jueves, 31 de enero de 2019

Gramsci y el mal


En algunas ocasiones -muy pocas, en realidad-, he experimentado la maldad de un hombre. No me refiero a las innumerables veces que nos encontramos con personas a la que calificamos de “malas” pero que no pasan de ser, a lo sumo, bochincheras. Estoy hablando de esos cuya maldad se ha enroscado en sus nervios, en sus músculos, en sus venas y en sus almas, y que no necesitan armar líos y proferir gritos flameando pañuelos verdes. Son los que, sentados detrás de esos pañuelos, apenas si sonríen contemplando como el Mal se esparce merced a sus discursos. Así como Dios tiene sus santos, el Demonio tiene los suyos.

Nunca olvido una de esas experiencias. Estaba yo en Oxford, hospedado como siempre hacía en esos años, en una gran casa de estilo neogótico en la que vivía una antigua profesora de anglosajón que había enseñado en Lady Margaret Hall, y cuya jubilación no le alcanzaba para mantener semejante caserón. Rentaba, entonces, tres habitaciones ubicadas en el segundo piso a académicos que estuvieran de visita en la universidad. Su ama de llaves, una solterona que había sido alumna de Queen’s College y nunca había terminado su tesis, hacía las tareas domésticas entre las que sobresalía el desayuno diario. Se servía en el comedor con una ventana enorme que se abría a Nordham Road, la elegante calle cercana a una de las casas donde vivió Tolkien con su familia. Sobre la mesa cubierta siempre con un mantel blanco, se acomodaban las tazas y los platos, junto a cubiertos de plata, copas y vasos, y a un enjambre de mermeladas, mantecas, cereales, huevos, panes, frutas y jugos. El gong sonaba a las ocho todas las mañanas, y la única regla inamovible de la casa era que, a esa hora, todos los huéspedes debían bajar a tomar su desayuno a fin de que Celestine, la mucama, pudiera limpiar los cuartos.
Casi siempre los huéspedes éramos los mismos: profesores de Suecia, Japón, Suiza, Argentina o cualquier otro país del mundo, que pasábamos Hilary Term en Oxford. Todos los días me encontraba con Bill, un americano que enseñaba filosofía tomista en Blackfriars; con Wolfe, un sueco bastante viejo que decía que asesoraba a un equipo de investigación en temas de derecho comparado, aunque yo creo que simplemente estaba allí porque le gustaba la ciudad, o con un japonés cuyo nombre no recuerdo y que había estudiado hacía algunas décadas en St. John College, y estaba ahora en su año sabático escribiendo un interminable libro sobre Séneca en la biblioteca Sackler. 
Pero de vez en cuando aparecían también huéspedes ocasionales, que iban a Oxford por algún congreso o reunión, y encontraban hospedaje en casa de Mrs. Longrigg por un precio inferior al de un hotel. Y este fue el caso de mi encuentro. Ese día estaba yo solo en el desayuno, y apareció un huésped nuevo. Delgado, apenas entrando en la cuarentena, enseguida se presentó y comenzó a hablar con profusión y simpatía. Era americano, enseñaba economía política en Berkeley y estaba en Oxford por una entrevista que era parte del proceso de selección de un nuevo profesor para la universidad que ocuparía la prestigiosa cátedra de Teoría Política, la misma que había ocupado Isaiah Berlin. El huésped también era judío. El diálogo no duró más de media hora, mientras consumíamos pan con manteca salada, kiwis y café, pero fue suficiente para ver el mal. Era un personaje brillante, de una inteligencia poderosa y con una gran simpatía que fácilmente lograba que sus interlocutores quedaran enseguida fascinados y encantados con su discurso. 
En solo treinta minutos fue capaz de mostrar una maldad como nunca antes yo había percibido. Cada una de sus frases era la oposición al Evangelio; cada una de sus palabras invertía el orden natural; cada uno de sus juicios borroneaban la verdad; todo su discurso escurría el odio más refinado y letal al cristianismo. Recé para no volverlo encontrar al día siguiente, y Dios me escuchó, porque fracasó en la entrevista y volvió rápido y silencioso a su madriguera de Berkeley.
Pero así como esa experiencia con un hombre malvado fue personal, en estos días he tenido otra que ha sido literaria, y me ocurrió leyendo la biografía de Antonio Gramsci escrita por Giuseppe Fiori. Nino Gramsci fue, a diferencia del judío de Berkeley, una persona que disgustaba a la vista: de baja estatura -apenas medía un metro cincuenta-, con una enorme cabeza adornada con cabellera leonina, le crecía una giba en el lado izquierdo y, del mismo lado le brotaba una protuberancia en el pecho. De naturaleza enfermiza y de vida sufrida, nació y vivió hasta su juventud en un pequeño y aislado pueblo de Cerdeña, y el sardo fue su lengua materna. Estudió filología en la Universidad de Turín, gracias a una beca que le exigía enormes sacrificios para cumplir con los requisitos y, aunque no terminó su carrera porque la actividad política lo absorbió por completo, fue un buen estudiante y un conocedor serio de la historia de las lenguas occidentales. Fue uno de los líderes, primero del partido socialista y luego del naciente Partido Comunista Italiano, siempre ubicado en la línea más dura que bajaba de la Internacional, liderada por Lenin y luego por Stalin. Vivió en Moscú un par de años y se casó allí con una mujer de la que tuvo dos hijos.

Fue elegido diputado por el Partido Comunista, y ocupó su puesto varios años, aunque solamente pronunció un discurso en el parlamento italiano. Su voz era muy baja y no fue fácil escucharlo, por lo que los diputados fascistas lo rodearon para no perder palabra. Al finalizar, el mismo Mussolini se acercó para saludarlo y le tendió la mano. Gramsci, sin siquiera mirarlo, continuó tomando su café. Poco tiempo después fue encarcelado y condenado a diez años de prisión por propaganda terrorista. Murió en la cárcel, luego de varios años de sufrimientos y un sinfín de enfermedades que no le impidieron escribir treinta y dos gruesos cuadernos en los que resumió sus ideas que tanto efecto tuvieron en el mundo occidental luego de la Segunda Guerra Mundial.
Gramsci fue una persona profundamente resentida; fue precisamente su resentimiento el motor más potente que lo impulsaba a pensar y escribir maldades aún en las condiciones más adversas. Resentido porque venía de una familia pobre y él, a pesar de poseer una inteligencia excepcional, había debido sufrir grandes sacrificios para poder estudiar, mientras que otros más afortunados pero mucho menos inteligentes, lo tenían todo servido. Y resentido por un fealdad física, que en algunos momentos de su vida llegaba a ser repulsiva. Quienes leían sus obras y compartían sus ideas, lo imaginaban alto e imponente, con aspecto y voz de titán, y no podían dar crédito a sus ojos cuando, al conocerlo, veían un homúnculo con voz débil y caminar renqueante. 
Poseía ojos azules, con un destello frío y metálico, y una voluntad sobrehumana por formar discípulos. Los jóvenes lo buscaban y quedaban embelesados por su encanto, que no era fruto de sus cualidades físicas sino de la agudeza de su inteligencia. Su modo preferido de enseñanza era dar largas caminatas nocturnas, luego de la cena, por las calles de Turín o de Milán, mientras fumaba y hacía preguntas, comentando y rebatiendo respuestas, hasta llegar al punto que le interesaba. El que odiaba a Occidente y todo lo que éste había fundado, no podía evitar imitar a Sócrates y al peripatético Aristóteles.
Gramsci tuvo la inteligencia lo suficientemente fría y alejada de proclamas y consignas como para darse cuenta que ni en Italia ni en ningún otro país de Europa la revolución marxista vencería como había vencido en Rusia. En aquellos países, la clase campesina a la que debía unirse la clase obrera, estaba integrada en un bloque en el que los intelectuales medios ejercían el papel de difusores de la cosmovisión burguesa. La filosofía de las clases dominantes, a través de una serie de vulgarizaciones sucesivas, se había convertido en sentido común, es decir, en filosofía de las masas, las cuales aceptaban la moral, las costumbres y las reglas de conducta institucionalizadas en la sociedad en la que vivían. Por tanto, era necesario favorecer la formación de un nuevo grupo de intelectuales que rechazaran esa cosmovisión y “liberaran” de ese modo a los campesinos.
Gramsci murió en 1937. Sus cuadernos dieron vida al nuevo marxismo que ha triunfado en Occidente. En pocas décadas el sentido común de ambas clases -la dominante y la dominada- ha cambiado por obra y gracia de un gran grupo de intelectuales medios que se hicieron con la universidad y con los medios de difusión.  Cambió el sentido común; se pulverizó la civilización occidental.

Uno de los jefes fascistas comentó cuando estaban por apresar a Gramsci: “Haremos que no pueda pensar durante veinte años”. No cumplieron. Lo dejaron pensar y, peor todavía, escribir.

lunes, 28 de enero de 2019

Las lagañas de Algarañaz




El periodista Julio Algañaraz tiene lagañas. O al menos eso parece cuando se lee su columna aparecida ayer en Clarín. Y sospecho que estas secreciones amarillentas estén pegadas a sus pestañas porque apenas si puede ver la realidad, o la ve desfigurada y pretende que sus lectores la vean del mismo modo.
Julio Algarañaz comenzó su trabajo de periodista durante los ’70 cuando, vinculado a la izquierda peronista, ejerció como vicedirector del diario La Opinión, ese que decía estar “a la derecha en economía, en el centro en política, y a la izquierda en cultura”, y donde fue compañero de próceres tales como Horacio Verbitsky y Paco Urondo. Cuando el gobierno militar cerró el diario, Algarañaz se exilió en Europa, y todavía vive allí, penando en el exilio desde su residencia romana. 
Las crónicas que escribe sobre lo que ocurre en el Vaticano son siempre penosas, pero esta vez ha logrado superarse. Resulta notable su torpe empeño en manipular la evidente realidad del estrepitoso fracaso de Bergoglio y la pretensión de que sus lectores compren su análisis. Para Algarañaz, el problema no es que se ha levantado la alfombra y ha aparecido en la Iglesia una enorme multitud de sacerdotes homosexuales predadores de niños y adolescentes. Tampoco lo es que hayan sido encubiertos durante años y, peor aún, que el máximo encubridor haya sido el mismísimo papa Francisco, como resulta claro en el caso del ex-cardenal McCarrick sobre el que, por las dudas, aclara que próximamente será reducido al estado laical, y agrega en su ignorancia “en la práctica [el papa] lo echará de la Iglesia”. Tampoco es un problema que tengamos un obispo argentino, Mons. Gustavo Zanchetta, que se tomaba fotos desnudo y en posturas eróticas para compartirlas con sus contactos y amistades cosechadas en páginas pornográficas, que luego se dedicara a abusar de sus propios seminaristas, y que, una vez renunciado apresuradamente a su sede, el papa Francisco le haya creado un puesto en un alto organismo vaticano, sabiendo todos sus antecedentes y habiendo visto incluso las impúdicas fotografías, como se desprende de la declaración del valiente P. Manzano, vicario general del obispo depravado. 
No; para Algarañaz todo eso no es un problema. El problema real es que los sectores ultraconservadores de la Iglesia están utilizando estas minucias para desgastar la figura del pontífice y forzar su apartamiento: “El gran problema es la creciente conspiración urdida por los ultraconservadores”. Y oliendo a naftalina, añade que estos sectores están apoyados y sostenidos económicamente por el gobierno de Trump que sospecha que el bendito Jorge Bergoglio es comunista. Algarañaz encontró a la madre del cordero: el imperialismo capitalista, el mismo culpable que viene encontrando desde sus años setentistas en La Opinión.

El lagañoso artículo, sin embargo, nos sirve para advertir que el Papa Francisco se encuentra en una situación muy delicada.
Bergoglio ha fracasado rotundamente. El compadrito porteño y el puntero de barriada que creyó que con las picardías que utilizaba en Buenos Aires iba a poder hacer de las suyas en Roma, se ha chocado contra una pared, la de su propia inutilidad. Porque el problema más importante -y esto no lo advierte ni lo puede advertir Algarañaz- no son los abusos ni los encubrimientos, sino el estado de crispación y confusión a los que ha llevado a la Iglesia que se encuentra al borde un cisma. Afirma el periodista en su nota que “una fuente dijo a Clarín que se piensa en un grupo de cardenales que pidan una audiencia y planteen en forma agresiva la cuestión”. Es noticia vieja. Eso ya se sabe desde hace semanas. Y los cardenales que lo enfrentarían no serían los eméritos viejecitos de las dubia acompañados por el santo e ingenuo Burke, sino que serían pesos pesados a los cuales no iba a despachar con un cuento de masones o de tradicionalistas, ni cambiando el retrato que tiene sobre su escritorio a fin de despertar simpatías según la ocasión tal como hacía su maestro Perón. Porque lo cierto es que no se sabe quiénes integrarían este grupo de cardenales, ya que tanto podrían ser aquellos enfurecidos por las novedades introducidas en la doctrina de la Iglesia, o los enfurecidos por la falta de novedades a cambio de las cuales lo votaron. Y esto ocurre porque Bergoglio jugó a dos puntas, y resulta que ambas esposas se avivaron y lo están arrinconando. 
Francisco deberá vérselas ademas, a finales de febrero con los presidentes de todas las conferencias episcopales del mundo para tratar el tema de los abusos. Nadie espera que de esa reunión salga alguna medida relevante para solucionar el problema (la única medida efectiva sería ordenar una depuración interna de las filas del clero y del episcopado en la que caerían no menos de la tercera parte de todos ellos), pero una reunión de ese tipo, aún por digitada que esté, se le puede ir fácilmente de las manos. No todos van a ser obsecuentes perros mudos como Mons. Ojea o como unos cuantos obispillos más que le deben sus fajas violetas. Me temo que el cardenal Di Nardo no se quedará callado y lo propio harán muchos otros que están hasta la coronilla del porteño.
La estrategia podría ser forzar la renuncia de Bergoglio. Varias veces dijimos en este blog que Bergoglio nunca renunciaría, siendo como es un animal de poder, pero nos referíamos a que no lo haría por cuestiones de edad o salud, como fue el caso de Benedicto XVI. Pero si un gobernante se queda sin apoyos a derecha o a izquierda, difícilmente pueda mantenerse en el trono. El papa no tiene, como Maduro, un ejército detrás que lo respalde. Su respaldo son sus cardenales y sus obispos; si estos se le plantan, está en un serio problema. 
El zopenco de Algarañaz dice que “los conspiradores no pueden promover el desastre de una Iglesia que tendría tres papas”, desconociendo que esa situación ya fue vivida por la Iglesia (fines del siglo XIV), y en ese momento no se trataba de tres papas con dos de los cuales  eméritos, sino de tres papas reinantes y beligerantes entre ellos. Siempre saldrá más barato construir un geriátrico para papas eméritos que soportar el estrepitoso derrumbe de la Iglesia al que estamos asistiendo. Y añade el periodista que “lo más probable es que Jorge Bergoglio responda ejercitando su poder disciplinario absoluto si algunos se atreven al máximo desafío a su autoridad”. Aquí se acaban las convicciones democráticas y los discursos progresistas de Julio Algarañaz, pero no sabemos cuáles serían las medidas absolutas que tomaría: ¿deponer de su sede a Di Nardo? ¿Excomulgar a los obispos africanos opositores a sus aperturas? ¿Arrancarle de un tirón la capa magna a Burke? 
Sugiero ir alquilando balcones para el 21 de febrero cuando, mientras estén los obispos reunidos en Roma, se presente el libro traducido ya a ocho idiomas Sodoma, poder y escándalo en el Vaticano, del sociólogo francés Frederic Martel. Curiosamente, ese día se conmemora a San Pedro Damián, el autor del Liber Gomorrhianus, en el que ya en el siglo XI alertaba acerca de los peligros de admitir clérigos homosexuales dentro de la Iglesia. No conozco el libro de Martel, pero por el polvaredal que está levantando aún antes de aparecer, me temo que será lo que faltaba para formar la tormenta perfecta que podría acabar con el agónico pontificado de Bergoglio. 

viernes, 25 de enero de 2019

Santancito


Estimado Wanderer, allá por los años ’50 la revista francesa Etudes carmélitaines dedicó un ejemplar entero al estudio de Satán. Entre la veintena de colaboraciones se destacaba la de Albert Frank-Duquesne que no sé por qué misterio de iniquidad los españoles que tradujeron el volumen entero, dejaron fuera de la versión para españoles. 
Hemos querido reparar esta falta y nuestra (un tanto deficiente) traducción puede hallarse acá
(Ojo, que faltan todos los términos en griego que nunca llegué a latinizar—ni juntar la plata para editarlo como libro).
Pero, de cualquier manera, le traigo un pedacito de esa traducción en razón de la actualidad de todo este triste tópico, no sea que alguno quiera retomar el estudio de la influencia satánica en toda forma de homosexualidad…

Satán
por Albert Frank-Duquesne


La lectura de San Judas sugiere un paralelo con los Gnósticos. Así, lo que los sodomitas cometieron en el plano «físico», estos ancestros de los albigenses lo perpetraron en el orden intelectual. Almas encarnadas, cuerpos animados, compuestos de espíritu y de materia para espiritualizar el eón físico, en lugar de ser sus animadores, se erigen en sus despreciadores. Se trata de almas invertidas
A la inversión carnal de los sodomitas se corresponde la suya: mental, psíquica. Ahora bien, el apóstol Judas retoma el paralelo y lo aplica a los ángeles caídos: los gnósticos desprecian la materia. Les repugna la Encarnación y la gloria, puesto que, mediante ella, el hombre puede obtener esa gloria de la Cruz, de la Carne y de la Sangre teantrópicas. Lo hemos visto: analógicamente, al rechazar el comercio sexual normal y confinarse en la homosexualidad, las ciudades perdidas (Sodoma, etc.), hacen, ellas también, caso omiso de esta universal complementariedad (en la cual lo sexual no es más que un aspecto) mediante la cual Dios quiere providencialmente «esforzar» el mundo hacia su plena realización . Por su parte, los gnósticos y los sodomitas no hacen sino reflejar, en los «planos» respectivamente psíquico y somático («hílico»), la homofisia, el homoneutamismo, el angelismo exclusivo y vigilado de los ángeles caídos; y, de hecho, Pascal diría que los dualistas, los «puros» o cátaros, «quieren hacerse los ángeles». Lo que horroriza a los sodomitas, al igual que más tarde a los maniqueos y albigenses -y tal vez por los mismos motivos, en virtud de sabe Dios qué Sod, de Misterios perdidos- es el matrimonio, la perpetuación de la carne, «la obra del Demiurgo», todo lo que la carne contribuye al plan divino para el hombre, de la que nació Cristo.
Tradujo Jack Tollers

martes, 22 de enero de 2019

Atención y silencio (reposteo)



Publico nuevamente una entrada que apareció en este blog el 18 de noviembre de 2010. Luego de ocho años, el tema sigue aún vigente.


En abril de 1942, Simone Weil le escribe al P. Perrin, O.P, que había sido nombrado capellán de un colegio de Montpellier, una interesante carta acerca de la atención. En sustancia, Weil afirma que los ejercicios escolares sirven, fundamentalmente, para acrecentar la atención de los estudiantes a fin de que puedan rezar mejor, toda vez que la oración está hecha de atención. Para consuelo de muchos, admite que, si un alumno pasa dos horas tratando de resolver un ejercicio de matemática, no es relevante que lo logre o no, sino que lo importante es el ejercicio de atención que ha realizado puesto que le será muy útil cuando quiera rezar, más allá, claro, que el tipo de atención que requieren estas prácticas escolares es menor que el exigido por la oración. 
La oración “es la orientación hacia Dios de toda la atención de la que el alma es capaz”. Y por eso, “la calidad de la atención tiene mucho que ver con la calidad de la oración”. Todo esto aparece en Attente de Dieu.
Lo que yo me pregunto es cómo hacer para mantener la atención en la oración en estos tiempos de distracciones. O, dicho de otra manera, cómo lograr el silencio necesario para rezar. 
Si miramos para atrás, nos damos cuenta que vivimos en la civilización del ruido. Habitar en las ciudades es habitar en medio del continuo ruido, aunque no seamos conscientes de él. ¿Cómo habrá sido vivir en las ciudades medievales, sin automóviles, bocinas, frenadas, música, etc.? Los ruidos sería solamente los “naturales”: voces, gritos, trote de caballos, ladridos… Las noches del Buenos Aires colonial solamente sería rasgada por “Las tres han dado, y sereno”, como nos enseñaban en el colegio. No sé si en esos tiempos sería más fácil rezar, pero ciertamente sería más fácil conseguir el silencio exterior, que es fundamental para la oración. Por algo los monjes huyen al despoblado para llevar su vida de plegaria y en algo se les facilitará a ellos el rezar, aunque dicen que los demonios del desierto son más bravos que los demonios de la ciudades. 
Lo que a mí más preocupa en la distracción creciente -o la atención decreciente-, que provoca Internet. Quienes por un motivo u otro pasamos gran parte del día frente a la pantalla, estamos recibiendo durante todo ese tiempo un bombardeo continuo de información que, si uno la ha seleccionado bien, es positiva y beneficiosa, pero es un bombardeo al fin que, a la larga, interfiere con el o los momentos diarios que cada uno de nosotros dedica a la oración. Cuesta mucho mantenerse antento – y mucho más con la atención exquisita de la que nos habla Simone Weil- durante el rosario, el breviario, la lectio o el tipo de oración que se haga. 
Hace algunas semanas tuve oportunidad de hablar con un monje de una importante abadía argentina y saqué este tema. El OSB veía también a Internet como un peligro en ese sentido. Si bien era él quien, en su abadía, se encargaba de la recepción y envío de correo electrónico y otros menesteres informáticos, me comentó que lo trataba con mucho cuidado y, más bien, con distancia (lo cual me consta, porque hace más de veinte días que le escribí un mail y aún no recibo respuesta). Yo le objeté que Internet puede ser una interesante herramienta de evangelización. Conozco a muchos religiosos que la utilizan en ese sentido, y estoy convencido de que hacen mucho bien a las almas. El monje me respondió que, efectivamente, así era, pero que ese no era su oficio monástico. “¿O Ud. se imagina a un cartujo conectado desde su ermita a Internet intercambiando continuamente mensajes apostólicos?”. Y, la verdad es que no me lo imagino, ¿cómo haría el pobre monje para rezar? Si tal cosa sucediera -un pretendido cartujo manteniendo largas conversaciones y posteos en Facebook- sería indicio cierto que algo allí anda muy, pero muy mal, y que sólo es cuestión de tiempo para que explote. Y si adujera que su función es apostolado, pues no sería cartujo, ni monje siquiera. 
Pero dejamos a los monjes en sus celdas y pensemos en nosotros. Creo que Internet, y en mi caso particular, los blog, sirven para “crear lazos”, para aprivoiser, como le dijo el zorro al Principito, y sostenernos por necesidad mutua, en este camino difícil hacia la Patria definitiva. Pero los blog, y todo Internet con ellos, tienen la desventajas de robarnos la atención que debe estar dirigida, toda ella, a la oración. Una de cal y una de arena; la cosa es formar con ellas la argamasa. No sé cómo resolverlo. Habrá que recurrir a los maestros, pero me temo que éstos no usan Internet.

viernes, 18 de enero de 2019

Dos opciones para una plaga




El destape de la plaga innombrable que afecta a la Iglesia, cuyos tentáculos alcanzan espacios inimaginables para muchos de nosotros -y me refiero a la práctica homosexual entre los miembros del clero-, lleva necesariamente a que nos preguntemos por el motivo de esta situación. Y así lo hemos hecho con algunos amigos en las últimas semanas, atribulados como estamos por todo lo que está sucediendo y que, en algunos casos, nos afecta de cerca.
Son dos las explicaciones que se han dado hasta ahora. Una, que lo explica por el clericalismo, y que llamaremos la opción Francisco, porque es el pontífice su principal sostenedor. La otra, señala que se trata de una cuestión ligada a la homosexualidad, y la llamaremos la opción Müller, porque es el cardenal de ese nombre quien la sostiene. 
1. La opción Francisco. Los abusos contra menores o contra aquellos que, sin ser ya menores, son súbditos de un superior religioso son fruto de la concupiscencia de poder. Aquellos que ocupan un puesto de autoridad en alguna institución religiosa comienzan a experimentar una necesidad morbosa de manifestar el poder sobre aquellos que les están sujetos que sobrepasa lo indicado por las reglas y estatutos. Suele comenzar con la manipulación y posesión de las conciencias, haciendo abuso de la autoridad que naturalmente poseen y, en algunos casos continua con la posesión física. Los actos sexuales en los que caen, por tanto, no están primariamente originados por un impulso sexual contranatura sino por un desorden en el ejercicio del poder. Su falta de virtud provoca que se vean ganados completamente por esa tentación y la extremen llegando, incluso, a abusar sexualmente.
El P. Javier Olivera publicó hace algunos años un recomendable post en su blog en el que explica estos casos y que él adjudica a un tipo de personalidad que llama del gurú católico. Y pone un ejemplo: un joven cercano a la obra o convento de ese gurú, embelesado por su persona persona, entra a formar parte de sus más íntimos seguidores. “Ya dentro, por diversos y lentos procesos de manipulación, que van desde la dependencia espiritual e intelectual a la afectiva, termina cayendo dentro del “círculo” de los más cercanos y, finalmente, abusados… No es, al principio, un abuso grotesco; es lento; casi imperceptible, pero suficiente para que la víctima, se sienta presa de un secreto; un secreto que sólo él y su abusador saben. Es el siguiente: “algo ya sucedió entre nosotros”; no es sólo un tema sexual; es un caso de poder: “tú sabes que yo sé lo que hicimos”. Y esto es lo más duro: la víctima comienza a sentirse hasta culpable de lo sucedido. “¿Cómo es que ha pasado? ¡Si él es un santito!”.
Yo encuentro tres objeciones a esta postura. La primera tiene que ver con la naturaleza de la tentación del poder, ya que ésta, según nos enseña la ascética cristiana, posee una naturaleza más sutil que las tentaciones de la carne, y se da cuando el alma ya ha superado las caídas en los pecados más bajos y groseros y se encuentra en una segunda y más elevada etapa de la vida espiritual. Es decir, estamos suponiendo que esto ocurre a hombres que están avanzados en la vida del espíritu y son presas del demonio, cayendo en sus redes, luego de un tiempo prolongado de ejercicio ascético. Pero no estoy seguro que esto sea siempre así. Pensemos, por ejemplo, en el caso de Marcial Maciel, que comenzó con sus prácticas de manipulación y desorden sexual siendo todavía un seminarista. Es decir, nunca superó las tentaciones de la carne y no llegó, por tanto, a la etapa de las tentaciones más sutiles. Lo suto fue carnalidad y perversión pura.
La segunda objeción es que, si esto fuera así, deberíamos diferenciar dos géneros en medio de esta plaga: el de los abusadores, que poseerían las características recién descritas, y el de los curas homosexuales sin más, que se largan a vivir la vida loca, y aquí ubicaríamos los casos públicos conocidos en los últimos años, como los del secretario del cardenal Coccopalmerio y tantísimos otros de los que ya hemos hablado suficientemente. Pero no estoy seguro que esa distinción sea pertinente.
La tercera objeción es que si la raíz del problema es el ejercicio del poder sobre el súbdito, no se explica por qué más del 80% de los abusos son sobre varones. Esto implicaría que la concupiscencia descontrolada por el poder produce también en quienes la sufren un cambio radical en sus gustos sexuales porque, de otra manera, ejercería su abuso según la naturaleza, es decir, con mujeres. 
2. La opción Müller. Tanto el cardenal Brandmüller como el cardenal Müller se expresaron hace pocos días sobre el tema, teniendo en cuenta lo que enseña el catecismo de la Iglesia: la tendencia homosexual es una tendencia gravemente desordenada pero no implica culpa para quienes la padecen. Ellos, como cualquier cristiano, “están llamados a la castidad. Mediante virtudes de dominio de sí mismo que eduquen la libertad interior … pueden y deben acercarse gradual y resueltamente a la perfección cristiana” (CIC 2359). 

Esto, sin embargo, no oculta que para la Iglesia “los actos homosexuales llevan a la pérdida de la gracia santificante en el alma”. Quien así no lo crea “debería ser honesto y dejar de llamarse católico”, dice Brandmüller. 
El cardenal Müller insiste sobre un elemento: “El hecho no puede ser ignorado toda vez que más del 80% de las víctimas son de sexo masculino”. Y consecuentemente rechaza la idea que la crisis sea causada por “el celibato o por las presuntas estructuras de poder eclesial”, subrayando que “los criminales han cometido crímenes homosexuales”. Por tanto, estos abusos no son “abusos de poder”, sino que mas bien, el poder es usado para gratificar los propios deseos sexuales desordenados. Y continúa: “Cuando un adulto o un superior molestan sexualmente a alguien que ha sido confiado a su cuidado, su poder es solamente el medio -aunque mal usado- para su acción malvada, y no su causa. Se trata de un doble abuso, pero no se puede confundir la causa del crimen con los medios y la ocasión en razón de su actuación, a fin de no descargar la culpa personal del transgresor sobre las circunstancias, o sobre la sociedad, o sobre la Iglesia. 
Para graficar en lenguaje de granja lo que dice el purpurado alemán, diríamos que el caso de los abusos no tiene demasiados intríngulis psicológicos: se trata del zorro que se compra su propio gallinero para tener pollos y pollitos a voluntad a fin de satisfacer sus tendencias sexuales desordenadas.

Yo no tengo competencia alguna para pronunciarme por una u otra opción. Es un tema que me excede. Tiendo, sin embargo, a pensar la opción Müller es la correcta. 

miércoles, 16 de enero de 2019

La mancha





Más de una vez hemos dicho en este blog que nadie sabe hasta dónde se extiende la mancha. Y en las últimas semanas, muchos en Argentina nos hemos quedado estupefactos porque la mancha llegaba incluso a sitios a los que nunca pensamos que podía alcanzar.
Me refiero, claro, a la homosexualidad activa dentro de los miembros del clero de la Iglesia católica. Y como también decíamos hace algunos meses, esto recién empieza. Y la prueba la trae una noticia que publicó ayer el Capitán Ryder en su blog Iota Unum, y que aquí les transcribo:
“Porque existe un libro, a punto de publicarse, se hará antes del verano seguro, que trata, entre otras cosas, de los novios de los Curiales desde, al menos, la época de Juan Pablo II hasta aquí.
El libro promete ser una bomba, traducción a varios idiomas etc, es decir, no va a ser distribuido por cualquiera, imposible mirar para otro lado. Algunos de los nombres revelados son ciertamente sorprendentes y explicarían muchas cosas, y no hablo del momento actual.
La fuente de información parte de los mismos pastores que, parece, hartos unos de otros, se han dedicado a cantar del novio del vecino”.

Por lo que se ve, tendremos otro annus horribilis.

lunes, 14 de enero de 2019

Inflación


En el transcurso de las últimas semanas, el papa Francisco hizo tres afirmaciones rayanas a la herejía: en la primera, al hablar de la santidad de Nuestra Señora, puso en duda la interpretación tradicional del dogma de la Inmaculada Concepción porque, según él, Ella no nació santa sino que se convirtió en santa. En la segunda, presenta a nuestra fe como revolucionaria, oponiéndose a la enseñanza de muchos pontífices que afirmaron la contradicción entre fe cristiana y revolución, y en la tercera, nos advirtió que es mejor ser ateo que ir a misa y después seguir pecando.
Estos hechos, que hace apenas unos años habrían levantado un polvaderal de proporciones, hoy pasan desapercibidos, y no sé si eso es una buena señal. Nos despreocupamos que el supremo pastor de la Iglesia siembre diariamente confusión, y pareciera que a nadie ya le hace mella, ni siquiera a la primera fila que debiera mellar, es decir, los obispos.

Pero alejemos el catalejo, y miremos la cuestión con perspectiva histórica. Los papas, durante los primeros quince siglos de la Iglesia, fueron silenciosos, o más bien mudos. Veamos algunas cifras:
La primera encíclica la escribió Benedicto XIV a mediados del siglo XVIII. Pío VII, a comienzos del XIX, escribió solamente una encíclica. Algunas décadas más tarde, Pío IX escribió treinta y ocho, y su sucesor, León XIII, setenta y cinco. Los escritos y discursos de Pío XI ocupan seis volúmenes de cuatrocientas páginas cada uno, y los de Pío XII, cuyo pontificado fue apenas más largo que el de su predecesor, llenó veinte volúmenes de las mismas características. Juan Pablo II escribió solamente catorce encíclicas, pero una catarata de otro tipo de documentos como exhortaciones apostólicas, cartas apostólicas y constituciones apostólicas, por no mencionar sus incontables discursos y homilías. Pensemos solo un momento en los bosques que habrá que talar para conseguir las toneladas de papel necesarios para contener las insensateces de Bergoglio.
Esta esta inflación desmesurada de verborragia pontificia es uno de los signos de otro cambio de paradigma en la Iglesia, el que se produjo con el triunfo del ultramontanismo en el Concilio Vaticano I.
Pareciera, sin embargo, que nuevos aires están comenzando a soplar en Roma, donde todos están ya hastiados de Bergoglio. No me extrañaría que la bruja ecuatoriana tuviera razón y durante este año, el papa Francisco renunciara voluntariamente o por decisión divina. ¿Qué podría venir después? Nadie lo sabe, pero por lo pronto, ya hay algunos obispos argentinos que están recalculando y volviendo a posiciones más conservadoras y clásicas para no quedar desubicados en el próximo -y quizás muy próximo- pontificado.


Al respecto, la semana pasada, el P. Richard Cipolla publicó una interesante columna en Rorate Coeli que aquí les traduzco:


La reciente publicación de la editorial de R.R. Reno, editor de First Things, declarando al pontificado del Papa Francisco como un “fracaso” ("Un papado fallido", febrero de 2019), es una novedad y, lo que es más importante, es el comienzo, espero, de una evaluación del papado actual y un llamado al fin del hiper-papalismo de los últimos años -tal vez incluso más de un sigl-, y una reevaluación teológica, basada en la Tradición de la Iglesia, de la naturaleza y el papel del papado. 
Que el editor de First Things, que fue durante algunos años, en mi opinión personal, un órgano de la agenda neoconservadora, haya escrito este editorial puede no captar la atención del New York Times, pero ciertamente es significativo entre aquellos católicos que comprenden la tradición de la Iglesia y quienes han estado y están muy preocupados por la incapacidad de este pontificado para articular de manera clara e inequívoca la fe católica, en un momento de masiva confusión política y cultural. 
Se debe agradecer a Reno por su valor y claridad con respecto a la situación actual en la Iglesia. Reno ahora entiende que este papado no solo no está en consonancia con el verdadero intento que hizo San Juan Pablo II, basado en la Tradición de la Iglesia, de volver a anclar la fe católica en la persona de Jesucristo, y al dogma de la Iglesia después del colapso de la enseñanza de la iglesia y de la praxis litúrgica posteriores al Concilio Vaticano II. Este papado, con su falta de fidelidad a la Tradición y con sus apelaciones baratas y anticuadas al Hombre Moderno hechas, irónicamente, en un momento en que la Modernidad ya no existe a no ser en la Curia Romana que aún vive en 1965, ha perdido contacto con los hombres posmodernos, especialmente con los jóvenes, que buscan lo que es real y verdadero en los detritos de la modernidad. 
Este pontífice y su camarilla no solo no han articulado la fe católica ni con los fieles católicos ni con mundo incrédulo y hostil, sino que también están decididos a acomodar la fe católica al espíritu de la época contemporánea y todo en nombre de la –mirablie dictu– misericordia. Y misericordia sin la cruz de Jesucristo. La idea misma de un Salvador del mundo no se hace necesaria cuando la comprensión del pecado, fundamental para el cristianismo, se vacía por un antiintelectualismo y sentimentalismo que niegan la historia intelectual y doctrinal de la Iglesia y presentan, en palabras de uno de los miembros del círculo interno del Papa, el p. Thomas Rosica, una versión de la Iglesia presidida por un Papa que está libre de las exigencias de la fe cristiana. Este sacerdote canadiense nos dice que el Papa Francisco rompe las tradiciones católicas cuando quiere, porque está “libre de ataduras desordenadas. Nuestra Iglesia ha entrado en una nueva fase: con el advenimiento de este primer papa jesuita, es gobernada abiertamente por un individuo y no por la autoridad de las sola Escritura solo o incluso por sus propios mandatos de la Tradición más las Escrituras”. 

Esta locura desordenada podría ser una entretenida escena de un programa de comedia. Pero que la declaración del P. Rosica no provoque que los cardenales y los obispos se levanten y condenen tal afirmación anti-católica y no cristiana, es una prueba tanto del estado de la jerarquía católica como del nivel intelectual de los responsables de la Iglesia (al menos a cargo en este mundo.) Es por esto que debemos esperar que el editorial de Reno sea el comienzo de una evaluación inteligente y honesta de este papado que propugna una agenda que ciertamente no tiene a Cristo y su cruz en su centro, que de hecho, se resiste a pronunciar palabras tales como Salvador, Redención, el Camino, la Verdad y la Vida, que se niega a hablar sobre la dificultad de llevar una vida moral basada en las enseñanzas de Cristo y su Iglesia, y una agenda que se niega a predicar y enseñar la naturaleza radical de la Encarnación que cambió la historia humana para siempre y de una manera específica, -la Cruz y la Resurrección-, que demanda la atención de todos los hombres y mujeres de este mundo, exigiendo una decisión ratificada en la eternidad.

viernes, 11 de enero de 2019

Arquitectura blasfema





por Hilary White

Contemplen esta foto por un momento. Si pueden, agranden la imagen en pantalla y simplemente miren, si les resulta posible, sin siquiera pensar. Aunque sea por unos segundos.
Pues bien, ¿cómo se sienten? ¿Qué palabras se os ocurren para describir lo que sienten? Algunos en Facebook lo describieron como “Nuestra Señora de Minas Morgul”. “Se trata de la iglesia a la que concurría Sauron cuando niño”. “Se trata de evangelizar a los orcos”. Pero a ustedes… ¿qué les hace sentir? ¿Qué les dicen vuestras vísceras sobre las intenciones detrás de esto? ¿Se sienten oprimidos? ¿Se sienten literalmente como si algo en vuestra mente o corazón está siendo oprimido por un gran peso? ¿Sienten como si alguien los estuviese amenazando con violencia?  ¿Algo que quiere hacerles daño? 
Eso es “brutalismo” en arquitectura eclesiástica, una de las tendencias más egregias del Modernismo que aún no parece haber pasado de moda. ¿Qué nos hacemos con una iglesia que mentalmente nos hace sentir como que nos castiga a latigazos? ¿Qué puede significar una iglesia así? ¿Qué nos dice esta iglesia  acerca de Dios, acerca de Cristo, acerca de Nuestra Señora? ¿Que son malos? ¿Que todo lo que la Iglesia dice acerca de ellos es mentira? ¿Se sienten abandonados, aislados, objeto de brutalidades?
Así es la forma mentis, el animus de la iglesia postconciliar. Así quieren que Ud. se sienta: pequeño, amenazado, aislado, solo y desesperado.
Es un caso de nihilismo anti-Nietzschiano en 3-D. Se trata de la iglesia de San Francisco de Sales en Michigan que en el mundo secular pasa por ser el dechado del arte moderno. Aquí entonces lo que el Mundo quiere, y lo que la iglesia ha intentado lograr durante los últimos 50 años. 
¿Cuál es la Teología de la Brutalidad? Al fin no es sino como los trabajos de Sauron  y Morgoth y que desembocan en una sola cosa: 
Desesperación. 
Tradujo Jack Tollers.


Fuente: https://whatisupwiththesynod.com/index.php/2019/01/09/externals-count-when-architecture-is-unholy/

miércoles, 9 de enero de 2019

Las olas, el viento y Mons. Mestre


"Las olas y el viento, sucundum, sucundum; y el frío del mar, sucumdum, sucundum", cantaba Donald en los '70, cuando la música decadente y pegajosa recorría un país todavía inconsciente de la tragedia que le esperaba a la vuelta de la esquina.
Las cosas, con los años, no mejoraron. Las mismas arenas holladas por cantantes setentosos y por mujeres indecentes que se pasean a la vista de todos en ropa interior a la que llaman bikini, es pisada ahora por Su Excelencia Reverendísima, Mons. Gabriel Mestre, obispo de Mar del Plata por obra y gracia del papa Francisco. El prelado, despojado de las vestiduras propias de su dignidad, promociona el turismo de verano posando en ropa interior -a la que llama "traje de baño"- para todo el país.

lunes, 7 de enero de 2019

Mons. Tucho y la talibanización

En los difíciles tiempos que estamos viviendo, debemos aumentar las precauciones a fin de cometer la menor cantidad posible de errores. Más allá de la realidad de que estamos atravesados por las emociones, fruto de lo que ocurre en el mundo y en la Iglesia, debemos hacer lo posible -y no es empresa fácil- por mantener la cabeza fría a fin de juzgar prudentemente.

Uno de los peligros a los que estamos expuestos es la fanatización. Es natural. Cuando se ataca a instituciones, principios o personas que nos son caras, nuestra respuesta comporta a todo el complejo humano, y poseen un fuerte ingrediente pasional. Y esto, que es natural, puede convertirse en problemático cuando esa pasión obnubila el juicio y no permite distinguir matices.
Ninguna duda cabe acerca del modo absoluto con el que debemos defender todas y cada una de las verdades de nuestra fe. Debemos defender con la vida si fuera necesario nuestra fe en la Santísima Trinidad y en la divinidad de Nuestro Señor. Y debemos defender del mismo modo a la Santísima Virgen. Cualquier católico tenía el derecho, e incluso el deber, de asentar una buena trompada en la jeta a Mons. Manuel Linda, obispo de Oporto, que hace pocos días negó públicamente la virginidad física de Nuestra Señora. Y eso no es fanatismo. Es simplemente la conducta de hijos bien nacidos que defienden lo que creen.
Pero aquí aparece el peligro: elevar al mismo puesto de la fe cuestiones que son meramente humanas, o poner en el mismo nivel de certeza la divinidad de Jesucristo con la maldad o bondad de un hombre, y reaccionar de modo similar cuando una u otra son atacadas. Esto es lo que yo entiendo por fanatismo. Nos apropiamos de una premisa sobre la cual no podemos tener más que una certeza moral y humana, y por tanto falible, y la absolutizamos, como si fuera una cuestión de fe, negándonos obstinadamente a siquiera considerar la evidencia que pueda contradecirla. En términos chestertonianos, la volvemos loca, en tanto que comenzamos sacar de ella todas las consecuencias que en buena lógica deberíamos sacar de una verdad absoluta. Por ejemplo, “Si el obispo Mengano es progresista y habla bien del Papa Francisco, entonces todo lo que haga será necesariamente malo y cuestionable”. O al revés, “Si el padre Zutano es conservador, usa hábito, es muy espiritual y predica como un místico, es necesariamente bueno y todo lo que haga está bien”. Y lo peor es que seguimos sacando consecuencias. Para el primer caso, será atacar indiscriminadamente y por todos los medios a Mons. Mengano, y en el segundo, será defender “hasta con la vida” al P. Zutano, negándonos en ambos casos a actuar prudentemente. Sin darnos cuenta y con la mejor de las intenciones, nos talibanizamos. 
Alguien talibanizado contra el papa Francisco se negará a reconocer que el pontífice tiene aciertos, por ejemplo, algunas de sus críticas al capitalismo o a los obispos y sacerdotes. Y alguien talibanizado a favor de Marcial Maciel o del P. Marie-Dominique Philippe, seguirán aún hoy defendiéndolos a pesar de las evidencias y condenas en contrario. Y nada de eso sirve. 
Pero vayamos a Mons. Tucho. Ya hablamos en el post anterior sobre el decreto que firmó en la vigilia de Navidad y que pueden leer aquí. Yo decía que había varias disposiciones sensatas y Hermenegildo me preguntó si era una ironía porque, pareciera, él no encontraba ninguna sensatez en el decreto y muchos lectores quizás no admitan siquiera la posibilidad de encontrar sensateces en ninguna de los escritos o disposiciones tuchescas, lo cual sería una talibanización
Poniendo bajo un paraguas la opinión que tengo sobre el novus ordo y que todos conocen, y dadas las circunstancias que la enorme mayoría de los católicos asiste a misa en esa forma del rito romano, encuentro sensato lo siguiente del decreto de archiepiscopal:
1. En el apartado titulado MONITOR, Mons. Fernández regula la intervención de los fastidiosos guías de la misa, y sugiere su desaparición cuando dice “No es necesario que exista una guía (o “guión”) en las celebraciones litúrgicas”. Es que las guías no tienen ya ningún sentido. Esa fue una práctica que se introdujo en la Iglesia en la tercera y peor etapa del Movimiento Litúrgico, luego de la Segunda Guerra Mundial, cuando comenzaron las “experimentaciones litúrgicas”. Como los fieles no entendían lo que ocurría en la misa latina tradicional, decían ellos, necesitaban a un monitor que los guiara en lengua vernácula. Y así, mientras el sacerdote hacía las oraciones al pie del altar, el guía explicaba, por ejemplo, el sentido de la festividad del día; luego explicaba la idea central de las lecturas mientras el cura las leía en voz baja y en latín, y así con el resto. Una vez que se cambió el rito y se celebra en lengua vernácula, la guía deja de tener sentido, sencillamente porque no es necesario explicar lo que ya está claro. 
Me parece bien, entonces, que se sugiera la desaparición de esa figura anticuada e inútil, y si no quieren hacerla desaparecer para no quitarle protagonismo a las viejas de las parroquia, por lo menos que las limiten y que interrumpan lo menos posible el rito.

2. Cuando habla de la MÚSICA, todos estaremos de acuerdo con que los cantos de la Santa Misa deben ser “musicalmente armoniosos, bellos, que susciten la piedad y la oración, y cuya letra transmita contenidos religiosos”. Más allá de que seguramente no nos pondríamos de acuerdo con Su Excelencia acerca de lo que él entiende por “piedad” o por los “contenidos religiosos” que deben transmitir, no por eso su disposición deja de ser sensata.
3. Aplaudo particularmente su disposición sobre la HOMILÍA, que en la mayor parte de los casos se ha convertido en la tortura semana de los fieles católicos. Dice Tucho: “La predicación deberá ser preferentemente breve, no superando los 15 minutos… En cualquier caso, la extensión deberá asegurar que queden a salvo la armonía y el ritmo de la liturgia; de otro modo, deberá optarse por una conferencia antes o después de la celebración”. Convengamos que en muchas ocasiones las homilías duran media hora y son la oportunidad que encuentra el cura para su lucimiento personal. Está muy bien que quiera explicarnos la enseñanza de Santo Tomás sobre la caridad o la última encíclica del papa Francisco, pero no puede obligar a los fieles a escuchar como público cautivo su ocurrencia semanal. Acertadamente dice el arzobispo platense que, para eso, organice una conferencia a la que asistirán los que están interesados, pero los curas no tienen por qué martirizar a su comunidad con sus monsergas interminables.
4. Finalmente, me parece también sensata su disposición sobre la ORACIÓN UNIVERSAL, que en muchas ocasiones termina convirtiéndose en una interminable perorata en la que se empieza pidiendo por la Iglesia y se termina pidiendo por el kioskero de la esquina al que ayer le extirparon el apéndice. Dice Tucho con toda cordura: “Al igual que el guión, las “preces” también deben ser breves en su extensión, en poca cantidad (no más de 5 ó 6),…”.

Se trata de evitar el fanatismo y la talibanización, para un lado o para el otro, y buscar la verdad, y sólo la verdad, por más dura que sea y por más contraria que en ocasiones aparezca a nuestros deseos o aspiraciones.


jueves, 3 de enero de 2019

Nuevos paradigmas


Estamos asistiendo o, mejor todavía, estamos siendo protagonistas de un cambio de paradigmas en la Iglesia. No se trata de la primera vez que ocurre. El Edicto de Milán marcó uno de esos cambios, y la Revolución Francesa marcó otro. El actual quizás no sea tan espectacular o identificable con un hecho histórico concreto -al menos no lo es para nosotros-, pero no es menos real y profundo. Y esto nos exige que tomemos conciencia que las cosas cambiaron de un modo drástico y que deberemos adaptarnos a vivir en una Iglesia que nos costará reconocer.
Me parece que pueden identificarse al menos tres manifestaciones de estos nuevos paradigmas:


1. Tiranía: Uno de las manifestaciones del ultramontanismo que tomó forma y poder en el siglo XIX fue la exaltación del pontífice romano hasta extremos nunca vistos, y el egrosamiento de sus poder y prerrogativas que no tenían ningún sustento en la Tradición. Esto no fue un problema grave mientas las Iglesia estuvo gobernada por pontífices equilibrados, más allá de nuestras simpatías o antipatías por ellos, pero el peligro de que apareciera algún trastornado estaba siempre latente. Y lo que podía ocurrir ocurrió el 13 de marzo de 2013. Bergoglio se ha convertido en un tirano con apenas un poco más de refinamiento que Calígula. Éste nombró cónsul a su caballo Incitatus; aquel, Sustituto de la Secretaría de Estado a Edgar Peña Parra, con méritos similares a los del equino imperial. 
El Papa Francisco hace lo que quiere, desde echar a oficiales de la Curia sin siquiera consultarle al cardenal prefecto del dicasterio correspondiente, hasta predicar diariamente en su capilla palatina profiriendo un cúmulo de lugares comunes e insensateces, en el mejor de los casos, que después deben ser interpretados con malabares por sus voceros para salvarlo del ridículo o de la herejía. No me extrañaría que ésta haya sido una de las causas del portazo que dieron el último día del año Burke y García Ovejero, los dos portavoces de la Santa Sede.
Esta tiranía pontificia tiene como co-relato la destrucción de los fueros, es decir, los derechos y privilegios que tenían los distintos estamentos eclesiales: obispos, sacerdotes y laicos. Así como la irrupción de las monarquías absolutos implicó la desaparición de los fueros medievales y de ese modo se abrió la compuerta que dio paso al liberalismo -relación directa del Estado con el individuo prescindiendo de las organizaciones intermedias-, lo mismo está sucediendo en la Iglesia. Recordemos, por ejemplo, que en los comienzos del pontificado bergogliano, cuando eran costumbres los llamados telefónicos pontificios a cualquier hijo de vecino (práctica hoy felizmente caída en desuso), Francisco autorizó telefónicamente a una mujer rosarina a comulgar a pesar de la situación matrimonial irregular en la que vivía, ignorando y despreciando la jurisdicción que sobre ella poseía el obispo del lugar. Casos similares hemos visto a montones. Y lo peor es que este ejemplo tiránico se replica en cascada. En la última semana nos enteramos del decreto firmado por nuestro amigo, Mons. Tucho Fernández, arzobispo de La Plata, en el que, entre otras cosas bastante sensatas, ordena que la las misas en la forma ordinaria del rito romano se celebren cara al pueblo y en lengua vernácula, contraviniendo lo permitido por el Misal Romano, y que la forma extraordinaria se celebre solamente dos veces por semanas en parroquias y horarios por él mismo establecidos, contradiciendo flagrantemente el motu proprio Summorum Pontificum del papa Benedicto XVI. Se trata de disposiciones inválidas a todas luces y ningún sacerdote de su diócesis está obligado a obedecerlas, pero ¿qué les espera si no lo hacen? Siempre tienen la posibilidad de apelar a Roma, pero ¿qué funcionario vaticano se animará a reconvenir al valido y paniaguado de Bergoglio? El panorama no es muy distinto al que solemos ver en las películas con argumentos medievales y que buscan ridiculizar esa época: el tiranuelo sentado en su trono con una manada de cortesanos asustadizos dispuestos a satisfacer cualquiera de sus caprichos.

2. Desleimiento de la figura papal. Es paradójico, pero pareciera que al poder tiránico del papado se opone una abrupta caída en la popularidad del papa entre fieles y infieles. Desde hace ya un buen tiempo, preocupa en el Vaticano la notable disminución de fieles que asisten a las audiencias pontificias. El tema aparece regularmente en todos los medios de prensa y las fotos que ilustran las notas son muy elocuentes. Y algo análogo sucede en los viajes apostólicos. Todos recordamos el triste espectáculo de la misa cuasi vacía en Irlanda, o el papelón de la visita a Chile.
No se trata de un hecho necesariamente negativo. Los papas se convirtieron en figuras populares en el siglo XVIII, cuando los fieles comenzaron a mostrar pública y vocingleramente su adhesión a ellos como modo de oponerse a los ataques que los gobiernos ilustrados o revolucionarios propinaban a la Iglesia. El primer caso de popularidad callejera de los papas romanos se dio en 1782, cuando Pío VI viajó a Viena a fin de encontrarse con el emperador José II y encontrar una solución al llamado “josefinismo”. Sus tratativas fracasaron, pero lo cierto es que el pontífice fue aclamado por los fieles a lo largo de todo su extenso recorrido entre Roma y la capital imperial. Y un caso análogo sucedió con Pío VII, cuando se dirigió a París a fin de participar en la coronación de Napoleón Bonaparte. Aunque políticamente ninguno de estos viajes produjo resultados, lo cierto es que el apoyo popular a los papas contrapesó su pérdida de influencia en las cortes europeas. 
Con el paso de las décadas este afán de popularidad marcó a todos los pontificados, hasta su apoteosis durante los tiempos histriónicos de Juan Pablo II. Después de algo más de doscientos años, pareciera que esa euforia masiva por la figura del sucesor de Pedro ha terminado. No me interesa en este momento discutir las causas, pero lo cierto es que, si esta tendencia se confirma, tendremos una iglesia que sufrirá un rápido debilitamiento fruto del debilitamiento de la figura del pontífice con la que fue identificada. Otro de los frutos previsibles del ultramontanismo del siglo XIX que inflamó de tal modo la autoridad y “santidad” del papa romano, que éste terminó comiéndose a toda la Iglesia, a punto tal que el agotamiento de su figura, ha terminado agotando a la institución de la que era cabeza visible, y sólo cabeza visible.

3. Desamparo. Pensemos por un momento en lo que habrán debido atravesar los buenos católicos europeos de fines del siglo XVIII y principios del XIX, cuando los gobiernos de países tradicionalmente cristianos como Francia y Austria, se volvieron contra la Iglesia. No solamente se incautaron cuantiosos bienes y se ocuparon la mayor parte de sus templos, sino que se suprimieron órdenes religiosas y se cerraron conventos, expulsando del país a millares de religiosos. En Francia, por ejemplo, desaparecieron, entre otros, los benedictinos y los dominicos, órdenes que serán restauradas décadas más tarde por los padres Guéranger y Lacordaire. 
Los católicos de esas épocas habrán vivido una indudable sensación de incertidumbre y de desamparo, puesto que el cobijo que desde siglos brindaba el Estado había desaparecido, y se enfrentaban a un estado que perseguía y encarcelaba. Sin embargo, ese desamparo no era absoluto, puesto que la Iglesia, abollada como estaba, seguía siendo un lugar de refugio. Y si bien causa asombro que la mitad del clero francés haya juramentado la constitución revolucionaria, la otra mitad no lo hizo, y eso es un buen número. Además, en esos años comenzarán a fundarse otras congregaciones religiosas que irán supliendo poco a poco a aquellas que habían quedado diezmadas. Aunque los católicos de la época avizoraran un panorama muy oscuro por un lado, por el otro, sin embargo, seguía brillando el sol.
El problema actual es que el sol desapareció de ambos lados. No hace falta abundar en la persecución más o menos sutil de los gobiernos actuales a todo lo que sea cristiano. Y casi que tampoco es necesario abundar en la palidez casi cadavérica del sol eclesial. Estamos cayendo en la cuanta que estamos desamparados a diestra y siniestra. Nos hemos quedado no solamente sin príncipes -y de esto hace ya algunas centurias-, sino también sin pastores. Y lo que causa mayor dolor, desconcierto y escándalo, es que estos pastores no nos abandonaron solamente por seguir las doctrinas del mundo, sino que, desde hace unos un tiempo, están apareciendo ante nuestros ojos la imagen de muchos de ellos como personas entregadas a los vicios más abyectos y que ni nombrarse pueden entre cristianos.
Esta nueva imagen de la Iglesia la revela debilitada, humillada y pisoteada, y nosotros, con ella, también nos sentimos débiles, humillados y pisoteados. Se trata del desamparo. Vienen degollando y no tenemos dónde correr.


En este momento bisagra dentro de la historia de la Iglesia, asistimos a una reconfiguración del escenario, a la aparición de nuevos paradigmas que todavía no terminamos de comprender del todo pero en los que deberemos vivir en los próximos años.