lunes, 22 de julio de 2019

Mons. Juan Rodolfo Laise - R.I.P.



Mons. Juan Rodolfo Laise, OFMCap.
Obispo emérito de San Luis

22 de febrero de 1926 - 22 de julio de 2019

Euge serve bone et fidelis, quia in pauca fuisti fidelis
supra multa te constituam


¿Qué hacemos con Newman?


El próximo 13 de octubre será canonizado el cardenal John Henry Newman, junto con cuatro monjitas fundadoras de algunas de las miles congregaciones femeninas que agonizan desde hace algunas décadas. 

¿Qué decir de esta canonización? Para mi, para muchos de los que colaboran con este blog y para muchos otros que lo leen, el cardenal Newman es una figura central. Su magisterio nos ha formado y en él encontramos un punto de referencia espiritual y doctrinal continuamente. No podríamos, entonces, más que alegrarnos porque en algunos meses será elevado al honor de los altares. Sin embargo, no creo que sea una buena noticia, y esto por varias razones.
1. No sería del todo honesto de mi parte desear, y no en razón de Newman, sino en razón del canonizador serial que lo llevará a los altares. Desde estas páginas he criticado duramente a Bergoglio por canonizar a personajes no solamente menores sino cuestionables, tales como Óscar Romero, Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo II, o beatificar como mártires a Enrique Angelelli y sus tres cómplices. Y yo no tengo ninguna autoridad para deshojar la margarita y elegir a cuáles de los santos que canoniza Bergoglio aceptaré y a cuáles no. O acepto a todos, o a ninguno. Si yo cuestiono y tengo dudas acerca de los procesos y de las motivaciones que tiene el papa Francisco para canonizar y beatificar, debo extender esas cautelas a todos los casos, y no solamente a los personajes que me caen antipáticos y que nunca llamaré o aceptaré como santos.


2. Poco y nada significa en los tiempos actuales integrar el otrora exclusivo club de los santos. Con Juan Pablo II y con Francisco, se convirtió en un club de barrio al que puede ingresar quien sea amigo del presidente de la comisión directiva, sin recomendaciones, ni bolillas negras, ni requisitos, ni elevadas cuotas de ingreso. Algunos números significativos: Francisco, en seis años de pontificado, ha canonizado a 892 santos; León XIII, en veinticinco años de pontificado, canonizó a 13. Y esta popularización de los santos no tiene que ver solamente con el sobredimensionamiento de la oferta, sino con la calidad. Nadie puede estar seguro de que el producto sea genuino. Ser canonizado por Bergoglio es equivalente a ser diagnosticado por un manosanta, es decir, a ser estafado por un timador profesional. Newman era un gentleman, y un caballero nunca aceptaría integrar un club con tan turbias características. 


3. Vayamos a una cuestión más de fondo. ¿Es necesario canonizar a Newman? Fue un hombre virtuosos, fue un buen teólogo, conservó la fe, es ejemplar en muchos aspectos, pero ¿es suficiente? De ninguna manera estoy cuestionando la santidad, entendida como vida virtuosa, de Newman, y seguramente está gozando de la visión divina; lo que cuestiono es la necesidad de su canonización. ¿Para qué hacerlo? Las canonizaciones, a los largo de la historia de la Iglesia o, al menos, desde que se iniciaron los procesos, se reservó para los grandes personajes. Castellani se quejaba en los años ’60 que los papas se estaban dedicando a canonizar monjas fundadoras de ignotas -y muchas veces inútiles- congregaciones religiosas.  Ser un hombre piadoso, inteligente y virtuoso, ¿exige, acaso, la canonización? Insisto que he sido y soy seguidor de Newman, que lo considero uno de mis maestros y guardo por él una profunda devoción, pero eso no implica que necesariamente deba querer que sea canonizado. Por eso mismo, no me pareció tan mal que no se haya abierto por el momento la causa de canonización de Chesterton.


Para mí, Newman seguirá siendo el “cardenal Newman”, sin la aureola de plástico made in China que le colocará Bergoglio encima de su cabeza. 

miércoles, 17 de julio de 2019

En ruta, de Huysmans


La difusión del libro de John Senior La restauración de la cultura cristiana, publicado en Argentina por Vórtice y en España por Homo Legens, trajo en muchos ambientes católicos el interés por la liturgia como centro de la vida cristiana y como instrumento privilegiado de conversión, y de la vida monástica como el ideal de pequeñas comunidades de familias cristianas. El libro señala de qué modo fueron la Santa Misa, los oficios litúrgicos y la formación de los monasterios los que estuvieron en el origen de la cultura cristiana. 

Sin embargo, por motivos no fácilmente comprensibles, el mundo católico ha olvidado a un autor francés que escribió hace ya más de un siglo sobre este mismo tema, y no lo hizo desde el ensayo sino relatando su propio proceso de conversión. Me refiero a Joris-Karl Huysmans, uno de los representantes más conspicuos del decadentismo que, llegado a sus cuarenta años, redescubre la religión de su niñez y vuelve al seno de la Iglesia. 
Discípulo de Émile Zola, su novela más conocida es A rebours, traducida al español como A contrapelo, que narra el estilo de vida exquisito de Des Essentes, que se encierra en una casa de provincias para satisfacer el propósito de sustituir la realidad por el sueño de la realidad. Por esos años, Huysmans vive también una vida de extrema decadencia, no dejando exceso por cometer. 
Pero en 1892, a los cuarenta y cuatro años, se convierte y permanece en la fe de sus padres hasta su muerte en 1907, siendo oblato benedictino. Dejó narrado su lento y difícil proceso de conversión y de vida cristiana en una trilogía en la que, a través de un personaje al que llama Durtal, él mismo narra en forma novelada los vaivenes de su corazón y su enamoramiento de Dios y de la verdad. Las tres novelas son: En route, La cathédrale y L’oblat. Sus obras completas en francés puede bajarse fácilmente de archive.org y en octubre próximo Homo Legens publicará la versión castellana, en una excelente traducción, de En route, traducida como En camino. Merced a la generosidad de los editores, he tenido acceso al texto y va aquí una reseña.

Se trata de un libro largo -casi setecientas páginas en la edición francesa- que describe algunos meses de la vida de Durtal, mientras va madurando en su alma la decisión de dejar su vida de pecado y retornar a la gracia, días que transcurren en París y, en la segunda parte, en un monasterio trapense. No se trata, claro, de una novela en la que predomine la acción. Por el contrario, los núcleos en torno a los cuales se va construyendo son los procesos psicológicos del protagonista y extensos discursos sobre la liturgia y el arte.
Huysmans se revela como un buen psicólogo, o un buen observador y descriptor de sus propios procesos psicológicos. En el libro va mostrando los distintos pliegues y repliegues de su alma que, a pesar de ser consciente de la sentina en la que se encuentra, no termina de decidirse a abrazar la vida divina que se le ofrece. En este sentido, la larga primera parte del libro recuerda a The Hound of Heaven, el maravilloso poema de Francis Thompson, su contemporáneo, con el que también compartió los horrores de la vida de pecado. Y resulta notable que el autor afronte su dolorosa realidad sin ningún tipo de tapujos y la describa en toda su crudeza, más allá de que sus lectores descubrirán fácilmente que los excesos y pecados de Durtal son los suyos propios. Humildad, verdadero arrepentimiento y deslumbramiento por la vida de la gracia son la única explicación que encuentro para que alguien abra de tal modo su alma al indefinible público que conformarán sus lectores. 
Los remolinos de pensamientos, decisiones y contra decisiones que se suceden en la mente de Durtal en sus días parisinos cuando, arrebujado en algún rincón de Saint-Sevrin  o de alguna otra iglesia de la rive gauche -no le gustan los templos de la rive droite- son descrito con toda nitidez e, incluso, con parsimonia, a fin de sacar a luz cualquier arruga, por pequeña que sea, que pueda arruinar la tersura de su alma. Imposible no ver reflejado nuestro propio interior aquí y allá, y caer en la cuenta de que no somos tan originales, ni siquiera en nuestras miserias. Incluso los vaivenes de su espíritu cuando finalmente accede a retirarse durante una semana en un monasterio trapense, presentan similitudes con lo que le ocurre a cualquier cristiano que se enfrenta, en la soledad y el silencio, a la verdad de sus propias mezquindades y al Enemigo que, enfurecido, redobla en esas horas sus ataques.
El segundo núcleo que trata es la cuestión litúrgica. Durtal se convierte por la liturgia, y Huysmans, que es un esteta, se revela a través de su personaje como un incansable buscador de belleza a largo de una serie de iglesias parisinas a las que visita para oír misa, asistir a la bendición del Santísimo Sacramento o a vísperas. En este aspecto se revela como un crítico cruel, que no ahorra ningún adjetivo a la hora de calificar las funciones litúrgicas: “… en Saint-Étienne du Mont, era peor aún; el cascarón de la iglesia tenia su encanto, pero el coro era una sucursal de la casa Sanfourche; tenía uno la impresión de estar en una perrera donde gruñese una variada jauría de animales enfermos;…”, dice por ejemplo sobre el canto durante la misa. “¿Pero cómo hacer comprender a estos curas que la fealdad es sacrílega…?”, se queja.
Sus preferencias se inclinan decididamente por el canto gregoriano que los monjes de Solesmes habían comenzado a expandir por toda Francia, y que él consideraban, como lo consideraban esos monjes, como el más puro y original de los cantos litúrgicos medievales. Ciento cincuenta años después, sabemos que el estilo solemniense del gregoriano, más allá de su inobjetable belleza, no es más que una afrancesada interpretación decimonónica del canto llano. Escribe Huysmans: “Lo que le parecía superior a las obras más alabadas de la música teatral o mundana, era el viejo canto gregoriano, esa melodía llana y desnuda, a la vez aérea y sepulcral; era ese grito solemne de las tristezas y altivo de las alegrías, eran esos himnos grandiosos de la fe del hombre que parecen manar en las catedrales, como irresistibles géisers, del pie mismo de los pilares románicos”.  
Pero su amor por la liturgia, a la que atribuye la virtud de su conversión, escapa a una mera cuestión de esteticismo musical. Huysmans ha hincado el diente y ha descubierto que no se trata de un mero decorado de la vida cristiana sino de la misma vida cristiana. Esto puede apreciarse a lo largo de todo el libro y, de modo particular, en una bellísima y poética interpretación que realiza del año litúrgico.

Una vez convertido, Huysmans asume como propia una espiritualidad litúrgica enraizada en el monacato, y esto ocurre no solamente porque es un decidido partidario de la vida monástica y de su ejemplaridad para toda vida cristiana, sino también porque es hijo de una época -el romanticismo francés-, que reivindicó, a veces exageradamente, la Edad Media y todo lo que con ella se relacionaba. Y quizás sea este un punto que puede criticársele: presenta, a mi entender, una visión idealizada o romántica del Medioevo, y casi me animo a decir, también de la vida monástica.
Su espiritualidad también es profundamente española, y lo digo porque reivindica a lo largo de toda su novela a Santa Teresa de Jesús y a San Juan de la Cruz. Huysmans tiene una profunda inclinación por la mística, y encuentra en estos dos grandes españoles a su expresión más alta. Quizás por los extremismos propios de un converso es muy duro -quizás demasiado duro- con otro tipo de espiritualidades. Refiriéndose a los Ejercicios Ignacianos, escribe: “De hecho aquellos ejercicios no dejaban al alma iniciativa alguna; la consideraban como una masa maleable buena para echar en un molde; no le mostraban ningún horizonte, ningún cielo. En lugar de intentar extenderla, aumentarla, la menguaban con ideas preconcebidas, la encerraban en las cuadrículas de su casillero, no la alimentaban más que de minucias marchitas, de fruslerías secas”. Y, con respecto a la Introducción a la vida devota, de San Francisco de Sales: “De hecho, no sentía necesidad alguna de volverlo a leer, a pesar de sus delicadezas y su ingenuidad inicialmente encantadora pero que acababa por hartar, por empalagar el alma con sus dulces y sus bombones de licor; en suma, aquella obra tan alabada en el mundo católico era una poción con aroma a bergamota y ámbar. Olía a pañuelo de lujo sacudido en una iglesia en la que persistiera un relente de incienso”. 
Finalmente, un detalle del libro que me parece valioso  es que Huysmans, a pesar de su apego a la liturgia y los monjes, era anticlerical, y me refiero al saludable y necesario anticlericalismo católico. Copio aquí un par de párrafos: 
Refiriéndose a los obispos del siglo XVIII dice: “Era aquél un sacerdocio de financieros y lacayos. Mas todavía tenían cierto empaque, tenían talento, en cualquier caso; mientras que, ahora, los obispos no son, en su mayoría, ni menos intrigantes, ni menos serviles; pero ya no tienen ni talento ni dignidad. Pescados, en parte en los viveros de los malos sacerdotes, se muestran dispuestos a todo, sacan almas de viejos usureros, de tratantes de baja estofa, de pícaros, en cuanto los presionan”. 
Y, a la formación cultural del los sacerdotes: “Era monstruoso; ¡los curas tenían que haber perdido, no ya el sentido del arte, -puesto que nunca lo tuvieron-, sino el sentido más elemental de la liturgia, para aceptar semejantes herejías, para soportar semejantes atentados en sus iglesias”.


Volviendo a la idea que planteaba al comienzo, creo que todos los que nos entusiasmamos con la nueva perspectiva que nos dio Senior con sus libros y la renovada esperanza que brota de ellos, debemos también abrevar en Huysmans. Espero que la edición española de En ruta augure la edición de su trilogía completa. 


lunes, 15 de julio de 2019

Apostilla a los árboles otoñales


El último post, dedicado a reflexionar sobre las dificultades de la vida religiosa en esta Iglesia de las últimas décadas, tuvo un elevadísimo número de lectores, sobre todo de España. Y también muchos e interesantes comentarios. Uno de ellos me pareció particularmente lúcido. Decía lo siguiente:
El compromiso que se asume en la vida religiosa y en el matrimonio es principalmente con Dios.
Si el cónyuge te abandona y te estafa, vos le debés igualmente fidelidad. 
Si la congregación cambia o te estafa, lo que hay que evaluar es si las condiciones permiten vivir los votos en sus elementos esenciales.
A mi modo de ver el escrito está encarado desde un punto de vista psicológico natural, sin tener en cuenta la dimensión sobrenatural y la principal referencia a Dios del voto religioso.
Que hay congregaciones que estafan, las hay. Pero eso no justifica de por sí abandonar la vida religiosa.
Yo respondí diciendo que, efectivamente, mi post acentuaba el aspectos psicológico pero que el mismo no debía ser despreciado, sin por eso desconocer la primacía de lo sobrenatural. Pero el núcleo de la cuestión que plantea el comentarista es la siguiente: el voto se hizo a Dios, y a Él se debe fidelidad, más allá de los desvíos de la orden. Si ésta me estafa, eso no justifica que yo rompa mis votos hechos a Dios. 
Lo que yo arguyo es que, en la actualidad, son muchas las órdenes y congregaciones religiosas que impiden cumplir esos votos. Y no lo hacen introduciendo mozuelas (o mozuelos) en la celda del fraile para hacerle romper el voto de castidad, sino volviéndolo loco (literaliter) y privando de sentido la vida que eligió, tal como intenté mostrar en el caso de monja fugitiva.
Pero el comentario da mucho que pensar, y pensando me vino a la memoria un episodio de la Vida de San Benito escrita por San Gregorio Magno. En el capítulo tercero, se narra que los monjes de un monasterio cercano a la cueva de Subiaco se acercaron a Benito para pedirle que fuera su abad. Luego de alguna resistencia, éste accedió y comenzó a exigir a sus súbditos la sujeción y el cumplimiento de la regla monástica, lo que pareció demasiado a aquellos, acostumbrados como estaban a una vida muelle, por lo que decidieron asesinarlo envenenando su vino. Sin embargo, cuando San Benito traza la señal de la cruz sobre la vasija envenenada, ésta se rompe y descubre el complot. Decide, entonces, dejar su puesto de abad y regresar a la caverna subiacense. Y escribe San Gregorio:
Entonces regresó a su amada soledad y allí vivió consigo mismo, bajo la mirada del celestial Espectador.
PEDRO.- No acabo de entender qué quiere decir eso de que “vivió consigo mismo”.
GREGORIO.- Si el santo varón hubiese querido tener por más tiempo sujetos contra su voluntad a aquellos que unánimemente atentaban contra él, y que tan lejos estaban de vivir según su estilo, quizás el trabajo hubiera excedido a sus fuerzas y perdido la paz, y hasta es posible que hubiera desviado los ojos de su alma de los rayos luminosos de la contemplación. Pues fatigado por el cuidado diario de la corrección de ellos, hubiera negligido su interior. Y acaso olvidándose de sí mismo, tampoco hubiera sido de provecho a los demás. Pues, sabido es, que cada vez que por el peso de una desmesurada preocupación salimos de nosotros mismos, aunque no dejemos de ser lo que somos, no estamos en nosotros mismos, ya que divagando en otras cosas no nos percatamos de lo nuestro. […]
El ejemplo del patriarca Benito y la reflexión de San Gregorio ilumina de modo análogo a nuestro caso. Hablando desde el sentido común cristiano y sin tener un conocimiento particular sobre el tema, creo que el compromiso o el fin de nuestra vida es conocer, amar y servir a Dios para gozarle en la futura. En otras palabras, nuestro objetivo es alcanzar el cielo; el objetivo no es, y no puede ser, ser sacerdote, monja, fraile o padre de familia. Estos son medios más o menos aptos, según sea la persona, para alcanzar el fin. Si luego de un prudente proceso de discernimiento que involucre todas las condiciones y virtudes necesarias -memoria de lo pasado, inteligencia de lo presente, razón, providencia, circunspección, cautela y consejo-, el religioso concluye que ese medio que eligió en su momento ha dejado de ser conducente al fin, es decir, la vida en tal o cual congregación le impide cumplir sus votos, no solamente puede sino que debe dejarla. Es lo que hizo San Benito según reflexiona San Gregorio: si la vida comunitaria en ese monasterio se le volvía imposible, le quitaba la paz interior y le impedía la contemplación, lo que correspondía era que lo abandonara.

Ya pasaron los tiempos en que los católicos podíamos darnos lujos que hoy parecen asiáticos. Me refiero a los tiempos en los que, cuando un joven descubría en su interior que tenía vocación para la vida religiosa como educador, podía elegir entre hacerse marista, salesiano, lasallano, viatoriano o escolapio; o si prefería entregarse al cuidado de los enfermos, podía hacerse camilo o hermano de San Juan de Dios; o misionero, se hacía pasionista o redentorista; o monje, y podía elegir entre benedictinos, cirsterciences, trapenses o camaldulenses.  Tiempos pasados. Como bien dijo otro comentarista, si hoy un joven considera que tiene vocación religiosa, más le conviene hacer una carrera universitaria, y permanecer célibe -como aconseja con insistencia San Pablo- hasta que escampe, si es que escampa, porque más que le conviene que el Hijo del Hombre lo encuentre esperando con la lámpara encendida, aunque sea sin hábito, ni votos ni hijos, a que lo encuentre en la celda de un rumboso monasterio con la lámpara apagada.

Nota bene: San Benito, cuando decidió dejar su puesto de abad, no se fue con la mujer que turbaba sus sueños; volvió a su casa, o a su cueva, a vivir en pobreza, castidad y penitencia. Dejar la vida religiosa porque la congregación se desnaturalizó implica continuar en otro ámbito con el cumplimiento de los votos que se hicieron, no tirar la chancleta. 


miércoles, 10 de julio de 2019

Árboles de otoño

Hace algunos días me comentaron que una religiosa a la que conozco desde hace mucho, dejó los hábitos y vive ahora sola en una pequeña casa que ha rentado. Lo curioso es que esta ahora ex-monja tiene más de sesenta años y casi cuatro décadas de vida religiosa. El motivo que adujo para justificar su decisión fue que sus superioras la cambiaban a un destino que ella rechazaba y entonces prefería pasar sus últimos años cerca de su familia de sangre. 
El hecho, que no es desacostumbrado en los tiempos que corren, provoca algunas reflexiones. La primera y más obvia es que probablemente la razón aducida no haya sido más que la excusa que, consciente o inconscientemente buscaba desde hace mucho para dejar la vida religiosa. 
La segunda es posterior a la primera reacción que mucho tenemos al enterarnos de defecciones como esta: “Fue infiel”; “No quiso seguir diciendo sí”, “¡Insensata!” o, incluso, proferimos la maldición del apóstol Judas: “¡Ay de ellos, que son árboles de otoño sin fruto!” (12). And yet… Me pregunto si esta infructuosidad de árboles otoñales se debió a su propia incapacidad de dar frutos o, más bien, al terreno en el cual fue plantada. Dicho de otra manera, ¿no habrá sido que esta religiosa decidió, en la plenitud de su juventud, entregarse a Dios en una congregación determinada en la que esperaba dar frutos pero que, a la postre, ese instituto religioso terminó estafándola, porque el terreno que le ofreció era pedregoso y sulfuroso? ¿Hasta dónde, entonces, las culpas no son compartidas o, más bien, recaen en los dueños del terreno?
Una buena parte de la vida religiosa actual se ha convertido en una estafa, y no me refiero a la estafa de la vida religiosa que denunciaba Bouyer en su Clérigos contra Dios; me refiero a otra más grave aún. Imaginemos cómo habrá sido la vida de nuestra monja. Habrá pasado algunos años en colegios de su congregación pero que ya no son gestionado por las religiosas sino por laicos que les conceden graciosamente, en el mejor de los casos, la coordinación de la catequesis, o la posibilidad de alguna breve reflexión diaria antes de izar la bandera. Coordinará catequistas que estudiaron sus catecismos según las directivas de las Conferencia Episcopal, que apenas sabrán los puntos básicos de la fe y que rebosarán de sociología y de palabras como “encuentro”, “solidaridad”, “amor”, “servicio”. Sus reflexiones diarias le entrarán a alumnos y maestros por un oído y le saldrán por el otro en cuestión de segundos. Si tiene suerte, esta monja organizará un grupo de “jóvenes misioneros” que se reunirá una vez por semana para tener veinte minutos de oración en los que, luego de leer un párrafo de alguno de los libritos de Mons. Tucho Fernández, se tomarán de la mano, cantarán una cancionista pavota y pasarán a la segunda parte de la reunión que consistirá, indefectiblemente, en planificar una colecta solidaria, un recorrida por un barrio pobre distribuyendo juguetes a los niños o una noche de juerga católica. 
Otro lustro lo habrá pasado nuestra religiosa como superiora de la casa que tiene su congregación para almacenar a las monjas ancianas y enfermas. Todo un privilegio: es la única casa que crece de toda la provincia religiosa. Su cometido será estar al día con el pago de los servicios de emergencia, mantener a raya a médicos y enfermeras y conseguir los mejores precios en las funerarias de la zona.
Probablemente, en sus años más jóvenes, la habrán destinado al pensionado que tiene la congregación en alguna ciudad capital, y en el que albergan a jovencitas que van allí a hacer sus estudios universitarios. Allí habrá intentado por todos los medios reunir un grupo de residentes al menos una hora a la semana para hablarles de la fe, es decir, de la necesidad de amar al prójimo, pero seguramente habrá tenido poco éxito. Las pensionistas estaban más bien preocupadas en sus estudios, en sus novios, en que no se les note demasiado las resacas de los fines de semana y en no quedar inadvertidamente embarazadas.
Puede haber pasado también algún tiempo en alguna casa “de misión”. Puede haber sido en Bolivia, donde habrá quedado condolida por la cantidad de jóvenes y adultos alcohólicos, pero su superiora le advirtió que es parte de la cultura de ese pueblo por lo que ella no tiene ningún derecho a ejercer colonialismo cultural pretendiendo imponer la sobriedad. También se habrá escandalizado porque en el dispensario que atienden sus hermanas religiosas se distribuyen a jóvenes y adolescentes pastillas y otros medios anticonceptivos. Pero nuevamente su superiora le advertirá que lo hacen porque las niñas ricas de la ciudad tiene acceso a estos métodos porque tienen plata, y no es justo ni igualitario que las pobres queden embarazadas o deban privarse de divertirse con sus novios. [Estos dos casos son reales; los he escuchado con mis propios oídos].

La “misión” puede haberle tocado en algún barrio pobre del país. Allí, junto a una capilla a la que un cura viene a decir “misa”, o algo que se parece, una vez por semana, habrá vivido junto a otras dos hermanas. Allí habrá enseñado a cocinar y a coser a las mujeres adultas, a lavarse las manos a los niños y el pelo a las niñas. Habrá tocado la guitarra con los jóvenes -los escasos jóvenes que asisten de tanto en tanto a la “misión”- y les habrá hablado de un Dios en el que ella escasamente cree porque, en definitiva, si ese es el Dios verdadero, una y otra vez se preguntará a sí misma si vale la pena consagrarse a él en pobreza, castidad y obediencia. Con los más pequeños, habrá pintado dibujos que luego colgaría en el interior del salón frío y feo que sirve de capilla, con la esperanza de que fueran un señuelo para que los padres de esos niños vayan a la misa dominical. Habrá soportado diversos sacerdotes, algunos mejores y otros peores, pero todos mediocres, y habrá tenido que disimular los problemas que esos curas tenían con el alcohol, con las mujeres o con los muchachitos, porque a ellos, como a ella, también los estafaron.
Llegada a los sesenta años, esta monja con toda legitimidad se habrá preguntado: “¿Qué sentido tiene mi vida? Si me equivoqué, al menos me quedan diez o veinte años para aprovechar”. Habrá imaginado su futuro en una agonizante casa religiosa de su congregación, rodeada de la indiferencia y el tedio de la vida comunitaria, escasa vida comunitaria con otras dos monjas de su edad o más ancianas. Habrá decidido, entonces, dejar los hábitos y volver junto a sus hermanos y sobrinos de sangre. Con lo que recibe de su jubilación de maestra, le bastará para vivir entre ellos, esperando recibir más afecto que el que recibía en su vida religiosa y haciendo algo que la haga sentir útil. 
Esta mujer, que entró en la vida religiosa a fines de los ’70 o principio de los ’80, fue estafada por la Iglesia. Habrá sido más o menos consciente y más o menos culpable de esa estafa, pero la plantaron en un terreno sin nutrientes, con sólo piedras y ripios que le impidieron crecer y dar fruto. Y ella no eligió el terreno. Ella tomó una decisión generosa y sincera, y fue engañada. 
¿Se equivocó? Probablemente, pero yo no la juzgo.


lunes, 8 de julio de 2019

Fuera la teología




Thomas Hobbes dedica la cuarta parte de su Leviathan a realizar una severísima crítica a la Iglesia católica basada en la conocida mitología que utilizan sus enemigos cuando quieren atacarla. Sin embargo, no todo lo que dice son mentiras. Cuando se refiere a las universidades y seminarios católicos afirma que allí no se enseñan más que oscuras teorías basadas en el aristotelismo y que, si alguno de los estudiantes pretende levantar la cabeza por encima de la media, la institución se las arreglará para hallarlo culpable de pactos diabólicos. Trescientos cincuenta años después de esta afirmación, los católicos daríamos rendidas gracias al cielo si nuestros sacerdotes se formaran en el aristotelismo. El problema que tenemos es que no se forman en nada y que muchos pactos siguen vigentes. Y este no es un problema reciente.
El escritor francés Huysmans, escribía en una de sus novelas a fines del siglo XIX: “Ya no existe sacerdote alguno que tenga talento, al menos para los libros; son los laicos los que han heredado esa gracia tan extendida en la Iglesia en la Edad Media. […] La ignorancia del clero, su falta de educación, su carencia de inteligencia de los ambientes, su desprecio por la mística, su incomprensión del arte, le han privado de toda influencia sobre el patriciado de las almas. No influye ya más que en las mentes infantiles de las beatas y camanduleros; y es sin duda providencial, es sin duda mejor así, ya que si se adueñara, si consiguiera alzarse y vivificar a la desoladora tribu a la que dirige, ¡sería la tromba de la estupidez clerical abatiéndose sobre un país, sería el final de toda literatura, de todo arte…” (En route, II parte, c. 1).
Cincuenta años más tarde, el teólogo Louis Bouyer decía lo mismo, como ya comentamos en este blog. Y nuestro Leonardo Castellani desarrolló largamente el tema en su Seis ensayos y tres cartas
¿Por qué traigo nuevamente la cuestión a la discusión? Porque a mi entender, la situación se ha agravado aún más, lo cual parecía ya imposible. Sin embargo, siempre puede hacerse daño, y es lo que está ocurriendo con el pontificado de Bergoglio. No estoy diciendo que hayan bajado órdenes vaticanas para hacer tal o cual cosa, sino simplemente que el gobernante -y en este caso, gobernante absoluto- es arché o principio y, al gobernar, enseña a sus súbditos. Y así como durante el pontificado de Benedicto XVI, por ejemplo, poco a poco comenzó a recuperarse la solemnidad y devoción en la liturgia en muchas iglesias y parroquias de todo el mundo, en el actual, están aflorando las peores truhanes dedicados a destruir. 
Si el Sumo Pontífice, desde su cátedra, menosprecia a los teólogos y aconseja que sean deportados a una isla para que continúen allí con sus discusiones inútiles, mientras los pastores con olor a oveja se dedican a hacer el bien al Pueblo de Dios sin injerencias teóricas, ¿qué actitud podemos esperar de los obispos con respecto a la formación de sus seminaristas? Si el Sucesor de Pedro adhiere a así llamada “teología del pueblo”, según la cual el amorfo “pueblo” es lugar teológico y, en cambio, las grandes obras teológicas no son más que ejercicios dialécticos, y si cuenta entre sus “teólogos” de confianza a impresentables tales como  Juan Carlos Scannone, Tucho Fernández y Carlos Galli, ¿qué podemos esperar de la preparación y solvencia de los profesores de seminario?
En Argentina, hace años ya que se está viendo está nueva degradación. Un caso concreto y reciente ha ocurrido en la arquidiócesis de San Juan de Cuyo, en cuyo seminario, si bien nunca fue de excelencia -era más bien calamitoso-, sus estudiantes hacían los cursos de filosofía y teología siguiendo la ratio acostumbrada en la Iglesia. Pero en el último año ha sufrido una transformación lamentable. Nombrado arzobispo Mons. Jorge Lozano, uno de los bufones favoritos de Bergoglio, se ha dedicado a desmantelar todo lo que de formación seria podía tener, despidiendo a los sacerdotes que poseían títulos académicos y priorizando de forma exclusiva la pastoral. Pareciera que lo que la Iglesia necesita son pastores, y éstos no necesitan saber filosofía y teología. Les basta con las últimas encíclicas pontificias, con los documentos de la Conferencia Episcopal y, por supuesto, con el documento de Aparecida. 

El caso de San Juan de Cuyo no es el único. Como hemos dicho varias veces, la anhelada partida a la casa del Padre de Jorge Bergoglio dejará en la Iglesia argentina tierra arrasada. 

jueves, 4 de julio de 2019

Papas en el Infierno, por Anthony Esolen


(Si los subtítulos en español no aparecen automáticamente, debe activarlos)
Traducción y subtitulado: Walter Kurz

lunes, 1 de julio de 2019

Torpezas y farabutes


Aunque resulte ya tedioso y de poco interés, vale la pena detenerse de vez en cuando para tomar conciencia de lo que el Papa Francisco está haciendo con la Iglesia y la catástrofe a la que la está conduciendo. No hablemos ya de las cuestiones doctrinales, bien conocidas por todos y que tendrán un nuevo cenit en el próximo Sínodo sobre la Amazonía. Baste pensar que uno de los asesores teológicos que tendrán los sinodales será nada menos que nuestro conocido P. Carlos Galli, del que tuvimos oportunidad de ver algunos videos aquí y aquí.

No nos detengamos tampoco en cuestiones disciplinares. ¿Qué hubiese pasado en la Iglesia hasta hace siete años, si un cardenal condenaba un sínodo por herético y apóstata? Es lo que hizo el cardenal Brandmüller, y pocos se han enterado y a nadie le extraña ya que altos personajes de la jerarquía cuestionen abierta y duramente al Sumo Pontífice. 
Miremos simplemente tres hechos ocurridos durante la semana pasada y que son muestra evidente de la torpeza absolutamente inexcusable de Bergoglio en el manejo de las cosas de la Iglesia, en la catástrofe que está ocasionando y en el estado lamentable en que la dejará. Y, asombrosamente, nadie hace nada, más que el citado Brandmüller, o Burke, o el viajero Schneider. El resto, calladitos, y criticando por lo bajo, no vaya a ser que sean comisariados y misericordiados de sopetón.

  1. Hace menos de un año que la Santa Sede, gracias a la insistencia de Francisco, firmó un acuerdo con el gobierno chino por el cual reconocía a los obispos cismáticos de la iglesia patriótica china y, en los hechos, entregaba a los obispos, sacerdotes y fieles que a riesgo de su vida y su libertad, habían permanecido fieles en medio de las persecuciones comunistas. El primer hecho bochornoso fue que el presidente de China, en visita a Roma días más tarde, ni siquiera se dignó mandarle un saludito al Pontífice, con el que acababa de firmar un histórico acuerdo. Y lo segundo llegó la semana pasada, cuando el Vaticano tuvo que publicar una carta pidiendo al gobierno chino que respete la libertad de los sacerdotes católicos. El éxito del tratado es manifiesto; una nueva cucarda para la diplomacia vaticana… Un gobernante mediocre ya habría actuado hace tiempo descabezando al Secretario de Estado, autor de este fracasado y nocivo acuerdo. Bergoglio no lo hace porque, si fuera el caso de descabezar, debería autodegollarse.
  2. El Papa Francisco recibió en la mismísima sacristía de San Juan de Letrán con gran ruido mediático a una familia gitana a la que los vecinos de un humilde barrio gitano, no querían ver ni pintados. Se vendió la cosa como odio al diverso, racismo, y demás tópicos políticamente correctos. El ‘cato buenismo’ lo vistió de abrazos pontificios y apoyos incondicionales, en medio de fotógrafos y camarógrafos, sin que a nadie se le ocurriera escarbar un poquito. Pero se descubrió el motivo por el cual los discriminados eran rechazados por sus vecinos: el pobre rumano es propietario de 27 automóviles de alta gama y de origen más que dudoso. Seguramente algún farabute de los que rodean a Bergoglio, o él mismo, que en farabuteadas no se queda corto, habrá leído la noticia de lesa discriminación en los medios italianos y rápidamente ideó el encuentro para ganarse otro poroto entre el decadente mundillo progre. Así le fue. Un bochorno que en otros tiempos no se habría perdonado tan fácilmente.
  3. La Conferencia Episcopal de Estados Unidos lanzó por Tweeter el anuncio de la colecta anual llamada Óbolo de San Pedro, cuyos fondos van íntegramente a financiar la Santa Sede, y que en el caso de USA, son más que sustanciales; vitales según algunos, para sostener el Estado Vaticano. Como podrán ver, la catarata de respuestas de católicos furiosos con Francisco es muy notable: “no pondremos un solo dólar mientras siga Bergoglio”, es el resumen. Insisto, es asombrosa la agresividad y la cantidad de mensajes del mismo tenor, comparable a los comentarios argentinos cuando algún medio de prensa nacional publica una noticia sobre el Papa. Habitualmente, deben cerrar los comentarios debido a su virulencia. ¿Había pasado algo similar en la Iglesia durante los último siglos? Creo que no. Bergoglio lo hizo.