miércoles, 26 de junio de 2019

Congar


Luego de la lectura del imprescindible libro de Roberto De Mattei, Concilio Vaticano II. Una historia nunca escrita, publicada en español por Homo Legens, y sobre el cual ya hablamos en este blog en dos ocasiones (aquí y aquí), quedan muchas pistas para seguir. Por ejemplo, las razones del abrupto cambio de bando de Mons. Parente que, de ser un acérrimo defensor de la ortodoxia, se apichettó o se fernandizó o se massificó, y se pasó a la facción ultraprogre; o del cardenal Suenens, que terminó convertido en un fervoroso carismático. Otro de los enigmas es el de los protagonistas en las sombras de la catástrofe que gestó el Papa Juan que fueron, en gran medida, los verdaderos dueños del Concilio, manejando como títeres a decenas o centenas de obispos que levantaban la mano según los consejos que recibían en recreos y veladas. Me refiero a los famosos periti o asesores, y a los teólogos de relumbrón que menudeaban en los alrededores del aula conciliar. 

Uno de los más relevantes fue, sin duda alguna, el dominico Yves Congar. Y para conocerlo, qué mejor que escudriñar sus diarios, que los dejó escritos con detalles, y publicados. Leí el primero de ellos: Journal d’un théologien. 1946 - 1956 (Cerf, Paris, 2000). 
Son casi quinientas páginas densas que relatan en primera persona todos los sufrimientos reales -y merecidos, la mayoría de las veces-, por los que atravesó Congar en esa década, signada por las prohibiciones de enseñar en Le Saulchoir y de publicar; sus exilios en Jerusalén y en Cambridge, y sus desencuentros con superiores provinciales y con los maestros generales de la orden. En este sentido, me recordó mucho a los diarios de Castellani que tan bien ha engarzado Sebastián Randle en su monumental biografía. Ambos fueron hombres de genio, ambos fueron desobedientes, ambos fueron perseguidos, ambos se dedicaron a plañir sus cuitas, pero uno terminó cardenal, y el otro murió en un minúsculo apartamento de Constitución, viviendo merced a la caridad de sus amigos.
La lectura del libro conduce a varias conclusiones:
  1. En los años ’40, la Iglesia era una bomba de tiempo. La explosión debía producirse, antes o después. Un Papa prudente podría haber manejado una explosión controlada, pero a los egregios cardenales eligieron luego de la muerte de Pío XII a don Angelo Roncalli, a quien se le ocurrió de sopetón, convocar un concilio ecuménico para solucionar el problema. Como si a un bombero se le ocurriera reunir todos los focos de fuego dispersos por una enorme llanura, para acabar con el incendio… ¡insensato Juan XXIII e insensatos los cardenales que lo eligieron!
  2. La realidad de la vida religiosa, aún de la dominicana, dista bastante de la imagen que tenemos de hermanos viviendo en paz y alegría, y procesionando dentro del claustro conventual. Los odios e enemistades acérrimas que describe Congar son muy notables. En su caso particular, arremete una y otra vez, con pasión desencarnada, contra el P. Garrigou-Lagrange, profesor en el Angelicum de Roma. Cuenta el editor de las memorias, que Congar compró en su primer viaje a Roma, una postal con una reproducción de Perseo librando a Andrómeda del monstruo, de Piero de Cosimo, la cual conservaba en su celda con un etiqueta que decía: “Retrato de la Nouvelle théologie y de Garrigou abatiéndola” (p. 119). Ejemplos como este se suceden continuamente, en lo que aparece la ironía y el humor ácido del dominico, reflejos ambos de una agudísima inteligencia.
  3. Congar era, efectivamente, un hombre de gran inteligencia, y por eso, un hombre muy peligroso. Muchas de sus observaciones son ciertas, quizás la mayoría, pero las conclusiones a las que llega no siempre lo son, aunque resulta muy difícil argüir contra ellas, porque el razonamiento se presenta impecablemente concatenado. Cómo no estar de acuerdo, por ejemplo, cuando afirma: “La tragedia de la situación actual y del modo en el que se ejerce concretamente el magisterio ordinario romano, es que este magisterio hace teología sin cesar, y expone, con la autoridad del magisterio católico, las posiciones de una escuela teológica” (p. 182). La conclusión obvia es que el famoso “magisterio” deje de hacer teología, pues ese es asunto de los teólogos, y no tome posición explícita por una escuela, de lo cual la Iglesia siempre se cuidó, particularmente los padres del Concilio de Trento. Pero cuando tal cosa se hizo, en tiempos de Pablo VI, ya vimos lo que pasó. Y como el horror vacui también se aplica en este caso, tenemos en la actualidad al Papa Francisco que de tan progresista y a-teólogo, ha afirmado en varias ocasiones que todo lo que él dice -incluidas las sandeces aéreas y las monsergas de Santa Marta-, son parte del magisterio romano. Si el P. Congar viviera en estos tiempos, ya se habría arrojado de cabeza al Tíber desde el puente Sant’Angelo.
O bien, uno podría acordar con ciertos matices en que, durante la primera mitad del siglo XX, se dio en la Iglesia una desproporción del culto mariano en desmedro de la figura central de Cristo, lo que Congar llama “marilatría”, pero eso no lo autoriza a burlarse, por ejemplo, de San Luis María Grignion de Montfort (p. 159). Son exageraciones o reflexiones desmedidas frente a hechos reales. Uno de los párrafos más célebres en este sentido, dice: “Cuando, en mi estado actual, busco una conclusión para descubrir cuál es el fruto de mi vida, me pregunto si mi vocación no será la de sacrificarme a mi mismo, incluyendo mi felicidad y mi desarrollo espiritual, para luchar contra la hidra romana, para ayudar a las próximas generaciones a no ser cooptados por la empresa de la Bestia. Hay una lucha que ofrecer; un testimonio que dar. Y vale la pena”. (Muy castellaniano, por cierto).  

4. Se constata una vez más lo que tantas veces hemos dicho: el Vaticano II y el inmisericorde triunfo progresista que surgió de él, mucho tiene de venganza y de viejas reivindicaciones. Durante el Vaticano I, las posiciones contrarias al ultramontanismo de Pío IX no solamente fueron vencidas, sino que fueron humilladas; se les hizo besar, y en algunos casos literalmente, el polvo. Y pasó lo mismo que con el Tratado de Versailles: la Alemania humillada se levantó con muchas más fuerzas y destruyó Europa. Escribe Congar: “Nuestro asunto es una vieja historia que se remonta no solamente a 1942 (con el caso Chenú), sino a la época de Pío X, a los grandes debates de entonces. La cuestión de los curas obreros fue una ocasión para derribar a los representantes de una tendencia; no hay otros motivos para las medidas recientes que los motivos antiguos” (p. 264). Él lo hace derivar de la crisis del modernismo; yo creo que viene de antes. La cuestión es que ambos bandos extremaron posiciones. Congar y la nouvelle théologie por un lado, y Roma prohibiendo, por ejemplo, que los seminarios franceses tuvieran la colección de textos patrísticos Sources Chrétiennes (p. 202), por otro. Demencial. 
5. Congar comienza su decurso teológico promoviendo el ecumenismo, un movimiento que había comenzado a principios del siglo XX con el cardenal Mercier. Y la mayor parte de sus problemas con las autoridades de la orden y las autoridades romanas, vinieron por ese lado: su afán de unidad  y diálogo con los hermanos separados. Después de ochenta años, ¿qué tenemos? La misma situación de división, pero con una iglesia católica debilitada y frágil en sus posiciones dogmáticas. ¿Se cumplió el objetivo? Sí, se cumplió el objetivo del que Congar fue instrumento probablemente involuntario. Y me refiero a lo siguiente: relata en su diario en su entrada del 20 de septiembre de 1950: “El movimiento ecuménico (se refiere a la iniciativa protestante con sede en Ginebra) es muy poderoso. Tiene, en su central, 150 empleados y un presupuesto de 500 000 francos suizos y ha recibido una donación de un millón de dólares” (p. 172). Ese dinero, aclara el editor, venía de Rockefeller. 



Apostilla: Decía al comienzo que una de las cosas que me intrigaba era el errático comportamiento que tuvo Mons. Parente en el Vaticano II. Pietro Parente era decano de la Facultad de Teología de la Urbaniana e influyente consultor del Santo Oficio, y se consideraba, junto al cardenal Ottaviani y a mons. Piolanti, como los representantes más eximios de la Escuela Romana. Congar escribe: “El P. Barré me ha aconsejado hacerme el encontradizo con Mons. Parente. Me dice que es un espíritu primario, que asimila rápidamente y escribe más rápidamente aún, sin jamás prestar atención al nivel de los problemas y ni siquiera darse cuenta de su existencia” (p. 325). Y más adelante: “A propósito del Santo Oficio, el P. Vignon me habla de Parente. Y me dice que contribuyó personalmente a confundirlo en cuestiones de fe. Parente, me dice, es un espíritu superficial y concluyente. Juzga sobre todo sin haber estudiado nada. Hace tiempo, le dijo al P. Vignon que no había estudiado nunca las virtudes teologales, y el P. Vignon le pasó una biblioteca entera sobre la fe. Cuatro meses después, Parente sacaba un tratado sobre la fe…” (p. 351). 



lunes, 24 de junio de 2019

¿Hasta cuándo, Señor?


Continúo con algunas notas de lectura sobre la perspectiva de nuestra fe en el mundo:

Muchos cristianos, devotamente clericales, dirán que es verdad que es difícil el diálogo con el mundo, y que no hay que ser ingenuos al respecto, pero que las oposiciones y luchas que vemos se trata de un malentendido pasajero. Si somos pacientes y nos esforzamos, podremos salir del túnel. 

Es verdad que el evangelio dice que la lucha y el conflicto no durarán para siempre, pero también dice que la paz de Cristo no será nunca una paz firmada con este mundo. Estos mismo cristianos dirán: “Por supuesto, estamos convencidos que el mundo no podrá encontrar la solución sin una intervención de Dios”. Pero, precisamente, Dios ya intervino. No tenemos que esperar al Salvador. Él ya vino. Nos queda por hacer la tarea que nos encomendó: actualizar las virtualidades de los tesoros inagotables que nos ha dejado; son los talentos que deben dar fruto. En Jesucristo tenemos todo lo que necesitamos.
Nuestros obispos y los cristianos clericales dirán que este es un discurso desfasado en el tiempo. La Edad Media fue la infancia del cristianismo. Pero ahora estamos ya en la edad adulta, cuando la semilla evangélica dará el ciento por uno. Estamos en la espera de una cristiandad nueva, laica, autónoma, plenamente consciente de sí en la plenitud de su libertad. Trabajemos, entonces, confiados en Cristo y en el mundo, porque nuestra tarea recién comienza. Intervengamos en política, hagamos marchas, peguemos calcomanías y lancemos globos de colores. Compremos el marketing del mundo para nuestras campañas a favor de las buenas causas. No nos desanimemos frente a las dificultades, y de ese modo haremos reinar a Cristo en el mundo. 
No digo que estas acciones sean malas. Son buenas y, a veces, efectivas, pero debemos recordar no es lo que se nos ha prometido en el evangelio. Lo que Cristo y los apóstoles nos han prometido como el porvenir del cristianismo, es que esta situación no es una fase, sino que es el todo. Insisto, el conjunto de textos evangélicos y neotestamentarios no conocen un desenlace bienaventurado de la historia, ni antes ni después de la primera venida del Salvador. Esta primera venida no hizo sino lanzar un conflicto latente y empujarlo hasta el final. Pero en ninguna parte aparece la idea de que lo resolverá. Pretenderlo, es querer conciliar aquello que el Nuevo Testamento unánimemente declara inconciliable.
Pero ¿qué hacemos con las parábolas de la semilla y de la levadura? Lamentablemente, ellas no nos libran de las conclusiones a las que hemos llegado porque no pueden contradecir la parábola del trigo y la cizaña, y porque deben ser leídas en el contexto en el que fueron dichas, y no en el nuestro. Ellas prometen la difusión general del evangelio y aseguran que la humanidad entera será afectada por él. Pero no prometen de ninguna manera la conversión universal y la cristianización integral. No puede concluirse a partir de ellas que la humanidad, a la larga, aceptará el evangelio. 

Es una verdad incontestable que los cristianos de la época apostólica esperaban el retorno de Cristo, y que lo esperaban en un sentido tan real y poco metafórico como su primera venida. “Hombres de Galilea –dice el ángel a los apóstoles-, ese Jesús que habéis visto subir al cielo, volverá de la misma manera en que lo habéis visto subir” (Hech. 1, 11). Y es en su retorno, y solamente en su retorno, en el que esperaban la solución y el triunfo y, también, el juicio: “Nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde esperamos un Salvador, el Señor Jesucristo, que transformará nuestro humilde cuerpo conforme a su cuerpo glorioso en virtud del poder que tiene para someter a sí todas las cosas” (Fil. 3, 20-21).

La historia permanece en manos de Cristo y no en las nuestras. La Iglesia lo representa pero no lo reemplaza y, con mucha más razón, no puede sobrepasarlo. Su obra consiste en llevar la salvación a los hombres por el Evangelio y los sacramentos. Y la promesa que ha recibido es la de la indefectibilidad en esta tarea. Ella no hará otra cosa que lo que Cristo mismo hizo durante su primera venida. Deberá hacer brillar la luz, Su luz, en las tinieblas. Pero si las tinieblas no recibieron al mismo Cristo, no esperemos que la Iglesia tenga alguna ventaja en este sentido. Es verdad que se prometió que los discípulos harían obras más grandes que el Maestro, pero esto debe ser entendido en el sentido que llevarían el evangelio a todo el universo, mientras que Él sólo lo predicó en Galilea. La salvación del mundo ha sido confiada a la Iglesia, pero el juicio del mundo permanece en manos del único Señor. Es necesario que Él reine, pero no seremos nosotros quienes lo hagamos reinar. El anuncio evangélico es tarea de la Iglesia, pero su efecto definitivo es un secreto del Padre hasta el día que Él ha fijado y que sólo Él conoce. Ese día, el Hijo del Hombre vendrá a su reino y cosechará el campo en el que la Iglesia arrojó la semilla. Es verdad, en ese día asociará a los santos al juicio que hará entre los elegidos y los réprobos, y como ellos han sufrido con Él, con Él reinarán. Pero no es cuestión de ellos –de los santos-, el anticipar el día de su venida y atribuirse el poder de hacerlo reinar. El día de su reino, es el día de Yavé, el día que sólo el Padre conoce. Sería locura pretender la posesión de aquello que ni siquiera el Hijo poseyó. Hasta ese día, los cristianos no podemos sino arrojar la semilla y gritar con toda nuestra voz: “¿Hasta cuándo Señor, Santo verdadero, no juzgarás y vengarás nuestra sangre en los que moran sobre la tierra?” (Ap. 6, 10).

miércoles, 19 de junio de 2019

Coqueteando con el mundo

Sin pretensión alguna de originalidad, sigo con algunas reflexiones:


Hoy estamos prisioneros de diversas teologías, o de teologías diversas, que en términos generales pueden ser denominadas “teologías de la encarnación”, según las cuales la divinidad entraría en el mundo como un hierro caliente penetra en la manteca. El Nuevo Testamento no conoce esta encarnación. Sin duda, obliga a los cristianos a “glorificar a Dios con nuestros cuerpos” (I Cor. 6,20), pero no pareciera que en esta vida se pudiera hacer otra cosa sino “llevar en todo tiempo la muerte de Jesús en nuestros cuerpos” (II Cor. 4,10). La encarnación, tal como la concibe el evangelio, no es la apoteosis del mundo. Por el contrario, es el principio de su irremediable ruptura. El Hijo de Dios no bajó a nuestra carne por placer, sino que descendió a ella como a la muerte. Como dice San Pablo, que Él se haya hecho hombre y se haya hecho obediente hasta la muerte, es todo una sola cosa.


No se niega que el evangelio sea la salvación del mundo, pero no se trata de un agradable licor que lo hace entrar en calor a través de una borrachera dulce y gozosa. Se trata de un remedio terrible. Cuando el mundo lo gusta, dice como los hijos de los profetas a Elías: “Hombre, la muerte está en la bebida” (II Reyes 2). Para el mundo, como para Dios, la encarnación es la cruz.
El progreso del Evangelio en el mundo, tal como parece entenderlo el Nuevo Testamento, no es una seducción, ni una asunción progresiva ni tampoco una pacificación de toda realidad humana. Pareciera que esta la lógica que propugna la Iglesia desde el Vaticano II y la que el Papa Francisco desperdiga en cada uno de sus discursos y de sus gestos. El evangelio debe despertar en el mundo una hostilidad que estaba latente, y que será llevada a su paroxismo, y esto lo que los obispos actuales, el Opus Dei y tantos otros movimientos neocones no quieren aceptar. No se trata de negar que el evangelio deba fructificar en las almas, ni que su fruto se manifieste a través de toda clase de obras por las que los hombres glorifiquen al Padre. Pero será una obediencia necesariamente dolorosa la que hará nacer ese fruto y, finalmente, deberá sufrir la prueba del fuego. 
Por eso, lo que espera a los apóstoles que predican el evangelio no es la conversión del mundo, sino el odio del mundo. Les aguarda la enemistad del mundo -que se manifiesta cada vez más- y al mismo tiempo, la victoria sobre el mundo. Las dos son inseparables. Pero ocurre que la mayor parte de los cristianos de hoy no pueden soportar la idea de tener enemigos. Quieren estar en contra de todo lo que está contra algo, y estar a favor de todo lo que está a favor de algo. “No estamos en contra de nadie”, es su frase favorita. “No estamos contra la ideología de género. Tenemos algunas diferencias que se solucionarán con el diálogo”, dice la Congregación para la Educación. “No hablemos de lo que nos separa como el aborto y la homosexualidad. Concentrémonos en dialogar sobre lo que nos une”, dice el Papa Francisco. Pareciera, incluso, que hoy no es posible ser ateos, porque sea el personaje que sea, siempre encontrará a algún eclesiástico esclarecido que escribirá un libro o dará una entrevista, quizás junto a ese mismo personaje, en el que demostrará que, en realidad, lo estamos malinterpretando y que en el fondo, ese acérrimo ateo, es más cristiano que nosotros mismos.
Lo malo es que esas conquistas sobre el papel no son muy efectivas. Aunque anexados por nuestros artificios dialécticos, nuestros queridos enemigos siempre escapan a nuestros abrazos, ignorándonos sin más. Al leer los escritos de autores cristianos actuales, se tiene la impresión de que el cristianismo ha perdido para ellos todo contenido propio. Pareciera que su fe, inquieta solamente por comprender y acoger a todos, es una materia dúctil y transparente, en perpetua coquetería con los principios del mundo.
Cualquiera sea el “ismo” del que se enamoren nuestros contemporáneos, siempre se encontrará una versión reducida y esterilizada para el uso de cristianos, munida del correspondiente certificado de bautismo: ecologismo, socialismo, capitalismo, liberalismo, etc. Pero sucede que, cuando los enemigos nos escuchan, encuentran que nuestras palabras no son más que un relato aguado, adaptado para niños, de sus propias creaciones y, entonces, se van desinteresados. Hemos perdido, incluso, el sentido de la afirmación, porque no se puede afirmar sin negar lo contrario, y nuestro temor a golpear y disgustar al otro nos impide dar un no categórico. 
El adversario, por su parte, desprecia al que cede continuamente el terreno. El cristiano “amigo de todo el mundo”, siempre con su sombrero en la mano y que saluda simpáticamente a todos, se siente rodeado, sin comprender bien el porqué, de una indiferencia glacial. Todo lo que obtienen sus declaraciones de humilde devoción y de respetuosa admiración por el mundo, es una condescendencia desdeñosa. Nunca sabremos si es consciente de ella o no, debido a su perpetuo complejo de inferioridad.
Los primeros cristianos, por el contrario, se sentían invencibles, porque estaban seguros de haber descubierto la salvación del mundo, o más exactamente, de haber sido ellos mismos encontrados por el Salvador del mundo. Su fe no necesitaba la aprobación del mundo. Ella era, precisamente, la victoria sobre el mundo. Y lo era porque esa misma fe les aseguraba que había Alguien que era más grande que el mundo. Y esto era lo que los hacía indemnes a toda falsa modestia y a todo respeto humano en su testimonio. Como todos los verdaderos humildes, no tenían escrúpulos en que se los creyera orgullosos. Ellos se sabían arrancados del poder de las tinieblas y transportados al reino de la luz por una fuerza que no era la suya. Esta seguridad estaba estrechamente ligada a su convicción de la intervención divina en su propia historia como así también en la historia del mundo.

Estos cristianos antecesores nuestros estaban convencidos que “El Hijo de Dios vino al mundo para salvar al mundo”, y el mundo lo crucificó, pero Dios lo resucitó. Y que lo que había sucedido con Cristo, sucedería con ellos. Es verdad que iban al mundo para llevar a los hombres la palabra de salvación y de reconciliación, el evangelio del ágape, pero sabían que lo único que podían esperar del mundo era la cruz. Pero como la cruz de Cristo los había arrancado del mundo, así arrancarían a muchos hermanos completando en ellos lo que faltaba a la pasión de Cristo. Y como Dios había intervenido para transformar, después de su muerte, la aparente derrota de Cristo con el triunfo de su resurrección, así esperaban ellos para el fin de los tiempos la misma intervención. No esperaban una victoria que suprimiera la cruz, sino una victoria por la cruz. No una victoria alcanzada por el esfuerzo humano, ni siquiera el esfuerzo del Hijo de Dios hecho hombre, sino una victoria dada por la intervención del Padre, que resucitó a su Hijo sólo después de haber permitido el sufrimiento en Él. En una palabra, esperaban la victoria de la parusía.

lunes, 17 de junio de 2019

Dialoguemos sobre el género


La semana pasada tuve ciertos sentimientos de optimismo cuando me enteré que la Santa Sede había publicado una documento sobre la ideología de género. “Por fin a alguien se le ocurre hablar claro sobre la tragedia del mundo contemporáneo”, pensé. No se me ocurrió, claro, leerlo; hay cosas mucho más importantes que leer. 

Sin embargo, un sacrificado y agudo intelectual argentino, el doctor Mario Caponnetto, no solamente lo leyó sino que escribió un comentario que pueden bajar de aquí, y que señala que mi optimismo era totalmente infundado. Escribe: “La Santa Sede, a través de la Congregación para la Educación Católica, acaba de publicar un Documento bajo el título Varón y mujer los creó. Para una vía de diálogo sobre la cuestión del gender en la educación. La lectura de este texto, dividido en cincuenta y siete puntos, deja un sentimiento de franca insatisfacción. No es que no recuerde algunas verdades esenciales acerca del tema ni que carezca de ciertos pasajes aceptablemente logrados respecto de una exposición católica sobre la ideología de género. Lo que “hace ruido” es el tono general del Documento centrado en una exagerada impostación dialoguista -como lo subraya expresamente el subtítulo- a expensas de lo que debió ser, a nuestro juicio, un severo toque de atención y un llamado a la resistencia católica frente a la avalancha de una ofensiva radicalmente anticristiana cuyo objetivo es la destrucción de lo poco que va quedando de un orden cristiano en el mundo y centrada hoy, sobre todo, en la familia”. 
No se dan cuenta que el adversario desprecia al que cede continuamente el terreno. El cristiano “amigo de todo el mundo”, siempre con su sombrero en la mano y que saluda simpáticamente a todos, se siente rodeado, sin comprender bien el porqué, de una indiferencia glacial. Todo lo que obtienen sus declaraciones de humilde devoción y de respetuosa admiración por el mundo, es una condescendencia desdeñosa. Nunca sabremos si es consciente de ella o no, debido a su perpetuo complejo de inferioridad.
Es por eso que llama la atención una y otra vez, que buena parte de los cristianos de hoy y la mayor parte de la “jerarquía” eclesiástica mantienen el optimismo sobre este estado de situación. Pareciera que ven en los pretendidos avances del mundo contemporáneo las verdades cristianas laicizadas. El espíritu libre que organiza y domina la materia, la moral fraternal de los derechos humanos que se funda sobre la eminente dignidad del hombre, la aspiración a construir el mundo nuevo donde reine la justicia… todos estos ideales del mundo son -dicen-, en su origen, verdades cristianas. Si el mundo nos persigue, se debe solamente a un malentendido. Los cristianos podemos comulgar sin ningún escrúpulo con los ideales de la humanidad de nuestro tiempo aunque, en apariencia, sean peligrosas para la fe. Pero se trata sólo de apariencias. Y si no, recurramos al más irresistible de los argumentos apologéticos: las multitudes que seguían a Juan Pablo II o los millones de jóvenes que se congregan en las Jornadas Mundiales de la Juventud. ¡Qué ocasión inmejorable para convertir a esa marea de ateísmo, y gritarles: “Lo que ustedes buscan es precisamente lo que nosotros les ofrecemos. Seguramente, dudarán de que sea así, pero eso se debe a que la infidelidad de los cristianos con cara de pepinillos en vinagre les esconde la verdadera naturaleza del cristianismo. Pero miren un poco más de cerca, y se darán cuenta de que se trata de la realización de sus más ardientes deseos…”. Para edificar la ciudad fraternal, para establecer el triunfo definitivo del hombre y de sus derechos, para llevar al hombre a su edad adulta en la verdad que finalmente ha sido descubierta, en la libertad finalmente conquistada, los cristianos sentimos el corazón gozoso porque tenemos el secreto infalible. Estamos seguros de que la humanidad, una vez que se encarrile por la buena senda, reconocerá tarde o temprano la señal indicadora que está buscando y que presiente.
Estas ideas que acabo de describir han estado presentes en la literatura cristiana al menos, desde hace un siglo. Sin embargo, y pesar de todas las esperanzas que se habían alentado, el mundo no parece estar muy apresurado en reconocer en las ideas cristianas la expresión perfecta de sus deseos. Más bien, pareciera lo contrario. En lugar, entonces, de intentar, una y otra vez, y siempre sin éxito, de persuadir al mundo de que se equivoca con respecto al cristianismo y que el cristianismo se equivoca con respecto al mundo, quizás sea el momento de preguntarnos si no estaremos nosotros mismos equivocados con respecto a la perspectiva de análisis que estamos utilizando.
Publicaré durante los próximos días una serie de artículos que escribí hace algunos años a partir de varias lecturas. Se trata de reflexiones que, sin pretensiones de originalidad, intentan una compresión del momento actual.  

jueves, 13 de junio de 2019

Falsa dicotomía


por Walter Kurtz


Estoy seguro de que la actual discusión entre los dos polos que algunos plantearon a partir del post anterior, “comunitarismo” y “política”, y que disparó el libro de Dreher, excepto en sus extremos (ausentismo vs. entrismo), es una falsa dicotomía.
Primero porque no puede existir un San Ireneo de Arnois sin leyes mínimas que den seguridad y respeten la libertad de educación y la pequeña propiedad familiar. El hombre del sillón tiene que estar seguro de que a sus hijos no se los van a llevar para ser educados en la ESI, o que la AFIP no se va a quedar con su granja de autosubsistencia porque no le alcanza para pagar impuestos, o que la Srta. Prim no pueda ser asaltada o violada cada vez que va a trabajar.
Por eso, no se trata sólo de hacer política para arreglar los caminos o las cloacas, si las grandes decisiones quedan en manos de perversos y saqueadores.
Segundo porque ya sabemos bien lo que el activismo sin contemplación puede producir. Lo vemos todo el tiempo. No se trata sólo de gente que traicionó sus ideales porque sí, sino muchas veces de un entorno que los condujo lenta e inexorablemente a hacerlo.
Los monasterios eran centros de espiritualidad pero también de caridad en el sentido tomista, con sus siete ayudas (consejo, sostenimiento, enseñanza, consolación, rescate, perdón y oración) y siete obras buenas (vestido, provisión de agua, alimento, redención, refugio, cuidado y sepultura). De ahí que los monasterios nunca estuviesen aislados sino en frecuente contacto con el exterior, autoridades y pueblo. No sólo eran, como decía Dom Gérard, “dedos que señalan el cielo”, también cobraban y pagaban décimas, firmaban contratos de protección armada, recibían y realizaban investiduras feudales, locaciones temporales o perpetuas, recibían legados y donaciones con cargo o sin él, “pagaban” con bienes espirituales, contrataban trabajadores para realizar mejoras o mantenimientos de edificios y terrenos, y un larguísimo etcétera, siendo como eran los principales clientes de notarios y escribanos.
En otras palabras, la nuestra es una guerra con múltiples frentes. Aún los que peleen en la política -como puedan- necesitan tener una retaguardia fuerte, donde los niños sean criados sanamente sin peligro de ESIs y demases, donde las familias sean fuertes y no estén expuestas a un medioambiente perverso, donde la pequeña propiedad familiar no esté sometida al saqueo. Y los “inútiles” necesitan también de quienes los protejan: en la política, en la justicia, en la universidad.

martes, 11 de junio de 2019

La hora de los inútiles (reposteo)


A raíz del último post, dedicado a la perdida vigilia de Pentecostés, se suscitó un breve diálogo sobre las características que tenía esta ceremonia. Un lector dejó un comentario al respecto que decía más o menos lo siguiente: “En momentos en que el mundo se está viniendo abajo, resulta ridículo y objetable que ustedes se dediquen a discutir el introito de la vigilia”. Y a primera vista, parecería que tiene razón. El mundo, literalmente, se está cayendo, y lo está haciendo con la aceleración propia de cualquier derrumbe. Y cuando digo “mundo” me refiero al orden cristiano del mundo redimido por Jesucristo cuyos últimos destellos, los que tenemos algunas décadas, llegamos a vislumbrar. Pero el katejon ha sido quitado. El imperio ha desaparecido, y el orden se fue con él. El mundo se está cayendo.

Y no se trata, me parece, de sugestiones de una mente afiebrada y ávida de conspiraciones: nos enfrentamos a las fuerzas del Mal que ya se están quitando descaradamente la máscara, seguras de su triunfo, y que se han infiltrado por todas las grietas que el terremoto produjo.  Desde George Soros (recomiendo este video para conocer al siniestro personaje) hasta Jorge Bergoglio aposentado en el solio de Pedro. Los Hijos de las Tinieblas, que en este eón son más astutos que los hijos de la luz (Lc. 16,8), nos han desplazado, y el resto fiel de Israel apenas si cuenta con un puñado de fieles. 
Frente a una situación tan dramática que Dios nos ha dado el privilegio de vivir, es lógico que surja enseguida la pregunta sobre qué hacer, y que la respuesta sea la obvia: “Hay que hacer cosas, muchas cosas, cuanto más cosas mejor para detener al Hijo de la Iniquidad”. Es la postura de muchos, entre otros de Michael Matt, al que escuchábamos en el video publicado el viernes último. “Salvini está haciendo cosas; Bolsonaro está haciendo cosas. Apoyémoslos y hagamos cosas similares a ellos”. Y claro que podríamos apoyarlos si fuera el caso, pero me parece cuanto menos ingenuo cifrar alguna esperanza en el éxito de esas empresas, por las razones que muchas veces discutimos en este blog, y que no volveremos a discutir aquí.
Por el contrario y una vez más, yo creo que ha llegado la hora de los inútiles. Y es por eso que vuelvo a publicar este artículo, que apareció hace casi cuatro años, el 20 de octubre de 2015.


En los momentos en los cuales las sociedades comienzan a crujir presagiando la inminencia de sus caídas, es natural que los hombres íntegros se pregunten con inquietud qué hacer, y surge siempre la tentación de soñar con grandes empresas y buscar con desesperación a un líder salvador, convirtiéndose todos en soldados rasos a su servicio y postergando, en razón de ese difuso bien común, las propias particularidades. Los inútiles, es decir, los que no se enrolan en esa empresa y no militan en tal batallón, son desechados como lastre más pesado aún que el que representan los paganos.  
Pero lo cierto es que la historia nos enseña que en esos momentos críticos los más útiles son los inútiles. Mientras Europa se desangraba durante la Segunda Guerra Mundial, un inútil profesor universitario de Oxford se dedicaba a escribir una fantasía que terminó llamándose El Señor de los Anillo, un libro que ha salvado más vidas que cientos de grupos parroquiales juntos. Pero quiero fijar la mirada en esta ocasión  en un momento histórico similar al nuestro y en un personaje al que aún hoy mucho le debemos.
El siglo VI se encontró que Europa ya no existía. El Imperio Romano de Occidente había caído y lo que había sido una unidad orgánica, ahora no era más que un conglomerado de ciudades que giraban en la órbita de las tribus bárbaras vencedoras: visigodos en España, francos en la Galia, burgundios en Retia, vándalos en África y ostrogodos en Italia. Aunque todos pretendían seguir siendo “romanos”, Roma ya no existía, y los únicos que mantenía cierto orden eran los obispos, organizados según el diseño de la antigua administración imperial.
La papuerización de la cultura y la educación parecían irremontables. Signo de ello era que ya nadie en Occidente sabía griego, e ignorar esa lengua era ignorar la filosofía, los clásicos y, todavía más importante, la teología, porque el cristianismo se había desarrollado teológicamente en Oriente. Aún el mismo latín estaba perdiéndose puesto que la atomización política había propiciado también la atomización lingüística y ya se estaban fortaleciendo las lenguas romances. Como señala Pierre Riché (Éducation et culture dans l’Occident barbare. VI – VIII siécle, Seuil, Paris, 1995), las clases dirigentes habían perdido todo interés por la cultura clásica y por la educación en general y aún la formación de las elites políticas y religiosas era más que deficiente.
 En ese momento asciende al trono de Italia el ostrogodo Teodorico cuyo poder militar le permitió  gobernar sobre las penínsulas itálica e ibérica, la Galia mediterránea y las provincias del Danubio. Preocupado por hacer resurgir el imperio no sólo políticamente sino también culturalmente llamó a su lado a Boecio y, posteriormente, a Casiodoro. Y este el personaje en el que quiero detenerme. La familia de Casiodoro formaba parte del patriciado romano y él mismo había sido nombrado cónsul siendo muy joven. A pesar de las circunstancias de su época, fue quizás el último de los romanos en recibir la formación clásica reverdecida con el cristianismo.

Sucedió en su cargo a Boecio y estuvo al lado de Teorodico luchando, junto al rey, para restaurar el principado y las grandezas culturales del imperio. No pudieron. Muerto el rey, Casiodoro continuó en su puesto durante algún tiempo con la nueva reina, pero pronto se dio cuenta que no había caso: todo se caía a pedazos. La solución no venía a través de la política –él lo había ensayado- ni a través de las grandes empresas. Era la hora de los inútiles. Y así fue que se retiró a una de las posesiones de su familia en Esquilache donde fundó el Vivarium, una especie de monasterio en el que sus habitantes tenían un solo cometido: estudiar y copiar las obras clásicas, griegas y latinas, que había legado la antigüedad. Casiodoro se daba cuenta que, sin ese repositorio, Occidente estaba perdido.
Y fue gracias a su labor que los monjes medievales conocieron a Séneca y Cicerón, y a todos los demás clásicos, y que hoy podemos leer a Virgilio. Fueron estos inútiles escapistas, refugiados cómodamente en una casa solariega mientras Occidente se caía, los que salvaron a Occidente. No quisieron meterse en política –más bien huyeron despavoridos de ella- y ni siquiera les importó las triquiñuelas eclesiásticas. Se dedicaron a hacer lo que sabían y podían hacer: estudiar y copiar para conservar.
Los tiempos de hoy son bastantes similares a los del siglo VI. La diferencia está en que ningún Teodorico se avizora en el horizonte y mucho menos un papa Agapito. Es la hora, entonces, de Casiodoro, es decir, es tiempo para que cada uno desarrolle sus propios dones y particularidades. Es la hora de que los poetas se dediquen a cantarle a la luna y a la mujer amada, que los pintores pinten íconos, que los músicos interpreten a Bach y a Beethoven, que los políglotas traduzcan y que los monjes recen. No estoy abogando, por cierto, de que todos nos retiremos a algún monasterio abrigado por las montañas o por los bosques. Estoy diciendo que es el momento en el que cada haga lo que sabe hacer, según Dios se lo pide, más allá de las estructuras institucionales que no siempre son funcionales. 

Es la hora de los inútiles.

sábado, 8 de junio de 2019

Vigilia de Pentecostés

Desde la década del ’50 los católicos nos hemos quedado privados de una de las ceremonias litúrgicas más importantes del calendario y que hundía sus raíces en las celebraciones de los primeros siglos cristianos. En 1955 el Papa Pío XII (sí, Pío XII) suprimió la vigilia de Pentecostés. Y aunque todavía se celebra en algunas parroquias inglesas, la enorme mayoría de fieles no podemos esperar al Paráclito, prometido por el Hijo y enviado por el Padre, como lo hacían quienes nos precedieron en la fe.
Aquí dejo una breve descripción de la perdida ceremonia:

Su estructura es comparable a la del Sábado Santo, a excepción de la bendición del fuego y del cirio pascual. Comienza a la misma hora de la vigilia pascual con la lectura de seis profecías, tres de las cuales son seguidas por un tracto, y cada una de ellas con una oración del celebrante. Luego hay una procesión al Baptisterio para la bendición del agua, acompañada por el canto de un tracto compuesto con los versos del salmo 41 (Sicut cervus ad fontes aquarum). Después de una oración, el celebrante dice la oración para la bendición del agua, como en la Vigilia Pascual. La procesión regresa al altar cantando la letanía de los santos, mientras que el celebrante y los ministros van a la sacristía para vestirse para la misa.
El color de los ornamentos utilizado en la vigilia es el violeta. Las rúbricas especifican que el sacerdote usa una capa para la procesión a la pila bautismal. El diácono y el subdiácono visten casullas plegadas. El rojo, el color de Pentecostés, se usa para la misa. Cuando se terminan la letanías, se encienden las velas, los ministros van al altar y mientras el coro canta el Kyrie, recitan las oraciones al pie del altar. Luego, el sacerdote realiza la incensación e inicia el Gloria, durante la cual suenan las campanas. 

La misa continúa del modo acostumbrado. 

miércoles, 5 de junio de 2019

Síndrome de abstinencia

El síndrome de abstinencia afecta a aquellas personas que, adictas a alguna sustancia, se abstienen de consumirla durante un tiempo, y se caracteriza por una serie importante de malestares físicos. La abstinencia de Bergoglio, que es una pócima particularmente venenosa, no produce tipo alguno de síntoma. Dejar de leerlo o de escribir sobre él por un par de semanas ocasiona, por el contrario, una agradable sensación de salud. 

Pero tanta abstención no es buena. De tanto en tanto hay que volver a él para no olvidarnos del infatigable trabajo de zapa que está haciendo en la Iglesia, a la que mucho le costará volver a ser la misma -si es que hay tiempo para ello-, luego de que pase este catastrófico pontificado. Además, cuando uno vuelve a leerlo, experimenta otra vez una extraña sensación de irrealidad: ¿es verdad lo que está pasando en la Iglesia? Y cuando comprobamos que efectivamente es verdad, tratamos de evitar llegar a la conclusión que los razonamientos imponen.
Leí ayer la conferencia de prensa que ofreció en su viaje de regreso de Rumanía, en las que las preguntas giraron sobre todo en torno a la cuestión del ecumenismo. Veamos algunos párrafos destacados del magisterio aéreo pontificio:

“En una ciudad de Europa había una buen relación entre el arzobispo católico y el arzobispo luterano. El arzobispo católico debía ir al Vaticano un domingo a la tarde pero llamó para avisar que llegaría el lunes por la mañana. Cuando llegó me dijo: “Discúlpame [sí, tuteando al Papa] pero ayer el arzobispos luterano se tuvo que ir a una reunión y me pidió: `Por favor, ven a mi catedral para celebrar el culto’. ¡Esa es la hermandad! ¡Llegar a este punto!”.
Yo me permito dudar de la veracidad de la anécdota. Está más que demostrado que Bergoglio es mentiroso. Pero, en este caso, el problema no es que la situación haya ocurrido o no, sino que la relate el Sumo Pontífice y la presente como ejemplo. No voy a entrar a discutir todos los problemas canónicos y teológicos que supone el caso. Hagamos, en cambio, un ejercicio más sencillo: ¿qué hubiese pasado con ese supuesto arzobispo católico si en vez de hacer lo que hizo durante el pontificado de Francisco, lo hubiese hecho bajo Pío XII? Es decir, lo hubiese hecho hace setenta años. No cabe duda que habría sido suspendido, probablemente despojado de su diócesis y seguramente encerrado en el manicomio vaticano, porque eso solamente lo podía hacer un loco. Ni siquiera al peor hereje se le pasaba por la cabeza una cosa de ese tipo. Yves Congar, uno de los grandes impulsores del ecumenismo, se privaba incluso de asistir a las conferencias interreligiosas para evitar el escándalo y la confusión, progresista como era. 
Es no se trata de una cosas banal; no se trata de que durante el pontificado piano se usaba velo del cáliz, y ahora ya no se usa. Se trata de algo central, nuclear de la Iglesia. En buena y simple lógica, la conclusión de lo que dice el papa Francisco es que da lo mismo ser sacerdote católico que sacerdote luterano, y asistir a uno u otro culto; lo importante es la “hermandad” entre todos los cristianos.   

Tengo la experiencia de oración con mucho, con muchísimos pastores luteranos, evangélicos y también ortodoxos. Sí, también nosotros los católicos tenemos gente cerrado, no quieren y dicen: ‘No, los ortodoxos son cismáticos’. Esas son cosas viejas. Los ortodoxos son cristianos. Pero hay grupos de católicos un poco integristas: debemos tolerarlos, rezar por ellos para que el Señor y el Espíritu Santo le ablanden un poco el corazón”.
Se impone, en primer término, agradecer a Su Santidad el ablandador que nos está revoleando. Mal no nos va a venir un buen baño de Espíritu Santo. Para ser justo, yo le doy la razón a Bergoglio en este párrafo y en otro más que pronunció en la conferencia aérea, cuando hace referencia a los ortodoxos. Como lo he dicho otras veces, las diferencias que nos separan de ellos tienen más explicaciones históricas que teológicas y yo nunca he tenido, ni tengo, problema alguno en participar de sus liturgias. Pero el problema con el Papa es que los ubica en el mismo rango de los evangelistas, luteranos y demás sororidades separadas. Los ortodoxos poseen sucesión apostólica, poseen los siete sacramentos y conservan el depósito de la fe mucho mejor que cualquier obispo católico del montón. Pero eso no ocurre con los protestantes que no sólo no tienen sacerdocio, sino que tienen una fe moldeable a los tiempos y, francamente, no sé cuantos de ellos creen realmente en el Dios Trino y en la redención de Jesucristo. 
En buena lógica, entonces, el Papa Francisco va detrás de la pura “hermandad”, del puro bienestar emocional, tan políticamente correcto por otra parte, y sin ninguna preocupación por la fe y el dogma. “Esas son cosas de los pocos católicos integristas que aún debemos soportar, pero a los que no hay que hacer mucho caso”, dice.
Con estas premisas, entonces, se concluye fácilmente que el Papa Francisco no tiene fe católica, o bien, le importa un bledo la fe católica. Su cometido es “tender puentes” y edificar “hospitales de campaña”. Y esto, teológicamente, tiene consecuencias claras: Bergoglio no cumple con el munus que le fue impuesto y aceptó en el momento de su elección. No solamente no confirma a sus hermanos en la fe, sino que los confunde, apartándolos de ella. 
Me parece que estoy haciendo un razonamiento correcto y que no es demasiado complicado. ¿Es que no hay ningún obispo que se anime a obrar en consecuencia?

¿Continúa viendo al Papa Benedicto como un abuelo?
¡Mucho más! Cada vez que voy a verlo lo siento de esa manera. Le tomo la mano y lo hago hablar. Habla poco, habla lentamente, pero con la misma profundidad de siempre. Porque el problema de Benedicto son las rodillas, no la cabeza; tiene una gran lucidez [algún malvado ha seguido que el problema de Bergoglio es exactamente el contrario] y, cuando lo escucho hablar, me fortalezco, siento la “savia” de las raíces que me viene y me ayudan a seguir adelante. Siento la tradición de la Iglesia que no es algo de museo, la tradición, no. La tradición es como las raíces, que te dan la savia para crecer. Y no te convertirás en raíz, sino que florecerás, el árbol crecerá, darás los frutos y las semillas serán raíces para otros. La tradición de la Iglesia está siempre en movimiento. […] La tradición no custodia las cenizas, la nostalgia de los integrista, de volver a las raíces, no. La tradición son las raíces que garantizan que el árbol crezca, florezca y de fruto”.

Suena cuanto menos curioso que Francisco, que no es ningún giovanotto, se sienta el nietito cariñoso del abuelito Benedicto. Apenas se llevan ocho años. No parece muy normal la juventud autoatribuida del Papa en funciones. Pero el contenido de lo que dice es más preocupante: Benedicto es la raíz; él, en cambio, es el árbol que está creciendo y floreciendo gracias a la savia que le otorga la tradición. O bien, una especie de Ave Fénix que ha renacido, y hecho renacer a la Iglesia, a partir de las cenizas inservibles ya, de la tradición. Y, por supuesto, los católicos integristas somos los custodios de esas cenizas, resistiéndonos a convertirnos en floridos jacarandás azules, que es lo qué él está haciendo. 
No quiero ser irrespetuoso ni escribir una boutade poco ingeniosa, sino que francamente me parece que este hombre no está en sus cabales. Y lo peor es que nadie quiere, ni puede ponerle un bozal.
¿Cuándo será el día en que el Señor se acuerde él para llevárselo a su Reino, previo una larga estancia en el Purgatorio?


lunes, 3 de junio de 2019

Federico


Con la llegada de la primavera se conoció la noticia de la muerte del poeta García Lorca; la prensa falangista toledana recogió un trabajo literario, en el que se afirmaba que ...A la España imperial le han asesinado su mejor poeta, escrito por Luis H. Alvarez, en el que se podía leer:

Yo afirmo solemnemente por nuestra amistad de entonces, por mi sangre derramada en la más altiva intemperie de un campo de batalla, que ni la Falange Española, ni el ejército de España tomaron parte en tu muerte. La Falange perdona siempre; y olvida. Tú hubieras sido su mejor poeta, porque tus sentimientos eran los de Falange. Querías Patria, Pan y Justicia para todos. Quien se atreva a negarlo miente; su negación es el testimonio más exacto de quien jamás quiso saber de ti. Los hombres sólo nos conocemos cuando hemos llorado juntos muchas veces; cuando hemos convivido durante largo tiempo en la intimidad de las trincheras, allí donde florece la vida más alta. Te sabías poseedor del fuego, de la luz y de la risa. Tu calidad divina de poeta te elevaba sobre las mezquindades de la tierra y, sin embargo, rescatar a los hombres de la impiadosa realidad, redimir su triste vida, condensar en ti el dolor de todos, era una de tus mayores preocupaciones y el eje de tu filosofía. Pero no todos podían comprenderte.

El crimen fue en Granada; sin luz que iluminara ese cielo andaluz que ya posee. Los cien mil violines de la envidia se llevaron tu vida para siempre. Tu cuerpo gigantesco se derrumbó, medroso, ante el golpe brutal de adormidera de los cuchillos de tus enemigos; tu cuerpo gigantesco, faraónico, se batió con la inercia en dos mitades y caíste a los pies de tu asesino, tal vez una isla evidente de poesía. Eras poeta, vivías en tu mundo. Amabas a los hombres, a los pájaros, las naranjas de sal y los corales... Tenías que morir o claudicar tu luz; volver a tus dominios de bandera y de estímulo o entregar tu mirada y tu corcel poético a los verdugos de la poesía, a esos dueños del cieno que no ven más que el mundo, y odiaban a muerte tu frente cuajada de luceros. 
Tenías que morir... Eras poeta. Como en tu «Elogio a doña Juana la Loca».
Granada era tu lecho de muerte Los cipreses tus cirios La sierra tu retablo.
Se desplomó tu cuerpo para siempre y se borró tu risa de los mapas; y la tierra tembló a través de tus manos de agonía al sentir la llegada de tu espíritu.
Y sin embargo, no puedo resignarme a creer que has muerto; tú no puedes morir. La Falange te espera; su bienvenida es bíblica. Camarada, tu fe te ha salvado. Nadie como tú para sintetizar con la doctrina poética y religiosa de la Falange, para glosar sus puntos, sus aspiraciones.
A la España Imperial le han asesinado su mejor poeta, García Lorca.
Falange Española, con el brazo en alto, rinde homenaje a tu recuerdo lanzando a los cuatro vientos su PRESENTE más potente.
Tu cuerpo ya es silencio, silencio nulo y sombrío; pero sigues viviendo intensamente vivo, en las formas que laten y en la vida que canta. Apóstol dela luz y de la risa. Andalucía y Grecia te recuerdan. ¡Arriba España!' .

La Falange de Toledo sabía que García Lorca estaba refugiado en Granada y bajo el amparo del Jefe local de Falange, Luis Rosales. Sabía también que en la retaguardia existían elementos de la derecha más rancia y cavernícola, que querían buscar a García Lorca para aniquilarlo. Sabían que esos mismos elementos también fueron siempre los propios enemigos de la Revolución Nacional-Sindicalista. Porque sabían todo esto, fue por lo que, al conocer su trágico desenlace, le dedicaron in memoriam el artículo transcrito.

José Luis Jerez Riesgo, Falange imperial (Crónica de la falange toledana), FN, Madrid, 1998, p. 361-2.