jueves, 31 de marzo de 2022

Breves comentarios sobre el escándalo litúrgico en el Gesù

 


En este blog hemos sido muy críticos del papa Francisco desde el comienzo mismo de su pontificado, incluso cuando muchos otros abogaban razonablemente por dejar pasar el tiempo y ver lo que ocurría. Aquí ya sabíamos lo que iba a ocurrir, y no nos equivocamos.

Sin embargo, no me parece adecuada tampoco la actitud que puede observarse en muchos sitios de una suerte de carrera por ver quién le pega más fuerte a Bergoglio, buscando encontrarle la quinta pata al gato, lo cual es una ficción y termina envenenando las almas. Un ejemplo de lo que digo es la legión de “fatimólogos” que se levantó en las últimas semanas a fin de determinar con precisión milimétrica si la consagración de Rusia al Inmaculado Corazón de María cumplía o no con los requisitos necesarios. Quien haya visto la ceremonia desapasionadamente y escuchado la oración del Papa Francisco, no puede tener duda que fue una ceremonia católica, donde se escucharon incorrecciones políticas como mencionar la Inmaculada Concepción o la mediación universal de Nuestra Señora, y que la consagración se realizó efectivamente. Lo reconoció complacida hasta la misma FSSPX, sobre la que no puede haber sospecha de progresismo alguno.

También en los últimos días se han levantado voces y dedos de acusación hacia el papa por el escándalo litúrgico ocurrido en la iglesia del Gesù donde, ataviado con la simple sotana blanca y asistiendo a misa, en el momento de la consagración, extendió el brazo y pronunció la fórmula, concelebrando de ese modo la Santa Misa por fuera de todos los requisitos y condiciones exigidas por las leyes litúrgicas. 

Lo que ocurrió es verdaderamente un escándalo: quien es supremo maestro y legislador de la liturgia romana infringe de un modo palmario las rúbricas de ese rito. El papa, como cualquier obispo, puede asistir a una misa “desde el trono”, como dice el rito tradicional, y si no le gusta la palabra, desde un lugar apropiado. Y lo lógico es que lo haga con hábito coral y estola. Bergoglio jamás ha vestido el hábito coral y rara vez usa estola fuera de la misa. Sea. Pero de allí a concelebrar sin ser propiamente un concelebrante, hay un salto muy grande. Por eso mismo, el escándalo producido está justificado.

Sin embargo, me permito algunos comentarios:

1. El papa no se hace más de lo que se hace con mucha frecuencia. Yo mismo he visto hacer exactamente lo mismo (sacerdotes vestidos de calle y ubicados en los bancos de una iglesia), asistir a misa y, en el momento de la consagración, extender el brazo y pronunciar la fórmula, en los años ’90 y en Roma. Hace más de treinta años, al menos, que eso se hace en todo el mundo. Y no me resultaría extraño que el mismo Bergoglio lo haya hecho siendo sacerdote u obispo en Buenos Aires, o haya permitido que sus sacerdotes lo hicieran. No digo que sea una práctica extendida, pero es una práctica bastante habitual, sobre todo en ámbitos religiosos, como residencias o encuentros sacerdotales.

2. Este hecho es una muestra más de lo que hemos dicho invariablemente en este blog: al papa Francisco no le interesa la liturgia, ni la renovada ni la tradicional, y porque no le interesa, no la conoce, ni se preocupa en conocerla. Estoy seguro que cuando hizo lo que hizo en el Gesù, lo hizo con la más limpia conciencia que pueda imaginarse, y nunca se le cruzó por la cabeza que eso no se puede hacer, porque el rito romano, por más renovado que esté, no lo permite. Al pontífice se le escapan estas “minucias”. Su intelecto puramente práctico está abocado a otros intereses, para mayor gloria de Dios.

3. El hecho muestra, además, un daño colateral y que no siempre es percibido, que se ha filtrado en occidente. Al papa Francisco le habrá parecido impropio y extraño asistir a misa sin concelebrar siendo él mismo un sacerdote. 

Es que en la cultura católica actual, incluso en la más tradicionalista, no se entiende que un laico asista a misa y se encuentra en estado de gracia, no comulgue. Recibir la comunión ha pasado a ser casi una condición necesaria de la asistencia a misa. Y algo análogo ocurre con los sacerdotes: no se les ocurre asistir a misa sin concelebrar. Y esta actitud, tanto de laicos como de clérigos, es novedosa. Nunca antes fue así, y creo que no debiera ser así. De hecho, la obligación que tienen unos y otros es la de comulgar o celebrar misa solamente una vez al año. No estoy con esto desalentando la comunión frecuente, o la celebración diaria de la misa, sino señalando que no hay ninguna obligación ni precepto en ese sentido, y que la práctica de la Iglesia siempre fue otra. Actualmente, esa práctica ha cambiado y me pregunto si el cambio es positivo. El ejemplo del Gesù me inclina a pensar que no lo es.

lunes, 28 de marzo de 2022

"Benedicto XVI. Una vida", de Peter Seewald

 


He terminado de leer la biografía de Benedicto XVI escrita por Peter Seewald. Son dos gruesos volúmenes en la edición inglesa, que es la que leí, y tengo entendido que ya ha salido también la edición española. Se trata de un libro que vale la pena tomarse el esfuerzo de leer pues nos introduce en la figura de un hombre excepcional, cuyo largo rol dentro del gobierno de la Iglesia, primero como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe y luego como Sumo Pontífice, evitó grandes males y trajo consigo muchos bienes. 

El autor se detiene en relatar minuciosamente la infancia y adolescencia de Ratzinger y su ambiente familiar en la Baviera de pre-guerra. Y el retrato que surge no es solamente el del futuro papa, sino también el de la vida cristiana de esos años y que ahora muchos añoramos. La vida simple de la gente sencilla de poblados católicos, que se regía por la piedad y la liturgia, y donde la fe era verdaderamente el centro de sus vidas. Aparecen detalles curiosos, como que sus padres se conocieron por la sección de citas del periódico local o que el pequeño Joseph nació cuando ellos eran ya grandes. O bien, la precoz inteligencia del niño, que a pesar de su timidez y tendencia a permanecer solo y aislado de su grupo de compañeros de colegio, se fue desarrollando hasta alcanzar las alturas que todos conocemos.

Porque Ratzinger fue y es una de las inteligencias más agudas de las últimas décadas, acompañada de una capacidad de trabajo y producción que deja pasmados a quienes se asoman a su obra. Y se trata de un dato para destacar porque he conocido a gente brillante pero que por un motivo u otro, apenas si tienen uno o dos escritos breves. Ratzinger, en cambio, ni siquiera durante el ejercicio del pontificado romano dejó la pluma, y siguió escribiendo no sólo sus encíclicas, maravillosas piezas de enseñanza magisterial, sino también sus libros, como Jesús de Nazareth, terminado cuando ya era papa.

No en vano, y teniendo apenas poco más de treinta años, era el académico disputado por las universidades alemanas más prestigiosas, lo que le valió no solamente triunfos y halagos, sino también feroces enemigos. Y este es otros de los datos interesantes que presenta el libro: la maldad de muchos colegas teólogos del futuro Benedicto XVI y la guerra declarada y cruel que sufrió, y sigue sufriendo, por parte del progresismo. De modo particular, queda develado el verdadero rostro de Hans Küng, su gran enemigo, personaje oscuro, envidioso y mundano, al que Ratzinger siempre estuvo dispuesto a perdonar a pesar de la malicia y las bajas traiciones del suizo. Y no sólo los teólogos sino también los obispos alemanes fueron siempre sus acérrimos opositores, por considerarlo conservador y “traidor” a la renovación del Vaticano II. Un detalle revelador: el cabildo de la catedral de Münich prácticamente se negó a recibirlo en su toma de posesión en 1977 por sus críticas a la misa de Pablo VI y a la prohibición de celebrar la liturgia tradicional.

El libro muestra también el protagonismo real que tuvo el entonces teólogo Ratzinger durante el Concilio Vaticano II como asesor del cardenal Frings. Era éste el arzobispo de Colonia y, al momento de anunciar el Papa Juan XXIII la convocatoria al Concilio, Joseph Ratzinger acababa de estrenarse como profesor de teología en la Universidad de Bonn. Frings quedó impresionado por una clase que escuchó de él y le pidió que le escribiera la conferencia que debía pronunciar algunas semanas más tarde en Génova, donde el cardenal Siri había organizado unas jornadas de estudios preparatorias al Concilio. El discurso de Frings —un cardenal conservador— causó una enorme sensación pues exponía los puntos centrales de la vida de la Iglesia que el Concilio debía encarar y reformar. Y no es este un dato menor: en un ambiente conservador como era la Génova del cardenal Siri, no hubo oposición sino, por el contrario, un sostenido aplauso de aprobación. 

Queda claro también en el libro que tanto el cardenal Frings como su perito Ratzinger, durante las dos primeras sesiones del Concilio, tuvieron roles protagónicos en el grupo del Rin, con sus reuniones paralelas en el Colegio Germánico para urdir las estrategias que los llevarían a tomar el control del Concilio, y que todo terminara como ya sabemos. Hay que decir, sin embargo, que terminada la segunda sesión, ambos —Frings y Ratzinger—, cayeron en la cuenta que estaban siendo utilizados por el progresismo y que el rumbo que tomaban las cosas era sumamente peligroso para la Iglesia. De hecho, el cardenal de Colonia murió con un gran remordimiento por su actuación durante esas dos primeras sesiones conciliares.

De entre los múltiples aspectos que se podrían señalar del libro, señalo uno más: la renuncia al papado. Es un tema que despierta aún controversias no sólo porque algunos siguen sosteniendo que no fue válida por algún motivo u otro —lo cual, a mi entender, no tiene sustento alguno—, sino por su oportunidad o necesidad. Es verdad que, si Benedicto XVI no hubiese renunciado, hoy no estaría Bergoglio en la sede romana, y nos habríamos librado de todas las calamidades que ha traído este lastimoso pontificado, pero ¿quién nos asegura que estaríamos mejor? ¿Quién gobernaría hoy la Iglesia? ¿Gänswein, Bertone, Sodano? Porque, ciertamente, Benedicto no la gobernaría. Estaríamos nuevamente en el estado de “sede vacante”, tal como se conocieron los últimos años del pontificado de Juan Pablo II, cuando nadie sabia a ciencia cierta quién gobernaba la Iglesia, o hasta qué punto las decisiones las tomaba el pontífice romano o su secretario. ¿Cuántos obispos no fueron recibidos por el papa inválido y enfermo y salieron de la entrevista con un papelito firmado con nominaciones episcopales u otras medidas, conseguidas por medios turbios y ladinos? El cardenal Ratzinger vio todo eso de cerca y no quiso repetir la misma historia. Y a eso se sumaban sus debilidades, que él conocía y sabía que no podía contra ellas. Por ejemplo, su indecisión para enfrentar los defectos de sus amigos, aunque estos fueran evidentes. Es el caso de la desastrosa gestión del cardenal Bertone como Secretario de Estado y que, a pesar de que Benedicto XVI era consciente de ello y que muchos se lo advertían, no fue capaz de echar de su cargo a quien era su amigo de años, como no fue capaz de sostener a Ettore Gotti Tedeschi en la limpieza que había encarado en el IOR.

El lector del libro, además, puede observar algunos otros defectos, o al menos, que lo son para mí. Uno de ellos es la obsesión de Ratzinger por el ecumenismo. Soy consciente de que es un problema que a los hispánicos nos cuesta calibrar porque no existe entre nosotros. Sé que en algunas diócesis argentinas, cuando en los ’90 se puso de modo hacer actos ecuménicos, los celosos obispos tuvieron que importar protestantes o musulmanes de otras provincias porque en las suyas apenas si podían conseguir algún Testigo de Jehová o algún mormón impresentables que no estaban precisamente interesado en ese tipo de intercambios cariñosos. En Alemania, la situación era distinta, y se entiende mejor la actitud de Ratzinger pero, igualmente, me parece que es un interés exagerado, teniendo en cuenta, además, que el protestantismo no existe más, y que en la actualidad ha quedado reducido a una presencia testimonial, sostenida por los estados, y que representa a un número cada vez más insignificante de fieles.

Otro defecto surge debido al hecho de que Ratzinger vivió la Segunda Guerra Mundial, y la pasó, además, del lado equivocado. Y la guerra fue un acontecimiento traumático para todos, y mucho más para los alemanes, que quedaron con un sentimiento de culpa colectiva del que no pueden desprenderse. Y así puede entenderse la obsesión del Papa Ratzinger por incentivar las relaciones con los judíos, paralela a su obsesión por el ecumenismo. No se trata, por cierto, de que enfriara las relaciones con el pueblo hebreo, pero parece un poco exagerado el empeño que ponía en ellas.

Y este defecto, que es un defecto alemán, se nota con mucha nitidez también en Peter Seewald, que además de alemán es un hombre moderno. Entonces, a lo largo de todo el libro, trata de mostrar que el Papa Benedicto jamás fue ni siquiera simpatizante de posiciones tradicionalistas, y lo hace con argumentos a veces ridículos. Dice, por ejemplo, que la crítica que recibía porque en las ceremonias litúrgicas utilizaba ornamentos barrocos y tradiciones es falsa porque, realidad, usaba los mismos ornamentos que había utilizado Juan Pablo II… basta mirar un par de fotos para descubrir que no era así.

Y en el mismo sentido, busca siempre respetar la corrección política y presentar a Ratzinger exagerando sus gestos contemporizadores con el mainstream. Es notable que, por ejemplo, a veces dedica tres carillas a relatar el encuentro del Papa con un superviviente del Holocausto, y no dice nada de las visitas o discursos a las carmelitas u otras intervenciones de ese tipo. Es decir, el empeño de la corrección política propia no sólo de un moderno sino también de un alemán acomplejado.

A pesar de estos estos y otros defectos que podrían señalarse, se trata de un libro muy recomendable, que enseña a valorar la enorme figura de Joseph Ratzinger y del impagable servicio que brindó a la Iglesia.


miércoles, 23 de marzo de 2022

Algunas reflexiones sobre la guerra

 


El conflicto entre Rusia y Ucrania es una situación compleja y, para dar un opinión fundada, es necesario poseer conocimientos de geopolítica y de historia que yo no tengo. Por tanto, no hablaré al respecto.

Sin embargo, hay algunos hechos que se están produciendo como consecuencia de la guerra que son interesantes de analizar o, al menos, de observar con cierto detenimiento.

Aquí van algunos:

1. La guerra ruso-ucraniana es una nueva y tardía consecuencia de la desaparición del imperio Austro-Húngaro a manos de los vencedores de la 1º Guerra Mundial. Los pueblos que estaban bajo la corona de los Habsburgo convivían en paz, en un equilibrio sustentable de poder. Desaparecido el imperio, la mayor parte de esos pueblos fueron condenados a pasar décadas bajo el dominio soviético y, desaparecido éste, se vieron sumidas en guerras largas y crueles, como la de Serbia y Bosnia. No sería raro que el actual conflicto termine con la reducción de Ucrania a la Galitzia de los Habsburgo; terminarán como empezaron, pero luego de un baño de sangre.

2.  La guerra y la rusofobia consecuente ha provocado que los países occidentales comiencen una carrera desesperada para conseguir fuentes de energía que los libre de la dependencia de Rusia. Y esto significa volver a las energías fósiles o contaminantes. Bélgica, por poner un solo caso, anunció que aplaza por 25 años el desmantelamiento de los reactores nucleares para la producción de energía eléctrica, y toda Europa está tratando de reactivar las minas de carbón que habían cerrado. Tal como van las cosas, dentro de pocos meses, los únicos defensores de las "energías limpias" que quedarán en el mundo serán Francisco y Greta.

3. Hasta hace un mes, los países parias de la Unión Europea eran Polonia y Hungría y arriesgaban fuertes penas y castigos e, incluso, la expulsión de la Comunidad. El motivo era su negativa a respetar el derecho al aborto o los derechos LGTB. Ahora, en cambio, se han convertido en los países mimados e hijos ejemplares de la UE porque son ellos los que han acogido a millones de refugiados ucranianos. 

Por lo que se ve, los dogmas del progresismo internacional tienen una consistencia y durabilidad bastante efímera. Basta un conflicto relativamente pequeño y focalizado para hacerlos saltar por los aires. Y esto demuestra lo que ya sabíamos: no son más que veleidades de burgueses ociosos que, cuando las papas queman, salen corriendo. Habría que ver cuántos de ellos son capaces de enfrentar la muerte por las energías limpias o por los derechos de la diversidad.  

lunes, 21 de marzo de 2022

Despotismo papal y una hermenéutica de la continuidad

 

Cardenal Louis Billot

La remoción de Mons. Daniel Fernández de su sede por parte del Romano Pontífice sin justa causa —no lo son las que sus hermanos obispos portoriqueños aducen— y sin posibilidades de defensa, no deja de escandalizarme. ¿Cómo es posible que Francisco, por más romano y pontífice que sea, cometa este enésimo acto de poder omnímodo y absoluto con un sucesor de los apóstoles? ¿Cómo es posible que nadie diga nada? ¿Cómo es posible que el resto del colegio episcopal permita mansamente esta tropelía, excepción hecha de Mons. Héctor Aguer? ¿No es que estamos en la Iglesia de la sinodalidad, de la escucha y de la misericordia? ¿Nadie es capaz de reaccionar frente a tamaña y flagrante hipocresía?

Dicen que “la historia es fuente de gran consuelo”. Y efectivamente, leyendo el último y excelente libro de Yves Chiron Histoire des tradionalistes (Tallandier, Paris, 2022), he descubierto el para mí inconcebible poder despótico que ejercieron los papas modernos, y los obispos después de ellos, no sólo hacia los clérigos sino también hacia los laicos, muchas veces por razones prudenciales y que nada tenían que ver con la fe y el dogma. Y ofrezco aquí un ejemplo, quizás de los más resonantes, y que tiene como protagonista al Papa Pío XI, considerado “liberal” como Bergoglio, en su condena de la Acción Francesa. 

Si bien es verdad que el creador de este movimiento monárquico, Charles Maurras, era agnóstico, la Acción Francesa estaba integrada mayoritariamente por católicos sinceros y “comprometidos”. Pero, ciertamente, era una piedra en el zapato de la República Francesa, y la iglesia romana ayudó a expulsar esa molesta piedrita. En 1926, Pío XI condenó la Acción Francesa aduciendo motivos religiosos ya que su doctrina y su práctica adherían a un naturalismo o un “modernismo político” que desconocía la enseñanza tradicional de la Iglesia en esa materia. El pontífice se refería a lo que él mismo había enseñado en su encíclica Ubi arcano Dei: todos los dominios de la verdadera paz vienen solamente de Cristo y de su Iglesia, y es necesario establecer el Reino de Cristo en la familia, en la escuela y en la sociedad. Y más o menos esto mismo es lo que decía y practicaba la Acción Francesa pero, según el Papa Ratti, su doctrina desconocía las relaciones necesarias del dogma y la moral con la política.

Más allá de lo más o menos acertado que pudiera estar el juicio pontificio, lo cierto es que se trataba de una cuestión prudencial y que se movía en la esfera propia de los juicios prudenciales de los laicos. El Papa, por un acto simplemente voluntarista, determinaba que la Acción Francesa era contraria al dogma y a la moral católica y, consecuentemente, los católicos no podían adherir a ella. La República Francesa, feliz y agradecida. 

Los franceses no obedecieron mansamente, y la aplicación de la condena de Pío XI fue dolorosa y traumática, además de cruel. La víctima más conocida fue el cardenal Louis Billot. Un jesuita, insigne teólogo tomista y cercanísimo a San Pío X —se dice que fue él quien redactó la encíclica Pascendi— fue creado cardenal por el Papa Sarto. Apoyaba a la Acción Francesa y reclamaba para ella “la libertad de acción en el ámbito político”. Y vaya si no tenía argumentos teológicos para hacerlo quien era el teólogo más esclarecido de la época. Pío XI lo presionó de tal modo, que el cardenal Billot renunció a la púrpura, volvió a ser un simple sacerdote jesuita sujeto a la obediencia, y el prepósito general lo envió a pasar sus últimos años en una aislada casa religiosa cerca de Roma, para tenerlo vigilado. Muchos afirman que, en realidad, el Sumo Pontífice lo descardenalizó en una audiencia —tal como hizo Francisco con Becciu— y que, para maquillar la cuestión, se fingió la renuncia.

Pero lo que más desconcierta es la crueldad pontificia hacia los laicos. Los fieles que continuaban leyendo L’Action française —el periódico del movimiento— fueron privados de los sacramentos y excluidos de las organizaciones católicas. Entre el otoño de 1927 y 1940, más de 120 entierros se realizaron sin misa de funeral porque los últimos sacramentos les habían sido negados por la Iglesia a los moribundos por ser adherentes a la Acción Francesa. Fueron muchos los matrimonios de lectores del periódico que debieron celebrarse en la sacristía, como se hacía en la época en el caso de que un católico desposara a un no bautizado: quienes adherían a ese grupo eran equiparados a un no-bautizado.

Los seminaristas que guardaba simpatías por la Acción Francesa fueron durante mucho tiempo considerados como “impropios para el estado clerical”. Para los sacerdotes, se previó una gradación de sanciones. Una de ellas, por ejemplo, establecía que aquel que continuaba absolviendo a los fieles simpatizantes del movimiento, cometían pecado mortal y sólo podía ser absuelto por el Papa.

Las sanciones a los que adherían a la Acción Francesa fueron levantadas por el Papa Pío XII en 1939. Parece que después de todo, no estaba tan mal pertenecer a ella. Pero, en medio, más de cien católicos murieron sin sacramentos y otros miles fueron  privados durante más de diez años de la confesión, la comunión y el resto de los sacramentos imprescindibles para la vida cristiana. Y todo por un capricho o conveniencia política de Pío XI. 

Todas estas medidas, tomadas por un Papa hace menos de un siglo, nos parecen hoy disparatadas, tan disparatadas e irritantes como nos parecen las medidas tomadas por Francisco. La Iglesia está en muy serios problemas desde mucho antes del Vaticano II, acontecimiento que no hizo más que exponerlos a la luz del día y disparar la debacle que venía siendo contenida por estructuras viejas y quizás un poco anquilosadas, pero aún efectivas; pero una efectividad que, ciertamente, no iba a durar mucho tiempo más.

Por eso, las medidas vesicantes que toma el Papa Francisco y que son leídas desde una hermenéutica jesuita y peronista, deben ser leídas también desde una hermenéutica de la continuidad: no está haciendo ni más ni menos de lo que hicieron sus predecesores. 

jueves, 17 de marzo de 2022

Cardinalis

 


El interesante post publicado por Sandro Magister en su  blog hace pocos días, nos da pie para hacer la siguiente referencia:

Hace poco tiempo, ha comenzado a editarse la revista Cardinalis, que también puede ser consultada on line. Se trata de una interesante iniciativa de un grupo de laicos franceses y dirigida por Jérôme Christol, que tiene por finalidad principal dar a conocer a los cardenales quiénes son sus colegas. Es por eso que se envía todo los miembros del Sacro Colegio.

La revista reunirá en cada número la presentación de varios cardenales. En el primer número, aparece un reportaje al cardenal Louis Raphaël I Sako, patriarca de los caldeos, y las presentaciones de los cardenales Timothy Dolan (New York) y Dieudonné Nzapalainga (Bengui). 

El objetivo es que al momento del cónclave, los electores sepan quién es quién, y no ocurra como ha ocurrido en otras ocasiones --en el último cónclave por ejemplo--, en el que fueron embaucados por un humilde arzobispo del fin del mundo que actuó una cuidada perfomance en una de las Congregaciones Generales previas al cónclave. Si los cardenales hubiesen sabido quién era realmente Bergoglio --y era relativamente fácil saberlo--, probablemente jamás habría sido elegido.

Nuestro apoyo a la iniciativa y a la publicación. 

[Hoy, día de San Patricio, este blog cumple quince años de existencia. No es poco tiempo. Vale la pena recordar el hecho y pido a los lectores la caridad de una oración por su autor y quienes colaborar con él].



sábado, 12 de marzo de 2022

Reflexiones sobre la destitución de un obispo

 


La noticia de la semana pasada que acaparó el interés de buena parte de los medios católicos fue la destitución del obispo Daniel Fernández Torres, de Arecibo (Puerto Rico). Hay suficiente información y comentarios en la web sobre el hecho y no es necesario volver sobre él. Sin embargo, hay algunas reflexiones en las que sí vale la pena detenerse.

1. Lo llamativo no es tanto que un obispo haya sido destituido por Roma. De un modo más elegante, eso mismo ha venido sucediendo desde los inicios mismos de este pontificado. Basta recordar el triste caso de Mons. Rogelio Livieres, obispo de Ciudad del Este (Paraguay), en el ya lejano 2014. Lo novedoso ha sido que Mons. Fernández Torres se haya negado a presentar la renuncia que se le exigía aunque con ello sufriera la consecuencia de su destitución. ¿Y por qué es novedoso? Porque en todo el resto de los casos, los obispos que fueron tan injustamente expulsados de sus diócesis como lo fue él, se avinieron a los deseos del poder tiránico del Papa de Roma y firmaron sus renuncias. El P. Santiago Martín, en su último comentario, recuerda las palabras de Calderón de la Barca: “Al rey, la hacienda y la vida se han de dar. Pero el honor es patrimonio del alma, y el alma solo es de Dios”. En Argentina tenemos varios casos de obispos renunciados. Algunos de ellos ciertamente debían hacerlo: Mons. Zanchetta o Mons. Taussig, por ejemplo, eran incapaces de estar al frente de sus diócesis. Pero hay otros que fueron destituidos sencillamente porque no le simpatizaban al Papa Francisco por sus posturas católicas conservadoras, o por viejas rencillas personales. Y aunque maquillados con visitas apostólicas, fueron expulsados de sus sedes pero lo hicieron sin honor, ya que aceptaron firmar un renuncia que sabían injusta. ¿Por qué esta pleitesía y esta falta de dignidad tan rampante que sobrepasa lo estrictamente religioso para anclarse en lo humano? ¿Cómo es posible que tantos obispos, que son sucesores de los apóstoles, carezcan de las virtudes básicas que debe poseer todo caballero cristiano? 

2. Un motivo, claro, es la famosa obediencia, sobre la que discutimos aquí una vez más hace pocos días. Y en este caso algo es claro: el Papa tiene la autoridad y capacidad para hacer lo que hizo. Un interesante artículo de The Pillar lo explica con detalle. El Papa, sin embargo, no podría haber hecho lo que hizo durante la Edad Media, y probablemente tampoco hasta el siglo XIX, y dudo que pudiera hacerla aún hoy con algún obispo de las iglesias orientales. Como ya hemos hablado abundantemente en este blog, el absolutismo papal inaugurado por Pío IX y consagrado por el “espíritu” del Concilio Vaticano I, es el responsable directo de estos desmanes. La desaparición de todos los fueros, que actuaban como contrapesos y balances del poder papal y episcopal, provocó la aparición de un paradójico liberalismo extremo dentro de la Iglesia: el Papa como monarca absoluto y universal, puede disponer libremente de la suerte de cualquier bautizado sin que ningún cuerpo intermedio mitigue su poder. Y de modo análogo se comportan los pequeños déspotas episcopales. Hablamos sobre esto también en otra ocasión.

3. Dejar desamparado al individuo frente al poder omnímodo del Estado, o del Papa, ha dado lugar, entre otras, a situaciones verdaderamente repulsivas. Es el caso, por ejemplo, del P. Eduardo Torres Moreno, sacerdote del Opus Dei y rector del seminario de Arecibo en Pamplona que, luego de ser destituido su ordinario, se dirigía con estas palabras a su sucesor: “Aunque estamos todavía reponiéndonos de la sorpresa, le escribo para asegurarle nuestra obediencia a la Iglesia por encima de lo que podamos nosotros entender, pues aunque el que mande se equivoque, nosotros acertamos obedeciendo”. No se trata solamente de la actitud rastrera aunque previsible de un miembro de la prelatura, sino del nominalismo extremo de sus palabras, del que el mismo Guillermo de Ockham se asombraría. Este señor cura echa por la borda toda la teología de Santo Tomás, y con él, de toda la Iglesia, para ampararse en la obediencia. Lo importante es acertar, es decir, librarnos de problemas y conservar nuestro puesto. Y asombra que este personaje sea profesor de teología en las universidad de Navarra y de la Santa Croce. No tenemos, entonces, motivos para quejarnos de que las cosas estén como estén en la Iglesia si hasta los buenos se comportan de este modo. 

4. ¿Qué hubiese pasado si los obispos que fueron injustamente obligados a renunciar no lo hubiesen hecho? Habrían sido destituidos sin duda alguna como lo fue Mons. Fernández Torres, pero el tirano Bergoglio estaría en un serio problema: las hilachas de su despotismo serían aún más visibles, su pontificado estarían aún más ajado y los fieles tendríamos algunos obispos a quienes recurrir en busca del necesario e imprescindible consuelo y paternidad. Ahora solamente tenemos eméritos que vegetan su amargura y su humillación hundidos en el sillón de la casa de sus padres o hermanos, lugar al que fueron condenados justamente por su abyección y falta de hombría. Es probable, en cambio, que Mons. Fernández Torres sea solicitado por fieles de todo mundo que acudirán a él en busca de su palabra y apoyo y, quién dice, quizás también de los sacramentos celebrados según el rito tradicional. 


Papas despóticos y obispos rastreros los hubo siempre en la Iglesia. Pero nuestra suerte es peor a la de aquellos hermanos nuestros que debieron padecerlos en épocas pasadas. En esos momentos, al menos, se conservaba la fe, y sus pastores serían corruptos y tiranos, pero al menos eran católicos. Ahora ya no lo son. No solamente abandonaron las virtudes sino también la fe. 

jueves, 10 de marzo de 2022

Mons. Héctor Aguer: "Un buen obispo 'misericordiado'"

 



Buenos Aires, miércoles 9 de marzo de 2022.


Avanza implacable el progresismo que impone la Santa Sede, sin importarle que hace víctimas a hombres de Dios, cuya acción lleva a florecer la Iglesia. El obispo de Arecibo, Puerto Rico, Monseñor Daniel Fernández Torres, ha sido depuesto de su diócesis por defender la objeción de conciencia, ante la ridícula “obligación moral” de vacunarse, impuesta por la Santa Sede.


La Iglesia actual ya no se ocupa ni de Dios, ni del mandato de Cristo de evangelizar, sino solamente de imponer “nuevos paradigmas”, y de adherir a los principios de un Nuevo Orden Mundial, ajeno a la ley natural, y a la revelación cristiana. El caso de Mons. Fernández Torres es un ejemplo clarísimo de cómo la Iglesia marcha al revés de lo que debe ser su misión. No importa si la diócesis de Arecibo florecía en vocaciones, y el ejercicio pleno de lo que ha de ser la misión de la Iglesia. Un falso concepto de “sinodalidad” obliga a los buenos obispos a plegarse a los disparates que deciden las conferencias episcopales, o los grupúsculos oficialistas que adhieren a las nuevas posiciones de Roma.


Hace un par de años fui invitado por Mons. Daniel a predicar los Ejercicios Espirituales al clero de la diócesis. Pude, entonces, comprobar cómo florece una Iglesia particular cuando su obispo es un hombre de Dios, fiel a la gran Tradición eclesial. Pero eso a Roma no le interesa. Como nunca, la centralidad romana es impuesta en nombre de la “unidad”. Estas posiciones nos hacen añorar la libertad que los grandes Papas sostenían, apoyando al episcopado que se empeñaba en el crecimiento de la Iglesia, y en la evangelización de los que aún estaban afuera de ella. 


Por medio de estas líneas, deseo asegurar a Mons. Fernández Torres, a su vicario general, y al clero de esa querida diócesis, mi cercanía espiritual, y mi oración. Rezo, también, para que esta medida injusta, y draconiana, no lleve a la destrucción de tantas iniciativas verdaderamente católicas que allí surgieron y se desarrollaron. Quiera Dios que los demás obispos de Puerto Rico adviertan que se debe obedecer a Dios antes que a los hombres (Hch 5, 29), aunque estos hombres vivan en el Vaticano.


+ Héctor Aguer

Arzobispo emérito de La Plata


martes, 8 de marzo de 2022

Hermenéutica de la arbitrariedad

 


El decreto del 11 de febrero por el cual el Papa Francisco autoriza a la Fraternidad Sacerdotal San Pedro (FSSP), y con ella pareciera que también al resto de los institutos Ecclesia Dei, a utilizar los libros litúrgicos tradicionales, incluido el pontifical romano, ha recibido innumerables comentarios. Pocos éramos los que esperábamos una medida de este tipo, y cayó por sorpresa sobre todo a los que sostienen que el pontífice está poseído de un particular odio hacia la liturgia tradicional. Traditiones custodes fue ciertamente una pésima noticia y parecía significar la confirmación de ese supuesto: Francisco busca asfixiar a la liturgia tradicional y, al prohibir la utilización del pontifical romano anterior a la reforma, condena de hecho a los tradicionalistas a la extinción, o bien, a agregarse de un modo u otro a la FSSPX, con la consiguiente “salida” de la Iglesia.

En este blog, en cambio, siempre hemos sostenido que el Papa Francisco, en materia litúrgica, no es ni tradicionalista ni progresista. Es jesuita, quizás el mejor jesuita que jamás haya existido, y como tal la liturgia lo tiene absolutamente sin cuidado. No la entiende, porque un intelecto puramente práctico es incapaz de comprender el culto gratuito a Dios. Sus intereses pasan por la política y la acción pastoral. El resto escapa a su posibilidad de comprensión. Y el decreto que favorece a la FSSP viene a confirmar esta hipótesis. 

La sorpresa de muchos analistas los ha llevado a hablar de un suerte de “esquizofrenia” pontificia: el Papa dicta un motu proprio letal para la liturgia tradicional y, poco después, abre la compuerta a un buen número de tradicionalistas para que sigan con sus misas latinas. Y tengamos presente que autorización concedida a la FSSP no es la primera autorización que reniega del motu proprio que él mismo había promulgado. Además de varias concedidas a título personal, y a pesar de fuertes presiones, ha concedido otras que son públicas. Por ejemplo, en la basílica de San Pedro, donde ni siquiera se puede celebrar de modo privado el rito de Pablo VI, se han celebrado luego de Traditiones custodes dos misas solemnes en rito tradicional. 

Pero la posible “esquizofrenia” pontificia no es la única explicación al decreto. Yo propongo las siguientes claves hermenéuticas a la contradicción pontificia:

1. Todos sabemos el buen manejo que tiene el Papa Francisco, para bien o para mal, del lenguaje gestual. Basta recordar, por ejemplo, el rostro adusto y malhumorado con el que apareció en las fotografías con Donald Trump o Mauricio Macri. Con los sacerdotes de la FSSP, en cambio, muestra un rostro sonriente y complacido, lo cual nos lleva a suponer que la entrevista se desarrolló en los mejores términos y se sintió cómodo con ellos, y se trata de uno de los grupos tradicionalistas que es considerado como el más rígidos que pensarse pueda.

2. Según se dio a conocer, la entrevista duró una hora, lo cual es un tiempo enorme para una audiencia pontificia concedida a dos sacerdotes que, si bien ocupan puestos importantes dentro de la FSSP, no son la máxima autoridad. Quizás algún lector con mayor conocimiento que yo pueda decirnos si el Papa Francisco recibe habitualmente a los superiores generales de las órdenes y congregaciones religiosas y, si lo hace, cuánto tiempo duran esas audiencias.

3. Se sabe porque también fue difundido, que el origen de la audiencia fue una carta que algunos sacerdotes de la FSSP enviaron al Papa, expresando su preocupación por la consecuencias de la aplicación de Traditiones custodes, y como respuesta a la misiva, fueron llamados a Roma a entrevistarse con el Santo Padre. Y estimo que la iniciativa de semejante privilegio surgió directamente el Sumo Pontífice y no algún secretario de la Casa Pontificia. Ningún subalterno medianamente hábil y fiel pondría en una situación embarazosa y comprometido a su superior. Ya todos sabían el un tema delicado y espinoso que se iba a tratar. Este dato, sumado a los dos puntos expuestos más arriba, permiten conjeturar que el Santo Padre no tiene una particular inquina contra la liturgia tradicional. Si ese fuera el caso, le resultaría muy fácil exigir la aplicación lisa y llana de Traditiones custodes, para lo cual lo asiste todo el derecho del mundo. O bien, fiel a su costumbre, evitaría todas las entrevistas o reuniones en las que previera algún tipo de confrontación. Recordemos que Francisco ha suspendido de hecho los consistorios, que son las reuniones en las que los cardenales y otros prelados romanos se reúnen con el Papa para discutir los asuntos de la marcha de la Iglesia. Bergoglio, desde su episcopado en Buenos Aires, siempre eludió las confrontaciones y, consecuentemente, evita conceder audiencias o concurrir a sitios donde prevé que deberá afrontar una situación difícil. Conozco un buen número de personas que han solicitado una audiencia personal con el Papa y que jamás recibieron siquiera una respuesta. Los sacerdotes de la FSSP fueron llamados a Santa Marta por motu proprio del Papa Francisco.

4. ¿Hasta qué punto Traditiones custodes puede ser considerado un manifiesto francisquista contra la liturgia tradicional? Esa es, por cierto, la primera lectura y la más sencilla, pero los hechos que estamos comentando habilitan otras posibles interpretaciones que hasta hace un tiempo no eran posibles. Veamos algunos datos:

a. Tal como ya expusimos en esta página, el motu proprio salió del despacho de Mons. Arthur Roche y de su equipo. Este arzobispo inglés, que fue conchabado como Secretario de la Congregación del Culto Divino por Benedicto XVI, no es un liturgista, lo cual sugiere que todo su saber litúrgico, y posterior estropicio, fue fruto de la formación express que recibió de Andrea Grillo, y lo que digo no es aventurado: el texto de Traditiones custodes repite de forma casi textual muchos párrafos de artículos y otro tipo de escritos Grillo viene publicando desde al menos quince años, como advertimos en este blog en dos ocasiones en 2017 (aquí y aquí), y los principios en los que se basa son exactamente lo mismos que este liturgista boloñés se dedicó a propalar desde que el Papa Ratzinger promulgó Summorum Pontificum. En pocas palabras, Traditiones custodes no fue redactado ni pensado por Bergoglio; se limitó a firmar lo que otros redactaron por él. 

b. No digo con esto que Bergoglio no sabía lo que hacía. Lo sabía perfectamente. Desde hace años sufría permanentemente las fuertes presiones que los obispos italianos ejercían sobre él, espantados del crecimiento del movimiento tradicionalista y, sobre todo, de las fuertes simpatías que despertaba la misa tradicional en los sacerdotes jóvenes. Y el Papa no quería tener problema con los obispos italianos, y mucho menos en medio de los desmanes que él mismo estaba y está haciendo en ese episcopado (basta recordar el reciente nombramiento del nuevo arzobispo de Turín). Y cedió a las presiones.

c. Bergoglio tenía en claro también la simpatía funcional de los obispos americanos hacia las posturas conservadoras y tradicionalistas. Luego del resonante episodio del cuasi desafío de la Conferencia Episcopal Americana a los deseos pontificios en relación a Biden y a la admisión a la comunión de los políticos favorables al aborto, la inquina bergogliana a los estadounidenses se profundizó. Obstaculizar la misa tradicional era fastidiar a los americanos, que él, como buen peronista, detesta, y mucho más si desafían su poder.

5. Varios sitios tradicionalistas aduce con razón que el permiso concedido a la FSSP es un “indulto”, y por tanto puede ser retirado en cualquier momento lo cual demostraría la maldad y doblez de Francisco. Es verdad que se trata de un indulto, pero tengamos en cuanta algunos aspectos:

a. Con Bergoglio, todo es un indulto, aún el Derecho Canónico. Acaba de hacer varias reformas en el Código hace pocas semanas. En realidad, lo único que no ha modificado aún es la Sagrada Escritura. No podemos pretender que promulgue una ley universal.

b. Viene bien recordar que durante décadas el único modo de celebrar la misa tradicional era con un indulto y que, para ser concedido, debió ocurrir un “cisma”. Más aún, según algunos especialistas, la autorización otorgada por Benedicto XVI en Summorum Pontificum también es un indulto. Lo curioso es que tanto en los indultos concedidos por Juan Pablo II como por el Papa Ratzinger, debió pasar mucho tiempo y/o ocurrir acontecimientos extraordinarios. El indulto de la FSSP fue concedido inmediatamente después de una audiencia. 

c. ¿Qué otra forma jurídica era posible más allá del indulto? Sólo una: la abrogación del Misal de Pablo VI, que es el único modo “ordinario” de celebración del rito latino. No podemos pretender tanto.

d. Muchos consideran que el indulto es una forma jurídica muy frágil y que, consecuentemente, tiene los días contados. Recordemos que no siempre es así: la bula de Cruzada es un indulto, y duró, o dura aún, más de ocho siglos, y los tradicionalistas hispánicos nos aparamos en ella para comer carne los días viernes. O bien, la comunión en la mano es un indulto, y aún dura, y difícilmente pueda ser eliminado.

6. Se dice también que el decreto pontificio insiste en el último párrafo en la mención a Traditiones custodes, y creo que es uno de los aspectos más interesantes, y positivos, de la situación. Allí se sugiere (suadet) que en la medida que sea posible (quantum fieri postest) se reflexione cuidadosamente (sedulo cogitetur) sobre ese moto proprio. Es algo mínimo, notablemente mínimo. Los padres de la FSSP no están obligados ni siquiera a leer TC. Apenas se les sugiere que, si es posible, reflexionen sobre ella.

7. Se dice también que, como el indulto no ha sido publicado, tiene una validez dudosa. Pero vale la pena señalar que no se trata de una ley que comienza a estar vigente una vez que es publicada en el boletín oficial del país. Es un permiso concedido a un grupo particular dentro de la Iglesia. Por otro lado, podríamos hacer una larga lista de indultos que nunca fueron publicados, y sin embargo, su vigencia no se vio afectada. Por ejemplo, el llamado “indulto de Agatha Christie”, que permitió que la misa tradicional se siguiera celebrando, bajo ciertas circunstancias, en el Reino Unido.


Considero que los hechos expuestos nos permiten aventurar la conclusión de que Traditiones custodes es, para el Papa Francisco, un documento de valencia política y no litúrgica. Por el contrario, para el arzobispo Roche y para su grupo de colaboradores de la Congregación para el Culto Divino, se trata de una medida eminentemente litúrgica con la clara intención de exterminar la liturgia tradicional.  En consecuencia, y aunque parezca paradójico, en materia litúrgica nuestro principal o único valedor es el Papa Francisco, sea por los motivos que fueren.

Por eso mismo, es sensato repensar la estrategia que hemos seguido los grupos y analistas del mundo tradicional que nos dedicamos, luego de la publicación del motu proprio, a atacar de un modo encarnizado a Francisco, cometiendo incluso torpezas inconcebibles y cuyas consecuencias pagamos todos. Los sacerdotes de la FSSP nos han indicado un camino que ha llegado a la meta que buscaban. 

Pero, ¿cuál es el fin que buscamos? ¿Conservar en la medida de lo posible el lugar que había sido otorgado por el Papa Benedicto XVI a la liturgia tradicional, o desgañitarnos con permanentes ataques al Santo Padre por lo que hace o deja de hacer en materia litúrgica? Si es la primera opción, conviene ser cautos y mansos, lo cual no significa quedarnos callados frente a los estropicios que el Papa argentino está causando en la Iglesia. Significa simplemente tener las metas claras, y la sensatez necesaria.

miércoles, 2 de marzo de 2022

El triunfo de la voluntad



por Eck


 Yo no tengo conciencia; mi conciencia se llama Adolf Hitler. 

Hermann Göring


Le resistí cara a cara, por ser digno de reprensión.

S. Pablo (Gl. 2, 11)


Introducción

Uno de los mayores problemas que hay con la Devotio Moderna, tan sibilina ella como el modernismo, es el de la definición. Hidra de mil cabezas y camaleón de mil colores, se oculta bajo los ropajes del lenguaje religioso tradicional hasta confundirse con él mientras lo carcome por dentro y lo destruye en su raíz. Por eso, cuando se encuentra una expresión que dé en el clavo en uno de sus aspectos esenciales, se ha de recibir con suma alegría porque se ha cazado una pieza mayor. En nuestro caso se trata de una loa desmesurada a la obediencia que muestra el voluntarismo extremo que roe y roe la espiritualidad cristiana hasta secarla y matarla. 


Deus Caritas est

Pues bien, gracias a un artículo publicado con motivo del Traditionis custodes de nuestro inolvidable Papa Francisco podemos cazar una sigilosa presa en su habitat natural: el ambiente de sacristía. Entre la selvática espesura de párrafos y hojas de las Escrituras, los Santos Padres y Doctores y entre los caudalosos ríos de todas las artes retóricas para convencer al personal de tragarse el sapo de las Dubias, se oye el sonoro y canoro piar de esas alabanzas que le hace a uno preguntarse porque la Tradición nunca la puso entre las Siete Virtudes y la nombró reina en vez de esa cenicienta de la Caridad. He aquí la pieza:


¡Su dignidad y potencia se muestra en que la misma caridad, la reina de todas las virtudes, la que da valor y mérito a todas las demás, ha de regirse en su ejercicio concreto por la virtud de la obediencia, pues lo que se obra contra ella, no es caridad." (las negritas son mías) [José María Iraburu, “Traditiones Custodes. Resistencia u obediencia?, en Infocatólica].


¡Oh, rebelde S. Pablo! Mira que echar la bronca a tu superior S. Pedro por esa minucia de no comerse unos buenos chuletones de cerdo con los fieles procedentes de la gentilidad cuando venían esos chicos tan buenitos de Jerusalén... No tuviste bastante con montarle la escena a tu superior, ¡tu superior¡... abochornándolo delante de toda esa plebe y dando tan malísimo ejemplo a los inferiores sino que, además, lo contaste en una carta y... ¡pública!, nada menos, a esos bárbaros incivilizados de los gálatas para que encima quedase en las Escrituras, causando tantos quebraderos de cabeza para encajarla en la sacrosantísima norma del que obedece no se equivoca nunca. ¿En qué estabas pensando, alma de Dios, en qué...?

Pues precisamente en todos nosotros. Inspirado por el Espíritu Santo nos enseña que la verdadera Caridad, el Amor de Dios, está por encima de todo. Cuando San Pablo habla del yugo de la Ley se refiere a que la obediencia por encima de la Caridad se convierte en hacedora de muerte y no de vida. En vez de darnos la libertad, nos esclaviza mientras que el amor de Cristo nos hace libres y no siervos que deban obedecer bajo el látigo y el castigo. La Caridad nos hace amigos e hijos de Dios haciéndonos participar en la vida divina y fructificar en obras de salvación. Así se cumplen las profecías de Jeremías (31, 33): Pondré mi ley en sus entrañas, y la escribiré en sus corazones; y Yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo. Y de Ezequiel (36, 26-28) Os daré un corazón nuevo, y pondré en vosotros un espíritu nuevo; quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi Espíritu en vuestro corazón y haré que sigáis mis mandamientos y observéis mis leyes poniéndolas por obra. Es definitiva, es la Caridad reina de todas las virtudes y partícipe de la esencia divina. Es ella la que da valor a todas las demás y las rige. Toda obediencia que obra contra ella, no es verdadera obediencia; toda obediencia que no se rige por la Caridad no es sino basura, sacrilegio y muerte.

Como se puede ver hay varios errores graves en la afirmación del P. Iraburu: El primero es afirmar en la práctica que la Caridad está por debajo de la Obediencia pese al intento de mantenerse en la teoría dentro de la Tradición pero ¿Qué es en realidad la virtud sino el hábito de su ejercicio? El segundo es confundir e igualar la obediencia a Dios y la obediencia a las jerarquías cuando esta última está limitada tanto por su ámbito como por su fin y sus ordenes pueden en contra la Caridad. Sólo los mandatos del Altísimo son imposibles de disociar de su Caridad.

Bajo el disfraz de esta falsa concepción de la obediencia late la inspiración voluntarista que tan brillantemente describió Louis Bouyer en su libro sobre la Protesta. El triunfo de esta falsa obediencia es en realidad el triunfo de la voluntad y del pelagianismo.


El disfraz de la obediencia

La concepción de la obediencia que tenían los Santos Padres era la de un ejercicio, un entrenamiento (ascésis en griego) de la voluntad para enderezarla, fortalecerla y llevarla hasta Dios tras el estrago del Pecado Original. Puesto que nuestros primeros padres la torcieron al comer del fruto prohibido, volviéndola rebelde, altanera  y malcriada, la voluntad debía ser enseñada mediante la obediencia, la humildad y la contención por un maestro que hubiera pasado por lo mismo a traves de la caridad, el saber y el ejemplo (auctoritas en latín, lo que hace crecer). Reformada con la obediencia, transfigurada por la caridad y encaminada a su verdadero fin, Cristo, se le podía alentar a mayores cumbres con la atrevidísima frase de S. Agustín: Ama y haz lo que quieras. Que esta virtud era así pensada, como instrumento, se puede ver de forma palmaria en que para los antiguos el estado más elevado y más difícil de la vida espiritual era el de eremita, dónde no había ningún superior jerárquico a quien obedecer y donde reinaba la plena libertad y gracia de Dios. 

Hoy todo ha cambiado. Para la modernidad en la que la voluntad reina sobre el entendimiento, subversión de las facultades naturales, no es difícil responderse por qué la obediencia se ha elevado al puesto mayor: depende totalmente de ella. En esta situación, se convierte en la máxima virtud religiosa y prueba de la fe. No obstante, sin la luz del Entendimiento ni la reyecía de la Caridad, la voluntad está incapacitada para crear por lo que tenderá irremesiblemente a la destrucción, única cosa hacia la que puede dirigir su acción, y su mayor victoria será anularse a si misma, aniquilarse en nombre de la obediencia. Como el uroboros, no teniendo de qué comer se devora a si misma. Como los Endemoniados de Dostowyeski, su mayor afirmación voluntariosa es el suicidio. Este suicidio es su mayor victoria y la muestra total de su poder al no tener un fin superior al que dirigirse y darse. Su soberbia es su propio fin.

Dentro de la vida religiosa esta concepción de la obediencia encubre un pelagianismo artero y más peligroso que el predicado por el ingenuo monje britano. Como los protestantes, que el mero hecho de creer es más importante que lo creído por lo que una fe ayudada por las luces es vista como falsa, cuanto más radical, dura y antagónica sea la obediencia y más irracional, sin sentido, más verdadera será esta. Dicho de otro modo, la verdadera obediencia es convertirse en marionetas, perinde ac cadaver, sin conciencia ni voluntad propia y el agere contra de la propia razón el súmmum de la religión. Pero esto es imposible y en este extremo, se llega a un fariseísmo diamantino donde se invierten los términos. La voluntad propia, al creerse que está aniquilada y sustituida totalmente por la de Dios, renace con el disfraz de esta. La voluntad propia se diviniza dando dos fenómenos en apariencia contradictorios pero que el fondo son complementarios y por entero lógicos: el servilismo hasta el absurdo de los inferiores que ven en los diktats y ukases de arriba sobre cualquier tema y tontería la mismísima Ley de Dios y la divinización de las potestades en sus decisiones, en las que la más mínima duda o resistencia contra ellas es una rebeldía contra Dios manifestada en su voluntad totalitaria. Además ¿Como no iban a ver esto como confirmación de que estaban en lo cierto cuando obedecían si Dios les elevaba al mando? Fácilmente los primeros se transforman en los segundos y viceversa: el que vio los mandatos de sus superiores como divinos, exigirán lo mismo de los suyos a sus inferiores. Como una pirámide cada potestad somete a sus súbditos y es sometida por las superiores de esta manera hasta llegar al pontificado, transformado en un encarnado Tirano Banderas a lo divino en vez de la augusta Cátedra de S. Pedro.


Conclusión

Si hay algo que nos muestra el famoso incidente de Antioquía es que los apóstoles S. Pedro y S. Pablo estaban repletos de verdadera Obediencia basada en la Caridad y en la Verdad. Ni el Príncipe de los Apóstoles estaba infatuado por su cargo ni el Apóstol de los gentiles estaba cohibido por la autoridad superior. Uno mostró caridad  en su profunda humildad al aceptar la corrección de un inferior acertado y el otro en su defensa a ultranza de la verdad frente a su superior equivocado. Ambos arden en Amor a Cristo y su Iglesia y obran en consecuencia. Ambos con las misiones y potestades más importantes jamás dadas a hombre alguno brillan por su humildad de siervos de los siervos de Dios aceptando con valentía sus errores y dando con valentía sus razones: Dad razones vuestra esperanza (I Pe. 3, 15) y si no tengo Caridad nada soy (I Cor. 13.2)  Aquí tenemos el modelo de la verdadera obediencia, el oír la propia conciencia, basada en la Caridad y la Verdad, en definitiva, en Dios.