martes, 30 de julio de 2013

Notas sueltas

Algunas notas sueltas sobre los últimos acontecimientos surgidas de conversaciones con amigos. Son apenas notas, por tanto, necesitan de comentarios, adiciones y cascoteos varios.
1) No sé qué ángel le dijo a Carlos, autor de uno de los comentarios al último post, que Dios seguramente hará que todo salga bien. Es una interesante postura neocon: la Iglesia es santa y tiene asegurada la supervivencia a través de los siglos, por lo tanto, todo lo que le ocurre es bueno. Las profecías y el Apocalipsis dicen lo contrario: las cosas van a terminar muy mal. ¿Cuándo será eso? No lo sé. Nadie lo sabe. Lo único que sabemos es que habrá signos que anuncien la Parusía, y que debemos estar atentos y escudriñar esos signos, porque esto nos lo ha mandado el Señor en el Evangelio. Lo que digo ha sido muy bien sintetizado por El Carlista, a quien extrañamos en este blog, en un artículo on line. No abundaré entonces.


2) ¿Se están cumpliendo esos signos? Me parece que algunos se están cumpliendo, pero también me parece que hay que tener cuidado en el discernimiento de estos signos. Digo esto porque, para muchos, un signo claro habrían sido las últimas JMJ.
Estas Jornadas no fueron peores que las anteriores. Con Benedicto XVI se cuidaban más algunas cosas, como la liturgia, pero el resto era igual de caótico. Pregúntenle si no a quienes fueron a las jornadas de Madrid. Yo lo hice, y me lo confirmaron.
Con Juan Pablo II la cosa era igual que con Bergoglio, o peor. Si este payaso se puso un tocado de plumas de los indios amazónicos, el otro se puso un tocado de los pieles rojas o de los zulúes.
Marcaría dos diferencias, que son mínimos detalles, o mojigaterías mías: me puse a pensar en los grandes obispos de la Iglesia. Por ejemplo, Atanasio, Basilio, los dos Gregorios, Ireneo, Agustín, Ambrosio, los dos Cirilos, Hilario, Martín y tantísimos otros. Y cuando veo después la foto de los pajarones actuales bailando la coreografía carioca, da mucha vergüenza, mucha bronca y, sobre todo, mucha pena. Y, en segundo lugar, debo confesar que me causó cierto escándalo ver a monjas de clausura -lo cual es evidente por sus hábitos- que, en vez de estar en sus monasterios contemplando la Belleza Increada, se dedicaban a contemplar señores en sunga y señoras en bikini en las playas de Copacabana. Ni a la mente más rebuscadamente masónica del siglo XIX se le habría ocurrido que alguna vez llegaría a pasar lo que ahora estamos viendo. Pero, insisto, yo soy medio mojigato.
En conclusión, yo no sacaría ninguna conclusión apocalíptica de lo que vimos en Río. Era lo que se esperaba. Y por eso le digo a los más jóvenes que no se asusten,  ya que los que tenemos más años la hemos pasado peores con Pablo VI y Juan Pablo II.
3) En cambio, sí me parecen de extrema gravedad, y signos que se parecen mucho a los de la Parusía, las dos noticias con las que nos desayunamos ayer. La primera de ellas fue la prohibición a los Franciscanos de la Inmaculada de la celebración de los oficios litúrgicos según el rito extraordinario, noticia que aparecía en la informada página de Sandro Magister. Es importante aclarar que la decisión fue tomada dentro de un combo de decisiones con respecto a esa fundación religiosa debido a problemas reales que la misma padece, tal como bien lo aclara otra página seria.
Lo primero que debo decir es que la medida parece exagerada. En todo caso, si el fundador había obligado a todo su instituto a adoptar el rito extraordinario, lo que podría ser demasiado,  se podría haber dejado libertad para que cada comunidad celebrara la liturgia como quisiera, pero ¿por qué prohibirles lisa y llanamente el rito tradicional?
La respuesta es fácil. Bergoglio es un viejo zorro astuto como una serpiente. Él es un enemigo de la liturgia tradicional como bien lo demostró bloqueando la misa en Buenos Aires y obstaculizándola mediante su influencia en el resto de las diócesis de Argentina. Pero él no puede, ahora como papa, sacar un contra Motu Proprio, al menos mientras Benedicto esté vivo. Lo que hace, entonces, es bajar línea. Es su estilo. Él no prohíbe que los curas u obispos anden en autos más o menos confortables, sino que se pasea en un Fiat Idea. En este caso, hizo lo mismo. ¿Qué obispo se animará ahora a promover o aprobar la celebración del rito extraordinario, cuando el papa la prohibió -sea por el motivo que sea- a toda una congregación religiosa?
Se trata, por eso, de un signo. Lo que se pudo avanzar con Ratzinger, se desandará rápidamente con Bergoglio. No creo que en el corto plazo desaparezca Ecclesia Dei, pero sí quedará anulado en un mediano plazo.
4) Pero, a mi entender, lo más grave de todo -extremadamente grave- ha sido el reportaje que concedió a los periodistas en pleno vuelo y que aparecen en La Nación de ayer y de hoy. Analicemos las respuestas de Bergoglio:
a. “Con respecto a monseñor Ricca, he hecho lo que el Derecho Canónico manda hacer, que es la investigación previa. Y esta investigación no dice nada de lo que se ha publicado. No hemos encontrado nada”.
Hay alguien que miente. Cinco obispos uruguayos declararon hace algunos días al diario “El País” que todo lo que había aparecido en L’Espresso era verdad. Es decir, o mienten los uruguayos, o miente Bergoglio. Yo me decanto por este último: su amigo y confidente, Omar Bello, que acaba de escribir un libro sobre él, afirma que el jesuita le dice a cada cual lo que quiere oír. En buen romance, Bergoglio no tiene ningún problema en mentir cuando eso le conviene.
b. “Pero yo querría agregar una cosa: muchas veces en la Iglesia se va a buscar los pecados de juventud y se publican. Y hablo de pecados, no delitos como los abusos de menores. Pero si una persona -laica, cura, o monja- comete un pecado y luego se arrepiente, el Señor la perdona. Y cuando el Señor perdona, olvida. Lo importante es hacer una teología del pecado”.
Es decir, los de Ricca son “pecados de juventud”. ¿Quién no tiene alguno? Veamos. Los escándalos de Ricca ocurrieron en Montevideo entre 1991 y 2001, es decir, cuando el prelado tenía entre 43 y 45 años. Muy joven que digamos no era y, para mayor gravedad, era secretario de la nunciatura apostólica en ese país. Por otro lado, lo suyo no fue un resbalón que cualquiera puede tenerlo, sino que fue una voluntad deliberada y sostenida de mantener un vida homosexual activa y de modo escandaloso: se llevó a vivir con él a la nunciatura, y le consiguió un puestito allí mismo, a su amante, un ex capitán del ejército suizo; se peleó violentamente con otros de su laya en un bar gay de la ciudad y se quedó encerrado una noche entera con un taxi boy en un ascensor de la nunciatura, debiendo ser rescatado al día siguiente por los bomberos. Si esos son simples pecadillos de juventud, me hubiesen avisado antes. La impresión que cualquiera se puede llevar, como lo han manifestado algunos comentaristas, es que todo, al final de cuentas, era una farsa, o como uno dijo, era una joda para Tinelli.
Es exactamente la misma actitud que tuvo Bergoglio con Maccarone, pescado in fraganti mientras se refocilaba con su remisero, y con Bargalló, pescado también in fraganti con su bella amante en las playas caribeñas. “Son cuestiones de la vida privada”, dijo en ese momento. Pero se trataba de la vida privada de dos obispos que, se supone, han alcanzado ya la vida unitiva, claro que no entendieron bien de qué tipo de unidad se trataba…
c. “Cuando uno se encuentra con una persona así, debe distinguir entre el hecho de ser gay y el hecho de hacer lobby, porque ningún lobby es bueno. Si una persona es gay y busca al Señor y tiene buena voluntad, ¿quién soy yo para juzgarla? El catecismo de la Iglesia Católica explica de forma muy linda esto. Dice que no se deben marginar a estas personas por eso. Hay que integrarlas en la sociedad. El problema no es tener esta tendencia. Debemos ser hermanos. El problema es hacer un lobby”.
A ver si caemos en la cuenta de la mayúscula gravedad de este párrafo dicho alegremente por un pontífice. Los titulares que aparecen hoy en la prensa mundial, con una repercusión enorme, escriben: “El papa dice que él no juzga a los gay”. Y ya tenemos una carta agradecida de un excura gay y de un militante Pro gay. Veamos:
1. Si el papa no puede juzgar una cuestión moral, ¿quién podrá juzgarla entonces? A ver. Recapacitemos. El papa, maestro de la fe y de las costumbres según la iglesia romana, se niega a juzgar una conducta que ha sido unánimemente condenada por toda la tradición de la Iglesia basada en textos inequívocos de la Revelación.
3. El problema para este tunante es “hacer lobby”. El problema, en definitiva, es una cuestión de trenza política y, en ese sentido, un problema sociológico que nada tiene que ver con la teología. Esto es gravísimo. Son afirmaciones que pueden desarmar toda la teología moral del Iglesia sostenida durante siglos.
Además, se ve aquí también la hipocresía de Bergoglio. A mí personalmente me dijo alguien que vive en la curia porteña que el día en que se conoció la renuncia del papa Benedicto, el entonces cardenal arzobispo recibió la llamada de no menos de 30 cardenales, y está confirmado que, algunos meses antes de ese fatídico 11 de febrero, había comenzado a recibir clases privadas de italiano. Si eso no es hacer lobby para llegar a ser papa, no sé qué es hacer lobby. O el papa tiene varios conceptos de lobby, o al papa no le importa hacer cosas que él mismo considera malas.
4. En su defensa alguien podría decir que fue una pregunta traicionera, que no tenía preparada la respuesta y que se le escapó. A lo que yo respondería que eso le pasa por conceder una entrevista sin preguntas pautadas, cosa que ocurre habitualmente con personas importantes cuyas palabras tienen un fuerte impacto. Pero no hace falta que responda yo, sino que ya respondió él mismo hoy: les agradeció a los periodistas que le hubiesen hecho esa pregunta a fin de que su pensamiento pudiera ser expuesto claramente.
d. “-La sociedad brasileña cambió, los jóvenes cambiaron. Usted no habló sobre el aborto ni sobre el matrimonio entre personas del mismo sexo. En Brasil se ha aprobado una ley que amplía el derecho al aborto y otra que contempla los matrimonios entre personas del mismo sexo. ¿Por qué no habló sobre eso?
-La Iglesia se ha expresado ya perfectamente, no era necesario volver sobre eso, como tampoco hablé sobre la estafa, la mentira u otras cosas sobre las cuales la Iglesia tiene una doctrina clara. No era necesario hablar de eso, sino de las cosas positivas que abren camino a los chicos. Además, los jóvenes saben perfectamente cuál es la postura de la Iglesia.
-¿Pero cuál es su postura en esos temas?
-La de la Iglesia, soy hijo de la Iglesia.”
Quizás esto sea lo más grave de todo. El romano pontífice está llamado, por mandato divino, a “confirmar a sus hermanos en la fe”. Es decir, está llamado a enseñar. Ese es su munus o función principal. Y aquí nos encontramos con un papa que explícitamente se niega a enseñar: “No es necesario hablar de eso… mi opinión es la de la Iglesia”. Como Pilatos, se lava las manos cuando debe definirse en temas particularmente candentes y que le acarrearían del desprecio y la crítica del mundo. Bergoglio habla para el mundo porque se debe al mundo y no a su rebaño, al que explícitamente -repito- se niega a enseñar y a confirmar en la fe. Cuán profunda fue la definición del Manco Scioli: “Francisco es el papa del mundo”.
Este último punto da para mucho. Es una cuestión muy delicada que habrá que pensarla cuidadosamente y consultarla con los que saben. Por eso, no quiero extenderme sobre ella en este post.

¿Qué hacer? Muchos me han preguntado eso, y yo no tengo idea aunque se me ocurren algunas cosas que les propongo:
1. Los Padres del Desierto aconsejaban a los monjes que estaban particularmente tentados o afligidos un primer y fundamental remedio: “Permanece en la celda”, y esto significa no hacer cambios, controlar la imaginación y los pensamientos y hacer lo que el monje debía hacer: rezar y trabajar. Me parece un buen consejo.
2. “Cristo resucitó de entre los muertos, y con su muerte venció a la muerte”, canta el tropario bizantino de Pascua. Esa es la verdad fundamental de nuestra fe. Cristo resucitó y ya venció con su cruz al Príncipe de la Oscuridad. Sauron está vencido y con él, también vencido está Saruman. No lo olvidemos.
3. Repetir una y otra vez las palabras del salmo 27: “Espera confiado en el Señor; sé valiente, ten ánimo y espera en el Señor”. Si Dios nos puso en esta encrucijada, será porque podemos pasar el mal trago. Por eso, hay que redoblar la oración pidiendo, sobre todo, sabiduría para nosotros mismos y para todos los hijos de la Iglesia.
4. Leer a los Padres. Su lectura no solamente enseña sino que también cura. A cualquier Padre: las Explicaciones sobre los salmos de San Agustín, o los Sermones Marianos de San Efrén el Sirio o la Vida de Moisés de San Gregorio Niceno o cualquiera que les venga en mano. No importa. Es sobre sus enseñanzas sobre las que se construyó nuestra fe.
5. Pensar en nuestros hermanos los cristianos sirios que están siendo martirizados por los musulmanes u obligados a huir abandonando todos sus bienes. Esos sí que son sufrimientos duros. Que su testimonio sea nuestro consuelo y nuestra fuerza.

Una apostilla. Yo no soy dado a creer en conspiraciones de judíos, masones, comunistas o extraterrestres. Es cuestión de repasar las páginas de este blog para darse cuenta que jamás me plegué a ninguna. Pero ayer me comentaron un dato interesante. El apellido Bergoglio podría derivarse de “Bar - Goglio”. Es probable que el prefijo “ber” sea una derivación de la partícula judía “bar” que, como todos sabemos, significa “hijo de”. Esta afirmación aparece en trabajos de estudiosos judíos de la genealogía judía (no lo dice un antisemita). Por ejemplo, aquí.
“Goglio” es un término que, tal cual, no existe en italiano, pero sí existe “orgoglio”, que significa “orgullo” o “soberbia”. Fácilmente podría concluirse entonces que Bergoglio es un apellido judío que significa “Hijo del Orgullo” o, por qué no, “Hijo del Soberbio”.

Son cosas que, como dicen los chilenos, “dan un poco de susto”, pero no sé si hay que hacerles mucho caso.

lunes, 22 de julio de 2013

El Juego de la Oca

Me crié en una familia en la que los juegos de mesa formaban parte casi diaria del entretenimiento. En casa de mis tíos se jugaba a los naipes invariablemente después de las comidas y antes del rosario que indicaba, definitivamente, el fin de la jornada. En casa de mis abuelos, en cambio, cuando los nietos la invadíamos en los veranos, se desplegaban otros tipos de juegos. Para los más chicos estaba el Juego de la Oca y, a medida que íbamos creciendo, transitábamos sucesivamente por el Ludo, el Estanciero y terminábamos, en la adolescencia, con el Teg. Yo llegué a gozar de algunas partidas de este último, pero luego me compraron una Atari, y con su llegada desapareció la infancia y el encantamiento del mundo, y comencé a sumergirme en el gris y aburrido mundo de la virtualidad.
Pero el juego que más ha quedado grabado en mi memoria es el de la Oca. Para mi imaginación infantil, transitar sus casilleros acompañando al ganso viajero, era una aventura tan apasionante como vivir por algún tiempo dentro de algunos de los cuentos de Beatrix Potter, en los que los animales hablan y llevan una vida similar a las de los humanos. Y la tensión se acrecentaba a medida que mi ficha se acercaba a las casillas más temidas: la del Laberinto, que me haría retroceder más de diez puestos, y la más terrible de todas, la Calavera, que me mandaba a la primera casilla y debía comenzar el juego nuevamente.
Un comentario que apareció en el último post me hizo acordar repentinamente a mi infancia y al Juego de la Oca, además de producirme un poco de temor. Se trata del Anónimo del 18 de julio a las 9:38 hs. que escribió:
Fumar es una defección, se puede haber salvado pero no es para ponerlo en los altares; No es por que (sic) eran perfeccionistas neuróticos que detenían un proceso de canonización, sino por la ley de la vida espiritual: Nolli proficere deficere est (el que no avanza retrocede)”.
La vida espiritual, según este lector, es como el Juego de la Oca: si caíste en la casilla del Fumador, retrocedés diez lugares, y no vayas a caer en otra más grave, porque es como si cayeras en la de la Calavera: volver a empezar. ¿Y esto por qué? Porque así lo disponen las leyes de la vida espiritual que, pareciera, están codificadas, y en latín.
A ver si podemos desarmar este disparate, aunque reconozco que hay numerosos lectores del blog con mucha más competencia que yo para hacerlo. Sus comentarios, por eso mismo, serán necesarios y bienvenidos.
En primer lugar, no puedo aceptar la existencia de “leyes” de la vida espiritual. Sin dudas, la vida espiritual tiene etapas. Todos los Padres y Santos Doctores indican que son tres y han recibido diferentes nombres: práctica, gnóstica y theológica, según los monjes del desierto egipcio, o purgativa, iluminativa y unitiva, según los místicos posteriores.
También es cierto que una persona que aspira a avanzar en la vida espiritual debe sujetarse a algún tipo de “leyes” -no de su “vida espiritual” sino de su “vida” a secas-, y así, a quienes optaron por la vida religiosa comunitaria, santos como Basilio, Benito, Agustín o Columbano, les redactaron “reglas” que ordenaran sus actividades cotidianas. Y los laicos, aunque no tengamos que sujetarnos a “reglas” escritas, deberemos tener algún tipo de ordenamiento que nos permita, por ejemplo, distribuir el tiempo de la jornada de modo tal que podamos dedicar tiempo a la oración y a la lectura, además, claro está, de las ocupaciones propias del estado y obligaciones de cada uno.
Pero todo esto no son propiamente “leyes de la vida espiritual”. Es que la expresión misma es contradictoria. Pretender “reglar” o “legislar” la vida espiritual es equivalente a pretender encerrar al viento. Y por una razón muy sencilla: la vida espiritual es la vida del Espíritu en el alma de cada uno.  La vida espiritual del cristiano no está dominada simplemente por la idea de que Dios es una persona, como podría ser para un judío, por ejemplo. La vida espiritual del cristiano fluye desde el hecho histórico de que Dios se reveló a sí mismo y que su Logos o Palabra, el Cristo, se hizo carne entre nosotros. Y es esta Palabra Encarnada la que nos envíe a su Espíritu que habita en nosotros y nos santifica.
Lo que nos santifica, es decir, lo que nos empuja en la vida espiritual es, justamente, el Espíritu, que es pneuma o ruah. Es soplo o viento. Y el viento no tiene reglas: sopla donde quiere, le dice Jesús a Nicodemo. Castellani escribe: “Cristo enseña que la salvación sólo empieza y acaba por el Espíritu de Dios y una transformación profunda, aunque invisible; que no se le ve el origen ni el final, aunque se puede oír su voz como al viento. La dificultad para nosotros de esta parábola es que en griego (y también en arameo) la palabra viento y la palabra espíritu son una misma: “Pneuma” en griego, de donde vienen los “hombres pneumáticos” (o espirituales) de que hablan los psicólogos... y los neumáticos de bicicleta, que adrede escribo sin “p”. Cristo usó de una misma palabra para establecer parabolismo entre el viento y el Espíritu Santo: naturalísimo”.
Pues bien, ese Espíritu que nos salva no puede tener “leyes”, porque el Viento no puede ser “encerrado”. Una vez más Castellani grafica: “Ahora mismo el viento está bramando fuera, estremeciendo mis ventanas, silbando como mil demonios, soliviantando el Río de la Plata e inundando a Concordia y a Tigre; y yo no sé de dónde viene ni adónde va. Anteayer no se movía una hoja en Parque Lezama y mañana mismo quizá amanecerá un día sereno sin un soplo. Vino, y se fue.” ¿Quién le dice al viento cuándo y cómo soplar? Nadie. ¿Quién puede ponerle coto y circunscribirlo a una zona o a un lugar determinado? Nadie tampoco. Y así sucede con el Espíritu. Nos santifica del modo en que Él quiere, y nuestro único deber es disponernos de manera tal que podamos dejarnos llevar por ese Soplo divino sin oponer resistencia, y sin oponer tampoco “leyes”, que no harían más que entorpecer la acción del Consolador en el alma.
Me parece a mí que parte del problema surge cuando se “cosifica” al autor de nuestra santificación. Y pongo como ejemplo otro comentario al post anterior. Es el caso de un lector que imagino joven, y que afirmaba que la pureza de San Luis Gonzaga era “gracia santificante” y no moralina como erróneamente había interpretado de la lectura de mi texto. Pero ¿qué es la “gracia santificante”? (No me vengan aquí con las definiciones y distinciones de Royo Marín, porque para esto no sirven de nada y terminan confundiendo). Pareciera, tal como lo dice el joven lector, que se trata de una “cosa” que Dios pone en el alma de quienes hicieron una buena confesión y están en “gracia”. Y sería esa “cosa” la encargada de hacer santo al hombre. Una “cosa” puede ciertamente tener “leyes” porque tiene propiedades que surgen de su naturaleza. La “cosa” naranja, por ejemplo, tiene como propiedades, o “leyes”, un color, un sabor, una textura determinadas, y a partir de su conocimiento puedo obtener constantes o “leyes” de su comportamiento. Y así, si trasladamos la estructura de la “cosa naranja” a la “cosa gracias santificante”, en buena lógica, esta última deberá también comportarse con arreglo a ciertas “leyes” y constantes.
Pero ocurre que la “gracias santificante” no es una “cosa”. Es el Espíritu Santo, o es el “Viento Santo”, y el viento no tiene reglas ni constantes como tiene la naranja: va y viene y sopla como quiere. Y es por eso que cada uno se santifica de un modo distinto, porque Dios lo ama de un modo distinto, y porque el Viento Santo sopla en él de un modo distinto al que sopla en el amigo del al lado.
Y vayamos ahora al axioma que el comentarista enuncia como una de las leyes de la vida espiritual: “Nolli proficere deficere est (el que no avanza retrocede)”, escribe. Es un dictum constantes en la manualística ascética y no sé quién es su autor y en qué sentido lo dijo quien lo dijo. De una cosa estoy seguro: dicho tal como lo dice el comentarista, es un disparate.
Esta ley reduciría la vida espiritual al Juego de la Oca. Deberíamos vivir en la ansiedad y temor constante de no caer en un casillero aciago que nos haga retroceder, perder algunos turnos en el tiro de dados o, peor aún, volver al punto de partida. Otro comentador del post -el Anónimo del 20 de julio de las 19:09 hs.-, decía:
“Su comentario sobre el fumar es sumamente ridículo y ya varios se encargaron de enrostrárselo. Pero lo de que en la vida espiritual si no se avanza se retrocede es peligrosísimo. ¿Sabe cuántos casos de frustraciones y depresiones ha causado, causa y causará tal disparate? Le pido que reflexione sobre lo que le digo”.
Las negritas son mías porque quiero destacar justamente el gran daño espiritual que se puede seguir cuando comentadores, directorcillos espirituales o Garrigou-Lagrange se dedican a repartir alegremente estas inapelables “leyes” de la vida espiritual. Pensemos, por ejemplo, en el jovencito que se esfuerza día a días y mes tras mes en llevar una vida cristiana coherente con el Evangelio tal como nosotros, los del palo, entendemos que debe llevarse, y que, un día, o de vez en cuando, comente algún pecadillo que la tablita de los manuales de casuística sindica como mortal. ¿Qué significaría según las leyes de la vida espiritual? Pues que cayó en el casillero de la Calavera: perdió todo lo que había hecho hasta ahora, y debe volver a empezar. Y si por una razón o por otra, pasó unos días sin rezar y, peor aún, sin hacer la meditación, es como si hubiese caído en la casilla del Laberinto: retrocede diez puestos. Así no hay quien aguante, y esto es desfigurar completamente lo que significa la vida espiritual y, en última instancia, la alegría y el desafío apasionante de ser cristianos.
Pero el disparate es mayor aún y tiene raíces antropológicas. La persona que tuvo un mal día y no “avanzó” en la vida espiritual sería, en términos psicológicos, la persona que un día no ejerció un acto correspondiente a una determinada virtud, o bien, que ejerció el acto contrario a ella. Según la “ley”, esta persona habría perdido en todo -si tiene que volver a la primera casilla-, o en parte -si retrocede algunos puestos-, la virtud que habría adquirido. Y esto no es posible, ya que la virtud es un hábito que se adquiere por la repetición constante de actos y que se pierde, consecuentemente, con la ejecución constante de actos contrarios. Es decir, un solo acto opuesto a la virtud, o dos o tres, no acaban con la virtud, porque si tal fuera el caso, esa virtud no existía previamente. “Una golondrina no hace verano”, decía Aristóteles. Podrán, quizás, debilitarla un poco, pero nunca acabar con ella. Para que esto último sucediera, sería necesaria la repetición constante y continua de actos contrarios ya que sería necesario desarraigar un hábito y arraigar el otro opuesto.

Escuché una vez a un curita decir que Dios podría tener preparada para algunos una santidad consistente en un continuo levantarse después de las caídas. Sería, en términos oquísticos, un caer continuo en la casilla de la Calavera. Al principio me pareció un poco exagerado, pero pensándolo bien, si el viento sopla donde quiere, ¿por qué no podría ser así? Dice Frank-Duquesne que Dios puede hacer desaparecer de un día para otro, como por milagro, ese vicio, ese pecado o esa imperfección que nos ha asolado, o nos ha hecho volver al punto de partida, durante décadas. En este caso -y esto lo digo yo-, la santidad de esa tal persona habría consistido en reconocer día a día su pecado como pecado, mantener la conciencia de pecado y levantarse, sin ceder a la tentación de conformarse o de enmascarar el pecado en excusas psicológicas o culturales.
En todo caso, si el afán positivista y cartesiano de mucho requiere leyes para la vida espiritual, yo afirmo que hay una sola: la ley del telos, es decir, la ley del fin perfeccionante y plenificante que nos atrae irresistiblemente y que es, al decir de los Padres del Desierto, como la piedra de Magnesia, que atrae a los metales sin que éstos se puedan resistir a su encanto. En otras palabras, la única ley de la vida espiritual, es la ley del continuo y permanente retorno a Cristo, nuestro origen y nuestro destino, el Alfa y la Omega. ¿El modo, el tiempo, las luchas de ese retorno? Cada uno tiene las suyas, tal como el Viento Santo  sople en su espíritu. 

miércoles, 17 de julio de 2013

Los santos de antes no usaban gomina


Ha causado bastante bronca la noticia de la pronta canonización de Juan Pablo II y de Juan XXIII. A mí me ha molestado muy poco o, mejor dicho, nada. La proliferación de santos de las últimas décadas produjo una oferta tal que mis posibilidades de demanda ha sido totalmente superada. Por otra parte, tanta abundancia habilita la duda acerca de la calidad de los últimos santos. Es lo que pasó con las corbatas. Antes eran todas Made in Italy, y ahora los son Made in China, aunque las etiquetas continúen afirmando que son de seda. Y del mismo modo en que sigo prefiriendo las dos o tres corbatas italianas que tengo, así también le sigo siendo fiel a los santos mártires de los primeros siglos y a algunos santos medievales, y trato de evitar incorporar a mis devociones santos manufacturados en China, o en Polonia.
Fuerza es reconocer que esta significativa variación en el mercado fue obra del Polaco Magno. Hasta su llegada al solio apostólico, las canonizaciones eran muy raras. Pasaban años sin que hubiese alguna y significaban un acontecimiento verdaderamente importante para la Iglesia. Juan Pablo II, en cambio, convertido en canonizador serial, no dejó pasar mes, o semana, sin proclamar algún santo o algún beato. ¿Por qué lo hizo? Muchas cosas podrán decirse, y hemos dicho desde aquí, sobre él, pero ciertamente no era un improvisado ni un ignorante, como ha sucedido con pontífices más recientes. Yo arriesgo dos hipótesis: creyó buenamente que poniendo de moda a los santos, y sobre todo a santos contemporáneos, ayudaría a que el mundo y la Iglesia fueran más santos, o bien, las canonizaciones le aseguraban plazas repletas de bote a bote en las que saciar sus ansias de multitudes y su posibilidad de hablar y ser escuchado por millones de personas. No logró, como salta a la vista, el primer objetivo, aunque sí logró el segundo, pero le sirvió solamente para aumentar su histrionismo y ejercer sus dotes actorales aunque, sinceramente, no creo que esto fuera su objetivo. Creo que Wojtyla tenía la firme convicción de que hablando a multitudes y apareciendo en millones de televisores iba a ayudar a convertir al mundo.
El incremento descontrolado de canonizaciones produjo varias consecuencias, algunas de ellas saludables, como la discusión teológica acerca de la infalibilidad de las canonizaciones, la cual ha sido seriamente cuestionada por teólogos de la talla de Gherardini y de Ols. Sobre este tema ya hemos hablando suficientemente en este blog y no volveremos sobre él. Sin embargo, parece oportuno destacar algunos aspectos notables de los santos de cada época lo que -vale decir-, equivale a preguntarse por los criterios de santidad que la Iglesia ha utilizado a lo largo de su historia.
Pareciera que los santos canonizados o que reciben culto público por parte de la Iglesia, han respondido a las necesidades de cada época. O, dicho de otro modo, cada época ha entronizado a aquellos santos que mejor respondían a sus expectativas. Y me parece encontrar dos grandes modelos de santidad: aquel que se impone desde los inicios mismos del cristianismo hasta la Reforma, y el segundo, desde ese momento hasta nuestros días y que, estimo, cambiará nuevamente con el bergoglismo.
Resulta claro que en los primero quince siglos de la Iglesia, la virtud que se esperaba de los santos y lo que de ellos se exaltaba era la fe o, en todo caso, las virtudes teologales. No significa esto que no se hiciera caso de las virtudes morales, pero éstas estaban subordinadas y en un segundo plano. A nadie se le ocurría canonizar o rendir culto a alguien porque había sido muy paciente o muy casto. E insisto, no es porque se despreciara estas virtudes, sino porque se las consideraba obvios fundamentos sobre los cuales edificar las virtudes verdaderamente importantes y propiamente cristianas y sobrenaturales: la fe, la esperanza y la caridad.
Veamos algunos casos. Los primeros mártires fueron considerados los campeones de la fe. Su muerte era el testimonio más elevado de la fe en Jesucristo, y todo el resto de las virtudes que se señalaban en ellos -por ejemplo, la pureza y castidad en grandes mártires como Inés o Lucía- estaban en relación directa con la fe. Es decir, su castidad no era lo más importantes -las vestales eran tan vírgenes como ellas-, sino que era importante porque testimoniaba la entrega de la propia virginidad y, con ella, de la propia vida en razón de la fe depositada en el Señor.
Un caso análogo sucede con los Santos Padres. No se buscaba en ellos virtudes morales en las que, en algunos casos, estaban medio flojitos, sino su gran defensa de la fe expresada en la doctrina ortodoxa. San Jerónimo no era precisamente una persona mansa y humilde. Sus arrebatos de cólera epistolar contra San Agustín y San Basilio, por ejemplo, dan muestra de un carácter irascible, como así también sus abundantes malas palabras -era más boca sucia que el Cura Brochero, aunque las decía en latín- que aparecen en sus cartas. Y no digamos nada de las descripciones pormenorizadas de las ondulantes y seductoras bailarinas romanas que aún recordaba después de décadas de residencia penitente en Belén y que describe en sus escritos.
¿Y qué decir de San Cirilo de Alejandría? Fue al concilio de Éfeso con una patota -literaliter- de más de cincuenta monjes egipcios para enfrentar a Nestorio y a los suyos. Como los legados pontificios no llegaban, decidió comenzar él mismo el concilio, y lo hizo apretando de todos los modos posibles a través de sus monjes, con sobornos y violencia, a los Padres Conciliares y a las influyentes personalidades civiles a fin de que condenaran las doctrinas nestorianas, cosa que, efectivamente, sucedió. Y Cirilo es santo y doctor de la Iglesia. Ciertamente, no lo es por su heroicidad en las virtudes morales, sino por su firmeza al servicio de la doctrina y por su valentía demostrada en defensa de la verdad católica. Es decir, por su fe.
Ocurre lo mismo con muchos de los santos medievales. Santa Clotilde, esposa de Clodoveo, el primer rey cristiano de los francos, tuvo la misión de concentrar en sí la idea de la Francia católica, pues debido a su insistencia fue que su esposo, y con él todo su pueblo, se convirtieron a la fe. No tengo dudas de la piedad de esta santa mujer, pero recordemos que fue hija de Chilperico II de Burgundia (un soberano bárbaro en el sentido pleno del término), su tío Gundebaldo asesinó a su padre y ahogó a su madre además de provocar el exilio de su hermana. Finalmente, sus hijos terminaron matándose entre ellos para heredar la corona de Clodoveo. En este ambiente familiar, nada propenso al cultivo y estímulo de las virtudes morales, resulta difícil pensar en Clotilde como una santa al estilo de Santa Margarita María o de Santa Faustina. Ella fue una mujer fuerte en la defensa de la fe frente al paganismo y al arrianismo, a punto de tal de convencer a su esposo y de hacerlo bautizar por San Remigio.
San Canuto, o Knud el Santo, fue rey de Dinamarca y quien convirtió a su reino al cristianismo en el siglo XI. Muere asesinado por sus propios súbditos, los campesinos de Jutlandia, que no querían acompañarlo en una expedición militar contra Inglaterra cuyo trono pretendía ocupar. El pobre Canuto era bastante ambicioso, cruel y tendría varios vicillos más. Sin embargo, fue canonizado en 1101. El motivo no fue, una vez más, su heroicidad en la práctica de las virtudes morales, sino su fe, más allá de sus defectos que, al parecer, eran notables.
Veamos todavía un caso más. San Vladímir de Kiev, definido por su biógrafo Volkoff como fornicator maximus, no era precisamente un dechado de virtudes. Sin embargo, a él se debe la conversión al cristianismo de los pueblos eslavos y por eso es un gran santo de la Iglesia católica, tanto de la romana como de la ortodoxa. Ciertamente, después de su conversión, habrá cambiado de vida -y esto lo narran sus biografías-, pero todos sabemos que los hábitos, a no ser por un milagro, no desaparecen automáticamente después de una confesión, o de un bautismo. Necesitan ejercicio y desarraigo lo cual no sé hasta qué punto habrá sido el fuerte de Vladímir. Su grandeza estriba, como la de San Canuto y la de tantos otros, en haberse decidido por la fe de Cristo y contra el paganismo en el cual había nacido y al cual pertenecía, con todo lo que eso significaba. Y Dios seguramente lo premió con su visión por este acto, más allá que en lo moral no hubiese sido un ejemplo.
Pero con la Contrarreforma la cosa cambia. Los jesuitas, aunque no sólo ellos, comienzan a vender una santidad de moralina en la que se impondrán con fuerza las virtudes morales por sobre las teologales. Y aparece entonces, por ejemplo, San Luis Gonzaga, novicio de esa congregación, que era tan pero tan puro que no miraba a su madre y a sus hermanas para evitar tentaciones contra la castidad. Y por el estilo serán las vidas de San Estanislao de Kostka o de San Juan Berchmans. No dudo en absoluto de la santidad de estos jóvenes; lo que sostengo es que el motivo de su elevación a los altares, tal como se desprende de sus biografías, fue la heroicidad en el cumplimiento de ciertas virtudes morales. Seguramente, ejercitaron muchas virtudes más y en grado sumo también las teologales, pero la suya, mal que les pese, es presentada como una santidad de moralinas.
Veamos otro caso. Se cuenta de San Francisco de Sales que era tan pero tan piadoso que, cuando fue consagrado obispo, hizo promesa de rezar el rosario durante todos los pontificales que le tocara celebrar, en medio de tan aburridas ceremonias.  Así que, para seguir su ejemplo, a rezar el rosario durante la misa… No digo que no haya que rezarlo durante los sermones, siempre tan aburridos, largos y exasperantes, pero la misa es un poquito más importante que el rosario, me parece, y mucho más lo es para quien la celebra, y mucho más aún si el tal es un obispo. Y como este hecho salesiano, las hagiografías y comentarios nos presentarán al santo doctor de Ginebra como el más pacífico y dulce de entre los hombres, bastante alejado de los berrinches de San Jerónimo, de las patoteadas de San Cirilo y de las ferocidades de San Canuto. Resulta claro que los criterios de santidad y de canonización cambiaron rotundamente. Una vez más insisto: creo que todos ellos son santos y gozan de la visión del Cordero Inmaculado, pero convengamos que son santidades distintas o, al menos, distintamente presentadas.
Hasta aquí algunos hechos que pueden ser comprobados históricamente. Ahora, un poco de pre-visión. Bergoglio es un puntero del conurbano bonaerense, aún cuando se vista de blanco. Para mantener su popularidad y adhesión no puede repartir planes trabajar, como hacen sus colegas. Va a repartir entonces bergoglemas y gestos populistas, sospechosamente ayudado por los medios de comunicación. Y aquí un paréntesis: resultan sugerentes algunos datos de la última semana: se anunció con bombos y platillos la gran humildad del papa que había hablado con Alitalia a fin de que no le pusieran una cama en el avión que lo conducirá a Río y que prefería salir de Fiumicino para no complicar a la gente despegando desde Ciampino. Todo el mundo dijo, claro, ¡Qué humilde! ¡Qué desapegado de los lujos! ¡Qué diferente a sus antecesores! Pero resulta que el papa Benedicto tampoco tenía cama en su avión y siempre salió de Fiumicino. Se trató de una mentirilla pontificia que -tarde-, fue aclarada por el jesuita Lombardi, y que no repercutió en los medios.
Y es sugerente también que quienes conocieron a Bergoglio como arzobispo de Buenos Aires lo detestan. Públicamente se ha despachado ya varias veces el P. Marcó, que fue su vocero durante años, desde su programa de televisión y, en privado, varios arzobispos, obispos que no revistan precisamente en las filas de los conservadores. Y con ellos, muchos de los curas que lo conocieron y padecieron en la arquidiócesis porteña. No es el caso de dar nombres o relatar anécdotas, pero les aseguro que son varias. Sólo así se entiende un dato aparecido en los diarios los últimos días: de los 42.000 jóvenes argentinos que asistirán a las JMJ en Río, sólo 2000 son de la arquidiócesis de Buenos Aires. Era de suponer, en buena lógica, que de allí deberían haber sido un grupo mucho más numeroso, no sólo porque, en general, las parroquias porteñas cuentan con mayor poder económico, sino porque están mucho más cerca de Brasil que los puntanos o que los salteños, y porque se trata de agasajar a su ex-ordinario. A fin de cuentas, el único que sigue lavando y zurciendo zoquetes papales parece ser Mons. Taussig, acompañado del P. Ianuzzi y de los curas del IVE que están temblando por la que se les viene, o la que se les vino más bien y no saben todavía cómo anunciarla…
Cerrando el paréntesis y volviendo al hilo del post, Bergoglio nunca promoverá, me parece a mí, la canonización de santos como Domingo Savio o María Goretti, tan fuera de lugar en la sociedad contemporánea, porque el mundo se le reiría en la cara. No sería extraño entonces que comenzara una campaña de canonización de santos populares, suspendiendo si fuera necesario los debidos procesos e inaugurando un fast track para ellos, mientras que los santos regionales o de cabotaje, deberían esperar su turno y pagar los más onerosos peajes correspondientes.  ¿De qué otro modo interpretar si no, la canonización de Juan XXIII? No cumpliendo aún los requisitos canónicos -le faltaba un milagro-, el papa decidió canonizarlo porque se le cantó. ¿Qué impide, entonces, que esto se le haga costumbre? Aunque ganas no le faltarían, no creo que lleguemos a Santa Gilda de la Bailanta o a San Nicolás Landoni y los ciento noventa y tres mártires de Cromañón, pero podría sorprendernos con Angelelli o con las monjas irlandesas, con algún laiquillo pacifista de San Egidio o con algún cocalero boliviano muerto por la DEA.
Parece exagerado lo que digo, pero cada día nos damos cuenta de que la patética realidad del personaje está superando la ficción. Es esto lo que sucede cuando los hombres menores acceden a los puestos para los que no fueron hechos: nunca deberemos subestimar su incapacidad.

Como decía el Dante: Sempre la confusion delle persone, principio fu del mal della cittade. 

sábado, 6 de julio de 2013

El papa del mundo

Esa fue la definición que pronunció Scioli luego de su entrevista con Bergoglio esta semana: “Es el papa del mundo”. El pobre infeliz no se daba cuenta lo que estaba diciendo, o al menos no sabía que su expresión podía entenderse en un modo muy distinto al que él la pronunció o, mejor todavía, se podía profundizar el sentido que él mismo le dio. Es decir, podía entenderse que Bergoglio es el papa que el mundo quiere. Y las palabras del Manco de Balaam me recordaron un artículo de Magister que apareció hace algunos días.
Sandro Magister es un vaticanista oficialista. Conoce muy bien los entresijos del Vaticano y, además, siempre está de lado del papa. Fue un gran benedictinista y ahora es un gran franciscanista aunque, pareciera que su entusiasmo inicial se está enfriando, como les está pasando a muchos otros. El artículo es bastante extenso y lo escribe a raíz de los primeros cien días de este pontificado. La sciolada fue como un eco de uno de los aspectos que señala Magister: los silencios de Bergoglio.
Luego de tirarle bastantes florcitas al pontífice felizmente reinante, comenta el periodista con cierto asombro lo benevolencia y agrado lisonjero que continúan mostrando hacia el pontífice la prensa internacional y los ambientes que los italianos llaman “laicos”, es decir ateos y, en general, antireligiosos y particularmente anticatólicos. Para Magister, esto es muy notable y diferencia a Bergoglio del papa Benedicto que enseguida luego de su asunción tuvo la oposición sostenida de todos esos medios de prensa y del establishment. Más allá que a mí, y a muchos católicos, nos huele bastante mal este tipos de aplausos y la ausencia de ladridos de los perros del Quijote, Magister es muy claro cuando expone los motivos de esa actitud del mundo: se debe, según él, a los “silencios” del papa.
El papa habla mucho; demasiado quizás y, tal como comentan los curas italianos por lo bajo, habla para decir las “cosas de la abuelita”. Pero la cuestión que señala el artículo es que no habla de lo que debería hablar, y es acerca de cuestiones candentes sobre las que los dos últimos papas se cansaron de predicar: aborto, eutanasia y matrimonio homosexual. La excusa de decir que recién está empezando con su pontificado ya ha dejado de ser válida luego de más de cien días en el solio y, sobre todo, luego de algunos acontecimientos que hubiesen merecido alguna mención o aliento, cuanto menos. Me refiero a las millonarias manifestaciones que los católicos franceses protagonizaron con ocasión de la legalización del homomonio en su país. Bergoglio no dijo absolutamente nada al respecto, ni aún en ocasiones de sus reuniones con laicos y organizaciones francesas que se sucedieron en esos días. Según Magister, este es el motivo por el que Bergoglio aún posee niveles tan altos de popularidad y aceptación por parte de la prensa. Sencillamente, porque no dice aquello que no quiere escuchar el mundo que lo aplaude.
Hasta aquí la interesante reflexión del vaticanista que, insisto, nada tiene que ver con el Wanderer, ni con críticos ácidos ni con medios integristas. Pero desde Argentina y desde este blog, creo yo que podemos fortalecer la tesis de Magister: Bergoglio está mostrando la hilacha, y la cuestión es que nosotros ya le conocemos muy bien sus sotanas deshilachadas. Lo mismo hizo durante sus años de episcopado en Buenos Aires: se quedó callado cuando todos le reclamaban que hablara frente a cuestiones que merecían el esclarecimiento y el coraje del pastor: calló cuando se reformó la educación y se introdujo la educación sexual y perspectiva de género obligatoriamente en los planes de estudio de todos los colegios, incluidos los confesionales; calló cuando se trató la ley de salud reproductiva que permitía la distribución gratuita de contraceptivos en los hospitales públicos; calló cuando se aprobó la ley del “matrimonio igualitario”, y calló en muchas otras circunstancias. Y no solamente calló, sino que también desalentó a los laicos a actuar y prohibió hacerlo a las instituciones católicas. Y esto no es un ataque al actual pontífice: es nada más que memoria.
Reconozco, sin embargo, que en este punto se me podría hacer una objeción: más de una vez critiqué en este blog a Juan Pablo II por haber hablado demasiado de cuestiones morales durante su pontificado y de no haber hablado sobre cuestiones teológicas, que eran más urgentes y necesarias. Parecería contradictorio, entonces, que ahora le pida a Bergoglio que se expida en cuestiones de tipo moral. Pero lo que yo le pido a Bergoglio es que haga lo que buenamente puede hacer y que, si ni siquiera puede hacer eso, que renuncie y se vaya con Benedicto a alimentar los pececitos que nadan plácidos en los estanques vaticanos.
Nadie le pediría al papa que hablara o que escribiera de teología porque, sencillamente, Bergoglio no sabe teología. Fue incapaz en sus larguísimos años de estudiante de conseguir el más que modesto título al que había postulado: el doctorado en teología por la Universidad del Salvador, que no es, precisamente, Oxford o Heidelberg. Pero si no queremos identificar conocimiento con grados académicos, desafío a quien sea a que me muestre las obras completas de Bergoglio y discutamos la teología que allí ha desarrollado en sus años de jesuita o de arzobispo. Más que mateadas con un judío de la periferia no vamos a encontrar. Si no sabe teología, como queda demostrado, y aún así tuvo la temeridad de aceptar su elección a un ministerio cuya esencia consiste en “confirmar a los hermanos en la fe”, sería conveniente que, al menos, esclareciera a esos hermanos sobre cuestiones secundarias y aledañas a la fe, como son las cuestiones morales.
Hasta ahora, entonces, no hemos tenido nada o casi nada en este pontificado. ¿Qué hechos con un cierta trascendencia ha realizados? Solamente dos: la creación de dos comisiones. Una para estudiar el tema de la reforma de la Curia Romana que comenzará a trabajar en octubre, y otra, muy reciente, para investigar al IOR. Y, si quieren, agreguemos el nombramiento como prelado del mismo IOR de su posadero preferido, Mons. Ricca, equivocación garrafal como bien lo señaló el mismo Magister hace dos días: el monseñor había sido expulsado hace años de la nunciatura en Montevideo por una cuestión no de faldas sino de pantalones…   No parece mucho lo hecho por Bergoglio en cien días -parece más bien nada- en vistas de las enormes expectativas que muchos tenían de él. ¿Y entonces? Si no tenemos palabras importantes y tampoco hechos importantes, ¿Qué tenemos?
Tenemos lo que un amigo llama bergoglemas. El bergoglema suele constar de una imagen, sinestésicamente desagradable (olor a oveja, pepinos en vinagre, solteronas, contenedor existencial). El mal gusto no es casual: envuelve una descalificación asociativa. El pobre definido como contenedor existencial remite a la basura, el pepino a la acidez y el malhumor, las solteronas a viejas amargas y con bigote. Es fácil advertir la potente energía antipoética de los símiles, la repulsión que genera la imagen, producto de una persona con evidentes peculiaridades de carácter. Pero esto tiene una función: la fuerza del mal gusto potencia la metáfora, la fija en la imaginación y produce un rechazo en el oyente: yo no soy solterona, yo no soy avinagrado, yo no soy basura... si hago lo que me dicen. A veces, la descalificación es lineal, como en el   uso del lunfardo y de expresiones de origen probablemente obsceno como en el “no arruguen”. Otras, envuelven una compleja asociación contradictoria: la definición de los contenedores existenciales remite a la basura en que viven los pobres, pero a la vez estigmatiza como basura al rico e indiferente. El olor a oveja remite al olor a chivo, pero descalifica oblicuamente al cura descomprometido y perfumado. Los bergoglemas trasuntan un modelo a seguir, un arquetipo a evitar.
La ausencia y de hechos y de discursos teológicamente consistentes y, sobre todo, connotantes, se suplen por los cotidianos bergoglemas que terminan por no decir nada. Pero la situación, y volvemos ahora a Magister, es aún peor. El desplante del que Bergoglio fue protagonista hace algunos días al dejar la silla vacía del concierto que se había programado en su honor, ha causado, según el periodista, un daño mucho más grave que cualquiera de sus actitudes anteriores. Pareciera que su excusa fue que él “no es un príncipe renancentista”. ¡Chocolate por la noticia! Ya sabíamos que no era ni un príncipe ni un barón, pero nunca pensamos que no fuera siquiera un simple labrador, porque cualquier de estos honorables trabajadores tiene un mínimo de educación de la que carece el pontífice argentino. Cualquier adolescente sabe que, si su abuela lo invita a un festejo que hará en su honor y al que asistirán sus amigas, y en el que él se aburrirá enormemente, igualmente tendrá que ir para no desairar a su abuelita y si, finalmente y comportándose como un desagradecido, decide no ir, le avisará con tiempo. Y esto lo sabe un chico de Flores y otro de La Matanza. Es educación básica. A mí me importa bastante poco, pero al que de debería importar es a él porque, al decir de Magister, y también del p. Marcó según lo afirmó en su última aparición televisiva, estas actitudes lo están dañando bastante fiero.
En fin, ya se le está viendo la hilacha al personaje.

jueves, 4 de julio de 2013

La muerte y dos archivos

La discusión sobre la muerte, su deseo y su temor, es interesante e insoslayable. Siempre me he preguntado acerca del modo de percibir la muerte que tenían, por ejemplo, los medievales, toda vez que ella era mucho más "cotidiana" de lo que es en la actualidad. Por ejemplo, era mucho más común que hoy que murieran niños de corta edad por una simple y común infección, o que murieran mujeres en el momento de dar a luz. Lo que hoy se nos aparece como una enorme tragedia, no sé si lo sería tanto en otras épocas, y no sé tampoco si podremos saber cómo era esa relación del hombre con la muerte.
Quizás ayuda, aunque muy lejanamente, la experiencia que se tiene de la muerte durante una guerra. Y para eso, quizás nada mejor que el libro de Ernst Jünger, Tempestades de acero, en las que el autor narra el espanto que significó para Europa la Primera Guerra Mundial. Y lo hace a partir de las notas que él mismo tomó durante los largos años del conflicto en los que sirvió al ejército alemán durante la interminable guerra de trincheras.
El libro en formato PDF pueden bajarlo de este enlace. Está alojado en Scribd que, si bien tiene la desventaja de que hay que registrarse gratuitamente, sus enlaces nunca se vencen.
Y dejo también el enlace  de la Antología wanderiana, que no podía ya bajarse del servidor original.

lunes, 1 de julio de 2013

Dolina y Tollers

La semana pasada, en el programa "Animales sueltos", se encontraron para charlar dos tipos llamados Alejandro: Fantino y Dolina. Recorté un pasaje de 7 minutos de aquella charla que es lo que quiero comentar acá, porque, me parece, no tiene desperdicio (por lo demás, la charla de una hora y pico es interesantísima y cualquiera la puede hallar en youtube).
En el segmento que quiero comentar, Fantino, a propósito de Gilgamesh, le dice a Dolina que tiene terror ante la muerte, que lo ha consultado con psicólogos y psiquiatras, que ha pensado en el asunto, pero que no hay caso, que le tiene terror a la sola idea…
-Se va a poner peor…
-¿Cómo?—le pregunta Fantino.
-Mirá, yo tengo unos años más que vos y te digo que se va a poner peor…
La idea, la obsesión, el miedo a la muerte. Se pone peor.
Este es el tema que actúa de disparador de lo que sigue durante los siguientes seis minutos de charla. Una cosa insólita en la TV argentina, que se hable, en serio, de este tema tabú, de esto que no se habla nunca.
Que nos vamos a morir todos. Y que eso mete miedo.
Pero hay más. Dolina le señala a Fantino que además se va a morir la gente que uno quiere, que siempre lo acompaña una voz que le recuerda que se va a morir y que eso "me embromó", le empañó todos y cada uno de los momentos buenos, placenteros, de su vida.
Y luego, agrega que ese terror "no se puede mitigar con nada", si no es, durante un ratito, con el amor, con la sensación de que un amor es para siempre… pero luego…
Cuando Fantino le habla de la inmortalidad en sus obras, Dolina se le ríe: "¡Qué me importa eso!, ¡si yo voy a estar muerto!" Y luego le cita a Unamuno: "yo no quiero la sombra de la inmortalidad, yo quiero la inmortalidad de bulto". (Qué le puede importar a Dolina que mañana se lo quiera recordar con un "Pasaje Alejandro Dolina").
Pero después, él habla de "la solución": ser inmortal, pero no saberlo (¿o no creerlo?).
Y de paso (obiter dicta) dice una cosa tremenda: "a lo mejor es lo que pasa".
En cuanto a la Fe, Dolina protesta que le gustaría tenerla, creer en el más allá, sino que no es una decisión ("como dejar de fumar") y que le encantaría que fuese verdad, aquello de un Dios que nos quiere…
Etcétera.
Traigo todo esto a colación recordando lo de C.S. Lewis, que el cristianismo no funciona en la modernidad porque es un remedio, cuando todo el mundo está convencido de que no está enfermo: ¿de qué "buena nueva" me hablan si no me voy a morir, si no tengo nada, si soy feliz?
Me parece que no puede haber catequesis, ni "nueva evangelización" ni nada si no empezamos por acá: por donde empieza Dolina. Que no se puede hablar de Eros sin hablar de Tánatos antes. Preambula fidei.
Ahora, ¡cómo nos gustaría catequizar a Dolina (y perdón por la presunción)!
Para cada una de sus dudas, de sus temores, de sus aprehensiones, la ortodoxia católica tiene respuesta lunga: si quiere tener fe y sabe que no es una decisión, deberá disponerse a recibir ese regalo haciendo caso a su conciencia (o lo que le quede de ella), para su terror ante la muerte, el Ave María, para "la inmortalidad de bulto" que desea, la virtud de la Esperanza, para inmortalizar el amor, el sacramento del matrimonio (es cierto que el matrimonio "es la tumba del amor", pero no así el sacramento del matrimonio, que es muy otra cosa).
Por fin, sobre el final del segmento que recorté de esta charla para destacar, quiero dirigirme a la muy apropiada cita que nuestro hombre hace del tango "Uno": "Si yo pudiera como ayer / querer sin presentir". Dolina destaca eso, que ya no tiene la candidez de la infancia (cuando creía en el ángel de la Guarda—y si se confesara, volvería a creer con esa candidez, y aun una mayor), que ya tiene demasiada experiencia con las mujeres para saber que un gran amor no puede si no, a la larga, terminar (o terminar mal). Y que por tanto, Tánatos tiene la última palabra y termina con todo, incluso con Eros.
Pero… pero…
Claro, Belloc lo había dicho antes (sin duda referido al gran amor que vivió con Elodie, su esposa, de la que enviudó siendo joven todavía): "Un gran amor excede la escala de las cosas de esta vida. Algo pasa. Alguien muere."
Cierto.
Pero, bueno, Dolina, qué sé yo: como dijo usted, a lo mejor somos inmortales y…
No lo sabemos.