miércoles, 31 de octubre de 2018

Del barrendero del Sacro Palacio


Estimado Wanderer,
Apenas si estoy repuesto después de tres semanas de trabajo forzado. Usted no  creería lo que ha sido trabajar limpiado el aula sinodal, con tanto joven venido de todos los rincones del mundo, tirando papelitos y pegando chicles en los asientos. Mis compañeros y yo no dábamos abasto con la tarea. 
Estuve en todas las sesiones del sínodo, sentado detrás de una cortina, atento a que volara alguna hoja, cayera algún papel o entrara alguna paloma (hemos sido instruidos para distinguirlas del Espíritu Santo) y aquí le escribo algunas de mis impresiones. Un obispo comentaba por los pasillos bastante quejoso que “Sobre internet, fue posible el consenso, pero sobre la moral sexual fue imposible porque las posiciones son demasiado diversas”. Me quedé de una pieza. A mí me enseñaron en el catecismo que sobre esa cuestión -la moral sexual-, el consenso ya se había logrado hacía muchos siglos y que no había posibilidad de posiciones diversas. Pero ahora parece que no. Con él hablada monseñor Emmanuel Gobillard, un obispo gabacho que se lamentaba porque “Algunas propuestas audaces, susceptibles de copar titulares, no fueron retenidas”. Nunca habría pensado yo que a los Padres sinodales los que les importa es aparecer en la portada de los diarios. “Eso es lo que les interesa a las vedette”, dijo mi compañero Giovanni. Y tiene razón. Últimamente estamos viendo que hay muchos obispos con gustos de vedette.
Pero lo peor de todo fue el último día, cuando se les ocurrió hacer una fiesta en una de las salas contiguas al Aula Pablo VI. ¡Cinco horas estuvimos sacando papel picado, serpentinas y cotillones varios del piso! Y lo peor se lo llevaron los electricistas, que tuvieron que desarmar todas las luces psicodélicas que habían instalado en el lugar. “¡Esto parece una discoteca!”, dijo Giovanni, y amagó con ponerse a bailar con una monja que estaba como loca dando saltos, pero vio que era bigotuda y retrocedió. Los que no retrocedieron fueron muchos obispos, que se pusieron a bailar con los jóvenes y las jóvenas, dando pasitos, vueltas y medias vueltas. Otros prelados, en cambio, se mantuvieron al fondo, con mirada azorada y caras de pepinillos en vinagre. El Papa Francisco, que presidía la fiesta, se notaba que estaba muy feliz, con una gran sonrisa que le dulcificaba el rostro. “Menos mal que la fiesta no la organizó el cardenal Coccopalmerio”, dijo Giovanni.
Pero, según comentaban algunos de estos obispos avinagrados, la cosa no salió tan mal como se preveía. Prueba de ello es que los titiriteros del sínodo -me refiero, como usted comprenderá, a la secretaría general (cardenal Baldisseri) y a los relatores principales- lucharon a brazo partido para que en el Documento final se diga que el Instrumentum laboris es ‘otro’ documento aparte del Final -y no su superación, como es lo lógico y natural-, con ‘otras características específicas’, por lo cual debería ‘conservarse’ ‘junto’ con el Documento final. Sería el primer sínodo que concluye con dos documentos a fin de ser usados según los gustos de cada uno. En pocas palabras, como algún religioso afirmaba, trataron de meter por la ventana lo que no lograron que entrara por la puerta.
Yo, desde mi rincón del fondo, me di cuenta que los titiriteros tuvieron que hacer muchas modificaciones a ese Instrumentum laboris, que parecía redactado por un masón del siglo XIX por el  cúmulo de citas peyorativas sobre la Iglesia, con propuestas e ideas extremas. Hasta qué punto sería extremo que uno de los asistentes, superior general de una congregación religiosa claramente progresista, dijo que tanta autocrítica no podía ser aceptada. Era demasiado. 
Yo más de una vez le he contado a usted cómo se manejan las cosas desde hace algunos años en este Sacro Palacio: nada se discute; se baja la cabeza y se obedece. Y al que no le gusta, que se vaya. Pregúntele si no, al cardenal Müller. Y eso también es lo que el club de los titiriteros quiso hacer con el sínodo: que los padres asistentes no hicieran más que correcciones puntuales y de maquillaje al Instrumentum laboris -y esto se lo escuché decir al cardenal Rocha de Brasilia, relator general del Sínodo, a otro obispo brasileño-, pero lo cierto es que la gran mayoría de los sinodales querían hacer mucho cambios. No les fue fácil lograrlo y no pudieron hacer todos lo que querían porque no los dejaron. Le confieso Wanderer, que esto me llamó mucho la atención: en varias ocasiones, mientras pasaba mi lampazo en alguno de los salones donde se hacían las reuniones de los grupos particulares, eran los auditores jóvenes que se oponían encarnizadamente a que los obispos hicieran cambios al Instrumentum laboris y sus propuestas. Les advertían: “No se puede cambiar ni retocar esa cita porque eso es tal cual lo que dicen los jóvenes”, y parece que era palabra revelada. “Son comisarios políticos”, escuché que decía en voz baja un obispo polaco. Ya veré si puede averiguarle el modo en el cual fueron reclutados y quién tuvo a su cargo la instrucción previa de estos jovencitos.
Tantos cambios y modificaciones enfurecieron al cardenal Baldisseri, titiritero mayor. Con Giovanni tuvimos que escondernos cuando lo vimos salir de las habitaciones pontificias de Santa Marta. Si nos veía, nos hacía despedir. Al día siguiente, tuvo que aceptar en el Aula que se podía redactar un “documento diferente”. Yo esbocé una sonrisa porque conozco muy bien estas concesiones que terminan por no conceder nada, pero un obispo africano pidió explícitamente al cardenal Baldisseri en el medio del Aula  que explicara más claramente cuál debía ser la relación de los padres sinodales con el Instrumentum laboris: sólo retoques o producir un nuevo documento. El cardenal no respondió. Parecía que habían perdido la partida pero, como le decía, yo conozco bien a los zorros vestidos de púrpura…, y verá por qué se lo digo.

Tantos fueron los cambios que se pidieron y la clarificación que se exigieron en los temas ambiguos que se terminó redactando un esbozo del documento final que casi casi los padres sinodales tuvieron que aprobarlo a libro cerrado. Ya se imaginará usted lo que hicieron los titiriteros: pasaron el mamotreto para que pudieron presentar las eventuales modificaciones (“modos” le llaman ellos), indicando que debían ser presentadas por cada padre sinodal individual (cosa de poder identificar claramente a los que pertenecen al horrible club de los cristianos rígidos y semipelagianos, y desanimar a los menos corajudos) al día siguiente a las 9 hs. El borrador del documento lo entregaron a las 10:30 del día anterior, luego se sirvió un aperitivo hasta las 11 hs., y a las 16 hs. debieron asistir a un diálogo del Papa con los jóvenes que tuvo lugar en el Agustinianum. Contando que debían entregar las modificaciones propuestas por escrito, para lo cual debían leer todo el documento del que había solamente una versión en italiano, casi no hubo tiempo para nada. Los que más se enojaron con trampita que les tendieron fueron los obispos de lengua inglesa, que no leen italiano, pero Baldisseri les dijo que no había otra opción.
Al día siguiente, yo me aposté temprano en mi lugar detrás de las cortinas, y quedé asombrado: a pesar de las tretas de los titiriteros, los obispos presentaron más de trescientas modificaciones, la gran mayoría de ellas en clave ortodoxa. “Es que los aperturista no necesitan hacer modificacione porque ya tienen lo que quería”, dijo Giovanni.
Yo me huelo que ese fue el motivo por lo que el documento fue aprobado con bastante facilidad: la redacción final es una versión muy mejorada con respecto al Instrumentum laboris, aunque algunos puntos, sobre todo los referidos a la sexualidad (n. 150), tuvieron setenta votos en contra.
Pero no se crea Wanderer que el ambiente en esta última sesión fue tan festivo como lo pintan. Es que los padres sinodales comenzaron a notar que en el documento final se hablaba demasiado extensamente de la “sinodalidad”, y sorprendía porque ese era un tema que no se había tratado, y lo querían hacer pasar como que era “el gran fruto de este sínodo”. Varios obispos se encabritaron, entre ellos Mons. Vicent Nichols, arzobispo de Westminster, que dijo que las afirmaciones eran ambiguas y podían derivar en un concepto similar al de la iglesia anglicana; otros afirmaron que se terminaría democratizando la Iglesia al estilo de las iglesias protestantes. Tanto fue subiendo de tono de la discusión que un grupo de obispos pidió que se quitaran todas las referencias a la sinodalidad puesto que era un tema que no se había tratado. Pero el cardenal Schönborn y otro obispo alemán exigieron que se conservara todo, y a los alemanes pocos son los que se le animan. 
Mientras tomaban un café durante la pausa, escuché a un obispo asiático que decía: “Esto es un vendetta. Como no lograron posicionar todo lo que querían sobre el tema de la sexualidad y de la mujer, introducen ahora esto de la sinodalidad a nivel local, regional y universal”.

En fin don Wanderer, a Dios gracias, ya pasó el sínodo. Ya estamos más descansados y tranquilos. Como usted sabrá, el trabajo ha disminuido mucho en los últimos años: casi no vienen peregrinos a las audiencias de los miércoles, y  con una sola pasadita de lampazo los pisos quedan brillante. Y ahora me voy a tomarme un capusho al bar de la puerta de Sant’Anna. 

lunes, 29 de octubre de 2018

Vodevil sinodal


A diferencia de lo ocurrido con el Sínodo sobre la Familia, el Sínodo de los obispos sobre los Jóvenes (o el Sínodo de los jóvenes sobre los obispos, tal como comienza a ser llamado en la colina vaticana) no ha despertado el menor interés en los medios de comunicación, cosa que debe poner bastante nervioso a Su Santidad y al mariscal de la bojiganga, cardenal Lorenzo Baldisseri. Que no se hable de tan magna reunión en los medios del mundo es, para ellos, un fracaso rotundo. Deben contentarse con las notas que aparecen en los sitios paraoficiales del Vaticano y en la chorrera de artículos demoledores que se publican en los centenares de blogs dirigidos por cristianos rígidos y semipelagianos que suelen tener muy buena información. Por ejemplo, el reporte que publica la página Que no te la cuenten redactado por un testigo que se sentó diariamente en el aula sinodal y que, a fin de evitar variadas misericordiaciones, debe mantener su nombre en reserva.


Las fotografías del aula que podemos ver aquí y allá, muestran un zoológico con variopintas especies animales. Algunas eran muy ruidosas, como la patota de jóvenes laicos que vitoreaban con gritos y hurras a los padres sinodales que se expresaban a favor de aperturas, presencia de jóvenes y la mujer en todos los espacios de decisión de la Iglesia o acogida e integración de los homosexuales, mientras que se volvían mudos como las jirafas cuando hablaban de claridad en la doctrina o mentaban la enseñanza tradicional de la Iglesia. También tuvo el zoo una bella y exótica especie llamada Martina Kopecká, la única sacerdote femenina, miembro de la iglesia husita, que no solamente habló en el sínodo rodeada de purpuradas eminencias de rostros pardos y miradas torvas, sino que declaró que los cardenales y obispos la “reconocieron como una mujer durante la cena y ahora la reconocen como un sacerdote”. 
El sínodo terminó con una alegre y relajada fiesta en el Aula Pablo VI en la que los jóvenes asistentes invitaron a los obispos a unirse a sus danzas:



Nadie podrá negarle a Bergoglio la capacidad de convertir su sínodo en un vodevil del que habría deseado formar parte Abbot y Costello, Houdini y  Niní Marshall. 
Pero resulta más curioso y frustrante aún que el tema que se llevó todas las miradas y todos los comentarios fue si las siglas LGBT aparecerían o no en el documento final, lo cual no sucedió. Este hecho  es indicador suficiente del rotundo fracaso de la asamblea y de la inutilidad de su documento final, más allá de que el Papa Francisco haya declarado solemnemente que formará parte del Magisterio de la Iglesia, con lo cual creo que se impone, cuando la Iglesia vuelva a los tiempos serios y se deje de payasadas, discutir acerca de la existencia del tan mentado “magisterio”, concepto decimonónico que nos hicieron creer que constituía la tercera fuente de la Revelación!
Esta moda sinodal en modo #️⃣Francisco tiene ya una franquicia en  Buenos Aires. Con solo escuchar el himno oficial del sínodo arquidiocesano que resuena en todas las parroquias porteñas caemos en la cuenta que, en este caso, no se trata de un vodevil sino, con suerte, de una comparsa del club de fomento de alguna barriada de La Matanza:



Pero intentemos una reflexión histórica sobre toda esta comedia. Los sínodos fueron una institución tradicional de la iglesia católica, tanto en Oriente como en Occidente, y cumplieron un papel destacado durante los primeros siglos de la Iglesia y la Alta Edad Media. Se celebraban con frecuencia y con distinta extensión geográfica y de muchos de ellos emanaron clarificaciones doctrinales y disciplinares que aún hoy aceptamos y aplicamos. Decayeron en la Baja Edad Media pero fueron reivindicados por el Concilio de Trento quien propuso la realización de sínodos diocesanos y provinciales cada tres años (H. Jedin, Il Concilio di Trento, vol. III, Morcelliana, Brescia, 2010,p. 191-ss). Fue San Carlos Borromeo el gran impulsor de ellos en su diócesis de Milán y, de allí, a toda la iglesia. El Concilio Vaticano II instituyó lo que hoy vemos: sínodos de obispos regulares a nivel de la iglesia universal que se reúnen cada cuatro años a fin de deliberar sobre la ocurrencia que le venga en gana al pontífice reinante. Una Iglesia en permanente estado de deliberación, o de revolución.
Sin embargo, me parece que no hay que dar por el silbato más de lo que el silbato vale (en los tiempos eclesiales que corren, más vale cuidar las palabras). Los concilios y sínodos siempre fueron problemáticos y hasta grotescos a lo largo de toda la historia de la Iglesia. Siempre hubo padres conciliares o sinodales dispuestos a representar alguna escena de comedia que, curiosamente, se repiten a lo largo de los siglos. Más arriba hacíamos alusión a la barra brava de jóvenes que se agenció Bergoglio para presionar por la inclusión de aperturas varias en su documento. Algo similar ocurrió en el Concilio de Éfeso, cuando San Cirilio de Alejandría se presentó con un grupo de cuarenta aguerridos obispos y monjes egipcios que, debido a su numero y prepotencia lograron que el Concilio comenzaran antes de la llegada de los legados pontificios y del obispo Juan de Antioquía, de presencia imprescindible. Cuando finalmente llegaron y cayeron en la cuenta de lo que habían hecho los egipcios, armaron un concilios paralelo: por un lado los cirilianos, y por otro los orientales y antioquenos. Finalmente, el triunfo, que debió ser decidido por el emperador, fue de la postura de San Cirilo (que era la postura ortodoxa) contra la de Nestorio, pero se trató de un triunfo opacado porque se logró “debido a las copiosas sumas de dinero y otros regalos de diverso género que hizo llegar en diversas ocasiones el obispo de Alejandría a influyentes personajes de la corte” (L. Perrone, Historia de los concilios ecuménicos, Sígueme, Salamanca, 1993, p. 77).
Nos causa irritación saber que los sínodos bergoglianos están digitados e, incluso, el documento final ya estaba redactado desde hacía tiempo, con lo cual la asamblea no fue más que un fantoche pour la galerie. Pero no muy distinto fue el caso del Concilio de Trento en el cual el orden del día lo imponían indefectiblemente los legados pontificios y, curiosamente, jamás aparecían los temas que la mayoría de los padres conciliares querían tratar, como la reforma de la Curia romana y del episcopado. Este fue uno de los motivos más importantes por los que esa reunión estuvo varias veces al borde del fracaso, y llevó a violentos altercados, como los protagonizados por el cardenal Hurtado de Mendoza, embajador del emperador Carlos V, con el papa Pablo III.

Y si de pasos de vodevil hablamos, recordemos los que en Trento se sucedieron. Por ejemplo, llegaban a esa pequeña ciudad los obispos de diócesis ricas acompañados de cuarenta sirvientes y debían ser recibido como huéspedes más o menos forzados por las familias más importantes, a las que le ocupaban durante meses las mayor parte de las dependencias de sus palacios, mientras que los obispos pobres, que apenas tenían dos o tres acompañantes, tenían que hacinarse en pequeñas posadas. Exquisita caridad y pobreza episcopales. O lo ocurrido durante el periodo en que el Concilio sesionó en Bolonia, cuando llegado el tórrido verano la enorme mayoría de los obispos se fueron a descansar a sus frescos palacios, y solamente quedaron para sesionar un puñado de españoles y los representantes de las órdenes religiosas. Loable espíritu de sacrificio el de tan venerables padres.
Y en el Concilio Vaticano I las cosas no fueron mejores. Las presiones a los obispos para que proclamaran el dogma de la infalibilidad pontificia las ejercía el mismo Pío IX. No está demás recordar aquí la anécdota del encuentro entre el pontífice y el patriarca melquita Gregorio II Youssef-Sayour, firme opositor a la posibilidad de ese dogma. El obispo oriental fue arrojado al piso por un guardia suizo y Pío IX, mientras le pisaba la cabeza, le decía: “Gregorio cabeza dura” (Ken Parry - David Melling, The Blackwell Dictionary of Eastern Christianity, Malden 1999, p. 313). Estas tensiones se manifestaron en el momento de la votación: 50 padres se levantaron de la sala para no votar el dogma, 88 votaron en contra y 62 exigieron modificaciones. Es decir, casi la mita de la asamblea cuestionó la ocurrencia piononesca.
Y sobre las manipulaciones ocurridas durante el Vaticano II la literatura es más que abundante y policroma. Desde la producida por un firme detractor como Roberto de Mattei (Concilio Vaticano II, Ivat, Madrid, 2018), hasta las relatadas por Ives Congar, uno de los protagonistas más activos y progresistas de la asamblea (Mon journal du Concile, Cerf, Paris, 2002).

Los injertos democráticos son peligrosos; hay que manejarlos con cuidado; se sabe cómo comienzan, pero no se sabe cómo terminan; si no lo sabés manejar, mejor no te metas.

jueves, 25 de octubre de 2018

De autores y libros


Recién salido del horno, he aquí una antología variopinta de artículos publicados a lo largo de un cuarto de siglo, más o menos, en toda clase de medios: revistas de amigos, revistas institucionales, boletines vecinales o en recopilaciones de ceñudos congresos. El resultado es, por fuerza, desparejo, aunque hay una consistente solvencia del A. que brilla en todos y cada uno de estos trabajos, por no mencionar su pasmosa erudición (como brilla, por ejemplo, cuando se dedica al torso artúrico en la obra de Tolkien). 
Sólo indicaré aquí (por si hay allá afuera algún lector interesado) que aquí uno se encuentra con Castellani y Dolina, con Tolkien y con Lewis, con Pieper y con Chesterton, además de que nos toparemos con toda clase de asuntos, como un autor de la especialidad profesional del A., el canciller Ayala, cuya obra es estudiada con erudición y minuciosidad que sólo, me parece, le puede interesar a los iniciados en la baja edad media española. Destaco, sin embargo, el artículo intitulado Acedia y eutrapelia en algunos textos medievales españoles, por su actualidad, bien que su lectura puede resultar realmente difícil para el que no está acostumbrado a la lengua del s. XIV español (consejo eficaz: probar de leer sus versos en vos alta).
Pero a mí, qué quieren que haga, me interesa más la obra de Dios que la del Sr. Ferro, que a fin de cuentas no es más que el resultado de su subcreación, como diría Tolkien. 
No, a mí me interesa la persona del subcreador, Jorge Ferro, creado por Dios, y eso más que nada porque hemos sido amigos durante casi medio siglo y no hemos dejado de conversar todas las semanas de los últimos 43 años, y a veces, más de una vez por semana (la cuenta me da algo así como un total de 4000 conversaciones, ninguna de la cual duraría menos de una hora—o más bien dos).
Ha sido, como casi todas lo son, una amistad despareja, no sólo porque me lleva seis años, sino porque sabe sesenta veces más, sobre sesenta tópicos diferentes, y del que siempre aprendí más y más (eso continúa al día de hoy). Brevemente dicho, para mí, cuando comenzamos a charlar en un campamento de Sierra de la Ventana sobre C.S. Lewis y luego, pocos años después, se mudó a la vuelta de casa, resultó ser un regalo de Dios, en razón de los innumerables beneficios que me hizo este, del que estamos hablando, nuestro subcreador. 
Y ahora me gustaría intentar un inventario de esos beneficios que he recibido de él y agradecerlos aquí y ahora, antes de que se nos muera (al modo del Divino Ned). 
Sin orden y concierto, quiero señalar que en un mundo esencialmente triste, abúlico y melancólico hemos compartido largas carcajadas a propósito de las lecturas de Castellani, de Evelyn Waugh, de Alejandro Dolina, de P.G. Wodehouse, de Chesterton y del Bustos Domecq de Borges y Bioy Casares. Esas risas han servido para enfrentar decenas de tribulaciones y pruebas de todo tipo que me han tocado en suerte, como le cabe a un cristiano cualquiera en los tiempos que corren. Claro que además, de humor “literario” digamos, Jorge conoce docenas de historias, cuentos y chistes que son desopilantes. 
Pero hay más, mucho más. Hemos compartido con gratitud el inmenso legado de Roque Raúl Aragón y Fray Mario Pinto, además de combatir juntos en la terrible guerra contra la desacralización, contra toda suerte de progresismo, contra varias sectas y sectarios. Hemos vuelto a leer a Guénon y a Évola —a la búsqueda de la tradición primordial— además de repasar una y otra vez a Santo Tomás, a muchos de los Padres, a los mejores tomistas del siglo XX, empezando por el gran Josef Pieper, siguiendo por Etiénne Gilson y alguno más que ahora no recuerdo. Hemos compartido también una afición creciente por los grandes autores católicos ingleses, empezando por Newman y terminando por Joseph Pearce.  
En un mundo estúpidamente prosaico, hemos leído juntos a Péguy y José Hernández, a Lugones y a T.S. Eliot, nos ha enseñado a saborear a Garcilaso, a San Juan de la Cruz, a los hermanos Machado, a infinidad de autores más o menos consagrados, aparte de compartir la afición por las poesías de nuestros amigos, queriendo yo ahora destacar en ese registro a Juan Martín Devoto, a Nicolás Mihura y, claro que sí, a Eduardo Allegri. Claro que en materia de poesía, nuestro subcreador es imbatible, no sólo porque se conoce buena parte de toda la poesía en lengua española, sino que también, cuando le viene en gana es capaz de recitarlas de memoria, lo que constituye para los que lo oyen, una fiesta del espíritu.
En un mundo que se destaca por su ignorancia, Jorge, nuestro sucreador, creado por Dios, para beneficio de todos, conoce a fondo (e imparte su saber a quién cuente con un mínimo de docilitas) a los clásicos griegos y romanos, citando, cuando la oportunidad es venida, a Homero, a Sófocles, a Virgilio o a Horacio, con una solvencia y una familiaridad que constituye la envidia de todos sus amigos. Por no mencionar aquí su perfecto dominio del latín, sus conocimientos de griego (además de dominar a la perfección el inglés, el francés y el italiano). Jorge conoce y ama también a la Edad Media, a los grandes precursores de ella como Boecio y San Agustín, pero también a sus protagonistas, como Santo Tomás del que ya hemos hablado y conoce como su palma los bellísimos himnos latinos del breviario. No quiero pasar por alto su perfecto dominio de los cuatro evangelios y de lo que antes se daba en llamar la “Historia de la Salvación”.  
Y por razón de su formación clásica, Jorge odia, como Saint Exupéry, a la modernidad con todas sus fuerzas. Y ha aprendido a lo largo de los años, a reconocer de lejos sus taras y pretensiones, denunciándolas siempre con un acento fuertemente “Lewisiano”, diría yo, que ahora que está de moda hablar de “grietas”, no la hay más grande que la que separa el mundo clásico (La imagen descartada, diría Lewis) y la modernidad. En ese orden de cosas, le debo también una especie de claridad mental para detectar y denuncias a los modernos y sus estúpidas ideas, ni bien alguien las formula (sea el Papa o el vecino de casa, qué más da). 
Nuestro subcreador es, sin embargo, mucho más que lo que acabo de decir, e infinitamente más que esta su última subcreación que no es más que un librito comparado con su autor. Porque, repito, lo hizo Dios. 
En un mundo dominado por la acedia, la “tristeza ante el bien”, un mundo compuesto de millones de personas que no conocen el arte de vivir, Jorge da cátedra cuando de pesca se trata, si se pone a hablar de caballos no hay quien lo pueda detener. Sabe de bichos, de animales varios, distingue el canto de los pájaros. Le encantan los deportes, el tenis y más que nada el rugby (del que sabe bastante, después de todo, de joven jugó en Los Matreros). Pero le gusta y sabe mucho de militaria, de táctica y estrategia, de historia militar y de armas (y en esta materia está perfectamente actualizado). A Jorge le encanta la geografía, estudiar los mapas, además del mar y cualquier recipiente acuático: no he visto a mucha gente disfrutar como él de un buen baño en la alberca. Le gusta (y de esto sabe mucho) el tango, habiendo memorizado (como antes era más común) más de una letra (cantándolos desafinando levísimamente y es la tortura de quien lo oye cantar). Sabe mucho de música clásica, bastante jazz, muchísimo de los temas neo-oleros de los años 50 y 60, desde Billy Cafaro (a veces canta Pity Pity), hasta los “Mambos” y boleros de Tito Rodríguez, los grandes temas de los del “Club del Clan” y aunque no lo crean, algún que otro tema de Los Beatles. Jorge se conoce bien, aunque lo niegue a veces, a los grandes clásicos del folklore criollo, desde Atahualpa Yupanqui hasta los Chalchaleros, claro que sí.  
Pero hay más: nuestro subcreador sabe mucho de novelas policiales, de la guerra fría, de la guerra de Corea, de la de Vietnam, puede hablar durante horas de ambas guerras mundiales, además de comida, sabe de cocina, de cómo preparar un buen mate, de cuchillos y de asados; sabe (y sabe saborear) los postres criollos (ambrosía, yema quemada o huevos quimbos, lo mismo da), de las pastas italianas y los embutidos españoles, aparte de disfrutar como ninguno de sus viajes a Europa, para admirar las catedrales góticas, los pueblucos castellanos, la universidad de Oxford y la cerveza inglesa.
Jorge disfruta inmensamente de todas las cosas: le gusta el cine clásico (y de eso sabe un montón), le gustan las bebidas alcohólicas, le gustan las mujeres (como corresponde a un cristiano cabal) y en esto tiene buen gusto (como corresponde a un cristiano cabal). Le gusta la buena ropa (y cuando quiere se viste bien), tiene una estética que hace culto de la modestia, de lo sencillo, y eso le hace disfrutar de un atardecer en el campo, o de una buena tormenta tropical.
A nuestro autor no le interesan ni las computadoras, ni los autos, ni, claro está, los “shoppings” y el rock ’n roll contemporáneo. Jorge detesta el ruido y ajetreo de las megalópolis contemporáneas, la “Devotio Moderna”, cualquier forma de artificiosidad, el subjetivismo en cualquiera de sus variantes, la casuística moral y, por sobre todas las cosas, la acumulación desordenada y supersticiosa de devociones propia de los meapilas. 
Es su estética la que finalmente todos hemos compartido, una estética que nos domina de tal modo que en materia moral, si no hacemos algo, no lo hacemos tanto, como diría Thibon, porque está mal, sino porque queda feo, porque es feo.
Jorge ama la belleza en todas las cosas y creo que Alejandro ha acertado con la tapa de este libro (y de muchos otros), que los libros también pueden ser objetos bellos, cómo no, aparte de su contenido.  
De modo que para coronar esta mi presentación del subcreador y de su obra, no puedo resistir la tentación de declamar aquí y ahora el soneto con que remata esta edición, Señales, que, según me contó, escribió no hace mucho, supongo que en Bella Vista. 

La flor se inclina ya, la flor se inclina
llevada por el aire tormentoso
que desde lejos insinuó su acoso
acariciando apenas a la encina.

Una arruga en la fuente, repentina,
un quebrarse fugaz de su reposo;
empañado su espejo tembloroso
nos dice de la calma que termina.

Cambia la luz. Se está muriendo el día,
y en un cielo con cobres y morado
se arremolinan nubes. Y en el pasto

bailan hojas caídas en un casto
enredarse de ocre y colorado, 
en revuelo de pena y de alegría. 

¿Qué más? Señores, nada, nada más. 

Jack Tollers





El lunes 12 de noviembre, Natalia SanMartín Fenollera presentará en Madrid los tres volúmenes de la obra del P. Javier Olivera Ravasi, en la que trata de un modo ameno y claro, una gran variedad de temas complejos y controvertidos a partir del pensamiento católico y de la historia.
Los lectores españoles del blog tendrán una buena oportunidad para escuchar a ambos amigos, y comprar los libros.












Acaba de aparecer el tercer volumen de los Sermones monásticos del P. Diego de Jesús, prior del monasterio del Cristo Orante. El primer volumen está dedicado al tiempo de Adviento y Navidad; el segundo, a Cuaresma y Pascua, y este tercero a los domingos del tiempo ordinario.
Más de una vez nos hemos deleitados en estas páginas y hemos sido iluminados por la palabra del P. Diego de Jesús, que combina en su pedagogía del mensaje cristiano un profundo conocimiento  teológico y literario con una cuidada retórica.












lunes, 22 de octubre de 2018

Estafados


Los papas del último milenio


Durante 958 años la Iglesia tuvo 123 papas, de los cuales solamente 3 fueron canonizados. Y si incluimos también a los beatificados, suman 9. 
Durante los últimos 50 años, la Iglesia tuvo 4 papas (y dos aún vivos), 3 de los cuales fueron canonizado y la totalidad de ellos, si incluimos también la proclamación de la heroicidad de las virtudes de Juan Pablo I. Por tanto, 
a. Durante el último milenio -hasta 1958-, la Iglesia canonizó al 2,4% de los papas.
b. En los últimos cincuenta años -a partir del Concilio Vaticano II- la Iglesia canonizó al 75% de los papas.
c. En el último milenio, la Iglesia tuvo 1 papa canonizado cada 41 papas no canonizados. En los últimos cincuenta años, la Iglesia tiene casi todos sus papas canonizados.
Frente a estas cifras debemos concluir que:
1. Antes del Vaticano II, los papas eran grandes pecadores, o bien, los cardenales elegieron para el pontificado a los peores de entre ellos, salvo tres excepciones. En cambio, después del Vaticano II, los papas son grandes santos, o bien, los cardenales eligen invariablemente a los más virtuosos de entre ellos para el pontificado. Todo esto indica que el Espíritu Santo estuvo dormido durante la enorme mayoría de los cónclaves del primer milenio, y se despertó repentinamente con las aires primaverales del Vaticano II, iluminando a los cardenales para elegir a la persona más santa y adecuado para ocupar la sede petrina.
2. La Iglesia durante el primer milenio fue sumamente cuidadosa en los procesos de canonización y fue reacia a canonizar a los papas. Y, cuando lo hacía, se tomaba mucho tiempo para estudiar el caso. El promedio de duración de los procesos canónicos en ese periodo es de 318 años. En cambio, después del Vaticano II, el promedio desciende a 46 años. Y frente a esto se abren dos posibilidades: o bien la santidad de los últimos tres pontífices era aplastante, evidente y prodigiosa y los milagros que obraron fueron abundantes y portentosos, y por ese motivo, los procesos canónicos se agilizaron extraordinariamente, o bien los procesos canónicos de los últimos años se han aguado y aligerado de modo tal que terminan siendo no más que una pantomima a la que ya nadie brinda importancia.
3. Pareciera, entonces, que aquí hay algo que no funciona. O bien la cuestión de la santidad y las canonización no es más que un cuento que inventaron los curas para imponer paradigmas a la sociedad y poder dominarla a través de ellos, y para recaudar cuantiosas limosnas en los santuarios que erigían a cada santo, o bien los dos últimos papas -Benedicto XVI y Francisco-, son dos tunantes que por presión o convicción proclamaron santos a sus predecesores inmediatos a fin de canonizar la nueva imagen de la Iglesia nacida luego del Vaticano II y preparar su futura canonización.
4. Cualquiera sea la opción que tomemos de las planteadas en la última conclusión, pareciera que a los laicos nos están tomando por estúpidos o nos están timando. Hace unos meses caímos en la cuenta que la cuestión del celibato sacerdotal, sobre todo en las más altas esferas jerárquicas, en muchos casos era un timo. Y ahora nos estamos dando cuenta que las canonización y la santidad de los canonizados son también una estafa. ¿Hasta dónde quieren probar nuestra fe? ¿Hasta dónde cree esta gente que se ha apoderado de la Iglesia que los soportaremos a ellos, o soportaremos que continúen desfigurando a la es Esposa del Cordero Inmaculado?
Como dice la sabiduría popular, no hay que tirar tanto de la cuerda porque en un punto se corta, y nadie sabe lo que puede ocurrir en ese caso.


Update: La foto que está recorriendo en país en estas horas -la de los obispos que celebraron una misa en el santuario de Luján para la cúpula de la corrupción en Argentina- muestra con solo ver los rostros quiénes son los personajes que hoy se han asediado hoy en la Iglesia.  





jueves, 18 de octubre de 2018

La santidad de Su Santidad


Una de las tantas consecuencias que dejará el pontificado de Francisco será la desaparición de la figura de los santos tal y como los concibió la Iglesia durante siglos. Canonizaciones seguirán existiendo, y a troche y moche, pero los santos serán distintos, o serán otro tipo de santos. Basta mirar lo ocurrido en Roma el domingo pasado para comprobar lo que estoy diciendo: solamente un neocon obcecado y que ha abdicado completamente de su inteligencia puede creer que Pablo VI o el obispo Romero son santos al modo en el que la Iglesia siempre consideró a los santos. 
Se trata de personajes elevados al honor de los altares por un puro acto de voluntad del Sumo Pontífice -¿o alguien cree que pueden respetarse en pocos meses todas las instancias de los procesos de canonización? ¿O que Dios comenzó a hacer milagros en 4G y por eso son mucho más frecuentes, rápidos y fáciles de probar?- lo que, en caso de Bergoglio, es lo mismo que decir que se hacen santos de acuerdo a sus caprichos, y nadie en la Curia puede oponerse a su omnímoda voluntad porque, en los hechos, desde Pío IX a la fecha, el Papa es indiscutible. Vale la pena recordar aquí la anécdota de la acalorada discusión de este pontífice con el cardenal Guidi la tarde del 18 de junio de 1870 mientras se desarrollaba el Concilio Vaticano I. Pío IX respondió furibundo a las reservas que tenía el docto purpurado dominico acerca de la conveniencia de proclamar el dogma de la infalibilidad puesto que no se trataba de una verdad conservada claramente en la Tradición: “… io, io sono la Tradizione, io, io, io sono la Chiesa”. (Cf. K. Schatz, Vaticanum I, vol. III, Paderborn, 1992, p. 312-322). En esta tradición con minúsculas, entonces, es perfectamente razonable que Francisco determine motu proprio quién debe ser santo y quien no debe serlo, saltándose todos los procesos e instancias canónicas, puesto que él es la Iglesia (y no vale decir que esta actitud estaba bien cuando la hacía Pío IX porque era de derecha y no cuando la hace Bergoglio que es de izquierda).
Pero vayamos todavía un poco más adelante y preguntémonos acerca del motivo por el que el Papa Francisco está haciendo lo que hace con las canonizaciones. La primera y más fácil respuesta, y no menos verdadera, es que está utilizando esta noble institución de la Iglesia con fines populistas y como una de las múltiples acciones propias de su pontificado destinadas a teñir de corrección política a la retrógrada iglesia católica. En el caso que nos ocupa, tanto Pablo VI como Romero son dos iconos indiscutible del progresismo eclesiástico y del progresismo laico. El uno, con su vida dedicada a la promoción de los “valores democráticos” en la Italia de posguerra y, hacia el final de su vida, a la aplicación a ultranza del espíritu del Vaticano II que cambió radicalmente en pocos años el rostro de la Iglesia hasta hacerla irreconocible, y el otro, “martirizado” por su defensa de los pobres en contra de las dictaduras de derecha, una especie de Angelelli con gemelos y buen perfume. Para cualquier persona de la calle medianamente instruida o para cualquier periodista editor de la sección de temas religiosos de algún medio de prensa, que la Iglesia coloque en las hornacinas de sus templos a alguno de estos personajes y le rinda culto, significa que la Iglesia está cambiando, se está modernizando y se está adaptando al espíritu de los tiempos. Y, consecuentemente, que el que promueve a estos nuevos santos es un líder y personaje de respeto y veneración. Lo que quiere, y lo que ha querido a lo largo de toda su vida, Jorge Bergoglio.

Pero tengo mis dudas acerca de que sean sólo estas las intenciones del pontífice, y creo que más allá de su carácter profundamente jesuita y simulador, en esta ocasión hay en él una parte de sinceridad. Es decir, Bergoglio cree firmemente que Angelelli y sus curas tercermundistas, que Pablo VI y que Romero son efectivamente santos, pero el único modo que tiene para creer esto en buena consciencia es admitiendo un concepto distinto de santidad. Si la suya es la teología del pueblo, es decir, que el “pueblo” en cuanto tal es fuente de revelación, las verdades de la fe irán variando o amoldándose a los tiempos de acuerdo a los sentires y saberes de ese pueblo eternamente mutable. Y así como los pueblos medievales se rindieron ante la santidad de figuras como la de Luis Capeto o la de un labrador madrileño llamado Isidro, ahora se rinden ante un nuevo estilo de santidad encarnado por los adalides del progresismo como Montini y Romero. Las virtudes que el pueblo, expresión permanente de la voz de Dios, valora en un momento determinado de la historia son distintas a las que valora en otro momento. 
Esta nueva santidad que está siendo llevada a los altares por el Papa Francisco no esplende a través de la heroicidad de las virtudes teologales y morales y el cumplimiento de los mandamientos, sino que exige la heroicidad de otro tipo de virtudes -las virtudes progresistas como la solidaridad, la tolerancia, la acogida a los pobres e inmigrantes, etc.- sin que aquellas otras, las apreciadas por el antiguo pueblo, tengan relevancia o peso a la hora de decidir sobre la santidad de alguien. 
Considero que esta hipótesis que planteo es coherente con otras actitudes de Francisco. Acerquemos la lupa y tratemos de verificarla con un caso testigo y fácilmente identificable: la virtud de la castidad. Se trata de una de las preseas más valiosas que adornaban a los antiguos santos de la Iglesia y una de las virtudes que la Iglesia más ha valorado desde sus inicios.  Para Bergoglio, en cambio, es un detalle que apenas tiene importancia y valor. Soy consciente de que se trata de una afirmación arriesgada pero creo que puede ser abundantemente probada por muchos casos que todos conocemos. Detallo aquí solamente algunos:
  1. En 2005 defendió a Mons. Juan Carlos Maccarone luego de que fueran difundido un video en el que se lo veía en medio de refocilos sexuales con su chofer. Mandó a decir a su portavoz que se trataba de un “acto de la vida privada” del obispo manfloro.
  2. En 2012 defendió en persona y públicamente, alabando su disponibilidad y entrega a los pobres, a Mons. Fernando Bargalló, que había sido fotografiado en un exclusivo hotel del Caribe con su rubia barragana.
  3. En 2013, siendo ya Papa, afirmó que él no era nadie para juzgar las conductas homosexuales de Mons. Battista Ricca, que aún hoy se desempeña en un importantísimo puesto de la Curia vaticana.
  4. Esta semana acaba de confirmar la elevación al cargo de Sustituto de la Secretaría de Estado a Mons. Edgar Peña Parra, presentándolo él mismo  ala Curia, a pesar de los documentos aparecidos el viernes que venían a confirmar lo que ya había sido advertido por Mons. Viganò acerca de las activas inclinaciones contra natura del prelado venezolano.
Y podríamos seguir abundando en casos publicitados en los últimos tiempos en los que se prueba que el Santo Padre elige como colaboradores más directos a varios personajes que no se caracterizan por lucir la presea de la castidad. ¿Será que Bergoglio es suicida, y elige a personajes tan cuestionados y vulnerables para arruinar su pontificado? ¿O será más bien que, para él, la castidad es un detalle secundario que de ningún modo incide en la valoración de una persona destinada a desempeñarse en el seno mismo del gobierno de la Iglesia? 
Y esto que puede verse con respecto a la virtud de la castidad podría extenderse también a otras varias virtudes tradicionales. El nuevo santo debe lucir en su pecho condecoraciones muy distintas de las que se exigían hace algunas décadas.

Le decía el Papa hace poco a un joven jesuita: “Yo creo que el Señor está pidiendo un cambio a la Iglesia”. Por lo visto, ese cambio que comenzó con un nuevo culto en los ’70, se está perfilando ahora con una nueva santidad, reflejo de nuevas virtudes y olvidada de las virtudes de siempre.

lunes, 15 de octubre de 2018

Novusordoísmo


por Hilary White
El hecho de que todavía no contamos con un nombre oficial para designar al “Nuevo Paradigma” (y probablemente no lo tengamos por unos cuántos siglos más) me ha hecho más difícil tratar de expresar con claridad qué quiero decir cuando afirmo que, de hecho, la mayoría de los católicos que habitualmente asisten a misas celebradas según el ritual del Novus Ordo, no creen en materia religiosa lo mismo que creían las generaciones precedentes. Lo he dicho muchas veces y no soy la única, esto de que “El Novusordoísmo no es católico”. Se ha convertido en una especie de latiguillo. También he usado a menudo la locución “Nuevo Paradigma” para referirme a la creación de lo que esencialmente—aun cuando todavía no tiene nombre—constituye esa cosa nueva creada después del Concilio Vaticano II. Me alegra comprobar que algunos de los colaboradores más próximos al Papa han comenzado a promover el uso de esta misma locución. Con eso, todo resulta más fácil.

¿Cómo definirlo? Hemos hablado del “falso piso” del Nuevo Paradigma Novusordoísta, y también de “la ciudad perdida”, repleta de tesoros, de la Fe Católica que ha sido suprimida y enterrada desde el Vaticano II y que muy, muy, pocos católicos reconocen allí donde yacen escondidos. Hemos hablado de cómo es todo tan difícil de explicar en razón del gran éxito que han tenido los “nuevo oleros” de la Neoiglesia suprimiendo incluso el lenguaje que usamos para describir estos conceptos (y no, no me refiero al latín).
Para la gente que “re-booteó” la Iglesia en 1965, las ideas de Orwell fueron interpretadas como una guía de lo que había que hacer y no como una advertencia. Una buena parte del contenido de nuestra Fe ha sido sepultado y sobre las lagunas mentales así creadas se ha erigido un nuevo edificio.   
Han creado una especie de burbuja o “Matrix”—un nuevo mundo enteramente falso cuya existencia misma resulta desconocida para la gente que allí vive. 
Claro que cada tanto aparece un joven intrépido que se resuelve a tratar de averiguar qué cosa había allí en la montaña prohibida y se anima a escalarla hasta la cima donde toca el cielo con las manos. O, hablando con más precisión, se pone a cavar debajo del falso piso hecho de Vaticanosegundismo, de Novusordoísmo, de Nuevoparadigmismo, y descubre allí un inmenso reino repleto de tesoros cuya misma existencia ni siquiera es sospechada por casi nadie, gente que camina muy oronda sobre el falso piso.
Hemos tratado de indicar cuáles podrían ser los principales puntos de partida. Hemos recomendado lecturas. Mas ahora, quizás podríamos ser más específicos: ¿cuáles son exactamente los principales puntos de partida?
La mala noticia es que algunos de estos pueden escandalizar un poco. Por caso, una buena cantidad de gente jamás ha oído hablar del dogma formalmente definido “Extra ecclesiam nulla salus”. Muchos más creen que Vaticano II ha cambiado la “antigua” enseñanza de la Iglesia de que la Antigua Alianza entre Dios y los judíos ha sido sustituida por la Nueva Alianza de Jesucristo con los hombres.
De manera que imaginaremos un pequeño diálogo que a lo mejor nos ayudará a sacar algún provecho de nuestra discusión.
En primer lugar, represéntense el siguiente escenario: un sujeto que ha estado leyendo artículos escritos por tradicionalistas que sostienen que, efectivamente, el catolicismo post-conciliar constituye una religión diferente, aparece por mi casa (y yo no llamo a la cana) para hacerme algunas preguntas sobre todo esto.
(También vamos a tener que fingir que vamos a discutir saludable y razonablemente, y que no habrá ni gritos, ni denuestos, ni nadie retirándose súbitamente alegando haber sido ofendido. Las palabras “De manera que estás diciendo que me voy a ir al infierno, porque…” no serán pronunciadas. Vamos a fingir que cada uno confía en la buena voluntad del otro y que no está lanzando acusaciones porque sí. Sé perfectamente que esto no se usa más, pero hubo un tiempo en que la gente debatía así. En serio.)

Una señora del común, católica, pero Novusordoísta: “Es que soy una católica buena. Voy a misa todos los domingos, estoy criando a mis hijos como católicos y trabajo como voluntaria en el comedor de la parroquia. Creo en todo lo que enseña la Iglesia. Incluso voy a la Adoración Eucarística los jueves y rezo del rosario de vez en cuando. Tengo uno en mi cartera. ¿Cómo puede Ud. decir que en realidad no soy católica o que mi parroquia no es verdaderamente católica?”
Hilary White: “Voy a partir de la base de que Ud. tiene toda la razón. Ud. tiene la intención y el deseo de ser una buena católica. De modo que… ¿quién le transmitió las enseñanzas de la religión católica? ¿Recuerda la diferencia entre lo “materia” y “forma”? ¿Conoce el concepto de “ignorancia invencible”? ¿Es posible que alguien, por buenas que sean sus intenciones, se aferre a enseñanzas que nunca le fueron impartidas? ¿Cree Ud. que Dios la hará responsable en razón de que no sabe cosas que han sido deliberadamente suprimidas por gente de la Iglesia mucho antes de que Ud. naciera?
Señora Novusordoísta: “Pues, obviamente que no.”
Hilary White: “O.K., de manera que tenemos que identificar cuáles son esas lagunas mentales. Y quizás la mejor manera de hacerlo es que simplemente conteste algunas preguntas sobre algunos asuntos claves (formuladas sin ningún orden).”
“¿Hace falta que los judíos se conviertan al catolicismo para salvarse o aún rige la Antigua Alianza?”
“¿Forma parte de la Fe católica la obligación de convertir gente al catolicismo?”
“La pena de muerte, ¿siempre es condenable?”
“¿Tienen todos los estados la obligación de proteger y promover la religión católica?”
“¿Tiene el estado la obligación de restringir la libertad de las religiones que no son católicas?”
“La libertad de expresarse, ¿constituye un derecho humano esencial?”
“Todo el mundo ¿tiene el derecho esencial de elegir la religión que mejor le parezca, según su propio parecer?”
“Una persona que se porta como buen musulmán, o buen ateo, ¿puede ir al Cielo?”
“Toda vez que Dios quiere que todos se salven, ¿es posible que “al final” todos se salven?”
“La raza humana ¿desciende, toda ella, de una sola pareja humana, formada por Adán y Eva?”
“La unión de los cónyuges y la procreación ¿son fines del matrimonio de igual importancia?”
“¿Por ventura la mujer le debe obediencia a su esposo, o acaso ambos cónyuges se deben igual grado de obediencia? ¿Quién es la “cabeza” en un matrimonio?”
“¿Acaso la vida consagrada constituye una vocación más alta que la del matrimonio, o son de igual rango?”
“¿Tienen todos los católicos (por el sólo hecho de serlo) derecho a recibir la Santa Comunión?”
“¿Tiene el Papa el poder de declarar una nueva doctrina por sí mismo, o declarar que una antigua doctrina no rige más?”
Como se advierte fácilmente, algunas de estas preguntas son más importantes que otras. Algunas pertenecen al orden de la naturaleza humana, otras al modo correcto de ordenar la sociedad, aquí se trata de la naturaleza de los sacramentos, allí a los poderes de la Iglesia. Y algunas pertenecen de manera más profunda e importante a la mismísima naturaleza de Dios. Pero cada una de estas preguntas representa una laguna, un vacío, un cacho faltante de la Vieja Religión, y casi todas ellas son contestadas por la gente creyente del común—incluso por católico practicantes—de una manera distinta a cómo se las contestaba antes de Vaticano II. Tal vez, un ejercicio muy útil sería el de consultar qué dijeron los papas y los concilios antes de 1965 acerca de estos mismos asuntos.
Habrán notado también que ninguno de los temas tratados tiene nada que ver con el lenguaje de la liturgia, el estilo de la música, las vestimentas y ornamentos rituales o la arquitectura de los templos. 
El tradicionalismo no se limita a cosas como esas. 

Nota bene: Hilary White es una mujer anglo-canadiense que comenzó a investigar, a escribir y a militar en el movimiento “Pro-Vida” a partir del año 1999, mudándose a Roma en el 2008 para cubrir noticias relacionadas con “la vida y la familia”. Vivió durante dos benditos años con sus tres gatos y un jardín en el Apacible Reino de Nursia, en Umbría, hasta que llegó el terrible día en que el mundo se cayó a pedazos. Trasladada a una chacra cerca de Perugia, con un poco de tierra donde cultiva tomates, continúa cantando las Vísperas en latín todos los días y se niega terminantemente a ir a Roma por la razón que sea. Espera que el mundo no se termine hasta que pueda terminar de cultivar la totalidad de sus tomates.  
Tradujo Jack Tollers

viernes, 12 de octubre de 2018

Faroles en la ventana


-¡Bah! -respondió la otra, como invadida por un desaliento y una pereza repentinos-. ¿Para qué estas luces en el campo, que es lo mismo que decir en el desierto? Nadie va a verlas.
-¿Nadie? ¡Pero si llega la gente por la noche, desde la carretera, con sus coches, se pondrán muy contentos al ver nuestras luces!
Alain Fournier, El gran Meaulnes.



Parece una pesadilla. Parece también el capítulo de alguna novela apocalíptica de mediados del siglo XX escrita por un autor afiebrado, que exageró hasta lo grotesco su descripción de los últimos tiempos de la Iglesia. Parece que desde hace algunos meses estamos viviendo en alguna de las películas más oscuras y lascivas de Passolini, o en el libro escrito en conjunto por los enemigos más acérrimos de la Iglesia.

Y sin embargo, no parece. Es. ¿Podría alguien imaginar hace pocos años que uno de los cardenales con más poder dentro de la Iglesia y llegada directa al Papa, fuera encontrado por la gendarmería pontificia presidiendo una orgía homosexual con decenas de participantes, que tenía lugar en un departamento ubicado encima del Palacio del Santo Oficio y en la que fue detenido su secretario privado? Imposible.
La iglesia subterránea no era solamente la que Sacheri explicaba en los ’70. Había otra, mucho más peligrosa, astuta y silenciosa que recién ahora está siendo descubierta, y me temo que quede aún mucho por descubrir. 
Mientras tanto, el timonel que conduce la Barca en esta tormenta, la más borrascosa desde la Reforma protestante, se entretiene en la realización de un sínodo poblado de vejetes cuyas únicas ocurrencias son platitudes, palabras vacías, discursos hechos y obviedades. O, peor todavía, se entretiene hablando, y cuando habla nos confirma en la certeza que de esta tempestad no salimos si no es por especial y portentosa intervención divina. (Aconsejo uno de los últimos videos de Michael Matt donde analiza el discurso de Bergoglio).
¿Qué hacer? ¿Qué podemos hacer nosotros, simples y pobres laicos, mientras asistimos al angustiante y desgarrador espectáculo de la Iglesia que se cae a pedazos? Colgar faroles encendidos en la ventana, como hacían los titiriteros en el misterioso castillo al que había ido a parar el gran Meaulnes. Serán, en algunos casos, faroles pequeños, de papel, en los que apenas si cabe una vela; otros serán más grandes, con vidrios de colores. No importan los detalles. Lo que importa en estos momentos de zozobra es que todos los faroles cuelguen de las ventanas y derramen su luz, más tenue o más intensa, en la noche. De esa manera, los viajeros que cansados y perdidos no pueden orientarse en medio de la oscuridad, divisarán a los lejos la luz de algún farol y sabrá que allí pueden encontrar refugio, lumbre, un poco de pan y un poco de vino, y quizás también aceite, leche y miel para reponerse de las penurias del viaje. 

Hace casi cinco años publiqué en este blog un breve cuento de la serie de Don Gabino titulado: “Don Gabino y el monte tenebroso”, previendo casi en penumbras, lo que se avecinaba. Los invito a volver a leerlo. Creo que puede ayudar en estos momentos.