Habitualmente,
no tiene mucho sentido la realización de ejercicios contrafácticos porque,
sencillamente, son imposible de verificar o falsear. Sin embargo, desde hace un
par de años me da vuelta una pregunta contrafáctica que me hizo un barbado amigo,
un brumoso día de febrero, recorriendo los senderos de New Forest. “¿Qué
hubiese pasado con la liturgia, y con la Iglesia, sino hubiese ocurrido la
reforma litúrgica del Vaticano II?”
Imposible
saberlo. Pero animémonos al ejercicio. Imaginemos que, luego de la muerte de
Pío XII, en vez de haber sido elegido el Gordo Roncalli, hubiese ascendido al
trono petrino un cardenal al estilo Gregorio XVI. O pongámoslo más sencillo, que
hubiese sido hecho papa un reaccionario que hubiera enviado a Montini de nuncio
apostólico a Ulan Bator, destituido de su sedes a los obispos más díscolos y
modernistas, y hubiese prohibido continuar con cualquier intento, o
experimento, de cambio en la liturgia romana. Total que hoy tendríamos en cada
iglesia de barrio la “misa de siempre”, en latín y con gregoriano solesmiense.
Sabemos
lo que ocurrió luego de la Reforma. Y no me refiero a la liturgia misma, sino a
la Iglesia: se vino el invierno, aunque algunas voces todavía dicen que estamos
en el mejor momento… Seminarios cerrados, escasez de sacerdotes, caída brutal
de la asistencia a misa, desprecio y hostilidad cada vez mayor del mundo hacia la
Iglesia cuando ésta muestra su ineludible carácter sagrado o dogmático, etc. Pero,
¿qué hubiese ocurrido si nada hubiera cambiado en los ’60? No lo sabemos ni
podremos saberlo. Sólo armar algunas conjeturas.
Y
yo lanzo, y justifico, la mía. Probablemente el número de vocaciones hubiese
descendido considerablemente, pero el resto de las manifestaciones que enumeré
se habrían agravado: la hostilidad hacia la Iglesia sería casi una persecución
y el número de fieles que asistirían a misa sería mucho menor. Es decir, estaríamos mucho mejor de lo que estamos.
Y no hace falta que me detenga a explicar demasiado el porqué de esta
afirmación. Estaría ya más o menos conformado el pequeño y sufrido rebaño del
que nos habla las Escrituras que espera con ansias la venida del Cordero. Y
esto hubiese ocurrido luego de una tremenda purificación de la Iglesia de la
que habría caído gran parte del clero –como igualmente ocurrió- y gran parte
del laicado.
Y
esto, sencillamente, porque tanto la Iglesia como la liturgia preconciliar
estaban muy debilitadas y, necesariamente, debían reformarse. Por cierto, el
remedio fue mucho peor que la enfermedad, pero la solución de volver a los ’50 no
soluciona nada.
Y
para probar lo dicho, pongo aquí algunas de las descripciones que hace Louis
Bouyer sobre la situación eclesial durante los ’40 y los ’50, y que se venía
arrastrando desde mucho tiempo atrás. Por ejemplo, explica que San Francisco de Sales,
cuando iba a recibir su consagración episcopal, tomó la piadosa resolución de
rezar el rosario cuando sus funciones lo obligaran a asistir a una misa solemne. Cómo explicar,
se pregunta Bouyer, tal resolución si no se comprende que el santo doctor
estaba verdaderamente persuadido de que era necesario, para una piedad profunda
y espiritual, que tomar parte sólo exteriormente de este tipo de celebraciones
públicas. Y si esta era la opinión espontánea de un gran santo y doctor de la
Iglesia, ¿qué podrá pensarse de la idea que tendrían los fieles acerca de los
oficios litúrgicos?
Propone también el ejemplo de un libro de piedad
sacerdotal del siglo XVII muy difundido en su época, obra del oratoriano
Thomassin: Le Traité de l’office divin et
sa liaison avec l’oration mentale. Por el título, aparece de modo evidente
que el público destinatario del trabajo estaba universalmente persuadido de que
no había ningún vínculo entre la liturgia y la oración personal sino que, más
bien, eran cosas opuestas.
Finalmente, narra también la respuesta que un
conocido liturgista francés contemporáneo suyo había dado a un grupo de
seminaristas a quienes estaba enseñando a celebrar la misa. Ellos le habían
preguntado: “Padre, mientras decimos la misa, ¿en qué momento podemos rezar?”.
Y la monstruosa respuesta había sido: “¿Qué? ¿Rezar? Mi amigo, la misa no
es momento para rezar”.
Para Bouyer, gran parte de responsabilidad de tal
estado de situación, la tenían los liturgistas. Nuestro autor es consciente de
que ya había desaparecido el amante de la liturgia caracterizado como un esteta
gregorianizante; una suerte de solterona ensotanada, apasionado por las
casullas góticas, o bien una especie de maníaco amante de las chinoiseries rubricistas. En ese momento
-1954-, ya habían aparecido los liturgistas
modernos, que no conocían otra misa que las misas dialogadas, en las que no
había más diálogo que el de las
plegarias al pie del altar –que no forman parte de la misa-, mientras que el
resto de la celebración se llenaba de una charlatanería infatigable, en la que
las epístola, el evangelio y el canon eran uniformemente ahogados en ellas. Se
trataba de misas en las que un “comentador” o “guía” hablaba explicando al
pueblo lo que el sacerdote hacía en el santuario. Habían liquidado las vísperas
de las tardes de los de los domingos y reemplazado por las Completas en
francés, en las que la Palabra de Dios había sido tirada por la borda a fin de
dar lugar a composiciones en versos plagados de cursilerías. Pero todo esto no
les era suficiente. A lo que ellos aspiraban, era a una misa dicha totalmente
en francés en torno a una mesa de cocina decía Bouyer ya en ese año…
Del lado de enfrente se ubicaban los liturgistas que
veían con indignación a la liturgia acaparada por personas que no sabían de qué
se trata, mientras que ellos sí que lo sabían. Si el primero tipo estaba muy
expandido entre los jóvenes vicarios, hay que admitir que el segundo se proveía
entre los altos cargos diocesanos. Para estos liturgistas de género grave, las
circunstancias eran siempre ofensivas. La liturgia debía volver a ser el primer
capítulo del código del decoro eclesiástico y pastoral tal como había sido establecido
por los humildes y modestos sulplicianos de una vez para siempre. El gran
problema que les preocupaba era que la misa conservara su carácter de devoción
sacerdotal estrictamente privada. Su ideal era el de la misa de once horas en
la que la devoción del sacerdote y la de los fieles no tuvieran ocasión alguna
de interferir y, mucho menos, de confundirse. Y de ese modo, estas
celebraciones podían muy bien combinarse con un concierto de órgano
discretamente pagado, o bien con una homilía del P. Chose, o.p., sobre la Sindéresis y la fenomenología de las nuevas
estructuraciones, o con una instrucción del P. Machin. s.j., sobre el Punto omega y el humanismo cristiano
tradicional, y los párrocos más pobretones siempre podrían recurrir a un
vulgar oratoriano para que les hablara de Las
inquietudes eternas del alma contemporánea.
No es cuestión –pensaban-, que los nuevos
liturgistas nos saquen nuestros bellos hábitos del seminario, los buenos usos
antiguos de las parroquias y de las pías comunidades religiosas. Los frecuentes
saludos al Santísimo Sacramento, la misa baja durante la cual las almas
fervorosas pueden hacer tranquilas sus oraciones de la mañana, el breviario
para los sacerdotes rezados en los huecos que dejan las horas entre las
comidas, o la oración y el examen particular ayudado por los buenos libros, en
los que uno no se aburre con disertaciones tediosas que son buenas para los
benedictinos o con pasajes de la Biblia buenos para los protestantes.
Estas críticas de Bouyer hacia los dos sectores
mayoritarios que descubre en los ’50 no son las únicas. Es también muy dura
hacia aquellos que muchos de los tradicionalistas de hoy consideran como la
flor y nata de la verdadera tradición, y me refiero a la reforma benedictina de
la congregación de Solesmes, con todos sus usos y costumbres litúrgicas. El
teólogo califica a sus monasterios como extraños jardines cerrados, al abrigo
de cuyos portales la liturgia se cultiva como una flor arcaica milagrosamente
preservada. Allí, la gente como uno puede ir a respirar tranquilamente en medio
de silenciosos éxtasis. A decir verdad, estrictamente silenciosos, ya que se
suelen encontrar avisos en las iglesias solesmienses –dice Bouyer- que
advierten a los fieles: “Se ruega no unir sus voces al coro de los monjes”.
Solamente el pueblo escaso y elegido de los oblatos –y sobre todo de las
oblatas-, los nuevos prosélitos de la
puerta, pueden participar de la laus
perennis, al menos con la reverencia perfecta de cada Gloria Patri. Los sacerdotes del clero, de vez en cuando, pueden
acercarse también allí para recibir algún hálito del perfume de la oración
aristocrática.
Había mucho, muchísimo que cambiar, si se quería
evitar que el tren se estrellara. El problema fue que pusieron de conductores
del convoy a los mismos motormen del Sarmiento.