Sparrow que tiene que saldar su cuenta con él y servir en su barco durante 100 años tras haber sido por 13 capitán de la Perla Negra Jack le intenta decir que en realidad no se ha cumplido porque a los pocos meses su tripulación se amotinó y dejó de ser capitán. Cuando se lo va a decir a Jones este le interrumpe tajantemente y le dice:"Entonces fuiste un mal capitán, pero capitán de todos modos, ¿o acaso no te has presentado todos estos años como el Capitán Jack Sparrow?"

Aquí, mutatis mutandis, aplicaría lo mismo, Papa se es cuando uno es legítimamente elegido para ello. El sistema, como imagino que sabrán los lectores, ha cambiado mucho a lo largo del tiempo. Actualmente un cardenal que en el Cónclave se lleve 2/3 de los votos y acepte el pontificado es considerado legítimamente Papa. Que, como es el caso actual, abusa de su poder y diariamente violenta su posición e intenta vender su porquería de pensamiento como si viniera del mismo Dios, pues es, principalmente, problema suyo. Es como si un pregonero real en vez de proclamar los decretos del rey dice lo que le viene en gana, por malo que sea sigue siendo pregonero real hasta que el rey, y sólo el rey, le retire de su puesto. Mientras eso no ocurra la gente tiene lo que ya ha sido decretado y, cuando el pregonero diga en contra, la gente debe actuar según el decreto del rey, no del pregonero

Me remito aquí al magnífico artículo de Eck "Francisco, el Papa de los tristes destinos". Ese artículo refleja fielmente lo que Francisco es y, si no cambia de conducta, le espera un juicio particular muy duro.

Habiendo respondido, espero, a la cuestión planteada, sólo me queda unirme a la invitación final de Eck en su artículo de rezar por Francisco pues si al que mucho se le dio mucho se le exigirá a Francisco, que se le ha dado la responsabilidad suprema se le exigirá de igual manera.