miércoles, 25 de noviembre de 2015

El cardenal Pole

Me parece pertinente traer a colación la figura del olvidado cardenal Reginald Pole (que no tiene ningún tipo de parentesco con nuestro cardenal Poli). Vivió en Inglaterra durante la agitada primera mitad del siglo XVI. Primo de Enrique VIII, éste lo destinó desde su juventud a ocupar los cargos más altos del reino, financiando su educación primero en Oxford y luego en Padua. Un gran humanista, fue amigo personal de Tomás Moro, Erasmo y Contarini.
De regreso a su patria, el monarca le ofreció el arzobispado de York a cambio de que apoyara la nulidad de su matrimonio con Catalina de Aragón. Reginald se negó y debió huir al continente,  donde fue perseguido durante años por los esbirros del rey. Refugiado finalmente en Roma, el Papa Paulo III lo nombró cardenal y le encargó presidir, junto a otros dos legados, las sesiones del Concilio de Trento.
Durante el reinado de la reina María regresó a Inglaterra donde se preocupó en purificar la corte y la Iglesia inglesa de los elementos reformistas. Quizás se le fue un poco la mano: es probable que haya sido uno de los atizadores de la hoguera en la que se consumió a Thomas Cranmer. 
Fue nombrado arzobispo de Canterbury y fue el último católico en ocupar esa sede.
Hay poco y nada escrito sobre el cardenal Pole. Hace poco apareció un libro en español, que no he leído, pero supongo que es muy interesante (J. López Atanes, El cardenal Pole. De la política como virtud en tiempos de El Príncipe", Unión, Madrid, 2013).
Pero lo que me interesa destacar en esta ocasión es lo siguiente: Pole participó en el cónclave que eligió al sucesor de Paulo III y, según se cuenta, perdió el papado por sólo un voto. Sin embargo, uno de sus descendiente, Hugh Ross Williamson (The Walled Garden. An Autobiography, McMillan, New York, 1957, pp. 22-23), relata con más detalle cómo fue esta asombrosa historia, a partir del diario de su tío. El cardenal Farnese había conseguido los votos necesarios para elegir a Pole como Sumo Pontífice y, junto a otro cardenal, fue a su habitación para anunciarle la elección. Pero ya era el atardecer y el cardenal Pole se negó a aceptar porque una elección hecha de noche era un "un momento apto para el fraude". Cuenta el protagonista: "Cuando los dos cardenales llegaron a mi celda para la "adoración" (es decir, el acto de obediencia al nuevo Papa), pensé en los dos discípulos a los cuales Nuestro Señor envió a buscar el asno sobre el cual pensaba entrar al día siguiente en la ciudad santa. Los escuché y no me habría negado si no hubiese sido por la noche y su oscuridad. ¿Hice lo correcto o no? Ni siquiera me lo pregunto, dado que yo no puedo tener parte en nada que la noche y la oscuridad puedan hacer sospechoso. Luego vinieron otros dos, con la misma autoridad, y me demostraron que no estaban pidiendo nada que fuera en contra de las costumbres o de la ley, sino algo que era justo. Pero yo les pedí que esperaran y dejaran el asunto a fin de que fuera aprobado a la luz del día. Y el asunto fue finalmente probado: Dios no quería a este asno para ese cargo". 
Efectivamente, al día siguiente, y por la diferencia de un solo voto, fue elegido papa el cardenal Ciocchi del Monte, que tomó el nombre de Julio III, y cuya vida escandalosa nos dejaría hoy boquiabiertos. Baste decir que los documentos de la época hablan de él como pueribus amoribus implicitus.
¿Hizo bien el cardenal Pole en no aceptar la elección? Los católicos entristas dirían que fue un nabo: tenía todo servido y habría hecho un gran bien a la Iglesia salvándola de los escándalos infames de Julio III. Pero, en conciencia, Pole no podía aceptar un cargo sobre el que sospechaba algún tipo de fraude. Ni siquiera el bien eventual de la Iglesia podía imponerse a la rectitud de su conciencia.
La figura de Reginald Pole es, me parece, relevante hoy más que nunca. Non possumus!

lunes, 23 de noviembre de 2015

El silencio de don Gabino

Los días más largos que traía el verano eran propicios para que, después de cumplidos sus deberes domésticos, algunos de los amigos de don Gabino se reuniesen en su casa, cuando el sol ya se había ocultado, no más que para leer mientras bebían algún whisky de uso diario y sin pretensiones. El Poeta era infaltable, y el resto rotaba según las exigencias y las ganas de la jornada. Ese día, se habían sumado Mr. Pale, el Dr. Silícides y joven de mirada incisiva, último fruto de las corrupciones de Pale. La casa del Bobus Dei del pueblo se había vuelto un aquelarre, con acusaciones cruzadas, cuando se supo que Jens el Belga, pues ese era su nombre, había abandonado su círculo. Ellos se habían ilusionado en que sería el nuevo bobus que ofrendarían a “nuestro Padre”. 
- ¿Qué lee don Gabino? - preguntó Mr. Pale, más dado al diálogo que a la lectura silenciosa.
- Las Confesiones de San Agustín.
- Lea en voz algo -dijo el joven mientras agregaba un hielo al vaso con Vat 69 original, el destilado en Escocia y no la porquería que habían comenzado a hacer en el país.
- Voy por el libro noveno -dijo el viejo- cuando Agustín habla con su madre Santa Mónica, en Ostia, pocos días antes de su partida. Escuchen: “Y decíamos nosotros: Si hubiera alguien en quien callase el tumulto de la carne; callasen las imágenes de la tierra, del agua y del aire; callasen los mismos cielos y aun callase el alma misma y se remontara sobre sí, no pensando en sí; si callasen los sueños y revelaciones imaginarias, y, finalmente, si callase por completo toda lengua, todo signo y todo cuanto se hace pasando –puesto que todas estas cosas dicen a quien les presta oído: No nos hemos hecho a nosotras mismas, sino que nos ha hecho el que permanece eternamente–; si, dicho esto, callasen, dirigiendo el oído hacia aquel que las ha hecho, y sólo él hablase, no por ellas, sino por sí mismo, de modo que oyesen su palabra, no por lengua de carne, ni por voz de ángel, ni por sonido de nubes, ni por enigmas de semejanza, sino que le oyéramos a él mismo, a quien amamos en estas cosas, a él mismo sin ellas, como al presente nos elevamos y tocamos rápidamente con el pensamiento la eterna Sabiduría, que permanece sobre todas las cosas; si, por último, este estado se continuase y fuesen alejadas de él las demás visiones de índole muy inferior, y esta sola arrebatase, absorbiese y abismase en los gozos más íntimos a su contemplador, de modo que fuese la vida sempiterna cual fue este momento de intuición por el cual suspiramos, ¿no sería esto el «Entra en el gozo de tu Señor»?
- Un gran silencio, con sólo la voz de Dios. Esa es la vida eterna -dijo el Poeta.
- Sí, esa es la vida eterna, pero también a eso debe tender la vida terrena. Hacer silencio para poder escuchar solamente la única voz que vale la pena ser oída -dijo don Gabino. 
- Yo más o menos puedo entender ese silencio -agregó el Dr. Silícides-, silencio del cuerpo, silencio de las cosas materiales, silencio de la imaginación, pero ¿qué se escucha? No será que usted nos está intentando decir que hay que escuchar voces y tener revelaciones como María Valtorta…
El Belga miró con temor al médico. Por un momento pensó se había metido en un círculo de iniciados y visionarios, y casi comenzó a lamentar de haberse convertido en un modosito bobus Dei
- Yo de locuciones y visiones no sé nada. Más bien me aparto con rapidez de todas ellas, aunque no las condeno, porque sólo Dios sabe lo que conviene. Yo solamente leo a San Agustín, y a Newman, que de esos silencios y de esas voces sabía mucho. 
- ¿Es que el cardenal tuvo revelaciones privadas? -preguntó el Poeta con asombro.
- No, pero tuvo certezas e intuiciones, que él siempre respetó como expresiones divinas.
- ¿Certezas e intuiciones? -dijo Jens el Belga- No entiendo.
- Alcánceme ese libro amarillo -le dijo el viejo. Era la Apologia pro vita sua, en la edición de Everyman Library. Buscó un rato entre las páginas y comenzó a leer: “Estoy obligado a mencionar, aunque lo hago con gran reticencia que, en ese momento, el otoño de 1816, tomó posesión de mi -y no hay error con respecto a ese hecho- de que era la voluntad de Dios que yo debía llevar una vida célibe. Fue una anticipación que se ha mantenido firme continuamente desde entonces”. Este convencimiento interior, tomó posesión de Newman cuando tenía quince años, y la Apología la escribe cuando tenía más de sesenta. Eso es una certeza interior. En medio de un gran silencio, “escuchó”, instantáneamente, la voz de Dios. 
- ¿Pero es que esa voz le vino así nomás, de la nada? -preguntó Pale mientras insistía con el whisky.
- No dice en este caso el cardenal cómo le vino. Ronald Knox tuvo exactamente la misma intuición cuando tenía más o menos la misma edad mientras rezaba frente a la imagen de la Santísima Virgen que estaba en Eton College, donde estudiaba. Pero no siempre es así. El mismo Newman dice que una de las dos verdades más importantes de su vida la intuyó leyendo El año cristiano, de Butler.
- El sistema sacramental -dijo el Poeta, que de estas cuestiones sabía bastante-. Explica Newman que los fenómenos materiales son tipos e instrumentos de las cosas reales, las cuales son invisibles. 
- Es decir -continuó don Gabino - el mundo material, el de las cosas visibles que vemos, oímos y tocamos, constituye solamente un sistema, el más débil e irreal, que funciona como tipo de otro sistema más profundo y bellísimo, que es el de las cosas invisibles.
- Platonismo puro y duro -dijo el Dr. Silícides, siempre proclive a apartarse con rapidez de todo lo que no fuera verificable en un laboratorio.
- Claro que sí, el “platonismo del alma inglesa”, del que hablaba Louis Bouyer, y que a mí me convence mucho más que el aburrido cartesianismo del alma francesa -respondió don Gabino mientras buscaba en el libro de Newman.  -Escuche, continuó: “Supongo que es a la Escuela de Alejandría y a la Iglesia primitiva a quienes debo particularmente lo que sostengo sobre los ángeles. Yo los considero no solamente como ministros empleados por el Creador tal como nos lo dicen las Escrituras, sino como desarrollando, como también lo deja entender la Biblia, la economía del mundo visible. Considero a los ángeles como las causas reales del movimiento, la luz y la vida, y de todos esos principios elementales del universo físico que, cuando aparecen a nuestra vista, nos sugieren la noción de causa y efecto, y lo que se llama leyes de la naturaleza. Yo creo que toda brisa de aire y todo rayo de luz no es más que el borde de sus mantos, un pliegue de los vestidos de aquellos que ven el rostro de Dios. Me pregunto cuál sería el pensamiento de hombre que, al examinar una flor, o una hierba, o una piedra, o un rayo de luz, a los que considerara como seres muy inferiores a él en la escala de la existencia, descubriera repentinamente que está en presencia de un ser más poderoso escondido detrás de esas cosas visibles que él estaba examinando. Y que este ser, aunque ocultando su sabia mano, les otorga toda la belleza, gracia y perfección, pues es el instrumento que Dios ha elegido para este propósito”.
- Pues opinaría está negando el principio de causalidad -insistió Silícides-. ¡Newman es discípulo de Berkeley!
El Poeta comenzó a reírse. 
- No exagere, doctor. De eso justamente se trata el sistema sacramental -dijo - Lo que nosotros percibimos por los sentidos no es apariencia; es real, pero de una realidad más débil que la realidad de las cosas invisibles, y han sido puestas por Dios para que, al removerlas un poco, descubramos el mundo de las razones divinas, de los logoi del Verbo, escondidos dentro de ellas.
- Entonces las cosas de este mundo no tienen demasiada importancia -observó el Belga a quien, durante años, los bobus Dei le habían enseñado a examinarse diariamente si estaba triunfando en el mundo.
- Es eso lo que dice toda la espiritualidad cristiana, comenzado por el Evangelio y San Pablo, ¿no? -respondió don Gabino.
- Y creo yo que es lo que decía San Agustín cuando hablaba del silencio del mundo -dijo Mr. Pale, al que cada vez le aparecía con más frecuencia la veta contemplativa.
- Y les leo esto antes de que se vayan -finalizó el viejo al ver que sus amigos comenzaban con los amagues de la despedida-: “¿Qué puede ofrecernos este mundo comparado con esa mirada interior de las cosas espirituales, con esa fe entusiasta, con esa paz celestial, con esa alta santidad, con esa justicia perpetua, con esa esperanza de la gloria, que poseen los que, con sinceridad, aman y siguen a Nuestro Señor?”.

- Por Newman -dijo el Poeta, mientras levantaba por última vez el vaso.

viernes, 20 de noviembre de 2015

Balotaje

El próximo domingo habrá balotaje en Argentina. ¿Qué decir? Lo mejor es no decir nada, pero hagamos un intento.

Licitud moral: el tema de la licitud moral de concurrir a votar en las elecciones de la democracia corrupta en la que vivimos, es siempre motivo de discusión entre algunos queridos amigos. Algunos dicen que es lícito, y que los católicos deben participar eligiendo el mal menor, al menos para impedir que gane un mal mayor. Y escriben libros sobre el tema. Otros, en cambio, afirman que no es moralmente lícito acceder al cuarto oscuro y depositar el voto en las urnas porque, de ese modo, se está siendo partícipe de un sistema que, en el fondo, es malo. Y también escriben libros sobre el tema.
Yo opino que es gastar energías, inteligencia, tiempo y papel en algo que no tiene importancia alguna y que, en todo caso, queda librado a la conciencia o a las ganas de de cada uno. Es como si se organizara un congreso, o se escribieran varios libros, acerca del tipo de agua que debe llevarse a la Difunta Correa. ¿Debe ser agua potable, o puede ser agua de lluvia? En caso de que fuera agua potable, ¿debe ser agua de la canilla o debe ser agua mineral? En caso de que fuera agua mineral, ¿debe ser Villa del Sur o Villavicencio? 
Miré, si quiere llevarle agua a la Difunta Correa, llévesela en botellas de plástico o de vidrio; de medio litro o de litro y medio; de la canilla o del charco, y si quiere romperle todas las botellas que otros devotos le dejaron, rómpalas. La Difunta Correa no existe. Discutir sobre sus exvotos es irrelevante.

Mal menor: Entre los católicos, en general, se opina que Mauricio Macri es el mal menor frente a Daniel Scioli. La cuestión es elegir entre un frívolo rodeado de tecnócratas liberales, y un fronterizo rodeado de maoístas. Es decir, entre vivir en un país liberal o vivir en un país marxista. 
Mire, si tengo que vivir en el infierno, prefiero estar en la zona del caldero donde pegue menos el fuego.

El ritual a la Pachamama: Algunos buenos católicos se escandalizaron porque ayer Mauricio Macri participó en un ritual indígena a la Pachamama en el qué pidió sabiduría para su gobierno y la hechicera oficiante espantó los malos espíritus para que no acechen su futuro gobierno. 
El caso sería grave -participar de un ritual pagano- si viviéramos en una sociedad religiosa. En una sociedad -Macri incluido- que no cree en nada y que le resulta lo mismo llevar colgada la medalla del Escapulario o la de Gilda, el rito no tiene importancia alguna o, al menos, no significa nada en términos religiosos.
Pero doy un paso más. Supongamos que Macri hubiera invitado ayer a algún payaso episcopal a que celebrara una Misa como final de su campaña. Imaginemos que allí hubiese concurrido el cardenal Poli-Grillo, Mons. Lozano o el pequeño Mons. Taussig, ¿hubiese sido distinto? Sin duda: hubiese sido peor. Los prelados habrían hablado de la responsabilidad del futuro presidente por cuidar la democracia, el diálogo, el medio ambiente y los pobres, pero de Dios no hubiesen dicho nada y, mucho menos, habrían espantado a los demonios. 
Mire, me siento más cerca de los chamanes diaguitas, que creen en un dios y que hay espíritus, o ángeles, y demonios, que de los obispos argentinos que creen solamente en el diálogo, y en el poder.

Durán Barba, el aborto y el Papa: Otros buenos amigos se escandalizaron y alarmaron porque ayer el asesor de Macri, Jaime Durán Barba, habló a favor de legalizar el aborto en Argentina. 
Este hombre, Durán Barba, es un buen especialista en marketing que trabaja para quien mejor le paga. De hecho, él es una persona de izquierda bien definida, y trabaja para Macri. Es decir, lo que él digo es irrelevante porque lo que a él le interesa es ganar dinero.
Sobre el tema en concreto, el ecuatoriano fue desautorizado ayer mismo por el mismo Macri, quien se definió tímidamente "a favor de la vida", a diferencia de sus colaboradoras más cercanas como Gabriela Michetti y María Eugenia Vidal que se han manifestado abiertamente contrarias al aborto.
Pero aquí la cuestión es otra. Durán Barba dijo lo que dijo sobre el aborto en medio de un párrafo en el que la idea principal era que el Papa Francisco no arrastraba más de diez votos. Es decir, lo que el morocho hizo fue mojarle oreja a Bergoglio con lo que pudo: su incapacidad de movilizar gente y un tema emblemático para la Iglesia, como el aborto. Y, la verdad, yo también quisiera darme el gustito de mojarle la oreja al Papa.

Los ganadores: El domingo ganará Macri. Y ganará por una diferencia importante. ¿Quiénes serán los ganadores? Nadie, por supuesto. Un sistema corrupto nunca puede dar ganadores. En todo caso,  ganará la región porque se truncará la posibilidad cierta de que Sudamérica se convirtiera en un bloque marxista. 

Los perdedores: El Modelo, la Cámpora y la Viuda Bipolar. No hace abundar en lo evidente.

El gran perdedor: El Papa Francisco, que se jugó desde el inicio mismo de su pontificado por convertirse en el líder del progresismo en nuestro país y se jugó decididamente por la continuidad del peronismo en el poder, sin importarle que el mismo fuera kirchnerista -maoísta, recibiendo en numerosas ocasiones en el Vaticano a la Viuda Ninfómana con sus efebos de La Cámpora.
Un mal año para Bergoglio: perdió en su pretensión de convertirse en garante de la paz en Tierra Santa, perdió el premio Nobel de la Paz, perdió en el Sínodo, perdió con la Choaqui y el curita del Opus a quienes puso a controlar las financias vaticanas, perdió con su simbólico viaje a Lampeduza a fin de apoyar la inmigración indiscriminada, política que quedó sepultada la semana pasada en París, y el domingo próximo perderá las elecciones.

miércoles, 18 de noviembre de 2015

¿Quién cantará su canción?


Fue un viernes 13, dies nefastus para el cristianismo occidental. 
Fue un viernes el día en que los judíos dieron muerte al Hijo de Dios, y por eso, el viernes es día penitencial, tanto en la iglesia latina como en la iglesia oriental. 
Y el número 13 fue considerado por muchas culturas como un número nefasto: desde el malvado Loki, que era el 13º dios en la mitología vikinga, al el viernes 13 de octubre de 1307, cuando fueron condenados y quemados en la hoguera los templarios en Francia.
Hace pocos días, el viernes 13 de noviembre de 2015, fueron asesinados en París más de un centenar de personas por los hijos del Profeta. La mayoría de los muertos se encontraban participando del concierto de una banda de hard rock llamada Eagle of Death, Las águilas de la muerte. Según explica el Daily Mail, y lo que puede escucharse en el video grabado cuando se inició el ataque, la canción que las Águilas interpretaban era una de sus más conocidas: “Kiss the Devil”, es decir, “Besa al diablo”. Aquí pueden leer su letra y escucharla.
Esta es la traducción: 

¿Quién cantará esta canción? 
¿Quién amará al diablo y a su canción? 
¡Yo amaré al diablo!
¡Yo cantaré su canción!
¡Yo amaré al diablo y a su canción! 
¿Quién amará al diablo? 
¿Quién besará su lengua? 
¿Quién besará al diablo en su lengua? 
¡Yo amo al diablo! 
¡Yo besaré su lengua! 
¡Yo besaré al diablo en su lengua! 
¡Yo amaré al diablo y cantaré su canción!



QUE EN PAZ DESCANSEN

martes, 17 de noviembre de 2015

El sínodo: entrevista a Anca María Cernea, la auditora rumana en el sínodo sobre la familia

¿Cuál era su estado de ánimo cuando comenzó el sínodo? ¿Qué resultados esperaba en relación a las familias que la rodean o aquellas con las que se topa en su trabajo?
Yo había seguido el desarrollo del sínodo del año 2014 sin formar parte de las sesiones, pero en vista de los textos publicados y del documento final sobre el cual debíamos trabajar este año, el Instrumentum Laboris, que es extremadamente confuso y complicado y que al que no le faltaban incluso errores graves, llegué a Roma ansiosa por lo que iría a pasar.
Esperaba que el sínodo emitiera un mensaje claro reafirmando la doctrina de la Iglesia, pero que eso fuera a ocurrir no era en modo alguno evidente.
Este año, Ud. concurrió como oyente. ¿Puede explicarnos en qué consistía su trabajo?
La asamblea del sínodo está compuesta por los padres sinodales, los expertos y los oyentes. Nosotros, entre hombres y mujeres, constituímos un cuerpo de 51 oyentes repartidos en 13 “círculos menores” encargados de estudiar el documento de trabajo, el “Instrumentum Laboris”. Personalmente me tocó formar parte de un círculo anglo-parlante. No votábamos pero se nos permitía intervenir en las discusiones de los círculos, y de igual manera, pasada la asamblea plenaria del 16 de octubre, se nos otorgó el derecho a tres minutos de intervención.
¿Podría decirnos qué ambiente percibió cuando las deliberaciones? ¿Y decirnos algo sobre la organización en general?
El ambiente no era apacible, por decir lo menos, sino que había un clima tenso. Una tensión cuando los debates principales, pero también en razón de la falta de transparencia que lo ha caracterizado todo. Durante los primeros días, en varias oportunidades hubo reacciones debido a que los procedimientos no habían sido definidos con precisión, notablemente en el caso de los 10 oficiales designados para redactar el documento final, y la duda que había de si ese documento final sería publicado o no. En lo que a mí me toca, quedé sumamente sorprendida y escandalizada al comprobar que el reporte de la primera semana de trabajo no reflejaba fielmente nuestras discusiones cuando precisamente eso era lo que debía reflejar; en cambio allí más bien se formulaba el parecer del redactor. Diría que esta manera unilateral de presentar los debates se manifestó de manera más chocante con el reporte de la tercera parte del sínodo.
Aun cuando las discusiones resultaban difíciles, quizás más en nuestro círculo que en otros, las más de las veces los argumentos que se postularon fueron tenidos en cuenta y así hubo pequeñas victorias parciales para quienes defendían la enseñanza tradicional de la Iglesia.
En lo que se refiere al reparto de nuestros estudios a lo largo de tres semanas, hay que decir que la carga de trabajo era enorme y que la segunda mitad del documento—la más importante, la que incluía los puntos más importantes—no fue abordada sino durante unos pocos días después de la tercera semana. Por otra parte, la agenda recargada para cada día de trabajo no permitía el ocio necesario como para poner en perspectiva temas esenciales que en general se dejaban para las últimas horas del día.
Recuerdo en particular una tarde en la que dos cardenales de nuestro grupo que hasta entonces habían brillado por su ausencia—porque formaban parte del grupo de los diez encargados de redactar el documento final—llegaron justo para tratar un asunto al que ellos, al igual que otros padres sinodales de los países occidentales, parecían asignar mucha importancia: el párrafo sobre los homosexuales y, en general, el modo en que el documento debía hablar sobre la homosexualidad. En ese momento pude constatar que cualquier discusión se tornaba inútil, puesto que la mayoría de los padres, que dominaban el debate en nuestro grupo, parecían haber establecido su posición de antemano y no tenían ningún interés en escuchar otros argumentos. Daba la impresión de que ya habían decidido de antemano que resultaba absolutamente indispensable mencionar a los homosexuales en el documento sobre el Sínodo de la Familia, y de hacerlo de manera positiva, limitándose a decir que no había que “discriminarlos”. Cuando me dio por insistir que se recordara también el párrafo del Catecismo de la Iglesia Católica que dice que los actos homosexuales son pecaminosos terminaron por hacerme callar la boca—siendo que en otras discusiones me habían permitido hablar e incluso alentado a hacerlo.
Otro punto dificultoso fue el del lenguaje: los niveles de conocimientos de lenguas eran desiguales y algunos participantes no podían seguir el hilo de las discusiones ni por tanto intervenir como habrían querido. Este problema también se puso de manifiesto cuando el desenlace del sínodo puesto que mientras las discusiones que se habían mantenido durante tres semanas en grupos divididos lingüísticamente, el reporte final no fue remitido a los padres sinodales sino en italiano, lengua que sólo dominaban una cuarta parte de ellos, tres de los trece círculos menores. Con muy poco tiempo para estudiar dicho reporte—desde la tarde del jueves 22 de octubre hasta las 13:00 hs. del día siguiente—debían, para poder postular, si cabía, eventuales enmiendas, estudiar un texto complejo en una lengua que la mayoría no conocía: ¡era prácticamente imposible! Uno se podría preguntar hasta qué punto la falta de transparencia y las limitaciones de tiempo no formaban parte de una estrategia definida de antemano…
De modo que Ud. contó contaba con 3 minutos de tiempo para expresarse en la sesión plenaria del 16 de octubre. Su intervención ha sido publicada. Constituye una advertencia muy enérgica, tanto al Papa como a los padres sinodales. ¿Por qué este llamado de atención?
Me pareció que había que hacer oír urgentemente la voz de los los católicos que no se hallan interpretados por el lenguaje ideológico del Instrumentum Laboris. De entrada reconocí en aquel documento de trabajo un lenguaje que me resultaba familiar puesto que había vivido en un país gobernado por un régimen comunista, régimen que hizo sufrir mucho a mi familia.
Traté de llamarle la atención a los de mi grupo de trabajo señalándoles estos términos que connotan conceptos ideológicos que no tienen nada que ver con el Evangelio sino que provienen de la ideología, sobre todo de la ideología marxista.
El Instrumentum Laboris no identifica las verdaderas causas de los males que afectan hoy en día a la familia. Más allá de los factores económicos y sociales, antes que nada hay que ver que la primera de todas las causas de esos males reside en la revolución sexual y cultural, los que a su vez responden a una ideología. Estamos hablando siempre del marxismo más que nada, bien que se trata de un marxismo cultural y que constituye un epifenómeno del marxismo clásico. Mientras que este último se proponía reformar la sociedad mediante la violenta expoliación de la propiedad, la Revolución en nuestros días va más allá, pretendiendo redefinir a la familia, a la identidad sexual y a la naturaleza humana. Se trata de una estrategia de erosión moral. Pues bien, le corresponde a los pastores en cuanto su misión es la de salvar las almas, reconocer los errores y denunciarlos y no integrarlos al discurso de la Iglesia. Se trata de una batalla espiritual. La misión de la Iglesia consiste en identificar al enemigo e indicar la manera de combatirlo.
Por otra parte, hubo varias intervenciones entre las que destaco las de Mons. Fülöp Kocsis, el arzobispo metropolitano de Hajdüdorog (Hungría) para los católicos de rito bizantino y presidente del Consejo de la Iglesia Húngara, que ha subrayado enfáticamente que estábamos ante un combate espiritual. Los desafíos que enfrentan las familias católicas son los mismos que los de ayer, los mismo que ha enfrentado la Iglesia a lo largo de los siglos. Esta ideología da en autocalificarse como progresista, mas no es sino una nueva forma del antiguo gnosticismo, de la rebelión contra Dios y contra el orden de su creación, la antigua sugerencia de la serpiente de que el hombre se haga cargo de los controles, que se ponga en lugar de Dios. Nuestra Iglesia ha sido oprimida por la ocupación soviética, y sin embargo ninguno de nuestros doce obispos ha traicionado su comunión con el Santo Padre. Nuestros obispos han pedido a la comunidad que no sigan al mundo. Es lo que nosotros mismos le pedimos a Roma. De allí nuestra voz de alarma. Si la Iglesia Católica cede al espíritu del mundo, para los demás cristianos va ser muy difícil hacerle frente.
El sínodo termina. Después de estas tres semanas de trabajos que Ud. ha vivido como oyente de forma muy intensa, ¿qué supone que saldrá de todo esto?
A la larga, tenemos esperanza. Sabemos que la Iglesia cuenta con las promesas de Cristo y que las puertas del infierno no prevalecerán. Mas, aun sabiendo que no prevalecerán, eso no quiere decir que no pueden hacer mucho mal. Es por esto que debemos actuar y no conformarnos con esperar un milagro. Confiar en la asistencia del Espíritu Santo, por cierto que sí, pero también rezar y actuar para salvaguardar la fe.
En efecto, a la corta, la batalla parece muy difícil. Incluso si hubo una clara mayoría de padres sinodales que han defendido la doctrina normal de la Iglesia y que han hecho suprimir lo que era inaceptable en la redacción original del Instrumentum Laboris, el documento final del sínodo corre el riesgo de quedar redactado en términos extremadamente confuso: y yo creo que de esta confusión no puede salir ningún mensaje claro. Será fácil para los que quieren implementarlo según su antojo y de acuerdo a planes que ya tienen premeditados. En medio de todo esto, habrá que conservar la cabeza fría y no dejarse engañar con ilusiones.

Extraído de Correspondance Européenne
Entrevistó Marie Perrin
Tradujo Jack Tollers
Fuente: http://corrispondenzaromana.voxmail.it/user/hgdfd0/show/jdrhn?_t=82484c08

domingo, 15 de noviembre de 2015

Esto no tiene que ver con el islam

Decenas de muertos en París; explosiones; rehenes ejecutados a sangre fría: uno a uno. Todo esto no tiene que ver con el islam. «Alá es el más grande», gritaban. Y disparaban a los enemigos ¿de Alá? Es decir, a los comensales del restaurante, a los jóvenes en la discoteca, a cualquiera que se pusiera a tiro. Evidentemente, todo esto no tiene que ver con el islam.
El presidente francés, Hollande, tendrá que emitir un comunicado. Otro más. Condenando con toda decisión los hechos, y dejando claro que los violentos no podrán imponerse a la tolerante sociedad francesa. A la tolerante sociedad europea. A la tolerante sociedad occidental. Los violentos. No el islam. Porque todo esto, no lo olviden, no tiene nada que ver con el islam.
Se convocará un duelo nacional. Se convocará una gran manifestación. Acudirán los líderes políticos europeos. Acudirá Merkel, acudirá Juncker, acudirán todos emocionados y cariacontecidos. Y hablarán de unidad frente al terror, y hablarán de la sociedad libre y de la tolerancia. Y advertirán contra las generalizaciones. Y advertirán que señalar con el dedo al islam, como un todo, sería caer en la trampa de los violentos. Que no son verdaderos musulmanes. Porque todo esto no tiene nada que ver con el islam.
Tiene que ver con tristes circunstancias políticas y sociales: con la marginación de la juventud en los suburbios, con la falta de perspectivas, con una educación deficiente, con la sensación de sentirse discriminado por ser musulmán. Sí. Esto último es importante, y conviene subrayarlo. Hay que ser más amables. Hay que aislar a los incendiarios. Hay que rechazar a los generalizadores. A los intolerantes. A los que querrían dividir la sociedad multicultural francesa y europea. Ellos tienen mucha culpa. Ellos. No el islam. Porque todo esto ―por lo que más quieran, no lo olviden―, todo esto no tiene nada que ver con el islam. Al contrario.
Realicemos, pues, algún acto simbólico, con jóvenes de todas las etnias y religiones. Reforcemos la voluntad de construir juntos una Europa tolerante y acogedora. Escribamos artículos recordando que todo esto no tiene nada que ver con el islam, y que los intolerantes, los xenófobos, y los incitadores a la violencia ―venga de donde venga― no tienen sitio entre nosotros.
Y después de unos días volvamos a la normalidad. Y esperemos al próximo atentado. A las próximas ejecuciones de rehenes. Al próximo tiroteo. A Alá, que es el más grande.

Publicado en el periodico sevillano XYZ


viernes, 13 de noviembre de 2015

El Océano y la Nave de la Iglesia

Creo que no falto a la verdad si afirmo que, poco a poco, en círculos católicos cada vez más amplios, se va extendiendo la percepción de que nos hallamos en un momento especialmente problemático y especialmente peligroso en la historia de la Iglesia.
Sin embargo, quizás no esté de más detenerse unos minutos a intentar precisar en qué consiste en concreto el peligro, o el problema.
A veces escucho decir que, si se impone la nueva visión del sacramento del matrimonio, y de la relación entre este y los sacramentos de la eucaristía y de la penitencia, entonces haremos injusticia a mártires de la talla de Santo Tomás Moro, San Juan Fisher, o el mismo San Juan Bautista, que habrían muerto en vano. Más aún, haremos injusticia a todos aquellos que han optado durante generaciones por una vida sacrificada y de soledad, por fiarse de lo que la Iglesia enseñaba ante una situación, por ejemplo, de abandono. Item más, se dice que lo que está ocurriendo es el triunfo del modernismo. O directamente la suplantación de la religión por otra cosa, etc.
Creo que hay mucho de cierto en todo esto. Pero ya que tanto los lectores como el dueño de este blog han venido aguantando hasta ahora mis avisos y desahogos irónicos, tal vez me permitan también que les hable, por una vez, en un tono completamente serio. Me gustaría intentar resumirles, en muy pocos párrafos, lo que, a mi modo de ver, constituye el núcleo del peligro que estamos viviendo. No obstante, y aunque voy a ser breve, permítanme que comience por el principio:
En el ámbito del oriente mediterráneo que constituiría la cuna de la civilización occidental, dominaba, por lo menos desde el segundo milenio antes de Cristo, y quién sabe si no ya desde mucho antes, una idea cosmogónica muy particular, y muy plausible, si se analiza despacio: La idea de que la forma de ser básica, la forma primordial de la realidad, es el caos irracional. Esta concepción la compartían los griegos del periodo mitológico ―e incluso la mayor parte de los filósofos presocráticos― con los egipcios y los babilonios. Y en las tres culturas se encontró una imagen para expresarla con gran fuerza: el Océano.
La realidad primordial sería un Océano de sensaciones, percepciones, eventos, y desarrollos que se quiebran o se esfuman; un fluido en movimiento perpetuo y sin nada estable en él, sin orden, sin luz: irracional, en definitiva. Los egipcios llamaron a ese estado el Nun, y lo representaban como un estanque sagrado situado a la entrada de sus templos. Los babilonios lo simbolizaban con las figuras acuosas de Apsu y Tiamat. Y representaban a Tiamat como un monstruo marino, para hacer referencia a su carácter irracional. Y, en cuanto a los griegos, su creencia fue sintetizada en aquel verso inmortal de Homero: «Óceano, padre de los dioses...»
A este planteamiento, la tradición judeocristiana enfrentó con valentía una idea completamente diferente: La realidad fundamental no es caos, sino razón: es Logos. «En el principio existía el Logos,... y el Logos era Dios» (Jn 1,1), se nos dice en el prólogo del Evangelio de San Juan, que es el relato cosmogónico definitivo de la Biblia.
Con plena conciencia de la imagen a la que se opone, el anuncio del dominio de Dios, de la racionalidad divina, sobre el océano de la irracionalidad, recorre la Escritura desde el principio ―«...y el Espíritu de Dios se movía sobre la superficie de las aguas (Gn 1,1)»― hasta el fin ―«... el primer cielo y la primera tierra han pasado, y el mar ya no existe más (Ap. 21:1)―.
Y por eso, los pasajes de Cristo caminando sobre las aguas constituyen al mismo tiempo una representación de la divinidad de Cristo y una reafirmación del poder de la racionalidad sobre el caos. Cristo, que es la Verdad, es también un Camino sobre las aguas de la historia. Y la Iglesia, que es su cuerpo, es una nave que atraviesa sin hundirse el caos de los siglos, con su ideas, sus modas, sus corrientes políticas, culturales e intelectuales, que se generan, luchan entre sí, se funden, se confunden y se destruyen.
Humanamente, algo así es imposible. El hombre no puede caminar sobre las aguas, y el destino de toda teoría humana, de toda construcción humana, y en general de toda empresa humana, es ser una ola más en el mar de la historia. Es decir: modificarse en el tiempo, borrarse, alterarse, fundirse con otras, no tener esencia. A lo más que puede aspirar la gran obra de un gran hombre, o las instituciones surgidas del esfuerzo colectivo de un grupo de grandes hombres, es a ser como estelas en el mar, que persisten por algún tiempo, pero que luego inevitablemente se van deformando y terminan por aniquilarse. Sólo Dios podría crear una obra capaz de mantener por tiempo indefinido su racionalidad, su esencia, en el océano de la historia.
Pues bien, la Iglesia posee una racionalidad, un logos interior, que se despliega a partir de la enseñanza de Cristo, recogida en el Evangelio, y de la enseñanza de las primeras generaciones de discípulos, recogida en los otros textos del Nuevo Testamento. Una racionalidad que se ha ido desarrollando en la historia a la manera en que crece un organismo: manteniendo su esencia ―el depósito de la fe―, al tiempo que maduran sus órganos y sus formas propias.
Mantener el depósito de la fe, acrecentarlo en el despliegue de una tradición en la que no se produzcan, antes o después, rechazos y negaciones de aspectos que antes se afirmaban, e incluso se consideraban centrales, y mantener esta dinámica viva, y por tiempo indefinido, sin degenerar en un caos doctrinal, es algo humanamente imposible a la larga. Pero, por ello mismo, algo así constituye una especie de epifanía, de manifestación de Dios, si realmente ocurre este milagro.
Ahora bien: ¿Ocurre realmente este milagro, o no?
Dicho en otros términos: La Iglesia afirma ser una institución divina, capaz por ello de desplegar el Camino, la Verdad y la Vida en medio del océano, lo que es humanamente imposible. Y el que sea capaz de realizar esto, siglo a siglo, constituye y constituirá un aval no pequeño de su pretensión. Pero, ¿puede mantener en realidad esta pretensión?
Pues bien, el gran peligro del modernismo, que supo ver con clarividencia san Pío X, consistía (¡¡¡consiste!!!) justo en esto: En que describía (¡¡¡describe!!!) el desarrollo doctrinal de tal modo que ya no cabe reconocer una esencia que se mantiene y madura orgánicamente, ni distinguir entre esa dinámica y la dinámica natural del Océano, padre irracional de los dioses. La nave se disuelve en el mar. Seguimos llamándola nave, pero es ola.
Y por eso, si en un punto doctrinal muy serio, como pueda ser la doctrina sobre el sacramento del matrimonio, o la del sacramento de la eucaristía, o la correspondiente al de la penitencia, pudiera ocurrir que las posiciones y argumentos que se nos presentan con sello magisterial un día fueran repudiadas con gruesos calificativos poco después, ¿qué quedaría entonces de la pretensión de la Iglesia? ¿No sería entonces lo más razonable el creer que, siglo a siglo, todo irá cambiando, deshaciéndose, reinterpretándose, fundiéndose con otras doctrinas, al impulso de las corrientes, al impulso de las modas, sin esencia? ¿En qué se distinguirá al cabo la nave de Pedro de una estela cambiante, o una simple ola en el caos de la historia?

Y este es el peligro en el que nos encontramos ahora mismo. El grave peligro de la Iglesia en nuestro tiempo. Y la responsabilidad directa de que nos encontremos en él le corresponde al Papa Francisco en grado eminente, y a buena parte de la jerarquía eclesiástica con él. Uno y otros parecen empeñados ―quiero suponer que inconscientemente― en demostrar que la Iglesia es una mera construcción humana, y que en el fondo de todo subyace el piélago de la irracionalidad. Quiera Dios que no lo consigan.

Francisco Soler Gil

miércoles, 11 de noviembre de 2015

La nave vacía

La semana pasada apareció en la revista americana The Spectator un artículo titulado “El Papa versus la Iglesia. La anatomía de una guerra civil católica” (que pueden leer aquí en traducción de “Adelante la Fe”) y cuya portada se ilustraba con el dibujo que acompaña este post. La idea que subyace es: “El Papa Francisco está destruyendo la Iglesia a puro golpe de herramientas de demolición”. Sin embargo, yo creo que Bergoglio no está destruyendo la Iglesia sino vaciándola
Estamos asistiendo al mismo proceso de vaciamiento que sufrieron las iglesias cristianas occidentales a lo largo de  dos siglos aunque, en el caso de la iglesia católica, los tiempos se han acelerado exponencialmente. 
Las iglesias protestantes, luteranas y calvinistas, más allá de su herejía, conservaban estructuras que actuaban como refugios o barcas a las que los hombres podían izarse a fin de escapar del oleaje que golpea a todos los mortales. Es fácil verlo en la historia y los relatos literarios. Por ejemplo, la novela de Karen Blixen, La fiesta de Babette, llevada magistralmente al cine por Gabriel Axel, muestra la vida de los habitantes de una perdida aldea de pescadores en la península de Jutlandia a mediados del siglo XIX. Allí, la iglesia protestante local, elemental y carismática, les ofrecía un encuentro semanal, una mínima liturgia, normas morales, reglas ascéticas, memoria de un Dios encarnado y de un líder religioso y la esperanza de una vida futura. Todos ellos elementos secos y despojados con respecto a la Iglesia católica como lo muestra la obra, pero elementos religiosos al fin. 
Frente a eso, relato una experiencia personal. En enero de 1999 visité la catedral de Lausanne, emblemática ciudad junto a Ginebra, del calvinismo. El templo del siglo XIII había sido católico hasta la Reforma, y yo no vi más que un gran espacio vacío: sin imágenes religiosas y con apenas una mesa en el centro en remedo de un altar. Pero lo más significativo era una gran lápida moderna colocada en el pórtico que explicaba a los visitantes qué era la iglesia reformada del cantón de Vaud: el largo texto no mencionaba en ninguna ocasión la palabra “Dios”. Era el manifiesto de lo que el protestantismo es en la actualidad: una mera organización de carácter social y asistencial vaciado completamente de contenido religioso. 
En la iglesia anglicana ocurrió algo similar. Y para entender el fenómeno basta leer al cardenal Newman. Él, durante la primera mirad del siglo XIX, cayó en la cuenta que el liberalismo estaba socavando los fundamentos de la iglesia de Inglaterra, y como reacción nació el Movimiento de Oxford que frenó en buena medida este proceso, pero no lo detuvo del todo. Un siglo más tarde, Ronald Knox alertaba sobre la tormenta que veía avecinarse luego de las conferencias de Kikuyo, que tratamos en este blog hace un año. Finalmente, ocurrió lo que está a la vista: el anglicanismo ya no es más que una instancia cultural reducida a su mínima expresión. Es sintomático del proceso el hecho de que el anterior arzobispo de Canterbury, Rowan Williams, un conocido patrólogo profesor en Oxford, haya renunciado y la sede primada haya sido ocupada por el ex Ceo de una multinacional devenido obispo. La iglesia de Inglaterra, despojada de todo contenido religioso, ha dejado de existir.
La Iglesia católica romana había resistido con mayor o menor acierto a estos embates. El paso de los siglos, es verdad, había acumulado en la barca de Pedro una buena cantidad de cosas inútiles de las que había que desprenderse y, por otro lado, había que redistribuir las cargas a bordo fin de encontrar el punto de equilibrio que evitara que la nave escorara. Nada nuevo para una Iglesia bimilenaria. Pero el problema fue que la tripulación no acertó esta vez en encontrar al piloto apropiado: Juan XXIII convocó imprudentemente un concilio ecuménico que se le fue rápidamente de las manos y que, con la ayuda del papa Montini, empezó a tirar por la borda todo lo que pudo: desde lo latines y las puntillas hasta el dogma y la moral. Los pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI lograr frenar, en buena medida, el naufragio: el primero de ellos, sosteniendo con firmeza los principios morales de nuestra fe, y el segundo, la doctrina y el dogma. Pero a comienzos de 2013 nos encontramos con que los cardenales colocaron como timonel de la barca al personaje más inapropiado que pudieron encontrar. Como escribe Damian Thompson, autor del artículo del The Spectator, Bergoglio “a veces se asemeja a un conductor que va a toda velocidad sin un mapa o espejo retrovisor. Y cuando el coche se detiene, intenta solucionar el problema golpeando el capó con un palo”. 
El Papa Francisco está vaciando la Iglesia, despojándola de todo aquello que la convertía en segura y acogedora arca de salvación para los perdidos y entumecidos náufragos del mundo.
Newman, varias años antes de su conversión, hizo un viaje a Italia. Y describe: “Haciendo una excursión caminando por las zonas rurales de Sicilia, a las seis de la mañana llegué a una pequeña iglesia, escuché voces y entré. Estaba llena, y todos los fieles cantaban. Por supuesto, se estaba celebrando la Misa aunque yo en ese momento no lo sabía. Y, en los agotadores días que pasé en Palermo [donde estuvo gravemente enfermo], me resultó muy reconfortante y consolador visitar las iglesias, lo cual nunca olvidaré. Y en esos días nuevamente, reconocí como de origen apostólico el celo de la Iglesia católica por mantener la doctrina y la regla del celibato, y su fidelidad a muchos puntos de las doctrinas antiguas, lo cual fue para mí un argumento en favor de la gran iglesia de Roma”.  Newman descubría en esos momentos que la Iglesia católica conservaba elementos de origen apostólico -la doctrina, la liturgia, el celibato- que su iglesia, la anglicana, estaba desechando. Y será ésta una de las razones por las cuales, varios años más tarde, se convierte. Y su caso no es aislado. Hace pocas semanas setenta ex-pastores protestantes y ciento cuarenta intelectuales conversos pidieron al Papa que evitara caer en los errores del protestantismo. Lo que argumentan es que todos ellos se convirtieron a la Iglesia de Roma porque ésta conserva los principios apostólicos de la fe y, con enorme preocupación, observan que las políticas del actual pontífice consiste en tirar todo por la borda, rodeado de los aplausos del mundo. 
Estamos todos en una nave milenaria que, probablemente el paso de los siglos había sobrecargado y necesitaba un reordenamiento de los pesos. Y  nos encontramos con que el timonel ha ordenado vaciarla, arrojando por la borda desde la muceta y los zapatos colorados, hasta la disciplina sacramental y la fe ortodoxa en el Dios trinitario. 

Advertimos desde este blog desde el mismísimo 13 de marzo de 2013 que todo esto ocurriría, frente a la incredulidad y críticas de la gran mayoría de sitios colegas. Decíamos: “Hagan algo; frénenlo porque este hombre se lleva puesta la Iglesia”. Ahora, hasta The Spectator nos da la razón: “Comienza a parecer como si Jorge Bergoglio fuera el hombre que heredó el papado y luego lo rompió”, finaliza Thompson su artículo.  

lunes, 9 de noviembre de 2015

Al modo de don Gabino

El Poeta, uno de los habituales asistente a las tertulias de don Gabino, se animó a relatar uno de esos encuentros:


Don Gabino y los “técnicos de la vida”

“El Hombre es el producto de causas que no conocen el fin hacia el cual se mueven; su origen, su crecimiento, sus esperanzas y sus temores, sus amores y sus creencias, son solamente el resultado de una colocación accidental de átomos; no hay fuego, ni heroísmo, ni intensidad de pensamiento o sentimiento que pueda preservar la vida individual más allá de la tumba…” Bertrad Russel

Cuando se desplegaba el cielo para mostrar lo mejor de sus estrellas, don Gabino y sus amigos desenvainaron las pipas y se dispusieron en torno a una pequeña mesa. Allí los esperaba Xoriger, un aromático gin menorquín, y unos cuántos tabacos importados. La tertulia aquella fue circunspecta y algo más callada que de costumbre; pues, de los muchos amigos del viejo, habían asistido los más introvertidos y lerdos para hablar. Allí estaban Pedro el ermitaño, Bulgarov, Pablo Paz y el poeta. 
El preludio silencioso se cortó bruscamente cuando acometió Bulgarov: - ¡Al final tiene razón, don Gabino! Las artes liberales, tan excelsas como inútiles, son las que deben formar la personalidad del cristiano. Son las zanjas prolijas y dispuestas para los buenos cimientos de la Fe.
- Efectivamente –dijo el poeta–, el problema es que estas “artes” que no sirven al dominio del mundo se han vuelto indeseables, si es que se las recuerda todavía… ¿Por qué? ¿Cómo puede pesarnos esa dichosa altura de la libertad? ¿Cómo puede aburrirnos la belleza?
- Es que ha triunfado la aparente sensatez de los “técnicos de la vida” –susurró don Gabino, que recién terminaba de armar su pipa–. Siempre “preocupados en satisfacer las necesidades humanas, tanto las de naturaleza económica como naturales y hasta espirituales, de un modo exitoso, cómodo y asegurado contra lo imprevisible”. Siempre replegados sobre sí, queriendo –casi inconscientemente– hacer feliz al hombre en un valle de lágrimas; y con las solas fuerzas del devenir incontenible de la tecnología. Mientras que “la felicidad consiste –en oposición exacta a lo que dicen los tecnólogos–  en la conformidad con la naturaleza, no contra ella ni tampoco reconstruyéndola de acuerdo a nuestros deseos”. Cosa que pasa hoy en día fruto de una técnica guillotinada, sin filosofía ni miramientos ni dirección alguna.  
- Es que para los tecnólogos la felicidad es sinónimo de placer, al cual dedican enteramente sus vidas, como si no existiera otro fin más que su consecución –dijo Pablo Paz–. Por eso, ellos, en realidad, no son optimistas como cree la gente, son más bien “pesimistas de largo alcance”, como le escuché decir a un profesor la otra mañana. No hay un fin por conquistar, se trata de posponer la muerte y de esconder una tristeza inevitable detrás del placer y la ilusión.
- Es cierto lo que dice Paz –ratificó don Gabino–. Es pesimismo disfrazado de optimismo. Y es la paradoja de la inconsistencia sustentada por una técnica irrefutable. La tecnología debe ser limitada a las dimensiones del bien del hombre y hoy estamos religiosamente al revés: el hombre está limitado por una tecnología que lo condiciona por todas partes, mientras él –en su campante estupidez– se cree libre. A ver si me explico: la tecnología, en su base filosófica, “es la inevitable consecuencia del epicureísmo; es dedicar nuestras vidas a perseguir la felicidad entendida como placer”, es dedicarse a uno mismo.
- ¿Entonces son lujuriosos? –preguntó sutilmente Pedro el ermitaño, siempre atento a la conversación.     
- Algo así dijo Shakespeare, ¿no? –agregó el poeta.
- ¡Exactamente! En un sentido amplio, “la lujuria es toda energía humana empleada a los solos efectos del placer, personal y egoísta, o colectivo y egoísta”. Por eso el tecnócrata no entiende de sueños nobles, ni de ideales grandes, ni de estandartes, ni de sacrificios, ni de eternidad. Una sociedad tecnocrática, se conduce directa e irresponsablemente a la destrucción…
- Miren el aborto, por apuntar un ejemplo habitual –le interrumpió Bulgarov–. No hay tutía, “una economía que se alimenta con la exterminación tecnológica de millones de niños cada año, se destruye a sí misma”. 
- Si, pero esta autodestrucción comenzó hace tiempo –reflexionó Paz–. Nos han quitado el cristianismo, el orden de la naturaleza y hasta el sentido común.
- ¿Nos han quitado? ¿Nos han robado la fe, o nos las han cambiado? –inquirió el ermitaño.
- Ajá… ¿Y no serán estos “técnicos de la vida” quienes se han erigido también en técnicos de la religión, pretendiendo acomodarla a su antojo, a su ciencia y a sus procedimientos? El poeta acabó su copa de un sólo trago y continuó: - han construido una Fe que se parece más a una fórmula feliz compuesta por el hombre que al don divino que el Señor regala a sus amigos durante el sueño (Sal. 126,2).
-  No saben de los riesgos de la Fe, que enseñó Newman; ni…
- Ojalá –le interrumpió don Gabino a Bulgarov con voz serena–, ojalá el Señor rompa el mármol de sus sienes y los empuje al abismo del misterio y de la trascendencia…que no queden enredados en las obras de sus manos (Sal. 9, 17)…
Se produjo un silencio encantador para el alma que necesitaba reposar a la vera de la conversación, pues el giro fue brusco y profundo. Don Gabino ansiaba responder a los últimos interrogantes. Pero no. Comprendió que, de hacerlo, la tertulia tomaría rumbos desconocidos y sus amigos, siempre desinhibidos, le pedirían más y más gin para terminar quien sabe dónde. Así que decidió callar y guardar sus reflexiones para una próxima velada. Los demás, intuyeron su decisión y se dieron cuenta de que ya era tarde. Pasaron revista de lugares comunes mientras se despedían. 
Entre la soledad y la noche, reminiscencias de aquella conversación amical volvieron a erguir el pensamiento de aquellos errantes con destino.*

El Poeta

* Las frases entrecomilladas fueron extraídas de dos libros: Entusiasmo y delirio divino de Josef Pieper y Restauración de la cultura cristiana de John Senior. 
   


jueves, 5 de noviembre de 2015

¿Qué esperabas, fariseo?

El protagonista de esta historia es un católico corriente, ya no tan joven, pero aún no tan viejo. Pongamos que nació algo después del Concilio, y recibió la formación religiosa habitual entre los muchachos de su generación.
Estamos en la época en la que todo Occidente va a caer rendido a la revolución hedonista del sesentayocho. Pero, mientras que las promesas, las fidelidades y los matrimonios están comenzando a desmoronarse a su alrededor, el muchacho asiste rutinariamente a los medios de formación religiosa. Recibe su primera comunión a mediados de los setenta, tras haberse aprendido de memoria, o más o menos, el «Catecismo de la Doctrina Cristiana» de primer y segundo grado. Por supuesto, olvida casi todo enseguida. Pero se quedará con algunas ideas básicas. Entre ellas, que hay que fiarse del Papa y de los obispos. Pues «el Papa o Romano Pontífice es el Vicario de Cristo en la tierra, que hace sus veces en el gobierno de la Iglesia [...] estamos obligados a obedecer al Papa porque es el Padre y Pastor supremo de toda la Iglesia [...] el Papa no puede equivocarse cuando define doctrinas de fe y de moral como Maestro supremo de toda la Iglesia, etc.».
Pasan algunos años más, y el Papa, del que hay que fiarse, porque es el Vicario de Cristo, que hace sus veces en el gobierno de la Iglesia, se llama Juan Pablo II. Este pontífice lleva un ritmo de actividad incesante, pero el protagonista de nuestra historia es ya un adolescente, y tiene otras cosas en las que pensar. Fundamentalmente en las chicas, y un poco también en la carrera. Entretanto, en el cine, en la televisión y hasta en el ámbito escolar, el ideal que predomina es el de las relaciones libres de todo compromiso. O con un compromiso revocable, en el más serio de los casos. Sin embargo, como nuestro adolescente crece en un entorno de inercia católica, escucha también de vez en cuando a amigos, o parientes, que le hablan de la idea cristiana del matrimonio y la familia. Y, por supuesto, de la «familiaris consortio».
La vida afectiva sin compromisos es tentadora: Parece más divertida, y menos abnegada que el matrimonio. Pero, por otra parte, él ha vivido en el seno de una familia cristiana, y sabe por tanto que no es un imposible. Más aún, esa experiencia constituye su entorno natural, el paisaje de su vida. Además, al enamorarse alguna vez, ha experimentado también la fuerza y la nobleza del impulso de comprometerse para siempre.
Finalmente opta por el matrimonio, y, en los meses previos a contraerlo, aprende más cosas sobre la visión cristiana del camino que ha escogido. La «familiaris consortio» y el recientemente publicado «Catecismo de la Iglesia católica» constituyen la base teórica de su formación. Aprende, entre otras cosas, y con la garantía del Papa ―que, como quizás aún recuerde de los tiempos de su primera comunión, es un maestro seguro cuando se trata de doctrinas de fe y moral―, que el matrimonio en el que está a punto de embarcarse es un compromiso solemne e irrevocable. Y que, si no lo mantuviera, y contra la ley de Dios contrajera un segundo matrimonio, ya no podría acercarse más a la comunión, mientra persista en esa nueva convivencia irregular:

«La Iglesia, no obstante, fundándose en la Sagrada Escritura reafirma su praxis de no admitir a la comunión eucarística a los divorciados que se casan otra vez. Son ellos los que no pueden ser admitidos, dado que su estado y situación de vida contradicen objetivamente la unión de amor entre Cristo y la Iglesia, significada y actualizada en la Eucaristía. etc. etc.»

Nuestro protagonista se fía del Papa, y se fía de la Iglesia, y, a sabiendas de cuales son las condiciones, emprende la grande y procelosa aventura matrimonial. De los conflictos de su vida conyugal, no hemos tenido noticia. Seguro que los hubo, porque, salvo una gracia extraordinariamente extraordinaria, siempre los hay. Mayores o menores. Digamos que el buen hombre hizo lo que pudo, y trató de sacar adelante una familia, más o menos como aquella en la que él mismo vivió de niño. Y todo esto sin considerarse ni miembro de una élite, ni un ser superior, ni nada por el estilo. Simplemente se ha fiado de la lglesia, y obra conforme a esta confianza. Sin darle más vueltas al asunto. 
Han pasado bastantes años, y estamos ya en el presente. Y este es el momento en el que empieza a escuchar que todos los modelos de convivencia deben ser acogidos en la Iglesia sin ningún tipo de juicio ni mucho menos condena. Que la comunión es para todos, y no sólo para los perfectos. Y por tanto también para las parejas de divorciados y etc.
¿La comunión es también para los divorciados vueltos a casar? Él recuerda que no fue eso lo que le habían enseñado. Y repasa un poco las lecturas que aún guarda en casa:

«La Iglesia, no obstante, fundándose en la Sagrada Escritura reafirma su praxis de no admitir a la comunión eucarística a los divorciados que se casan otra vez. Son ellos los que no pueden ser admitidos, dado que su estado y situación de vida contradicen objetivamente la unión de amor entre Cristo y la Iglesia, significada y actualizada en la Eucaristía. etc.»

Y, puesto que cree en lo que la Iglesia le enseñó, repite estas palabras en su parroquia, o en su círculo de amigos, o quizás escribe algo en algún foro de internet.
Y entonces es cuando descubre, para su gran sorpresa, que es un fariseo. Se lo dicen con toda claridad en la parroquia, en el obispado, y en Roma: Un amante de la letra contra el espíritu. Un hombre apegado a sus seguridades, incapaz de abrirse a las sorpresas de Dios. Un corazón cerrado, inmisericorde, que se esconde en las enseñanzas de la Iglesia para sentarse en la cátedra de Moisés y juzgar, con superioridad y superficialidad, los casos difíciles y las familias heridas. Hermano mayor, obrero celoso, sepulcro blaqueado y mil lindezas más.
Y cuanto más insista en explicarles lo que antes le habían enseñado a él los clérigos, con más furia le lanzarán estos su aluvión de misericordiosos calificativos.
Y la pregunta es: ¿Qué es lo que debería pensar este hombre de una Iglesia de la que se fió y que ahora le trata así?

Lo único que puedo desear, para que esta historia aún tenga un final feliz, es que ojalá sea capaz de distinguir nítidamente entre la Iglesia y el puñado de sujetos que se han hecho fuertes en su sala de mandos.

Francisco Soler Gil