jueves, 27 de octubre de 2022

La batalla por la verdad

 


No es un tema sencillo. En tiempos de oscuridad como los que vivimos, donde resulta difícil distinguir contornos, donde todo es confuso y las referencias se opacan detrás de nieblas cada vez más densas, a veces nos preguntamos cómo defender y predicar la verdad, deber al que estamos llamados porque así lo exigió el Señor en su evangelio. 

¿Vale la pena, por ejemplo, enzarzarse en discusiones con enemigos de la verdad a través de medios de comunicación o de redes sociales? Creo que son cuestiones prudenciales, y cada uno sabrá qué es lo que conviene hacer según sea el caso concreto.

Y porque se trata de cuestiones prudenciales, me parece que ya no funcionan las recetas vintage que consistían en azuzar a todo el mundo a trenzarse en la “batalla por la verdad”, entiendo por tal hacer el mayor batifondo posible. La idea, por ejemplo, de que la verdad es por naturaleza combativa y que, necesariamente, está en una continua contienda contra el error.

Hay una brevísima carta que Dionisio Areopagita —el tan venerado y citado maestro de Santo Tomás— le escribe al sacerdote Sosípatro (PG 3, 1078), en la que lo reta porque parece que el curita no paraba de polemizar con los paganos intentando mostrarles el error en el que estaban y la verdad de la fe cristiana. Dionisio es claro: debe terminar con esa costumbre de imponerse a los otros en nombre de la verdad.

¿Es que el Areopagita era progre y pensaba que la caridad va primero y que es mejor no pelearse por amor a la paz? No. Ese no es su argumento. Lo que él explica es que la disputa no necesariamente implica que el otro pueda encontrar la verdad. Es decir, mientras gastamos energías en mostrarle al otro su error, las perdemos para hacer lo que debemos hacer por naturaleza: mostrar la verdad y no el error. Y muchas veces no se logrará más que el efecto contrario, puesto que la refutación del error del otro puede provocar en él una actitud refractaria a la verdad, a la que considerará una imposición externa y no el resultado de un encuentro personal.

Y va aún más lejos. Dice: «si algo no es rojo, tampoco es necesariamente blanco, y si alguien no es caballo tampoco es forzosamente hombre». Es decir, aun cuando yo sea capaz de mostrar el error del otro, eso no significa que yo esté en la verdad, que es justamente lo que importa. En opinión de Dionisio, la cosa no funciona así.

La conclusión del Areopagita es que a lo que está llamado el cristiano no es imponer la verdad a través de la disputa, sino ser reflejo de la Verdad, “iluminarla” a los demás, trasmitiéndole esa luz que él mismo ha recibido. Casi diría, es una actitud pasiva, como la del sol y de la luna, que se limitan a estar allí e iluminar. No se transmite la verdad mostrando el error; se la transmite iluminándola.

La verdad no necesita ser impuesta. Se impone ella sola. En todo caso, necesita hombres que la reflejen.


lunes, 24 de octubre de 2022

La vocación al sacerdocio

 


Me ha ocurrido en más de una ocasión que, hablando con amigos que tienen hijos en edad de merecer, o que se están acercando a ella, se horrorizan de antemano pensando en que se les ocurra hacerse cura. Y no es para menos viendo los tiempos que corren. No sé qué haría yo en caso semejante. Lo primero, seguramente, sería influir en mi hijo con todas las armas a mi alcance para que, antes de pensar en seminarios, completara una carrera universitaria. 

Para quienes están en semejante trance, les dejo aquí una breve charla que dio Ronald Knox —a quien tenemos un poco olvidado en este blog—, a un grupo de jóvenes estudiantes sobre la vocación.


Dios sabe lo que Vds van a hacer. Pero, lo que Dios prevé que Vds van a hacer ¿es lo que Él quiere que hagan? ¡Ay! No necesariamente. Sí les concedo que es la voluntad de Dios en el sentido de que Él permite que ocurra: si no lo permitiese, no ocurriría.. Pero, lo que cada hombre hace ¿es lo que Dios realmente tuvo la intención que hiciese, es lo que Dios quiso realmente que hiciese? Pueden ver por sí mismos que esto no es así.

Nuestro Señor eligió doce apóstoles, y uno de ellos, Judas Iscariote resultó un traidor y un suicida. Nuestro Señor supo siempre cómo iba a terminar; cada vez que Judas robaba dinero de la bolsa, Nuestro Señor lo sabía; y sabía mucho más que esto: sabía a dónde esto iba a conducir – las treinta monedas de plata y el final de la soga­ –,  y aún así eligió a Judas. No eligió a Judas para ser un traidor; tenía para él la vocación de ser un santo apóstol, si lo hubiese querido; de proclamar su nombre delante de los gentiles, de confesarlo delante de reyes y gobernantes, de ganar la corona del martirio, si hubiese querido. Hay, por así decir, para cada uno de nosotros, un plan delineado en la mente de Dios de nuestra vida tal como ella será vivida; pero paralelo a éste hay otro de esta misma vida tal como Dios quiere que ésta sea vivida. Y la medida de la correspondencia de estos dos planes depende del cuidado que tomamos en averiguar cuál es la voluntad de Dios para con nosotros, y de la fidelidad con que hacemos su voluntad cuando Él la hace patente a nuestros ojos.

Por supuesto que al decir todo esto, Vds. inmediatamente supondrán que voy a hablar acerca de la vocación al sacerdocio. Están en lo cierto: lo haré. No por cierto porque yo me considere, o suponga que Vds. me consideran, una autoridad particularmente competente en la materia, un discernidor de espíritus especialmente dotado. Recuerdo a un muchacho que se me acercó y que había decidido ser sacerdote, pero no estaba seguro si debía ser benedictino o sacerdote del clero secular. Le dije que debería ser benedictino, y pensé que eso era muy bueno de mi parte, porque nosotros los sacerdotes del clero secular también tenemos nuestro orgullo. Pues bien, el muchacho en cuestión entró en el noviciado y duró dos días; luego se dirigió a un seminario diocesano y ha sido perfectamente feliz desde entonces; supongo que recibirá el subdiaconado este verano. Esto es simplemente para mostrarles que no soy una autoridad en la cuestión de las vocaciones. Cualquier otro puede decirles mucho más que yo. Pero simplemente quisiera presentarles uno o dos tópicos acerca de esta cuestión.

En primer lugar, cualquiera que sea el uso que hagan de esto, espero que coincidirán conmigo en que la pregunta “¿Debo ser un sacerdote?” se distingue de las demás. No debe ser una más de una lista de preguntas que los padres se hagan bajo el título “¿Qué debemos hacer con nuestro hijos?”. He visto esa clase de listas no hace mucho en una de las más superficiales revistas mensuales, y me apena decir que un obispo de otra iglesia contribuyó con el número tres de la serie, y que el título de su artículo era algo así como “Las Órdenes Sagradas como carrera”. El cuerpo del artículo era tan penoso que el título.

La pregunta “¿Debo ser sacerdote?” admite sólo una alternativa; la pregunta en su forma más extensa es: “¿Debo ser sacerdote o laico?”. No se la puede poner con el resto y preguntarse: “¿Debo ser latonero, sastre, soldado, marinero, hombre rico, hombre pobre, mendigo, ladrón o sacerdote?” Cualquiera que sea el modo correcto de mirarlo, ése es el modo erróneo. Aunque más no fuese por esta simple razón: el oficio de sacerdote no requiere ningún particular conjunto de cualidades naturales que signe a un hombre como cualificado para él. Las dotes naturales que pueden ser empleados en él son muy variadas; pero no requiere ninguna capacidad especializada. No se necesita ser un eminente letrado, ni un eminente matemático; se necesita el suficiente latín como para decir el oficio y la suficiente matemática como para contar la colecta; no más. Es imposible, por tanto, para una persona de inteligencia ordinaria decir “No puedo ser sacerdote; no tengo las dotes naturales que dicha profesión demanda”.

Y el mismo principio funciona en la dirección opuesta; no se puede decir, basado en cualquier talento natural: “Fulano es la clase de persona que debería ser sacerdote”. No hay ninguna clase de persona que debería ser sacerdote; ninguna clase más que otra.

Bien, teniendo esto en claro, vamos a tratar de solucionar la cuestión desde el otro extremo. Tenemos la íntima convicción de que las únicas personas que deben ser sacerdotes son aquellas más santas, más sacrificadas y más devotas que las demás; prácticamente semi-santos. Y esto parece solucionar completamente el problema, pues Vds. están ciertos de no ser mejores que los demás en estos aspectos. Y si leen libros de espiritualidad para sacerdotes, como el Retiro del obispo Hedley, posiblemente se lleven la misma impresión, o sea que todos los sacerdotes viven en un nivel de espiritualidad completamente imposible para una persona ordinaria.

Y luego tal vez  piensen en algunos sacerdotes que conocen o que les predicaron algún retiro, y entonces se digan a sí mismos, “¡Que se vaya todo al cuerno . . .!”. No puedo recordar en cuál colegio ocurrió la historia referida al muchacho al que se le pidió dar una lista de las obras de misericordia corporales; comenzó diciendo que la primera era dar de comer al hambriento y la segunda dar de beber al clero…  Eso muestra una diferente estimación con respecto a lo que es la vocación clerical, ¿no es cierto? Por lo tanto, esta forma de ver las cosas no ayuda mucho. Los sacerdotes —eso esperamos—, buscan todos su santificación, pero lo hacen desde diferentes niveles. En cualquier caso, no comienzan siendo ya semi-santos, y si los obispos no aceptasen a quien no lo fuese para la ordenación, Vds. y yo tendríamos que recorrer una linda distancia para concurrir a la misa dominical.

Por lo tanto nos debemos retrotraer a la simple doctrina acerca de la vocación, esto es, que Dios quiere a algunas personas para servirlo como sacerdotes, y quiere que otras personas lo sirvan como laicos. La diferencia no se basará en dones extraordinarios naturales ni en dones extraordinarios sobrenaturales. Y no siempre llama a sus mejores amigos a servirlo en el sacerdocio; Santo Tomás Moro, por ejemplo, probó su vocación como cartujo y se dio cuenta que no tenía vocación, y sin embargo vivió y murió santamente. La cuestión es entonces una cuestión personal. No hay que preguntarse: ¿Dios quiere que todos sus amigos sean sacerdotes?, sino más bien: ¿Dios quiere que este amigo suyo particular sea sacerdote?

Pues bien, creo que, aunque ordinariamente es algo presuntuoso esperar esto o aquello de Dios, es perfectamente justo esperar que, supuesto que uno hace lo mejor que puede para cultivar su amistad y para hacerse digno de ella, Dios le hará saber a uno si quiere que sea sacerdote. Le dará alguna indicación acerca de ello, alguna inclinación hacia Él. Al decir esto, no crean que deben esperar demasiado; no deben esperar una especie de revelación sobrenatural, visiones o éxtasis, o cualquier cosa por el estilo. No, mas bien la idea comenzará a tomar forma en vuestra mente, primero tal vez como una vaga y lejana posibilidad, luego más claramente con el transcurso del tiempo; vuestra amistad con Dios hará que deseéis hacer algo por Él, y vuestro deseo de hacer algo por Él tomará esta forma.

Tales inspiraciones vienen fácilmente cuando existe verdadera amistad. La idea puede provenir simplemente desde el interior o venir desde alguna advertencia exterior, aparentemente accidental, de alguna alteración de las circunstancias de vuestra vida, o de algo que hayamos leído en un libro, o de algo que hemos escuchado en un sermón –inclusive puede venir a partir de lo que estoy diciendo ahora. Dios no es limitado en los medios que utiliza, y como recordarán, envió una advertencia al profeta Balaam a través de los labios de una burra.

Si se encuentran a sí mismos, de acuerdo con la voluntad de Dios, deseando ser sacerdotes, encomienden su aspiración a Él con absoluta confianza. Si Él tiene la intención de que seas sacerdote, lo serás. No tiene sentido en este punto preocuparse por dificultades familiares o cosas por el estilo. Continúen pidiéndole suavemente ser menos indignos de los que son para semejante vocación. Al mismo tiempo recuerden que, en última instancia, la elección no es de Vds.: “No sois vosotros los que me elegisteis sino Yo el que os he elegido”, dijo el Señor a sus Apóstoles. No hay inconveniente por lo tanto en tener una segunda cuerda en el arco, o sea en pensar de antemano, si uno es lo suficientemente maduro como para planificar, qué es lo que habrán de hacer si resulta que Dios no los ha destinado al sacerdocio.

Digo esto porque a veces hay una cierta tentación en las personas que aspiran al sacerdocio a descuidar los estudios, sobre la base de que, después de todo no se necesita mucha educación para ser un sacerdote. Posiblemente ese no sea un gran cumplido hacia los sacerdotes que hayan conocido, pero me animo a decir que nos lo merecemos. Lo único que digo es que no hay certeza de que uno vaya a ser sacerdote, y que sería una pena que habiendo hecho ese descubrimiento, uno se encuentre con que  no tiene ninguna clase de aptitud para cualquier otra actividad en la vida. Por lo tanto, no descuiden las matemáticas, o la química o cualquier otra cosa en la que tengan aptitudes, sobre la base de que no les ayudará a alcanzar la meta principal de la vida. Cualquier clase de conocimiento puede ser útil al sacerdote; y gustos verdaderamente educados pueden hacerlo, si no un mejor sacerdote, sí un sacerdote más útil. De hecho, alguna gente piensa que es una pena que no tengamos más de esta clase.

Que Dios los bendiga y les conceda los más caros deseos.



(Retreat in Slow Motion, Sheed & Ward, 1960)

jueves, 20 de octubre de 2022

Los preconciliares que hicieron el Concilio

 





A raíz del post anterior, varios comentarios señalaron lo obvio: el Concilio Vaticano II fue protagonizado por obispos preconciliares, lo cual significa que antes del Concilio la cuestión estaba muy mal y es absurdo entonces añorar esas épocas. Se trata de un tema del que hemos hablado varias veces en este blog, pero siempre se encuentran nuevos elementos para la discusión.

    El primer punto al que hay que volver es que los buenos obispos preconciliares eran, en su inmensa mayoría, completamente incapaces para tomar sobre sus espaldas una responsabilidad tan alta en un momento tan grave. Y ocurrió entonces lo que debía ocurrir: fueron marionetas en manos de un grupo muy reducido de obispos y peritos, inteligentes y muy leídos, que hicieron con ellos lo que quisieron. Se trataba, claro, de los obispos de la cuenca del Rin. Los obispos de habla española en general, los africanos o asiáticos, e incluso los italianos se sentían completamente inadecuados frente a tamañas inteligencias germanas y votaron lo que la gente inteligente les decía que tenían que votar. Además, como el papa Pablo VI quería que se votaran todos los documentos y el papa, desde Pío IX en adelante, se había convertido en casi una hipóstasis del Espíritu Santo, no se lo cuestionaron. El excelente libro de Roberto de Mattei explica detalladamente, volens nolens, esta situación. Pueden leer aquí una reseña que publiqué del mismo.   

    Comprensiblemente, esta afirmación podría aparecer arbitraria, y por eso conviene dar casos concretos. Y voy a dar un par de ejemplos que nos tocan muy de cerca porque es el caso de los obispos argentinos. Los he tomado del libro  Los obispos argentinos en el Concilio Vaticano II, de Luis Libert (Buenos Aires: SAT - Ágape - Guadalupe, 2015). 

    Luego de la primera sesión del Concilio, los obispos se reunieron entre el 6 y el 10 de agosto de 1963 (VII asamblea planetaria de la Conferencia Episcopal Argentina), "con el objeto de realizar un estudio en común de los esquemas que serán considerados en la segunda parte del Concilio Ecuménico Vaticano II". Cuando se leen los aportes que hicieron nuestros obispos, se cae la cara de vergüenza ajena: nada. Sólo frases hechas sobre el beneplácito con el que recibían las propuestas conciliares y protestas de adhesión y zalamerías de toda especie. Nada de nada. O, lo que es peor, sandeces. Veamos el siguiente caso.

    Uno de los esquemas que se había enviado de Roma para la discusión era sobre los clérigos, a fin de preparar lo que luego terminaría siendo el documento conciliar Presbyterorum ordinis. Los obispos argentinos enviaron a Roma apenas dos mociones. Una de ellas decía lo siguiente: 


PROPOSICIÓN: Teniendo en cuenta: 1° que no pueden coexistir el pecado y la oración mental simultáneamente. Textos de la S. Escritura y la Doctrina Ascética. 

2° Que la conducta del hombre está regida por las imágenes, por la fuerza motriz de las mismas. 

3° Que los estímulos constantes a que está sujeto el hombre son de tipo erótico y mundano por lo cual su conducta, de no tener otro tipo de imágenes, v. gr.: de orden sobrenatural, que contrarresten a esas imágenes mundanas, su conducta será erótica y mundana. 

En consecuencia se pide a los efectos de asegurar la vida espiritual de los clérigos que el párrafo 2 del Canon 125 del Código de Derecho Canónico scl. 'de que los clérigos dediquen cada día algún tiempo a la oración mental', tenga carácter obligatorio”.

La moción fue firmada por Mons. Oscar Villena, auxiliar de Buenos Aires, Mons. Benito Rodríguez, auxiliar de Rosario, Mons. Francisco Mugüerza, obispo de Orán y Mons. Germinano Esorto, arzobispo de Bahía Blanca.

    Resulta difícil creer que semejante documento pudo haber sido no sólo discutida sino firmada por los obispos. Nada duda que eran hombres católicos, buenos y preocupados por su clero, pero eso no los priva de una brutal estolidez. Para ellos, el hombre sólo puede tener pensamientos eróticos y mundanos, o bien sobrenaturales. Afortunadamente, fueron escuetos; no eran conscientes de que estaban documentando sus propias patologías. Además, habría que discutir si, efectivamente, la oración no puede co-existir con el pecado. Sería buena idea preguntarle al Hijo Pródigo que, en medio de su vida de pecado, rezó, se arrepintió y volvió a la casa de su padres. Pero más allá de esto, que podría discutirse acerca de lo que efectivamente quisieron decir, y lo dijeron mal, los obispos, resulta inconcebible el pedido que hacen. En resumidas cuentas, consideran que el modo de evitar que los sacerdotes tengas pensamientos impuros y todo lo que viene a continuación, consiste en obligarlos canónicamente a hacer oración mental. ¿Cómo es posible que gente con experiencia en la cura de almas cayeran en semejante simplismo? ¿Tan fácil es adquirir y conservar la virtud de la castidad? Si Castellani hubiese conocido esta moción, habría escrito un largo apéndice a su libro sobre el fariseísmo, pues esto es un ejemplo claro  de la actitud farisea que cundía en el clero y el episcopado católicos.


    Cuando llegaron a Roma estos aportes, y otros que vendrían después a medida que avanzaba el Concilio, los cardenales y el mismo Pablo VI quedaron decepcionados. Esperaban mucho más, puesto que el episcopado argentino era el más prestigioso y formado de todo Latinoamérica. En una entrevista que le hiciera el Prof. José Pablo Martín a Mons. Victorio Bonamín, obispo auxiliar de Buenos Aires, afirmaba  el prelado:

Cuando estuvimos en el Concilio nos preguntábamos por la razón del peso nulo que tenía el Episcopado argentino en la deliberaciones. Esa pregunta se la hizo el papa [Pablo VI] a monseñor [Manuel] Menéndez. Y él respondió dos cosas: que aquí no tienen tiempo los obispos para estudiar, y que en los seminarios argentinos no hay tradición que forme verdaderos estudiosos. (...) Algunos cardenales italianos expresaron también su congoja sobre el Episcopado argentino. Ellos hubieran esperado una participación más clara y decidida. Pero nuestros obispos estaban desorientados. Habían recibido el impacto de las novedades sin reaccionar. Recuerda que aquí poco se supo de la preparación del Concilio, sino lo que publicaba Lohlé y otros centros progresistas. [J. P. Martín, Ruptura ideológica del catolicismo argentino. 36 entrevistas entre 1988 y 1992, Buenos Aires: Universidad Nacional de General Sarmiento, 2013, 59].

No solamente era incapaces de reaccionar, por más conservadores que fueran. Eran incapaces en todo sentido. Y lo sabían. Tal es así, que en la misma reunión plenaria de agosto de 1963, se planteó la posibilidad de convocar a peritos teólogos a fin de que los asesoraran. Era una experiencia que algunos de ellos, pocos meses antes, habían iniciado. Se llamó el "grupo Pilar" o el "coetus argentino", y fue convocada por el obispo de San Isidro Mons. Antonio Aguirre, y asistieron Jorge Kemerer (Posadas), Alberto Devoto (Goya), Antonio Quarracino (Nueve de Julio), Vicente Zazpe (Rafaela), Miguel Raspanti (Morón), Moisés Blanchoud (Río Cuarto) y Manuel Tato (Santiago del Estero). Y convocaron a un grupo de peritos, cuyos nombres son muy significativos: 

Eduardo Pironio, que un año después será hecho obispo, luego eyectado a Roma por su progresismo de izquierda y su clara adhesión a la teología de la liberación, creado cardenal por Pablo VI y seguramente beatificado próximamente por Francisco. 

Carmelo Giaquinta, hecho obispo de Resistencia en 1980, y uno de los representantes más significativos del progresismo de izquierda en Argentina.

Jorge Mejía, llamado a Roma y hecho obispo en 1986, y cardenal por Juan Pablo II en 2001. Ocupó varios altos cargos en la Curia Romana. Progresista a ultranza por conveniencia y persona de la peor calaña. En el segundo tomo de la biografía de Castellani de Sebastián Randle aparece en numerosas ocasiones. Es cuestión de ir allí para apreciar la catadura del personaje o, si prefieren, podrían preguntarle a quien fue su secretario privadísimo, el P. Luis Ducastella o también a su ecopárroco de confianza. 

Completaban el grupo los padres Rodolfo Nolasco y Alfredo Trusso. 

    Los obispos del grupo Pilar hicieron una moción en la asamblea general del episcopado a fin de que estos peritos, y otros del mismo género, fueran incorporados oficialmente a fin de "ayudar" a los obispos en sus deliberaciones. El presidente, cardenal Antonio Caggiano, consideró que no consideraba oportuno que el Episcopado tuviera peritos, más allá de que cada obispo podía hacerlo por su cuenta. Por tanto, decidió no presidir la votación y se retiró. La asamblea quedó momentáneamente a cargo de Mons. Nicolás Fasolino, arzobispo de Santa Fe; se reanudó la discusión y finalmente la moción fue rechazada. 

    La mayor parte de los obispos argentinos tenían claramente olfato católico, pero no mucho más que olfato. Cuando fueron a Roma, votaron con aplausos todas los documentos y reformas que les fueron propuestos, amañados como estaban por los obispos y peritos del Rin, protegidos por Pablo VI. 


lunes, 17 de octubre de 2022

El moridero

 


La hermana Clara es hija de una familia de inmigrantes europeos que llegó a Argentina hace un siglo y que en el término de pocos años, y en base al esfuerzo y al trabajo, se hizo de una pequeña fortuna que le permitió comprar algunos campos y dedicarse a la explotación agrícola. Enviaron a sus hijos a colegios religiosos, en régimen de internado, y en ese ambiente nació la vocación de Clara. A los quince años dejó su casa paterna, subió a un tren y, atravesando las pampas infinitas y polvorientas, llegó a Buenos Aires donde haría su formación. Era el año 1943, y por veinte años no volvería a su tierra.

Eligió para seguir a Cristo la misma congregación de monjas enseñantes y aptas para todos servicio que regenteaban el colegio al que la habían enviado sus padres. Es una de las cientos de congregaciones femeninas y masculinas que nacieron durante el siglo XIX, fundadas por religiosos, obispos, párrocos o simples señoritas piadosas, y que fueron las protagonistas del gran impulso misionero decimonónico hasta bien entrado el siglo XX. Buena parte del planeta les debe a ellas la fe.

Terminado su proceso de formación, la hna. Clara fue destinada a diversas casas que su congregación tenía en Argentina, y que eran muchas. El inicio de los años ’60 la encontró en una diócesis pequeña cuyo obispo fue uno de los exponentes más destacados no solo del progresismo sino del tercermundismo. Y así, la hna. Clara, como la enorme mayoría de los religiosos católicos de la época, se deslumbró con las novedades del Concilio Vaticano II y abrazó entusiasmada los postulados de la nueva iglesia, de puertas abiertas, que estaba naciendo. Ella permaneció fiel, nunca se quitó el hábito ni dejó de recitar el oficio o el rosario, pero su mentalidad cambió, como cambió todo lo que la rodeaba.

Por su espíritu emprendedor y de liderazgo, a comienzo de los ’80 se le ordenó que fundara una nueva casa en un remoto pueblo patagónico, donde el viento jamás deja de soplar. Y allí fue, con dos compañeras, solas y desamparadas. Les dieron una pequeña casa, que apenas cumplía con las condiciones mínimas para ser un “convento”, y nada más. La hna. Clara debió emplearse como maestra en una escuela pública y otra de las hermanas como enfermera en el hospital para poder sobrevivir. Esa era su vida: por las mañanas, maestra de escuela y por las tardes actividades “pastorales” de todo tipo. Y, en los días libres, viajes a las profundidades del desierto patagónico, en busca de almas. 

Habían pasado casi diez años. Las autoridades de su congregación comenzaron a caer en la cuenta de que las vocaciones, tan numerosas como habían sido en un momento, ya no lo eran más. El cierzo del Vaticano II estaba llegando también a ellas. Alarmadas, decidieron hacer lo que hacía el resto de las congregación: fundar en países periféricos a fin de captar nuevas vocaciones que si no por amor a los consejos evangélicos, al menos por alcanzar una vida más cómoda, ingresarían a los noviciados vacíos. Y destinaron entonces a la hna. Clara a Bolivia. Allí fundó cuatro casas y un noviciado, y pasó cinco años viviendo en medio de la selva amazónica. Y cumplió el objetivo: varias jóvenes bolivianas ingresaron a su congregación.

La hna. Clara se estaba haciendo mayor. La llamaron nuevamente a Argentina, donde fue destinada a varias casas, a aquellas en las que había algún problema, pues se sabía de sus habilidades para arreglar entuertos. Y así siguieron pasando los años, mientras su congregación se agostaba. 

Hoy la hna. Clara es muy anciana. Vive en una ciudad pequeña, fea y húmeda del interior de Argentina, donde su orden tiene un colegio. En su comunidad son cuatro monjas. La superiora, de 74 años, es piadosa y caritativa; la hna. Ana tiene 86, y camina escorada hacia la izquierda; la hna. Atilia tiene 87 y su cuerpo está curvado en ángulo de 90º, y la hna. Clara, con 95, aún mantiene su porte erecto y su lucidez. Han desaparecido los horarios que dispone la regla. Sólo están obligadas al almuerzo y a las vísperas en común. No tienen misa en el convento pues los dos curas del pueblo están en sus tareas y no pueden atenderlas; se contentan, entonces, con “participar” en alguna misa que encuentran en Youtube. El resto del tiempo lo pasan en sus celdas, durmiendo, o sentadas en el locutorio, que es también sala común y refectorio, y capilla a la hora de la misa; un lugar oscuro y sólo iluminado por anticuados tubos de luz fluorescente. Allí se entretienen con sus celulares, con los programas de TV, con el relato de sus enfermedades o con los chismes que siempre llegan puntuales.

La congregación fundó el colegio en el que viven en la primera mitad del siglo pasado, y las monjas lo regentearon durante décadas; luego, fueron las “animadoras pastorales”; hoy son apenas una suerte de inquilinas de algunas dependencias, meros fantasmas que transitan lentamente por las frías galerías y que sólo los más caritativos de los “laicos comprometidos” que se han hecho cargo de la institución, las saludan.

La hna. Clara ha sido destinada a uno de los tantos morideros que tiene su congregación. Se está muriendo. De vez en cuando mira hacia atrás. Las seis casas que fundó a lo largo de su vida fueron cerradas. Del grupo de religiosas bolivianas que ingresó, no queda ninguna; todas abandonaron la vida religiosa luego de obtener algún título universitario en Argentina. De las numerosas casas que tenía su congregación en Argentina, sólo quedan cuatro, y a fines de este año cerrarán una más. 

La vida de la hna. Clara es, sin duda, una vida ofrendada a Dios. Siendo muy joven se enamoró de un ideal; se enamoró del Señor, y lo siguió a lo largo de muchos años y muchos avatares. Perseveró. Está ya llegando a la meta y conservó la fe. 

Con la hna. Clara está muriendo también su congregación, que no tiene ya posibilidad de regeneración. Y mueren también todos los días otras congregaciones, masculinas y femeninas, que durante muchos siglos fueron una de las preseas más valiosas de la Iglesia católica. 

Por estos días se están “celebrando” los 60 años del inicio del Concilio Vaticano II; lo celebran, claro, los obispos y sacerdotes que más años acumulan en sus vidas y más escamas en sus ojos. “El Concilio Vaticano II fracasó en los términos establecidos por sus propios partidarios. Estaba destinado a hacer que la Iglesia fuera más dinámica, más atractiva para la gente moderna, más evangelizadora, menos cerrada, obsoleta y autorreferencial. No hizo ninguna de estas cosas. La iglesia declinó en todas partes del mundo desarrollado después del Concilio Vaticano II, tanto bajo papas conservadores como liberales, pero el declive fue más rápido donde la influencia del Concilio fue más fuerte”. Estas palabras las escribió la semana pasada Ross Douthat en una columna de opinión del The New York Times. La hna. Clara no necesita leer ese diario para saberlo.

miércoles, 12 de octubre de 2022

En torno a Brideshead, la gran novela de Evelyn Waugh



Estimado Wanderer, aquí le pongo un artículo de Joseph Pearce que traduje sobre Evelyn Waugh y le adjunto una charla de Sebastián Randle sobre… pues, Sebastián Flyte y su familia..

Jack Tollers

 

De regreso a Brideshead en pocas palabras

por Joseph Pearce

El espíritu profundamente católico de este libro ha sido sucintamente formulado por su autor, Evelyn Waugh, en el prefacio que escribió para la segunda edición de esta, su novela más importante. Como lo dijo él, el tema de la novela trata acerca de “la operación de la gracia divina sobre un grupo de gente diversa, bien que estrechamente conectada entre sí.” Y agregó que abordar semejante asunto quizá fuera “un tanto presuntuoso pero que ni pensaba siquiera pedir perdón por haberlo intentado.”

Si tomamos la palabra de Waugh al pie de la letra y en la inteligencia de que ignorar la autoridad del autor puede comprometer la comprensión de su obra, de entrada hemos de reconocer que De Regreso a Brideshead es una obra sobrenatural hasta la médula. Su protagonista principal no es ninguno de los personajes humanos, seres físicamente identificables, sino la mano invisible de la Providencia que provee la gracia necesaria para la conversión de las almas. Es esa mano invisible de la gracia la que guía la trama, enderezando las cosas con líneas torcidas enmendando vidas de gente con defectos evidentes.

El título mismo de la novela ofrece una clave sobre su identidad sobrenatural. “Brideshead”, el nombre de una majestuosa casona, casa de una familia católica aristocráctica (con serias deficiencias), es un nombre claramente simbólico puesto que en inglés “Brideshead” tiene una fuerte connotación nupcial que alude al novio, al que se va a casar, al futuro esposo, una evidente referencia a Cristo mismo. De regreso a Brideshead equivale entonces a un regreso a Cristo. Esta dimensión sobrenatural se ve enfatizada por la estructura litúrgica de la oba, la primera parte terminando metafóricamente en un Viernes Santo y la novela toda en un domingo de Pascua

Los personajes “estrechamente conectados entre sí”, tejiendo y enderezando sus pasos a lo largo de las páginas de la novela son los diferentes miembros de la aristocráctica familia Flyte. Lord Marchmain, cabeza de la familia, ha abandonado a su mujer e hijos para instalarse en Venecia con una concubina. Lady Marchmain, la cónyugue abandonada se mantiene estoica y píamente católica, bien que algo fría y más bien santulona en el trato.  

Lord Brideshead, el hijo mayor, constituye una católico sólido y fiel, profundamente dominado por la filosofía escolástica y la espiritualidad jesuítica, mas socialmente se muestra un tanto torpe y desangelado. Sebastián, el hijo más joven, es todo lo contrario. Se trata de un católico vacilante cuya fe no está enraizada en la razón sino en una suerte de esteticismo romántico dominado por sus sentimientos. Y con todo, resulta un personaje encantador, por lo menos a primera vista. Julia, la hija mayor es físicamente hermosa y considerablemente narcisista. Al igual que su hermano Sebastián, le fastidian las exigencias y prácticas de la Fe, en particular en la medida en que le pone límites a su “libertad”. La más joven de la familia, Cordelia, carece de los atractivos físicos de su hermana, pero tiene una piedad y fe de las que Julia carece. Aquí cómo Sebastián describe su familia:

Somos una familia religiosamente mixta. Brideshead y Cordelia son ambos católicos fervientes; él es un melancólico, ella siempre está de excelente humor; Julia y yo somos medio paganos; yo soy feliz, pero a veces creo que Julia no lo es. En general se considera que Mamá es una santa y Papá ha sido ex-comunicado—y no sabría decir cuál de los dos es feliz. Como fuere, la felicidad no parece tener mucho que ver con todo esto y es lo único que me interesa…

Aparte de permitir al narrador, Charles Ryder, conocer a la familia Flyte un poco mejor, las palabras de Sebastián también introducen el enigma de la felicidad que la novela quiere desenredar. ¿Qué cosa es la felicidad? ¿Cómo se la alcanza? Y una vez alcanzada, ¿cómo se retiene y mantiene?

Charles Ryder, el narrador, constituye el otro personaje clave, cuya voz requiere atención si hemos de entender la novela misma. La voz narrativa, que ya aparece en el prólogo, es una voz que denota cierta desilusión. “Aquí, a la edad de 39 años, empecé a ser viejo… Aquí murió mi ultimo amor. No hubo nada notable en el modo en que murió…” Se trata de la voz de un adulto de mediana edad algo hastiado que recuerda episodios a lo largo del libro con la sabiduría que sólo da la experiencia. Esto es más que evidente cuando se nos dice que Charles se despide de Brideshead por lo que él creía sería la última vez: 

“He dejado tras mío la ilusión”, me dije. “De ahora en más vivo en un mundo de tres dimensiones—con la ayuda de mis cinco sentidos”. Con el paso del tiempo he aprendido que no existe un mundo semejante; pero luego, mientras el automóvil perdía de vista la mansión, pensé que no había que buscarla demasiado, sino que siempre estaría al final del camino.”

En este breve pasaje, se descubre la voz sutilmente subversiva de un narrador de mediana edad que juzga con una pizca de desdén la candidez de su propia juventud. Al darle la espalda a Brideshead, el joven Charles había creído que le estaba dando la espalda a lo que él creía no ser más que un cosmos ilusoriamente sobrenatural. A partir de ahora solo creería en las tres dimensiones físicas que percibía con sus cinco sentidos. Cualquier cosa más allá de eso no era más que una ilusión. 

Y con todo, el Charles más grande ha aprendido, que “no existe tal mundo” como en el que creen los cándidos ateos. Porque resulta qie el mundo de los materialistas es el ilusorio. El Charles más grande ha descubierto, atravesando las desilusiones de su juventud cuáles son los espejismos de una juventud llena de ilusiones.

Llegamos a entender que la desilusión de Charles Ryder con sus propias experiencias ateas no es sino el fruto de la sabiduría adquirida con la experiencia del sufrimiento. Dos poderosas metáforas se emplean para evocar el rol del sufrimiento para despertar a las almas dominadas por sus egoísmos. La primera es el “leve tirón de un hilo”, el título de la parte final del libro que le ha sido tomado prestado a un cuento del Padre Brown de Chesterton. El hilo es la gracia divina que va completando un tejido a lo largo de la historia, tal como Waugh había anunciado en el prólogo. El tirón del hilo constituye el momento de sufrimiento cuando el alma perdida es súbitamente apartada de su camino de destrucción con el anzuelo del doloroso amor del propio Dios.

La otra metáfora es la de una avalancha que se emplea como un motivo recurrente en los últimos capítulos del libro. Charles asimila la felicidad que él y Julia buscan en medio de un mundo helado y sin amor, a las del cazador que se mantiene abrigado en un iglú en el ártico. Afuera, se apila la nieve contra la puerta mientras se desata una tormenta de nieve. Pero adentro, están abrigados, hasta que, bien pronto, cuando el viento afloja y el sol brilla sobre las cuestas y comienza el deshielo, un bloque comenzaría a moverse, a deslizarse y caer, allá en las alturas, ganando terreno, ganando volumen hasta que pareciera que toda la cuesta de la montaña está cayendo sobre el pequeño iglú destruyéndolo y convirtiéndolo en nada más que un montón de astillas sumándose a la avalancha que desemboca sobre un precipicio.  

La paradoja que estas poderosas metáforas evocan está en que el sufrimiento resulta esencial para el crecimiento del alma hasta alcanzar las profundidades de un amor verdaderamente sacrificado al cual está llamado. La salul no consiste en evitar el sufrimiento sino en aceptar el sufrimiento. Sólo con semejante aceptación se pueden amalgamar la salud, la curación y el dolor en una síntesis trina conocida como santidad. Es esta sabiduría la que Waugh entreteje mediante el invisible hilo de la gracia que evoca. Es esta sabiduría que constituye la solución del enigma de la felicidad que De Regreso a Brideshead propone de entrada.

La felicidad verdadera no es posible sin la salud y la curación que sólo proceden del sufrimiento. Esa es la sabiduría que Charles Ryder ha aprendido al final de la novela. Al perderlo todo, ha alcanzado la felicidad más profunda que jamás había conocido. Está desilusionado con su propia desilusión y desencantado con su propio desencanto. Es, por tanto, un Charles Ryder re-encantado, ese que se describe en el último párrafo de la novela, retratado como con “aspecto inusualmente alegre, hoy”.  

Fuente:  Crisis Magazine

lunes, 10 de octubre de 2022

La aspirina de lo accidental

 


En alguna etapa de mi vida viví en Renania, la otrora zona católica de Alemania. Estando allí acompañé a un amigo, dedicado al negocio de la compra-venta de libros de segunda mano, a un antiguo monasterio ubicado en las cercanías de Colonia en el que se habían formado generaciones de misioneros a los cuales le deben la fe extensos territorios americanos y africanos. Como es de rigor en la primavera posconciliar, la enorme construcción albergaba a una decena de religiosos, comandado por el más joven de ellos, un chaval de setenta años. Estimo que el edificio, veinte años más tarde, estará vacío o funcionará en él un criadero de gallinas.

El motivo de nuestra visita era aprovechar la barata que los monjes hacían de su enorme biblioteca, pues habían decidido transformar el gran salón que ocupaba en una confortable sala de video y televisión a fin de solazar los últimos años de vida de los religiosos (preparación para una buena muerte, que le dicen). Los libros se vendían a 50 euros la caja —las utilizadas para el transporte de bananas—, sin importar el tipo de libros que en ellas se colocaran. Yo, tratando de obtener alguna ventaja de la crisis eclesial, y con la generosa venia de mi amigo germano, puede rescatar a precio más que de saldo varios ejemplares. Entre ellos, por ejemplo, la Suma de Teología de Santo Tomás de Aquino, en la edición comentada de la “Revue des Jeunes” y, también, una interesante obra en dos tomos de Mons. X. Barbier de Montault profusamente intitulada Traité practique de la construction, de l’ameublement et de la décoration des églises selon les régles canoniques et les traditions romaines avec un appendice sur le costume ecclesiastique (Tratado práctico de la construcción, del amoblamiento y de la decoración de las iglesias según las reglas canónicas y las tradiciones romanas con un apéndice sobre las vestiduras eclesiásticas), editada en París en 1878.

Se trata de un obra por demás curiosa, que relata usos y costumbres que parecieran alejados de nosotros por miles de años, aunque apenas sobrepasen el centenar. Explica, por ejemplo, que los cardenales, cuando se desplazaban en visitas oficiales por la ciudad de Roma, debía hacerlo en un cortejo compuesto por tres carrozas: en el primera va sentado el cardenal con un obispo a su izquierda y dos prelados frente a ellos. El vehículo debe ser colorado y dorado, con el escudo del cardenal pintado en las puertas. En la segunda carroza se traslada el maestro de ceremonias, el maestro de cámara que porta el capelo cardenalicio, un gentilhombre y un capellán. Y en la tercera se ubican el caudatario (aquel que lleva la cola de la capa cardenalicia), el ayudante de cámara y el decano de los domésticos de Su Eminencia. Los valets, vestidos de librea, marchan a pie, a izquierda y derecha del cortejo. No hay que olvidar que los carruajes deben ser tirados por dos caballo negros de larga cola, con sus cabezas adornadas de un penacho de seda roja, sus crines trenzadas y sus arneses decorados con flecos de seda.

Aunque más no sea que con la imaginación, uno queda sorprendido por la gala y solemnidad de tamaño cortejo, quizás demasiado pomposo y exagerado, sobre todo cuando se lo compara con los usos y costumbres del clero contemporáneo. Los italianos, por poner un caso, estaban bastante molestos la semana pasada por el modo casual de la entrada del nuevo arzobispo de Verona en su diócesis. Muchos dirán, y con razón que no vale la pena lamentarse por la pérdida de semejantes detalles, pues todos ellos son accidentales y, por tanto, de una importancia relativa. Lo que verdaderamente importa, sabemos, es la sustancia.

Más allá de la verdad del razonamiento, considero oportuna un reflexión acerca del status de los accidentes. La pregunta es: los accidentes ¿son tan accidentales como se piensa? Dicho de otro modo, que algo sea accidental, ¿significa, sin más, que carece de importancia y que, por tanto, no vale la pena preocuparse por él? Veamos un ejemplo: pensemos en un hombre llamado Juan, nacido en 1960 en Buenos Aires, ingeniero de profesión, católico practicante, casado y padre de tres hijos, morocho y con bigotes. Y pensemos en otro hombre llamado Christian, nacido en 1710 en Oslo, predicador luterano, casado y sin hijos, rubio y afeitado. Ambos seres tienen en común solamente el ser hombres, su sustancialidad, pero en cuanto a los accidentes, son totalmente diversos. En efecto, ¡qué distintos son Juan y Christian! Pero, ¿son en verdad tan distintos? Si solamente los separan algunos insignificantes accidentes…, deberíamos decir aplicando el razonamiento anterior. Sin embargo, para ellos no son tan insignificantes, y para nosotros tampoco.

Es que los accidentes no son insignificantes. Nosotros aparecemos a los demás y a nosotros mismos tal como nos hacen nuestros accidentes: altos o bajos, gordos o flacos, generosos o mezquinos, amables u hoscos, valientes o cobardes, prudentes o arrebatados. Nuestras virtudes y nuestros vicios son accidentes del alma. Por eso no podemos descuidar lo accidental aduciendo que es meramente accidental, y en cuanto tal, sin importancia, y que nuestro interés radica exclusivamente en la sustancia, ya que nos ocupamos de las cosas importantes. Y haciendo una digresión filosófica me preguntaría si no podemos hablar, incluso, de una “perseidad” de los accidentes, es decir, de un existencia accidental per se. Sobre ese tema se defendió en una universidad nacional una interesante tesis doctoral hace algunos años.

Esta reflexión tiene importantes aplicaciones en el ámbito de la fe. Por ejemplo, es habitual decir, en referencia al tema litúrgico, que la reforma conciliar, en definitiva, no fue tan importante: altar coram Deo o versus populum, latín o lengua vernácula, uno solo canon o diez plegarias eucarísticas, cáliz con velo o sin velo; todos estos son aspectos meramente accidentales que no modifican la sustancialidad de la Misa, ya que sigue existiendo consagración del pan y del vino, sigue ofreciéndose el sacrificio. ¿A qué tanto alboroto entonces? ¿Hacer tanto lío por unos cuantos accidentes? Obedezcamos a nuestros pastores, bajemos la cerviz, y Dios será servido de ese modo.

Por cierto que la orientación y ubicación del altar, la lengua litúrgica, el canon y demás elementos de la Santa Misa son aspectos accidentales, pero ¿son por ello insignificantes? ¿Es lo mismo, y no vale la pena hacerse mala sangre, si se es Juan o si es Christian? Juan no quisiera ser Christian, y la esposa y madre de uno no quisiera que se lo trocaran por el otro, aunque le explicáramos que los cambios de su esposo o hijo son meramente accidentales. Entonces, ¿es lo mismo la liturgia tradicional de más de quince siglos de historia que las ceremonias que son habituales en nuestra parroquias en la actualidad? ¿No valdrá la pena cuestionarse estos cambios “accidentales”?

No cabe duda que el recurso a la excusa de la accidentalidad es cómoda, no sólo para responder a los demás sino, sobre todo, para responder a las propias conciencias. ¿Para qué preocuparme por asistir a la misa tradicional si la nueva es también válida? ¿Para qué discutir con uno u otro justificando mi asistencia a la Misa de siempre en alguna capilla no oficializada por el obispo, pudiendo asistir a la liturgia de la parroquia de la esquina, aunque en ella hayan guitarras y bombos y el cura no se canse de decir herejías en el sermón? "Los cambios son todos accidentales y yo voy a la esencia de las cosas", se tranquilizan.

La aspirina del recurso al accidente tranquiliza fácilmente las conciencias, pero ¿es un remedio efectivo?


miércoles, 5 de octubre de 2022

La derrota del olvido


 


Escribí estas líneas en febrero de 2005 para un medio con el que colaboraba y que, lamentablemente, ya no está más en línea. Y que yo sepa, el artículo nunca fue publicado. Pero el tema sigue aún vigente. Y, con algún remozamiento, aquí va para juicio y comentario de los lectores. 


Hace algunas semanas escribía un artículo acerca de la certeza de la derrota que nos espera. Quisiera profundizar en esa reflexión, advirtiendo que de ningún modo pretende ser una elegía a la desesperación sino, por el contrario, un temprano anuncio de la enorme alegría por nuestra cierta y definitiva victoria.

Han sido muchas las derrotas que hemos sufrido desde que, en el siglo XVI, se quebró el orden cristiano. Repasemos algunas de las que ocurrieron en el último siglo. En el orden político, fuimos derrotados cuando, luego de la Primera Guerra Mundial, la masonería y la izquierda internacional derrumbaron los dos últimos imperios cristianos, fusilando a la familia imperial rusa y expulsando de Viena al último emperador austriaco, Carlos de Hausburgo. 

Fuimos derrotados cuando, luego de la Segunda Guerra Mundial, se consolidó la democracia como único sistema, no sólo de gobierno, sino también de vida, siendo considerada, incluso por los eclesiásticos, como una hipóstasis del bien y subvirtiendo de ese modo el orden por el cual el gobierno debe ser de los sabios y no de la masa. 

Fuimos derrotados cuando el doblemente perjuro rey de España abrió la puerta de su reino a los vencidos en la última cruzada cristiana, la Guerra Civil Española, permitiendo que hoy gobiernen la península los nietos de los comunistas y anarquistas que quemaron iglesias y asesinaron monjas. 

Fuimos derrotados cuando, en Argentina, se exilió la clase dirigente, dejando el gobierno de la patria en manos de bribones e improvisados que continúan destruyendo la herencia recibida, si es que aun queda algo de ella.

En el orden eclesial, fuimos derrotados cuando, inexplicablemente, Pío XI condenó a Charles Maurras y a la Acción Francesa, asentando de ese modo un golpe de muerte a la inteligencia francesa, llamada a liderar el pensamiento católico de ese momento. 

Fuimos derrotados cuando Juan XXIII convocó a un Concilio en el Vaticano, arremolinando allí las peores fuerzas enemigas. 

Fuimos derrotados cuando Pablo VI, por debilidad u otros motivos aún más tristes, cambió las reglas de ese mismo Concilio entregando su gobierno al progresismo europeo y marginando del mismo a los cardenales ortodoxos. 

Fuimos derrotados cuando el mismo pontífice entregó la reforma litúrgica al obispo Bugnini, con los resultados que hoy conocemos. 

Fuimos derrotados cuando se sepultó con bombos y platillos la Santa Misa, tal como la Iglesia la había celebrado durante más de mil quinientos años, y se adoptó en su reemplazo una informe reunión social desacralizada. 

Fuimos derrotados cuando, luego del respiro que significó el pontificado de Benedicto XVI, los cardenales eligieron en su lugar a Jorge Mario Bergoglio, el más inepto de entre todos ellos, y de entre muchos más, para ocupar la sede petrina. 

Somos derrotados cada vez que este personaje habla y dispone, hundiendo poco a poco a la Iglesia en una organización religiosa que poco y nada tiene que ver con aquella que fue fundada por Nuestro Señor.

Pero la derrota no es un delito sino que es un riesgo que corren los andantes de todas las épocas; don Quijote y Frodo son ejemplo de ello. Lo importante es no olvidar el principio o la verdad por la que nos batimos y fuimos derrotados. Por eso, la derrota más grande que nos asentaría en el enemigo sería el olvido. Lo importante es derrotar al olvido. 

¿Cómo escapar a ser derrotados por el olvido, la última y más triste de las derrotas? La filología puede ser de ayuda. En griego, verdad se dice ἀλήθεια (aletheia), palabra formada por el alfa de sentido privativo y la palabra λάθος (lathos), que significa esconderse o permanecer ignorado. De aquí surge la palabra española letargo, que hace referencia a un sueño patológico. 

Los antiguos consideraban a la muerte como el pasaje a una existencia espectral, una pérdida de la conciencia de sí y el olvido de todas las cosas terrestres. Y esta concepción era simbolizada por sombras que bebían de un río subterráneo llamado Olvido, en griego Λήθη (Léthe). Y de esta manera, para los griegos, el olvido no era una simple ausencia de memoria, sino un acto especial que destruía una parte de la conciencia, que disolvía en él una parte de la realidad, aquella realidad que era olvidada. 

Pero la verdad, aletheia, es el no-olvido. Es aquello que permanece a pesar de las correntadas del río del Olvido, el río Léthe, que fluye en medio de la letalidad del mundo sensible. Es aquello capaz de remontar el tiempo, que se mantiene sin quebrarse y que se guarda eternamente en la memoria. La verdad es la memoria eterna de una cierta conciencia; es un valor digno de una conmemoración perpetua. 

La memoria quiere detener el movimiento, tiende a permanecer inmóvil delante de los fenómenos que fluyen, opone una barrera al río del devenir. Por consiguiente, la aletheia es la corriente en reposo, el fluir detenido, el torbellino inmóvil del ser. 

Y así, nuestra principal arma para evitar la terrible derrota del olvido es la verdad, y la verdad es el no-olvido, es el recordar permanente quiénes somos y, como decía Pemán, “los hombres no somos átomos sueltos ni plumas al azar del aire. Somos gotas de un río y espigas de un trigal: trigal y río, con sus vallados, sus márgenes y su nombre propio. Cada uno de nosotros es quien es —y no otro— por aquello que, sobre su simple esencia abstracta de hombre, le han dado, al nacer, desde fuera, los padres, la tierra, los siglos y las cosas”.

En la verdad y en el recuerdo están la esperanza de la victoria.

lunes, 3 de octubre de 2022

Recomendaciones bibliográficas

 

John Henry Newman, Carta a Pusey. La devoción a la Virgen María en la tradición de la Iglesia, Introducción, traducción y notas de Rubén Peretó Rivas, Encuentro: Madrid, 2022.

Acaba de aparecer una de las pocas obras de San John Henry Newman que aún no había sido traducida al español: Carta a Pusey. La devoción a la Virgen María en la tradición de la Iglesia, publicada por Encuentro en España y, próximamente, por Ágape en Argentina.

Es una obra del estilo de la Carta al duque de Norfolk, en la que John Henry Newman desarrolla un apasionado y breve tratado a modo de respuesta al Eirenicon, un largo volumen escrito por su amigo Edward Pusey. Su intención es insistir en la legitimidad del puesto de María en la teología católica y lo hace recurriendo a la fuente que Pusey no podría sino aceptar: la Patrística.

Dice la introducción: «Cuando Mary, su hermana menor, le preguntó por qué le parecían tan importantes los Padres de la Iglesia, Newman respondió que porque poseían y expresaban un conocimiento de primera mano de los objetos de la Palabra de Dios. Y por eso, para él como para los Padres, la teología y la espiritualidad no son cosas diferentes que transcurren por caminos o vías diversas, sino que son dos caras distintas pero complementarias de una misma realidad. Y ambos aspectos, su conocimiento de los Padres y su espiritualidad, quedan de manifiesto en la Carta a Pusey y se orientan a demostrar la legitimidad del culto a la Virgen María y su devoción por parte de los católicos».

Newman procura responder las objeciones que los anglicanos y protestantes en general hacían y hacen acerca de la fe y de la devoción que los católicos profesamos a Nuestra Señora. Y a eso dedica los primeros capítulos de la carta. Luego desarrolla, a partir de los escritos de los Padres de la Iglesia, los motivos por los cuales María fue concebida sin mancha de pecado original y por qué es Madre de Dios, el título más alto e impensado al que cualquier criatura podría aspirar. Newman desarrolla, además, las razones de uno de los títulos más antiguos que los primeros cristianos le atribuyeron a María: Ella es la Segunda Eva.

Newman hace una importante distinción: una cosa es la fe en María y sus prerrogativas, las cuales siempre se han conservado en el Depósito de la Fe y, en todo caso, no han hecho más que desarrollarse armonicamente en el tiempo, y otra la devoción a Ella, que está atada a la historia y a la cultura de cada pueblo, que elige diversos modos de honrarla. Es así entonces que algunas formas de devoción pueden parecer extrañas o exageradas para algunas culturas y, en cambio, naturales para otras. 

El mismo Newman añade al final de su breve tratado una serie de anexos que documentan y reafirman las tesis mariológicas que ha sostenido. El traductor, además, incluye una extensa introducción contextualizando la obra y numerosas notas que ayuda a la comprensión del texto. 

En definitiva, un nuevo e interesante aporte al mundo hispanohablante para profundizar en el conocimiento de la enseñanza del gran John Henry Newman.




Antonio Caponnetto, El último gobierno de Sancho, Bella Vista Ediciones: Buenos Aires, 2022.

Es conocida en el ámbito argentino la fecundidad del Prof. Antonio Caponnetto cuyas obras pueden llenar fácilmente un extenso anaquel de cualquier biblioteca. Y recorren varios tópicos, tales como los diversos aspectos del revisionismo histórico, la pedagogía —conocida es su serie de cuatro volúmenes dedicados a los educadores católicos— y ensayos y denuncias sobre la crisis de la iglesia católica.

Hace pocas semanas, Caponnetto nos ha sorprendido con la aparición del último de sus libros en el que incursiona en un género novedoso para su pluma y que confirma la fecundidad a la que aludíamos más arriba. Él lo denomina pastiche, y consiste en “la imitación explícita, avisada y frontal de ciertos autores o temas” y, en este caso, consiste en imitar o, diría yo más bien, reflejar para los tiempos actuales, el conocido libro de Leonardo Castellani El nuevo gobierno de Sancho. Caponnetto no hablará de nuevo gobierno sino de último gobierno de Sancho.

En el libro encontramos una serie de episodios en los que Sancho, gobernador nuevamente de la ínsula Agathaurica, debe impartir justicia en casos que involucran a protagonistas ya no sólo lejanos a Cervantes sino también al mismísimo Castellani: el rapero, el influencer, el no binario, el vacunador o la sexóloga empoderada son algunos de ellos. Las situaciones que genera el autor en cada caso muestran las ridículas torpezas a las que estamos expuestos, sólo que en esta ocasión no reciben una crítica sesuda a la sombra de la filosofía o de la teología sino que provocan el humor que en más de una ocasión es más elocuente que un silogismo.

Como lo exige el género elegido, Caponnetto hace gala de su fino conocimiento de la lengua de Castilla, utilizando un sinfín de términos añejos y castizos que son una delicia para el oído de cualquiera que haya sido educado en la belleza de nuestro idioma. Y para no perderse en tamaña glosolalia, el autor incluye al final un glosario que es también un excelente instrumento para acrecentar la propia cultura.

El pastiche se presta, también, para que Caponnetto introduzca diversos juegos y guiños, algunos que cualquiera puede descifrar, y otros que sólo podrán hacerlo unos pocos. Y aprovecha también para incluir como actores de reparto a un abanico de personajes reales que no desentonan en la corte del buen Sancho, como Eduardo Amitrano, de feliz memoria, o fray Pablo Paleta.

Antonio Caponnetto, sin embargo, no puede ocultar la hilacha, y los dos últimos capítulos del libro son ocasión para que, de un modo del todo nuevo en su estilo, haga recitar a los diversos personajes que se preparan para la batalla final entre la tradición y el liberalismo, su más pura y característica prosa nacionalista. Y hasta hace aparecer montado en caballo bayo a don Juan Manuel de Rosas que, finalmente, puede morir en su tierra.

Se trata, en definitiva, de una obra inesperada, de lectura fácil, que divierte y arranca sonrisas, pero sin ser por eso una obra cómica. En todo caso, muestra el costado humorístico de la tragedia que vivimos.